Juan Pablo II, en el último de sus libros, Memoria e identidad, dedica todo un capítulo a hablar sobre el patriotismo:
“Si se pregunta por el lugar del patriotismo en el decálogo –escribe el recientemente fallecido Papa- la respuesta es inequívoca: es parte del cuarto mandamiento, que nos exige honrar al padre y a la madre. Es uno de esos sentimientos que el latín incluye en el término pietas, resaltando la dimensión religiosa subyacente en el respeto y veneración que se debe a los padres, porque representan para nosotros a Dios Creador. Al darnos la vida, participan en el misterio de la creación y merecen por tanto una devoción que evoca la que rendimos a Dios Creador. El patriotismo conlleva precisamente este tipo de actitud interior, desde el momento que también la patria es verdaderamente una madre para cada uno. Patriotismo significa amar todo lo que es patrio: su historia, sus tradiciones, la lengua y su misma configuración geográfica. La patria es un bien común de todos los ciudadanos y, como tal, también un gran deber”.
No se trata de un tema opinable, en el que Karol Wojtyla propone su visión personal sobre el asunto, ni es tampoco una cuestión novedosa, sino que el predecesor de Benedicto XVI se limita a exponer el Magisterio de siempre de la Iglesia sobre la virtud cristiana del patriotismo, sobre el deber cristiano -derivado del cuarto mandamiento de la ley de Dios- de amar a la patria.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que el cuarto mandamiento se extiende a los deberes de los ciudadanos respecto a su patria (2199) “El amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad”. (2239).
El Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et spes y en el Decreto Apostolicam actuositatem, aborda asimismo el tema del patriotismo: “Los ciudadanos deben cultivar la piedad hacia la patria con magnanimidad y fidelidad. En el amor a la patria y en el fiel cumplimiento de los deberes civiles, siéntanse obligados los católicos a promover el verdadero bien común”.
Pío XI, en la encíclica Divini illius magistri, afirma: “El buen católico, precisamente en virtud de la doctrina católica, es por lo mismo el mejor ciudadano, amante de su patria y lealmente sometido a la autoridad civil constituida, en cualquier forma legítima de gobierno”.
León XIII, en Sapientiae christianae enseña que el amor a la patria es de ley natural: “Por la ley de la naturaleza estamos obligados a amar especialmente y defender la sociedad en que nacimos, de tal manera que todo buen ciudadano esté pronto a arrostrar hasta la misma muerte por su patria”.
También han hablado los Romanos Pontífices sobre los pecados, por exceso o por defecto, contra el sano patriotismo. Se peca por exceso incurriendo en nacionalismo exagerado cuando el amor patrio “que de suyo es fuerte estímulo para muchas obras de virtud y de heroísmo cuando está dirigido por la ley cristiana, pasados los justos límites, se convierte en amor patrio desmesurado” (Pío XI. Ubi arcano Dei consilio); pero también se puede pecar, por defecto, de cosmopolitismo: “No hay que temer que la conciencia de la fraternidad universal, fomentada por la doctrina cristiana, y el sentimiento que ella inspira, se opongan al amor, a la tradición y a las glorias de la propia patria, e impidan promover la prosperidad y los intereses legítimos; pues la misma doctrina enseña que en el ejercicio de la caridad existe un orden establecido por Dios, según el cual se debe amar más intensamente y ayudar preferentemente a los que nos están unidos con especiales vínculos. Aun el Divino Maestro dio ejemplo de esta preferencia a su tierra y a su patria, llorando sobre las inminentes ruinas de la Ciudad santa” (Pío XII. Summi Pontificatus).
