(por Francisco Canals)
“Lamennais, el primero”
“De Lamennais a Maritain”. “De Lamennais a Georges Bidault”… En las polémicas en torno al “catolicismo de izquierda”, que alcanzaron su fase culminante al fin de la segunda guerra mundial, adversarios y partidarios han coincidido insistentemente en el reconocimiento de este “patriarcado” espiritual del profeta bretón.
Meinvielle –contra Maritain- en su correspondencia con Garrigou-Lagrange se apoyaba en el juicio formulado por A. Fonck en su valioso artículo del Diccionario de Teología católica: “Es incontestable que el fundador de L’Avenir fue el padre del liberalismo católico” (1). Pudo, además, alegar que el propagandista en la Argentina del mensaje maritainiano, el P. Ducattillon, había señalado con entusiasmo este entronque genealógico que va “de Lamennais a Maritain” (2).
Padre del liberalismo católico… y también –como se hace patente por la cita de Georges Bidault y de Maritain- de la democracia cristiana. Y precisamente en cuanto ésta se presentaba en Francia, en la Resistencia y en la Liberación, como “partido de izquierda”. Como nota Havard de la Montagne, este partido era el heredero y continuador de los grandes liberales católicos del siglo XIX: Lacordaire, Montalembert y Dupanloup; y también, por su tendencia republicana democrática, de quienes bajo el “Ralliement” militaron en la izquierda (Lemire, Gayraud, Trochu, Dabry, Naudet) de “Le Sillon” de Marc Sagnier, de Ozanam, y, en definitiva, de Lamennais (3). En este punto coinciden igualmente las acusaciones de los adversarios a las profesiones de fe de los más iniciados secuaces: “Los demócratas cristianos –ha dicho François Mauriac- no han tenido nunca otra misión sino la que Lamennais, el primero, había concebido y ante la cual su fe falló…” (4).
¿Derecha o izquierda?
La afirmación de una línea que, partiendo de Lamennais, conduce a las posiciones del actual (1957) “progresismo” e “izquierdismo cristiano”, aparece como incoherente y problemática. Porque, en el aspecto “social”, la mayoría de los católicos llamados liberales “fue más bien partidaria del capitalismo” (5). Políticamente, la agrupación de los católicos liberales frente a los ultramontanos intransigentes y autoritarios se hizo bajo la bandera del parlamentarismo monárquico del más puro entronque “doctrinario”. El “partido católico” se integró, en efecto, después de 1848, dentro del “partido del orden”, expresión política de la burguesía liberal y conservadora ante la revolución socialista que aparecía entonces por primera vez.
El catolicismo liberal del siglo XIX fue, pues, entusiasta del constitucionalismo liberal, pero sólo resignado a la democracia, y decidida y radicalmente opuesto al socialismo. “Hay que escoger hoy día entre el catolicismo y el socialismo, decía Montalembert en enero de 1850. Y en octubre de 1848, acusando a L’Ere Nouvelle, el órgano republicano democrático y “social” de Ozanam, escribía: “¿Por qué las aberraciones que amenazan a la sociedad encuentran entre nosotros, no ciertamente cómplices pero sí engañados que les sirven de instrumento involuntario? ¿Por qué tanto apresuramiento en saludar el poder nuevo, la democracia?... El socialismo es confundido con la democracia y la democracia con el cristianismo” (6).
Ideales y actitudes “moderadas” –centradas en el clásico tema de la conciliación del orden y la libertad- fueron características comunes de los grandes representantes de aquella escuela. Ya fuesen legitimistas “fusionistas”, como Dupanloup y Falloux, ya orleanistas, como el duque de Broglie, ya antiguos adversarios “católicos” del legitimismo como Montalembert. Incluso Lacordaire, el más demódcrata de los católicos liberales (que tuvieron, a partir de 1855, Le Correspondant” como órgano de expresión) sólo por poco tiempo había podido mantener la colaboración con Ozanam en 1848, y apartado de la posición democrática de éste, se reunió con Montalembert y Dupanloup en una corriente en definitiva conservadora y “monárquica”.
