Revista FUERZA NUEVA, nº 54, 20-Ene-1968
La “Amistad Judeo-Cristiana” contra la Historia
MARTIRIO DEL SANTO NIÑO DE LA GUARDIA:
LOS DOCUMENTOS DEL PROCESO ATESTIGUAN SU VERACIDAD
El suceso conmovió entonces a toda España, puso en jaque a la Inquisición, apresuró la expulsión de los judíos y dio un nuevo mártir al santoral de la archidiócesis de Toledo. Eso fue a finales del siglo XV. Ahora, la negación del suceso ha suscitado una reacción vigorosa. Estamos aludiendo al martirio del Santo Niño de la Guardia, que, en opinión del profesor del Seminario de Madrid, copresidente con Max Mazin de la “Amistad Judeo-Cristiana”, padre Vicente Serrano, “es solamente una fábula”, según afirmó en la rueda de prensa celebrada el día 28 de noviembre último (1967) en el centro de la Asociación mencionado para informar a los periodistas madrileños sobre los proyectos inmediatos de amistad judeo-cristiana, entre los que figura el propósito de hacer un estudio histórico del Niño de la Guardia.
La llaga ya está cicatrizada
Negar hechos tan evidentes como el martirio del Niño de la Guardia no es, desde luego, lo mejor que puede hacerse para estrechar lazos de amistad con los judíos españoles, como negar la invasión napoleónica sería también un flaco servicio a la amistad con los franceses. La llaga está ya cicatrizada, ningún resentimiento albergan hoy los toledanos ni los vecinos de La Guardia contra los judíos y volver a empuñar el bisturí para descubrir la herida que se cerró hace siglos no conseguirá otra cosa que eso: abrirla de nuevo. Es mucho mejor -escribía el cronista hace poco- olvidar estos hechos, mirar más al futuro que al pasado, trabajar positivamente para terminar de una vez “con la enseñanza del desprecio a los judíos”.
Toledo, que dio ejemplo de tolerancia y de convivencia -tres razas y tres religiones- siglos atrás, no será ciertamente un obstáculo en este camino, pero de eso a negar lo que forma parte de su patrimonio histórico, va mucha distancia, tanta, que ningún toledano -creemos también que ningún español- esté dispuesto a recorrerla. Colocados en la disyuntiva de creer lo que propone la Iglesia Católica en su Santoral o asentir a lo que dijo el padre Serrano en su rueda de prensa, la verdad es que no queda mucho margen para la duda, dicho sea con todos los respetos, por supuesto, para la dignidad sacerdotal del padre Serrano.
El temor a la Inquisición
Hágase, pues, el nuevo estudio que se desea. Revuélvanse los archivos y las declaraciones, los legajos y los sumarios que yacen desde hace tiempo olvidados en las estanterías. De antemano estamos seguros de que una nueva investigación podrá, quizá, advertir errores secundarios, equivocaciones o exageraciones no sustanciales. Pero la verdad de lo ocurrido permanecerá después inalterable, tan inalterable como antes. Y lo ocurrido fue nada más y nada menos que esto.
Corría la última década del siglo XV. Pocos años antes, los Reyes Católicos habían erigido el Tribunal de la Santa Inquisición. En el primer auto celebrado en Sevilla, siete apóstatas fueron condenados al fuego. Los judíos españoles, muchos conversos sólo en apariencia, temían caer más tarde o más temprano en poder de los inquisidores.
Uno de aquellos judíos conversos fue juzgado y condenado públicamente en la vieja plaza toledana de Zocodover. Entre los espectadores del castigo ejecutado por la Santa Inquisición figuraban varios judíos de Quintanar de la Orden, Tembleque y La Guardia.
Un judío de La Guardia, llamado Benito García de las Mesuras, sugirió al de Quintanar el medio seguro para quitar la vida a los inquisidores. Había aprendido de uno de sus principales rabinos que regía la Aljama de Zamora que, mezclando un corazón de un niño cristiano con una Hostia consagrada, quemando todo y hecho polvos, se obtendría un hechizo infalible que ya había sido experimentado en Francia; bastaría echar los polvos en un pozo para que rabiasen y reventasen cuantos bebiesen de sus aguas. Todos se juramentaron para lograr su propósito.
Acordaron designar a Juan Franco, judío, vecino de La Guardia, para que robara a un niño cristiano a quien arrancar el corazón. Era, entre todos ellos, el más atrevido y el más apto para la difícil empresa, porque recorría los pueblos de la provincia portando mercaderías sobre un carro tirado por bueyes. Previno rápidamente su carro y marchó a Toledo, donde llegó el 15 de agosto de 1490. La feria que aquel día comenzaba en la Imperial Ciudad, su ambiente bullanguero y alegre, favorecían el siniestro plan. La víctima había de ser un lindo muchacho de cuatro años, rubio, nacido en Toledo y bautizado en el templo parroquial de San Andrés. Se llamaba Juan y era hijo de un modesto azacán, Alonso Pasamontes, que vivía en un sotanucho situado cerca del actual (1968) seminario de San José. La madre del niño -Juana la Guindera- era ciega y todos los días el pequeño Juan la acompañaba hasta la catedral, donde la pobre mujer pedía limosna sentada sobre los escalones de la puerta del Perdón.
