Por qué un espacio público religiosamente neutro siempre resulta anticristiano
por Peter Kwasniewski
Llevan mucho tiempo diciéndonos que la solución a los problemas de la sociedad, incluidos los de los católicos en las democracias occidentales de hoy, está en «vivir y dejar vivir». Que tenemos que ser los clásicos liberales contentos de vivir en un país donde cada uno es libre de vivir como le dé la gana en tanto que deje a los demás vivir como quieran, y siempre que nadie haga mal a nadie. Que si nos guiamos por esa tolerancia, que es de sentido común, no habrá conflictos.
En teoría suena muy bien, pero ¿es posible en la práctica?
Asi funciona en las sociedades civilizadas, es la única manera de vivir en paz.
A los musulmanes les cuesta entender eso, de todos modos es un problema temporal: las religiones están en vías de extinción.
Lo cierto es que la práctica de la religión (y, mutatis mutandis, se puede decir lo mismo de esa oposición violenta a la religión que es el ateísmo de hoy) es forzosamente pública y política. Por ejemplo, si todos los católicos tienen que rendir culto a Dios en un día determinado, es necesario que parte de ese día, o la totalidad, no trabajen. Y si tiene que celebrarse una procesión, es posible que mientras pasa haya que cerrar al tráfico una arteria importante. Lo primero redundará en que algunas empresas funcionen con menos eficiencia o pierdan ingresos, o ambas cosas; lo segundo afectará la circulación, quizá incluso el comercio, y desde luego puede entenderse como una imposición a los no creyentes y los tibios.
Por su parte, el ateísmo moderno no es menos público y político: intenta deshacerse de todo símbolo religioso, como los crucifijos, y los nacimientos en Navidad, y si pudiera eliminaría el domingo y las festividades religiosas (la verdad es que en gran medida ya ha sucedido). Si los no creyentes se salieran con la suya, no quedaría lugar ni respeto para la Cristiandad en las calles. En este sentido, el liberal no es el que piensa que hay que dar vía libre a toda opinión; lo que cree es que la única opinión permisible es la que sostiene que no se sabe que ninguna opinión sea tan verdadera como para que tenga prioridad o prerrogativa alguna. Según dicho razonamiento, el ateísmo se convierte de facto en la única opción de creencia pública y política.
Ilustraremos el problema con un ejemplo diáfano: cuando alguien escucha música en su automóvil (a todo volumen y con las ventanas abiertas, mientras circula por una avenida importante), o tan fuerte que a pesar de llevar audífonos se oye, obliga a quienes lo circundan a oír lo que está escuchando. Su libertad para escuchar impone a los demás una situación que ellos no han escogido. Los obliga a someterse a su voluntad. En consecuencia, la libertad para todos es una entelequia; para ejercer la propia libertad es posible y hasta probable vulnerar derechos ajenos.
El agresivo lobby homosexual nos da un ejemplo clarísimo de ello: cuando se legaliza el matrimonio homosexual, ¿que pasa con la libertad de los pasteleros, decoradores, sastres, músicos e iglesias que se guían por su conciencia cristiana (que también se apoya en la ley natural), la cual los hace optar por participar exclusivamente en bodas heterosexuales? Lo siento, pero se acabó la libertad: se la ha llevado el liberalismo. Ahora hay que hacer lo que manda el Estado; ni más, ni menos.
Por supuesto, el ejemplo más grave es que se niega el derecho del niño no nacido a estar al cuidado de un padre y una madre y tener protección jurídica. Gracias a la intolerante creencia liberal, la libertad de la mujer lo es todo, mientras que la vida, los derechos y la futura libertad del hijo no valen nada. Sólo una falsificación diabólica de la libertad intenta suprimir y erradicar la libertad ajena para conseguir la propia.
Si el espacio público no es católico, terminará por llenarse de elementos paganos y anticatólicos. Al igual que la naturaleza, la sociedad aborrece el vacío. Hemos visto más confirmaciones de lo que podríamos desear de aquella verdad que proclamaban los grandes pontífices del siglo XIX: que no existe un espacio público religiosamente neutro, sociedades que no privilegien una religión. El ámbito público será religioso o irreligioso, cristiano o anticristiano. El liberalismo se desintegra convirtiéndose en una ideología intolerante.
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