EL TIEMPO DE SEPTUAGÉSIMA


1. La Antecuaresma.

Las tres semanas de Septuagésima, Sexagésima y Quincuagésima, que se intercalan en el año litúrgico entre el período de Epifanía y la Cuaresma, bajo el nombre de Tiempo de Septuagésima constituyen lo que podríamos llamar una “antecuaresma” o preparación litúrgica para la misma. Instituyólo, o por lo menos la sancionó definitivamente, San Gregorio Magno. La Iglesia, que todo lo dispone con suavidad y mesura, ha querido con esta institución evitar la transición demasiado brusca que necesariamente se produciría en la vida cristiana, pasando de repente de los regocijos de Navidad a las tristezas de Cuaresma.
Los nombres de Septuagésima, Sexagésima y Quincuagésima con que se distingue cada uno de estos tres domingos, son derivados del de Quadragésima, con que los latinos designaron a la Cuaresma. La etimología es obvia; pero en cambio no es exacto su significado matemático; pues si bien el domingo de Cuaresma es, numéricamente, el día “cuadragésimo” antes de Pascua, éstos otros tres no son ni el “quincuagésimo”, ni el “sexagésimo”, ni el “septuagésimo”, ya que la semana sólo consta de siete días, no de diez, y el número total de días, de la Cuaresma y la Septugésima, es de 61, no de 70. La denominación es, pues, una derivación lógica de la palabra Quadragésima; pero no indica el orden matemático que expresa.
El objeto de esta temporada, la más breve de todas las litúrgicas, es de predisponer al cristiano, con textos y con símbolos muy apropiados, para la carrera penitencial de la Santa Cuaresma, que se le acerca. Para convencer a un alma de la necesidad de la penitencia y moverle a hacerla, nada tan eficaz como recordarle la gravedad y consecuencias del pecado, y crear en torno de ella una atmósfera de recogimiento y de austeridad. Esto es, precisamente, lo que intenta la liturgia de Septuagésima.
Los textos del Breviario que dan el tono litúrgico a estas tres semanas, son los del I Nocturno de Maitines. Están sacados del primer libro de la Biblia: el Génesis. El domingo y semana de Septuagésima describen la creación del mundo y del hombre, el estado de inocencia de los primeros padres, su primer pecado o pecado original, su castigo, la muerte de Abel en manos de Caín, y el castigo de éste. En Sexagésima relatan la historia de Noé y la corrupción de costumbres de su tiempo, el castigo del diluvio y el nacimiento de las generaciones postdiluvianas. En Quincuagésima, la vocación de Abraham y los primeros rasgos de su vida en su nueva patria. Todos estos recuerdos bíblicos pintan al vivo la gravedad del pecado y el justo enojo de Dios, quien sólo se aplaca con la penitencia; así como también la predilección de Dios por los inocentes, y la confianza con que los distingue.
En los textos del Misal, San Pablo, con extractos de sus Epístolas, exhorta al cristiano al combate espiritual, poniendo ante sus ojos: en Septuagésima, las privaciones de los atletas; en Sexagésima, sus propios sufrimientos; y en Quincuagésima, las características de la caridad cristiana; mientras los Evangelios, con la parábola de los jornaleros (Sept.), le invitan al cultivo de la viña del alma; con la cizaña (Sex.), a defenderla de los enemigos, y con el anuncio de la Pasión del Señor y la curación del ciego de Jericó (Quinq.), a pedir a Dios las luces necesarias para ver claramente los estragos del pecado. Así es cómo los textos litúrgicos predisponen al cristiano para la carrera penitencial de la Cuaresma. Los de las misas reflejan además el terror y la tristeza que embargaban a los romanos, en aquellos años de pestes, guerras y temblores de tierra en que se compusieron.

2. Signos precursores de la Cuaresma.

Al meditar la Iglesia el pecado original y sus castigos, y los pecados y castigos de las generaciones sucesivas de los hombres, y ante la perspectiva del drama sangriento de la Pasión de Jesucristo que se avecina; empieza como a revestirse ya de un cierto luto prematuro, o como si dijéramos, a usar de ciertos signos simbólicos precursores de la Cuaresma.
Tales son: la supresión del “Gloria in excelsis” y del “Ite missa est”, en las misas del tiempo; del “Te Deum”, en los maitines; de los floreros y vistosos adornos, en los altares; y el empleo de los ornamentos de color morado. Todos éstos son signos evidentes de tristeza, y lo es más todavía la suspensión total del festivo “Aleluya”, que es reemplazado en la Misa por el “Tracto”, y, al principio de los oficios, por la aclamación latina, su equivalente; Laus tibi, Dómine, Rex aeternae Gloriae: “Loor a ti, oh Señor, Rey de la eterna gloria”.