Enfrentados con los cristianos demócratas en 1848, encontramos después a los católicos liberales en la oposición parlamentaria al Imperio de Napoleón III, y en la derecha o en el centro-derecha (Enrique V y bandera tricolor) en la Asamblea monárquica de 1871. Son ellos también los hombres del “Seize mai”. No parece, pues, haber una continuidad entre ellos y los “ralliés” izquierdistas o los demócratas cristianos de Le Sillon. Sus continuadores, en todo caso, estarían en los que durante el “Ralliement” militaron en la derecha, en L’Action Liberale Populaire, de Jacques Piou. Ahora bien, hay que recordar a este propósito que L’Action Liberale era acusada por los demócratas cristianos de no ser sino la continuación de la Union Conservatrice.
Según esto, la actitud de los grandes liberales católicos del siglo XIX sería más bien precursora de las tendencias centro-derechistas en la actual (1957) democracia cristiana.
La adaptación al siglo.
La complejidad de la línea señalada por Havard de la Montagne “desde Lamennais a Georges Bidault”, obliga a plantear la cuestión fundamental acerca de la existencia misma de una conexión o dependencia ideológica y política entre las diversas fases y opuestas actitudes de los movimientos que han pretendido hacer derivar del cristianismo un contenido cultural y político liberal, democrático, revolucionario, socializante o progresista. En el sentido, y con las salvedades que tendremos ocasión de precisar, pretendemos en este trabajo afirmar la tesis de que esta unidad existe. En todas sus fases y evoluciones, la corriente que tratamos de investigar ha tenido siempre un carácter fundamental y común: La adaptación al siglo, la conciliación con lo “moderno”.
“Se trata –dice Georges Weil mostrando la continuidad entre el liberalismo católico, la democracia cristiana y el modernismo teológico- de devolver a la Iglesia su influencia, reconciliándola con la sociedad moderna, y esta conciliación debe hacerse tanto en la ciencia como en la política” (7).
La fórmula, muy antigua, podría ser hallada, casi literalmente, en cuantos han participado de esta corriente que Lamennais, “el primero”, impulsó. En esta adaptación coinciden socialistas y antisocialistas, demócratas por entusiasmo o por resignación.
Fue también esta fórmula la que denunció Pío IX al reprobar el catolicismo liberal: “El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse con el Progreso, con el Liberalismo y con la Civilización Moderna”. (Proposición 80 del Syllabus).
¿Intransigencia o adaptación?
“Lamennais –se ha dicho- no era un liberal sino un revolucionario” (8). Aun sin admitir la contraposición, hay que reconocer que su modo de ser era antitético a la conciliación y a la transigencia. Como ha dicho Goyau con paradójica precisión: “Un soufle d’intransigeance avait animé les revendications libérales de L’Avenir” (9).
El intento de comprender a Lamennais como “patriarca” del liberalismo católico, de explicarse cómo las radicales actitudes del maestro pudieron servir a los pocos años para justificar la transigencia de los católicos militantes ante la burguesía liberal, puede centrarse en el esfuerzo por analizar el sentido del juicio formulado por Goyau. Sólo esclareciendo las condiciones históricas y las consecuencias ideológicas y políticas de esta “intransigencia que impulsa a la adaptación”, se explica la unidad íntima de aquel movimiento, siempre oscilante entre la izquierda y la derecha.
El caso de Lamennais y de los católicos liberales fue el primero, pero no el último ejemplo de esas evoluciones en torno a un centro cada vez más débilmente fijado, frente al progreso real y efectivo de la revolución.
¿Los extremos se tocan?
El ideal político de Lamennais, expresado en L’Avenir y la actitud con que en éste se propugnaba la alianza de la Iglesia con la causa del pueblo, no coincidían con la que fue después la posición de los católicos liberales franceses entre 1850 y 1890. El liberalismo de L’Avenir era ciertamente democrático e izquierdista.