El rapto
Llegó Juan Franco a la catedral cuando la madre del niño rezaba junto al pequeño. Era Juana la Guindera cristiana vieja, acostumbrada a pasar diariamente un buen rato en oración bajo las altas bóvedas del templo; allí enseñaba también a rezar a su hijo. Le pareció a Juan Franco que no podía encontrar otro muchacho más a propósito que aquél. Era pequeño como convenía a sus intenciones para que no pudiera huir fácilmente y con la ingenuidad suficiente para picar en el anzuelo del sagaz judío. Cristiano también lo era por las muestras.
Se acercó con disimulo al niño y le enseñó las golosinas que llevaba preparadas. Le dio luego unos zapatitos y un sombrerito encintado; acariciándole hipócritamente, le dijo: “Yo soy tu tío, y si quieres venirte conmigo te daré otras cosas mejores que tengo guardadas para ti en mi casa; yo mismo te traeré luego con tu madre”. Así engañado, el pequeño se fue tras él por las calles de Toledo hasta la posada, sin que nadie se apercibiese del secuestro tan hábilmente ejecutado.
En La Guardia
Marchó Juan Franco a Quintanar de la Orden contento con su presa, mientras la afligida madre buscaba el niño por toda la ciudad. Allí le esperaban sus compañeros, que le recibieron jubilosamente. Pronto cundió por el pueblo la falsa noticia que los judíos se encargaron de divulgar: aquel niño era hijo de Juan Franco, que lo había tenido a criar con ama en una aldea próxima. Días después se lo llevaron a La Guardia y Juan Franco lo encerró en una cueva de su casa.
Un día, más atemorizado que de costumbre, se escapó como pudo de la cueva y entró, temblando en la casa de un vecino, escondiéndose debajo de una cama. De allí le sacó Juan Franco y allí mismo le castigó cruelmente. Las vecinas murmuraban de la conducta del judío; su crueldad era tan notoria que las mujeres cuando querían acallar a sus hijos les amenazaban, diciéndoles: “Cállate, que va a venir Juan Franco”.
El martirio
Llegada la fecha en que habían determinado ejecutar el martirio, juntóse la cuadrilla de judíos en una cueva situada a un cuarto de legua del pueblo. Allí acudieron los de Quintanar y los de Tembleque, once en total, todos los cristianos nuevos y judaizantes. Nada sospecharon los vecinos de La Guardia. Llegada la medianoche, cubrieron la puerta de la cueva con una capa y encendieron una vela amarilla. Juan Franco había llevado consigo al niño, que miraba horrorizado todos aquellos preparativos. La trágica farsa iba a comenzar.
La Pasión de Cristo que pretendían reproducir en aquel inocente, para mofarse de ella, exigía que no solamente hubiese verdugos, sino también acusadores, falsos testigos, jueces y tribunales. Los once judíos convinieron en representar a los personajes principales del proceso. Judas, el traidor, estaba ya de antemano figurado en Juan Franco. Acordaron también cambiar el nombre de Juan que tenía el niño por el de Cristóbal -portador de Cristo-, y así se llamó desde entonces el pequeño mártir, pues hasta la Iglesia respetó este nombre y con el figuró en el misal romano.
Acordaron que antes de presentar al niño ante el pontífice habían de prenderle. Le condujeron a una huerta próxima, cerca del arroyo Escorchón, y le obligaron a ponerse de rodillas en oración. Lope de Vega afirma que, aunque el niño era tan pequeño, es creíble que Dios le adelantaría el uso de la razón, como lo hizo con los Santos Inocentes, para que conociese lo que iba a padecer y por qué. Le rodearon luego la garganta con una soga; con otra le ataron las manos y tirando de él, a empellones, por la cuesta arriba, le llevaron apresuradamente hasta la cueva del cerro que había de ser para él su monte Calvario.
Los falsos pontífices Anás y Caifás le preguntaban. El niño nada respondía, pero ellos formulaban seriamente sus acusaciones y le vituperaban como vituperaron a Cristo, condenándole a muerte. Le llevaron luego ante “Pilatos” y depusieron los falsos acusadores, que era Juan de Ocaña y García Franco. Repitieron con él todos los escarnios del Viernes Santo y hasta simularon preferir a Barrabás. Le abofeteaban, le escupían al rostro y le saludaban mofándose de él. Sólo faltaba antes de la crucifixión el castigo infamante de los azotes. “Pilatos” dio la orden de flagelarle.