3. La despedida del Aleluya.

El sábado anterior al domingo de Septuagésima, al fin de las Vísperas, el cantor añade al acostumbrado “Benedicámus Dómino” dos aleluyas, que el coro también repite al responder “Deo gratias”. Esta es la sencilla despedida que hoy hace la liturgia romana al “Aleluya” hasta el Sábado Santo, en que saludará su reaparición en el templo, cantándola seis veces seguidas y con júbilus melódicos muy retorneados.
La despedida del Aleluya dio origen, en la Edad Media, a ceremonias muy curiosas, dignas de recordarse. En algunas iglesias despedíase de él como de un ilustre y muy querido personaje, que provoca efusivas demostraciones de simpatía. Al efecto, se compuso un “Oficio aleluyático” bastante parecido a nuestro actual “Itinerario”. Había en él antífonas, prosas e himnos, con augurios de feliz viaje muy expresivos para el Aleluya.
La liturgia mozárabe llegaba a decirle: ¿Te vas, Aleluya? Pues que tengas buen viaje, y vuelvas con-tento a visitarnos. Aleluya. Los Ángeles te llevarán en sus brazos para que no tropiece tu pie, y vuelvas de nuevo a visitarnos. Y otro tanto hacían la liturgia galicana y la de Alemania en su afán de dedicarle un cariñoso homenaje de despedida(1).
A veces la ingenuidad de aquellos cristianos llegó hasta a remedar, al son de esos pintorescos cánticos, el entierro del Aleluya; pues lo sepultaban como si fuese un muerto que debía resucitar el día de Pascua. Véase el ceremonial que prescribía un “Ordo” del siglo XV, de la Iglesia de Toul: “El sábado de Septuagésima, a la hora de Nona, acudan los queridos niños trajeados de fiesta a la gran sacristía, y allí organicen el entierro del Aleluya. Terminado el último “Benedicamus”, desfilen en procesión con cruces, hachas, agua bendita e incienso, y llevando el césped de tierra, como se estila en los funerales, atraviesen el coro y diríjanse al claustro, profiriendo ayes y voces plañideras, hasta llegar al lugar donde ha de efectuarse la sepultura. Una vez allí rocíelo uno de ellos con agua bendita, y después de incensarlo, vuélvanse por el mismo camino. Así se acostumbró a hacerlo en otro tiempo”(2).
Por cierto que estos ritos y alegorías eran de mal gusto y excesivamente teatrales, pero pintan muy al vivo la influencia magna que ejercía la Liturgia en la vida y costumbres de aquellas cristiandades. Al revés de lo que hoy sucede, conocían los fieles de entonces día por día todas las ceremonias religiosas, y las seguían y comentaban con el mismo interés con que siguen y comentan hoy nuestros muchachos las películas del cinematógrafo.

4. El Carnaval y las XL Horas.

El domingo, lunes y martes de Quincuagésima hánse convertido para el pueblo en domingo, lunes y martes de Carnaval(3), o sea, en una serie grotesca de diversiones y mascaradas, reliquias vergonzosas del paganismo, que suelen ir acompañadas de graves excesos y pecados. El doloroso espectáculo de este casi general desenfreno de la sociedad cristiana, obligó a la Iglesia, en el siglo XVI, a establecer el Triduo de desagravio de las XL Horas, por el estilo de las preces y penitencias expiatorias que hubo de prescribir, en los primeros siglos, para contrarrestar los estragos de las saturnales y bacanales paganas.
En su origen el Carnaval es la prolongación y clausura de las fiestas paganas que, en siglos de barbarie, se organizaban en seguida de Navidad para celebrar la salida y entrada del año. Entonces, dominando como dominaba la sociedad pagana sobre la cristiana, tenían estos festejos su explicación; pero no la tienen hoy, al menos que reconozcamos —lo que es harto triste— que se ha semipaganizado nuestra sociedad, o que no ha podido domeñar todavía sus instintos de barbarie. El hecho es que el Carnaval existe en todo el mundo, y que, en algunos países, se anticipa de varias semanas al domingo de Quincuagésima, en otros se prolonga por casi toda la Cuaresma, y, en los que menos, dura no sólo un triduo, sino toda la semana. Pero como las extravagancias y los abusos carnavalescos llegan a su colmo en estos tres días, la Iglesia ha introducido en ellos la solemne Exposición del Santísimo, conocida bajo el título de las XL Horas, de que trataremos a su debido tiempo.