Una vez situados los liberales católicos en la posición de “juste milieu”, es decir, en la única que en el curso de toda su vida había sido siempre para Lamennais el objeto de la más violenta antipatía, es explicable que trataran de liberarse de toda solidaridad entre la causa del liberalismo católico y la del “exagerado” fundador de L’Avenir.
Les impulsaba también a ello una razón muy importante: les convenía liberar el programa de conciliación del catolicismo con las libertades modernas, del recuerdo de la condenación por Gregorio XVI de las doctrinas de L’Avenir.
En su diálogo con los ultramontanos intransigentes y antiliberales, encontramos frecuentemente empleado, al aludir a Lamennais, el tópico característico de los moderados del “justo medio”: los extremos se tocan. Es decir, argüían que L’Avenir había sido condenado por la Santa Sede a causa de las exageraciones características de un hombre que, antes de 1830, había sido el más ardiente propugnador del absolutismo político, del ultramontanismo teocrático, y de la filosofía tradicionalista más extrema. El argumento era tanto más peligroso para los católicos intransigentes cuanto que ellos mismos estaban de acuerdo con sus adversarios en que su movimiento ultramontano y antiliberal, la escuela de L’univers, era la continuadora de la tarea de la escuela Lamennaisiana.
En 1870, Luis Veuillot evocaba todavía a Lamennais en la solemne ocasión de haber sido definido por el Concilio Vaticano I el dogma de la infalibilidad pontificia, y le presentaba como “el hombre que había plantado el árbol cuyos frutos se recogían entonces en aquel acto del Concilio Ecuménico (10).
Este dato muestra cuán grave es el problema planteado por el brusco salto que al parecer dio Lamennais dentro mismo de su periodo católico. El trágico y extraordinario destino de aquel hombre y la enorme fecundidad de su acción como “patriarca” del ultramontanismo intransigente y del liberalismo católico, aun en sus posiciones más audaces, ha hecho que nos hayamos acostumbrado a considerar su vida como truncada en partes inconexas, o que incluso hablemos de un primer Lamennais, y de un segundo o tercer Lamennais. Prescindiendo del tercero, cuya esterilidad es notoria, el misterio de Lamennais católico se nos muestra en toda su complejidad al recordar que el nombre del primero suena siempre junto a los de De Maistre y Bonald, mientras que el segundo se nos presenta en continuidad con los de marc Sagnier y los actuales cristianos “izquierdistas y “progresistas”.
Ante este problema, el método de los católicos liberales de recurrir al tópico de que “los extremos se tocan”, ofrecía para ellos la ventaja de desplazar toda antipatía y juicio peyorativo sobre el ultramontanismo intransigente y el tradicionalismo filosófico y político.
Con una táctica análoga, Maritain, en su polémica con Meinvielle, ha insistido en que el “error central” de Lamennais, el que le condujo a la apostasía de la fe católica, no fue el programa liberal y “democrático” de L’Avenir, sino su concepción terrestre del cristianismo, el desconocimiento del carácter sobrenatural y trascendente de la Iglesia y su misión en el mundo (11). De este modo Maritain desplaza ventajosamente el punto de discusión, al buscar el error anticristiano de Lamennais, no en su liberalismo, sino precisamente en la concepción filiosófica y apologética propia de su primera época, la del Essai sur l’Indiference, en el momento en que era tenido por los ultramontanos contrarrevolucionarios como el más profundo y vigoroso de los apologistas católicos.
Ante esta argumentación de Maritain, Meinvielle ha podido argüir con razón que el juicio de Gregorio XVI en la Mirari vos, de 15 de agosto de 1832, recayó precisamente sobre las doctrinas liberales sintetizadas en la fórmula “Dieu et Liberté”. Pero, aunque concede que aquel error central naturalista condicionó el pensamiento de Lamennais a lo largo de toda su vida, ha insistido, creemos que con exceso, en aquella división y como separación de épocas (12). Nos parece que hay que atacar de frente el problema que esta sucesión, en apariencia disparatada y contradictoria, de opuestas posiciones, plantea.