De un molino cercano, que todavía se conserva hoy, habían traído un palo grueso de carreta que hincan en el suelo: a él atan al niño y empuñando una soga anudada comienzan a descargar golpes sobre sus espaldas desnudas.
Tampoco se libró el niño del tormento de las espinas. Como si se tratase de un entremés de un rey de burlas, prepararon sus verdugos la escena: le sentaron sobre una piedra que hacía de trono, le pusieron sobre los hombros la vieja ropilla de que le habían despojado para azotarle y que luego había de servirle de mortaja, tejieron con zarzas espinosas una corona que apretaron en derredor de su cabeza y luego pusieron en sus manos una caña seca.
Comenzó el vía crucis. Cargaron sobre sus menudos hombros una cruz pequeña también, pero para el desproporcionada. El pequeño Cristóbal rodeó la falda del cerro donde estaba situada la cueva, cargado con la pesada cruz de su patíbulo. Cayó varias veces a tierra y hoy existen en aquel lugar tres humilladeros que lo recuerdan.
Entraron de nuevo en la cueva y allí le tendieron boca arriba sobre la cruz. Le clavaron luego y le alzaron, acuñando la cruz en un hoyo. Benito García, de las Mesuras le cortó las venas de los brazos con un cuchillo y recogió la sangre en una cazuela: luego le abrió el costado derecho por debajo de la tetilla y sacó el corazón, que envolvió, todavía palpitante, en un pañuelo, luego de rociarle con sal.
A la misma hora en que expiraba el Santo Niño -era el 31 de marzo, Viernes Santo aquel año- su madre recobró la vista en Toledo. Era el primer milagro del niño mártir.
La segunda etapa
Sus verdugos desclavaron el cuerpecito y lo arrastraron hasta el valle. Allí, en una viña enclavada junto a la derruida ermita de la Virgen de la Pera, enterraron el cadáver envuelto en un capotillo. La primera etapa del perverso plan había sido ya superada. Faltábales ahora el segundo ingrediente necesario para el hechizo: la Hostia consagrada. También esto estaba ya previsto. Alguien había pensado ya en que el sacristán del templo parroquial de La Guardia -otro cristiano nuevo de judío llamado Juan Gómez- podía facilitarla. Hablaron con él, pero se resistió al principio. Le ofrecieron como regalo un capote nuevo si se decidía a consumar el sacrilegio. Se resolvió al fin el vacilante sacristán, quizá porque no le era difícil robar la Hostia. Sabía dónde guardaba el párroco la llavecita del sagrario y se hizo con ella; aprovechó un instante en que la iglesia estaba solitaria para robar la Sagrada Forma que le pedían y se la entregó inmediatamente a Mesuras, con el mismo cuidadoso sigilo que había empleado para sustraerla del sagrario.
Después de entregar al sacristán el capote prometido, los judíos se dispersaron para no inspirar sospechas. Volvieron a reunirse días después para hacer el ansiado hechizo. Ya les parecía tener en sus manos la muerte de los odiados inquisidores y hasta pensaban experimentar los efectos de la pócima con el Santo Tribunal de Toledo. Pero antes, para asegurar de antemano el éxito, quisieron hacer un ensayo que les garantizase su mortal eficacia.
Cortaron un pedazo de corazón y un trocito de la Sagrada Hostia, lo mezclaron y lo pusieron al fuego, echándolo luego en un cántaro lleno de agua. El ensayo no dio resultado; hicieron beber de aquella agua a varios animales y no murió ninguno. La decisión sobre lo que había de hacerse sucedió rápidamente a los primeros momentos de asombro y de perplejidad. Puesto que el veneno no daba resultado, había que pensar en que no era por ineficacia de los ingredientes, sino por torpeza en la manera de mezclarlos. Había pues, que asegurarse bien de este extremo antes que abandonar la idea. Decidieron escribir una carta a los rabinos de la Aljama de Zamora. La había de llevar personalmente hasta aquella sinagoga Benito García de las Mesuras. En ella se explicaba detalladamente todo lo ejecutado hasta entonces y se pedían instrucciones sobre lo que había de hacerse. Firmaban la misiva los once de judíos de la cuadrilla; todos expresaban su contrariedad por el resultado negativo de la primera experiencia y manifestaban su ansiedad por conocer el procedimiento adecuado para conseguir un veneno mortal, rápido y seguro.
