LA FE Y NUESTRO ESPÍRITU PROFUNDO
Avanzad más y observad en el orden religioso nuestra tradición y la manera como se manifiestan las creencias en la psicología nacional. Aquí no ha habido ni una sola herejía filosófica o teológica que pueda llamarse indígena; todas han venido de fuera, y todas han muerto rápidamente, sin necesidad de que las matase el poder, como ahogadas en nuestra atmósfera. El carácter español fecundado en la Iglesia y hasta por condiciones nativas especiales, que ella ha sabido desarrollar en el espíritu de nuestra raza, no admite creencias opuestas a la creencia católica: todas parecen y se agostan aquí antes de que puedan arraigar. La teodicea y la cosmología de Prisciliano descienden del pleroma de los agnósticos, de que son una derivación; los antinitrinitarios de Córdoba no son más que unos arrianos rezagados, que mueren al golpe de la lógica del abad Speraindeo; el adopcionismo de Félix de Urgel y de Elipando de Toledo no es más que nestorianismo hipócrita, que pronto sucumbe cuando se conoce el engaño; el antropomorfismo de Hostégesis no es más que un burdo fragmento arriano, acompañada de una absoluta ignorancia de los atributos divinos, que fermenta en el alma corrompida de un traidor a sus hermanos y de pronto sepulta el abad Sansón; la trinidad absurda de Migecio, de la que forman parte David y San Pablo, desaparece como una ridiculez en la Historia. El falso misticismo de los alumbrados y los quietistas procede de los begardos y de los fraticelos, no de producción indígena, a pesar de la guía de Miguel de Molinos. El Protestantismo, atacando la libertad y el sentimiento latinos con la separación de la fe y las obras, y la predestinación fatal y la negación iconoclasta del arte en el culto, establece una oposición con nuestra manera de ser, que va pronto de la idea al hecho, y no puede arraigar en España, a pesar de los ensayos de Sevilla y de Valladolid. El deísmo, que mutila los atributos de Dios, y el sensualismo francés del siglo XVIII, que quiere sacar de la sola sensación las ideas, y más tarde el eclecticismo, filosofía de académicos y escépticos y de eruditos de salón, que elige los fragmentos de los sistemas más opuestos sin un principio electivo, no pueden arraigar aquí, porque la afirmación secular de las más grandes verdades teológicas no se aviene con la sensación transformada y la falta de criterio de esos sincretismos bastardos que las distribuyen. Y cuando el panteísmo germánico trata de introducirse, aunque hipócritamente, con el nombre de panenteísmo, el sentimiento nuevo de nuestra libertad, de nuestra personalidad, que siente hasta el místico español, aún en el momento en que está de rodillas y en éxtasis, lo hace sucumbir y desaparecer, como sucumbe el positivismo que mutila con su método la razón más completa y sintética de Europa cuando no la tuerce en procedimientos falsos, y ataca el idealismo de nuestra raza; como muere el agnosticismo e inmanentismo de última hora, kantismo redivivo que no puede arraigar tampoco aquí, porque lo mismo el sol de la fe que el de nuestro cielo disipan las nieblas del Norte, que no pueden interrumpir la armonía, que resplandece en nuestros pueblo, ante el entendimiento y el ser, de los dos con el ejemplar divino, y de los infinito, unidos sin confusión en la persona de Cristo. Por eso nosotros podemos afirmar que no hay en nuestro mundo histórico una sola creencia anticristiana o herética, que se haya levantado contra la Iglesia, que tenga raíz indígena y que se haya alimentado con savia popular española. Y ¿cómo había de ser de otra manera, si desde el gran Osio, que escribe el Símbolo de Nicea, hasta San Isidoro, que funda la primera enciclopedia medieval en sus Etimologías, y Tajón, verdadera maestro de las sentencias que precede a Pedro Lombardo, desde Domingo Gundisalvo, apologista y psicólogo que prepara la obra de la Escolástica, hasta los grandes doctores tridentinos del siglo XVI, y los sutiles y profundísimos investigadores de las relaciones entre la voluntad y la gracia, y los apologistas posteriores, nosotros tenemos una estirpe tal de teólogos, que va como un caudal de luz por las cumbres de la inteligencia, y de místicos y ascetas, que atraviesan como un río de amor los corazones, y que transparentan de tal manera su pensar y su sentir en los hechos del pueblo, que demuestra lo que tan gráficamente decía Menéndez Pelayo: que “España era un pueblo de teólogos armados”? Y nosotros -que tenemos esa tradición teológica y una tradición filosófica paralela y tan homogénea que los mismos pensadores independientes como Lulio y Sabunde, o los renacientes como Vives, son a un tiempo filósofos y apologistas, que no ceden en fe a los escolásticos- poseemos un arte que responde enteramente a ese principio y a ese sentido religioso.
Juan Vázquez de Mella, Discurso en la Real Academia de Jurisprudencia, 17 de mayo de 1913
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