El romanticismo en la génesis del catolicismo liberal
No hay, ciertamente, ilación objetiva alguna entre la doctrina llamada “ultramontana”, que no es sino la afirmación misma del dogma católico sobre la constitución monárquica de la Iglesia, y las doctrinas e ideales del catolicismo liberal. Pero sí que puede encontrarse una continuidad entre el extraño ultramontanismo (sólo en apariencia ultrateocrático y sobrenaturalista) que Lamennais había edificado sobre el cimiento de su filosofía de la “Raison Genérale”, y el sistema de pensamiento expresado más tarde en L’Avenir (13).
No pretendemos afirmar esta conexión tanto en un sentido rigurosamente lógico y objetivo, cuanto como efecto de una determinada situación y ambiente, a la vez que de una tendencia profunda de la mentalida lamennaisiana. Por lo mismo, no lo estudiaremos de un modo preferentemente filosófico o teológico, sino sociológico y cultural.
Desde este punto de vista, creemos que el estudio del ambiente histórico en que Lamennais se formó, y que condicionó el desarrollo de su vida y la gran influencia y eficacia de su acción, conduce a la que es afirmación central de nuestro trabajo.A saber, que el romanticismo fue el elemento cultural y el ambiente que influyó de modo predominante en su formación e impulsó en los años decisivos que precedieron y siguieron a 1830, las tendencias y orientaciones de Lamennais, su visión del mundo, y su modo de enfrentarse con la realidad religiosa, política y social de su tiempo y del porvenir.
Fue en el romanticismo íntimo, total y radical, en que Lamennais vivió inmerso donde “los extremos se tocaron”. Si en él se cumplió este axioma –que no es sino una “contra-verdad” cara a la mente romántica-, fue precisamente porque el romanticismo condicionó del modo más absoluto su horizonte social e histórico y sus valoraciones éticas y religiosas.
Sólo tratando de penetrar en el sutil y confuso ambiente romántico en que estuvo implantada su vida, y que le daba como una connaturalidad con el espíritu impulsor del movimiento histórico de la sociedad contemporánea, se hace comprensible la increíble paradoja de que su falsamente ultramontana y pseudo-teocrática intransigencia, lo impulsara a las más audaces y graves alianzas con la Revolución; y también esto explica que, mientras considerando objetivamente y con perspectiva histórica el opuesto resultado de sus respectivas actuaciones (en las dos épocas sucesivas de apologista católico), aparecen aquéllas como radicalmente heterogéneas, se diese el hecho de que los ultramontanos y tradicionalistas, futuros apologistas de Pío IX y del Syllabus, no reaccionasen en aquel momento romántico frente a L’Avenir, sino que se contasen entre sus colaboradores y entusiastas amigos.
La prueba histórica y el análisis sociológico y cultural de este aspecto fundamental de Lamennais, como padre del liberalismo católico, constituirá el contenido fundamental de este trabajo. La tesis central que en él se defiende es, pues, ésta: que el elemento “cultural” y “socialmente” constitutivo del catolicismo liberal, el que explica su génesis, condiciona su evolución sucesiva, a la vez que pone conexión y continuidad a sus más diversas y opuestas actitudes, es el romanticismo.
Con esto queda dicho también que creemos insostenible la opinión de quienes se han esforzado en presentar el catolicismo liberal como una pura cuestión de táctica y actuación política, que dejaba intacta la doctrina ultramontana y tradicionalista.
El catolicismo liberal, nacido de hechos muy diversos, y líricamente cantado por Lamennais con lenguaje solemne de vidente del porvenir, no fue una táctica, sino un nuevo espíritu, una actitud ante la Historia: uno de los frutos más plenamente característicos de la visión del mundo, y el modo de enfrentarse ante la vida, propios de la generación romántica en el estallido de 1830.
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