Señalaba Ramón Gómez de la Serna, al que tanto gustaba dar conferencias a lomos de un elefante, que el circo siempre nos parece grande como el paraíso terrenal, “del que tiene toda la ingenuidad, la claridad y la gracia primitiva y edénica”. Pero quienes dan esta gracia primitiva y edénica al circo son los animales, que vuelven a hacer amistad con los hombres y se pasean a su lado, como lo hicieron con Adán y Eva. Solemos decir, con tópico muy manoseado, que el circo nos retrotrae a la infancia; pero adonde en realidad nos retrotrae es a aquella paradisíaca candidez anterior a la hoja de parra en que nuestra naturaleza aún no estaba averiada y nos revolcábamos sobre la hierba con los animales, buscándoles las pulgas o las cosquillas, mientras sus rugidos y barritos y graznidos –pentecostés de lenguas paradisíacas– sonaban como un ronroneo risueño y agradecido.
Los niños captan enseguida esa gracia primitiva y edénica del circo, porque aún no tienen conciencia de la avería irreparable que nos expulsó del paraíso. Y, mientras dura el espectáculo, vislumbran en ese repertorio de maravillas que se despliega sobre la arena de la pista un mundo que los mayores les han escamoteado, por morder el fruto del árbol prohibido: un mundo de amazonas exuberantes que, como Eva, han enamorado a los caballos con el calor de sus muslos agrestes; un mundo de domadores intrépidos que, como Adán, llaman a los leones por su nombre y meten la cabeza entre sus fauces tan ricamente, como si quisieran contarles las caries. Los niños, mientras dura el espectáculo del circo, viven en el segundo capítulo del Génesis; y los adultos que los acompañan salen del circo con una melancolía muy honda, casi con una rabieta inconsolable, como Adán y Eva cuando fueron expulsados del paraíso y perdieron todos sus privilegios, porque acaban de recibir una inolvidable lección de teología.
Pero no hay teólogo más tramposo que el demonio, que a la postre fue quien se las arregló para que Adán y Eva dejaran de disfrutar de aquel circo perpetuo que era el paraíso terrenal. Ahora el demonio recurre a otras teologías tramposas para que los niños dejen de disfrutar de los animales del circo, invocando (las mayúsculas que no falten) la Declaración Universal de los Derechos del Animal. El demonio prometió a nuestros primeros padres que serían como dioses, engañifa delirante que con los años sólo ha acarreado a los hombres berrinches de impotencia; pues ya se sabe que todo intento de “asaltar los cielos” acaba por los suelos, como los escombros de la torre de Babel. Y como aquella trampa teológica ya no se la traga nadie, el demonio se ha inventado otra trampa inversa, pero igual de delirante (y más acorde a nuestra época bajuna), que consiste en prometer que los animales serán como los hombres. Aquella promesa antigua de divinización humana era al menos apta para una generación de hombres prometeicos empachados de lecturas de Nietzsche; esta promesa moderna de humanización del animal es tan sólo apta para memos empachados de películas de Walt Disney. Ambas teologías tramposas persiguen un mismo fin, sin embargo, que es alterar el lugar que al hombre le fue asignado en la Creación: subalterno a Dios, a quien debe adoración; superior a los animales, sobre los que debe ejercer un dominio justo. Y, después de haberlo humillado con aquella promesa fatua de endiosamiento, el demonio humilla doblemente al hombre poniéndolo a adorar a los animales.
Y para que la humillación sea más ensañada, ni siquiera le permite disfrutar de toda la ingenuidad, la claridad y la gracia primitiva y edénica de un circo con animales.
Publicado en ABC el 6 de febrero de 2017. |
Marcadores