5. El miércoles de ceniza y días siguientes.

Los cuatro últimos días del Tiempo de Septuagésima fueron declarados de ayuno por San Gregorio Magno, en el siglo VI, para completar con ellos el número cuarenta del ayuno cuaresmal. Por eso el miércoles de ceniza lleva en la liturgia el título oficial de caput jejunii (comienzo del ayuno), como el primer domingo de Cuaresma llevaba en los antiguos Sacramentarlos el de caput Quadragesimæ (comienzo de la Cuaresma). No es, pues, el miércoles de ceniza al principio de la Cuaresma, sino del ayuno cuaresmal.
Ya en el siglo IV, y mucho antes por lo tanto que San Gregorio eligiera el Miércoles de Ceniza para inaugurar los ayunos de Cuaresma, tenía este día un carácter penitencial; pues señalaba para los pecadores públicos el principio de la penitencia canónica, que debía terminar el Jueves Santo con la absolución de los mismos. Los penitentes se presentaban por la mañana en el templo para confesar sus pecados, y si éstos habían sido graves y públicos, recibían del penitenciario un hábito forrado con áspero cilicio y cubierto de ceniza, con el que se retiraban a un monasterio de las afueras de la ciudad, para cumplir la penitencia cuadragesimal(4). Al desaparecer, hacia el siglo XI, la práctica de la penitencia pública, la imposición de la ceniza que hasta entonces sólo recaía sobre los penitentes, empezó a hacerse general para todos los fieles y convirtióse en el rito actual.
Por lo mismo que estos cuatro días no pertenecen propiamente a la liturgia de Cuaresma, se rigen como todos los anteriores por las rúbricas de la Septuagésima, si bien gozan del privilegio de la Misa “estacional” propia, con su correspondiente “oración sobre el pueblo”, de que luego hablaremos. Las Vísperas del sábado, como primeras de Cuaresma, tienen lugar antes del medio día.
Las oraciones colectas de todas estas misas insisten en la misma idea de encomendar a Dios los ayunos de los cristianos, para que éstos los observen devota y varonilmente, y Él los acepte en expiación de sus pecados. La del sábado merece ser tenida en cuenta durante toda la Cuaresma, pues establece que “este solemne ayuno ha sido instituido con la saludable intención de curar los cuerpos y las almas”. ¡Adviértanlo bien los que temen desfallecer de debilidad si se atienen a la ley, hoy ya harto relajada, del ayuno eclesiástico!


Tomado de: DOM ANDRÉS AZCÁRATE, O.S.B. ; La Flor de la Liturgia; Buenos Aires, Abadía San Benito, 6ta. Ed., 1951.


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(1) Cf. Dom Guéranger: Année lit. (Septug.: Suspensión de l’Alleluia).
(2) Cf. Dict. d'Arch. et de Lit. (Alleluia, col. 1245).
(3) La palabra Carnaval, la hacen muchos derivar de las dos italianas, carne, vale (carne, ¡adiós!), que significaría el desenfreno total de la sensualidad en estos días. Otros prefieren derivarla de carnelevamen (supresión o alzamiento de la comida de carnes), que tiene su equivalente en la denominación bastante usada de carnestolendas (de caro carne, y tollenda = que debe suprimirse). Pero dícese que la mejor fundada etimología es la de carrus navalis (carro-naval), debido a que en Grecia, en el imperio romano, y entre los teutones y celtas, la diversión más típica y preferida consistía en pasear por las calles de las ciudades un barco rodado sobre el que iban cantando y danzando desenvueltamente cuadrillas de enmascarados. (Cf. Encicl. Espasa: Carnaval.)
(4) He aquí el origen de las “cuarentenas” usadas todavía hoy en las concesiones de indulgencias.