Corría el mes de diciembre del año 590. Habían transcurrido cien desde la caída del Imperio romano (476 d.C.). Tendrían que pasar otros tres siglos hasta la restauración de un Sacro Imperio Romano cristiano (año 800). La península itálica había sido devastada por los ejércitos bizantino, godo y lombardo. Hacia fines del otoño, las milicias lombardas, capitaneadas por el rey Agilulfo, se habían congregado ante los muros de la Ciudad Eterna. Por doquier se veían señales de calamidades y tribulaciones. El solio de San Pedro estaba ocupado por un romano, descendiente de una antigua familia de senadores. Su predecesor Pelagio había encontrado la muerte en una terrible epidemia que había asolado Roma. La guerra, el hambre y las enfermedades hacían estragos, como ha sucedido tantas veces a lo largo de la Historia.


En el domingo segundo de Adviento, al comienzo de su pontificado, el Papa pronunció su primera homilía tras el Evangelio. Describiendo las calamidades de su tiempo, las relaciono con el pasaje evangélico de Lucas 21, 25-33, en el que Jesús anuncia a sus discípulos cómo se manifestarán las señales del fin de los tiempos.


«Nuestro Señor y Redentor, carísimos hermanos, deseando encontrarlos preparados, anuncia con antelación los males que azotarán a un mundo ya en decadencia, para que no probaran el amor de éste. Nos revela cuántos azotes serán heraldo de la proximidad de dicho fin, para que, si no queremos temer a Dios en la tranquilidad, al menos temamos sus ya próximos castigos bajo el peso de los males que se ciernen sobre nosotros. Es más, a esta lectura del Santo Evangelio que acabáis de oír, hermanos, el Señor ha dicho poco antes de hablar de estos males: “Se levantará pueblo contra pueblo y reino contra reino, y habrá terremotos, carestías y pestilencias en numerosos lugares”».


El fin del mundo, sobre el cual este papa nos invita a reflexionar, no es sólo el punto final de la Historia, es decir la Parusía, la segunda venida de Jesucristo a la Tierra para retribuir a cada uno según sus obras e instaurar la Jerusalén celestial. Es también el fin de una época histórica concreta, juzgada y castigada por el Señor por sus pecados. En este sentido, la caída de Jerusalén es una prefiguración tanto del fin de mundo como de todos los castigos con que Dios aflige siempre a la humanidad: guerras, epidemias, hambre y catástrofes naturales. Todo castigo es precursor del juicio final, y todo acto de fidelidad a Dios en tiempos de crisis lo es asimismo del testimonio que darán los elegidos en la época del Anticristo.


«Constatamos ciertamente en nuestros tiempos estragos que amenazan a toda la Tierra. Con frecuencia nos llegan noticias de otras partes del mundo conocido que dan cuenta de terremotos que destruyen incontables ciudades. Soportamos incesantes epidemias. No vemos todavía abiertamente señales extraordinarias en el sol, la luna y las estrellas, pero en la misma mudanza de los vientos podemos ya deducir que no están lejanos. Antes de que Italia cayese bajo la espada extrajera, hemos visto relámpagos encendidos en el cielo, como anunciando la sangre viva del género humano que más tarde sería derramada…».


Ante estas terribles calamidades, el Pontífice invita a erguir la cabeza y levantar el corazón, esto es, a elevar los pensamientos a los gozos de la patria celestial.


«Por tanto, cuantos aman a Dios tienen el deber de exultar y alegrarse por el fin del mundo, pues ciertamente se encontrarán más pronto con Aquél a quien aman, mientras pasa veloz el siglo que no han amado. No suceda que el fiel deseoso de ver a Dios llore por males que azotan al mundo, el cual sabe que está destinado a acabar bajo el peso de esos males. De hecho, está escrito: Quien quiere ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios. Por lo que, quien no se alegra por la proximidad del fin del mundo demuestra ser amigo de éste, y por este motivo ha demostrado ser enemigo de Dios. En verdad, llorar por la destrucción del mundo es propio de quienes han plantado en él las raíces de su corazón, de quienes no aspiran a la vida futura, de quienes ni siquiera imaginan que ésta exista».


S. Gregorio recuerda las palabras del Evangelio:


«El cielo y la Tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». «Es como si dijese abiertamente: Todo aquello que permanece junto a vosotros no permanece ni es inmutable por la eternidad, mientras que todo lo que tengo conmigo y se ve pasar permanece fijo y sin mudanza, ya que mi palabra, que pasa, expresa verdades que permanecen y no conocen alteración». «Así pues, hermanos míos –prosigue–, vemos ya cumplirse lo que escuchabais. El mundo es hostigado a diario por nuevos y mayores males. Podéis coprobarlo viendo cuántos habéis quedado de una numerosa población; y todavía nos azotan males imprevistos, nos afligen catástrofes repentinas. Por tanto, no queráis, hermanos míos, amar al mundo que veis, que no puede subsistir por mucho tiempo. Tened presentes los preceptos apostólicos, con los que el Señor nos amonesta: ¡No améis al mundo, ni las cosas del mundo! Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él».


El Papa recuerda que hacía pocos días un huracán había arrancado de raíz algunos árboles seculares de Roma, destruido casas y trastornado cimientos de iglesias.


«Pero no olvidemos –advierte.. que para realizar todo esto el Juez invisible hizo pasar el soplo de un viento muy tenue, agitó la tempestad de una sola nube, sacudió la tierra y trastornó los cimientos de muchos edificios hasta casi dejarlos en ruinas. ¿Qué hará este Juez cuando venga en persona y se inflame su ira castigando pecados si no estamos en situación de soportar que nos golpee con una nube tenue? Pablo, pensando en esta severidad del Juez que ha de venir, dice: Es terrible caer en manos del Dios viviente. Tened, pues, en cuenta, carísimos hermanos, que aquel día y lo que ahora os parece tan grave os parecerán poca cosa en comparación. ¿Qué diremos de los temibles acontecimientos de los que somos testigos, sino que presagian la ira futura? Es necesario, pues, considerar que tan diferentes son de aquella extrema tribulación las presentes como de la potestad del juez se diferencia la persona del heraldo. Pensad, carísimos hermanos, con extremada atención en aquel día, enmendad vuestra vida, cambiad de costumbres, derrotad con todas vuestras fuerzas las tentaciones del mal, expiad con lágrimas los pecados cometidos. Ciertamente veréis en el momento oportuno la venida del Juez eterno con ánimo tanto más firme como con el que ahora os preparáis en el temor para la severidad de lo que se avecina».


Con estas palabras, el papa San Gregorio Magno preparaba para la Santa Navidad a sus súbditos de Roma en diciembre del año 590. De ese modo hablaron muchos supremos pastores en las épocas más oscuras de la humanidad. Su voz nos alcanza hoy como la luz de una estrella lejana que ilumina en las tinieblas de la noche anunciando el nacimiento del Divino Redentor en los corazones y en toda la sociedad.


Roberto de Mattei.


(Traducido por J.E.F)

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