Con la carta, el corazón envuelto en un pañuelo y la Hostia consagrada entre las hojas de un libro de horas, marchaba Mesuras camino de Zamora. Atrás quedaban aquellos pueblecitos de la Mancha, quedaban sus compañeros esperando impacientes su regreso y disimulando su ansiedad, mientras él marchaba ilusionado y gozoso con el preciado botín asegurado junto al pecho. Ya estaba regocijándose de antemano imaginándose los efectos de aquel hechizo que seguramente sabrían fabricar los judíos de Zamora. Estaba muy lejos de pensar que estas ilusiones terminarían mucho peor que las cuentas de la lechera.
Llegó Mesuras a la ciudad de Ávila, obligado paso de su ruta hacia Zamora, bien ajeno a lo que allí le ocurriría.
En la catedral de Ávila
Apenas entró en la posada y acomodó su caballería, marchó a la catedral; allí, hincado de rodillas, fingiéndose un devotísimo cristiano, sacó su librito de horas y comenzó a leer. Alguien, que, casualmente estaba tras de él, observó que de aquel librito donde el judío escondía la Sagrada Forma salían unos resplandores blancos. Se propuso saber quién era aquél que poseía en su devocionario tan misterioso resplandor. Cuando Mesuras abandonó la catedral, aquel desconocido le siguió por la calle con el propósito de no perderle de vista hasta saber dónde vivía y quién era. Luego, cuando se informó de que había llegado aquel mismo día a la ciudad, sin detenerse, marchó a dar la noticia de lo que había visto a los inquisidores, para que con su autoridad averiguasen qué prodigio o que superchería era aquélla.
Entonces funcionaba en Ávila un tribunal de la Inquisición que duró poco tiempo. La Inquisición envió sus ministros a la posada. Mesuras estaba comiendo y bebiendo tranquilamente; apenas les vio frente a él, quedó lívido. Supuso erróneamente que venían a detenerle. Comenzó a tartamudear y a protestar que era inocente. Nada le habían preguntado los enviados de la Inquisición, pero esto bastó para que le llevasen acto seguido a la presencia del tribunal.
Frente a la Inquisición
Cuando Mesuras se vio frente a los inquisidores comprendió que se había delatado él mismo tontamente y quiso replegar velas, pero los del tribunal, intrigados por los primeros recelos que había manifestado en la posada, insistieron en que les mostrase el librito y en que les dijese si eran ciertos aquellos resplandores. Acorralado, confesó de plano. Les mostró el pañuelo en que había puesto el corazón y no encontró en él sino las manchas de sangre que, denotaban haber estado allí. La Hostia consagrada, en cambio, sí estaba en el devocionario; recibiéronla los inquisidores reverentemente, y para desagraviar aquel grave ultraje organizaron una procesión con la Sagrada Forma hasta el convento de los Dominicos de Santo Tomás, de Ávila, donde todavía se conserva hoy (1968).
La detención
Benito García de las Mesuras fue encarcelado. Como había entregado a la Inquisición la carta que llevaba para los rabinos de Zamora y, además, se encontraban sus compañeros, fue relativamente fácil prenderlos a todos. Varios comisarios del tribunal abulense marcharon a La Guardia y penetraron en la villa de noche y por diferentes caminos; se cercioraron de que en el pueblo nadie sospechaba nada y determinaron que, al día siguiente, fiesta solemne, en el mismo templo detendrían a los reos; llegada la hora de la misa mayor se llenó la iglesia de fieles; también acudieron los culpables. Estaba el párroco predicando cuando entraron los enviados de la Inquisición y ordenaron que se cerrasen las puertas; allí fueron detenidos y llevados a la cárcel, ante el asombro del vecindario, que creía de buena fe su conversión. Luego fueron conducidos a Ávila e incomunicados en la prisión donde estaba Mesuras. Declararon uno a uno sin delatarse; a la vista de Mesuras y de la carta que todos habían firmado para la sinagoga de Zamora, enmudecieron y confesaron todos excepto Hernando de Ribera.
Reconstrucción de los hechos
Se reconstruyeron los hechos, antes de dictarse sentencia, en La Guardia; con Juan Franco reconocieron los diversos lugares relacionados con el suceso; la casa de Juan Franco había sido quemada por los vecinos y en su lugar se levanta hoy la ermita de Jesús. La misma Inquisición hubo de proteger a Juan Franco de las iras de los vecinos. Pocos días después se sustanció el proceso que se guarda actualmente en Toledo y que ha sido examinado no hace mucho por el canónigo archivero don Juan Francisco Rivera y el investigador don Ramón Gozálvez.
La sentencia
En sesión pública y solemne, el tribunal, después de escuchar el parecer de letrados y otras personas, dictó sentencia definitiva contra los once judíos, declarándole culpables del crimen y entregándoles al brazo secular para que fuesen castigados conforme a derecho. Del proceso se sacaron copias autorizadas, una de las cuales se conserva en el archivo parroquial de La Guardia. Otra fue hallada casualmente después de la Cruzada de Liberación por un canónigo toledano...
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