Santo Tomás de Aquino, en su Suma Teológica, prescribe el culto a la patria: “Aunque de modo secundario, nuestros padres, de quienes nacimos, y la patria, en que nos criamos, son principio de nuestro ser y gobierno. Y, por tanto, después de Dios, a los padres y a la patria es a quienes más debemos. De ahí que como pertenece a la religión dar culto a Dios, así, en un grado inferior, pertenece a la piedad darlo a los padres y a la patria. Y en el culto de la patria va implícito el de los conciudadanos y el de todos los amigos de la patria. La piedad se extiende a la patria en cuanto que es en cierto modo principio de nuestra existencia, mientras que la justicia legal tiene por objeto el bien de la misma en su razón de bien común”. (Suma Teológica - II-IIae (Secunda secundae) q. 101)
Ramiro de Maeztu, en su Defensa de la Hispanidad, recoge las siguientes frases de San Agustín, Padre de la Iglesia: “Ama siempre a tus prójimos, y más que a tus prójimos, a tus padres, y más que a tus padres, a tu patria, y más que a tu patria, a Dios”. “La patria es la que nos engendra, nos nutre y nos educa .Es más preciosa, venerable y santa que nuestra madre, nuestro padre y nuestros abuelos. Vivir para la patria y engrendar hijos para ella es un deber de virtud. Pues que sabéis cuán grande es el amor de la patria, no os diré nada de él. Es el único amor que merece ser más fuerte que el de los padres. Si para los hombres de bien hubiese término o medida en los servicios que pueden rendir a su patria, yo merecería ser excusado de no poder servirla dignamente. Pero la adhesión a la ciudad crece de día en día, y a medida que más se nos aproxima la muerte, más deseamos dejar a nuestra patria feliz y próspera”.
Resumiendo lo hasta aquí visto, el dominico Royo Marín, al tratar en su Teología moral para seglares los fundamentos teológicos del patriotismo, nos ofrece una concisa pero completa síntesis de la doctrina tradicional de la Iglesia sobre el amor a la patria:
“Cuatro son las principales virtudes cristianas que se relacionan más o menos de cerca con la patria:
a) La piedad, que nos inspira formalmente el culto y veneración a la patria en cuanto principio secundario de nuestro ser, educación y gobierno. En este sentido se dice rectamente que la patria es nuestra madre.
b) La justicia legal, que nos relaciona con la patria, considerando el bien de la misma como un bien común a todos los ciudadanos, que tienen todos ellos obligación de fomentar.
c) La caridad, cuyo recto orden obliga, en igualdad de condiciones, a preferir al compatriota antes que al extranjero.
d) La gratitud, por los inmensos bienes que la patria nos ha proporcionado y los servicios inestimables que continuamente nos presta”.
En cuanto a los deberes generales para con la patria, Royo Marín afirma que “pueden reducirse a uno solo: el patriotismo, que no es otra cosa que el amor y la piedad hacia la patria en cuanto tierra de nuestros mayores o antepasados. Sus principales manifestaciones son cuatro:
a) Amor de predilección sobre todas las demás naciones; perfectamente conciliable, sin embargo, con el respeto debido a todas ellas y la caridad universal, que nos impone el amor al mundo entero.
b) Respeto y honor a su historia, tradición, instituciones, idioma, etc, que se manifiesta, v.gr., saludando o inclinándose reverentemente ante los símbolos que la representan, principalmente la bandera y el himno nacional.
c) Servicio, como expresión efectiva de nuestro amor y veneración. El servicio de la patria consiste principalmente en el fiel cumplimiento de sus leyes legítimas, sobre todo las relativas a tributos e impuestos, condición indispensable para su progreso y engrandecimiento; en el desempeño desinteresado de los cargos públicos que el bien común nos exija; en el servicio militar obligatorio y en otras cosas por el estilo.
d) Defenderla contra sus perseguidores y enemigos interiores o exteriores: en tiempo de paz, con la palabra o con la pluma, en tiempo de guerra, empuñando las armas y dando generosamente la vida, si es preciso, por el honor o la integridad de la patria”.
Según este mismo autor, al sano patriotismo se “oponen dos pecados:
a) Por exceso se opone el nacionalismo exagerado, que ensalza desordenadamente a la propia patria como si fuera el bien supremo y desprecia a los demás países con palabras o hechos, muchas veces calumniosos o injustos.
b) Por defecto se opone el internacionalismo de los hombres sin patria, que desconocen la suya propia con el especioso pretexto de que el hombre es ciudadano del mundo”.
Así pues, ni el nacionalismo exacerbado ni el cosmopolitismo son opciones legítimas para un cristiano, sino pecados contrarios al cuarto de los preceptos del decálogo. Si amar a la patria más que a Dios es idolatría, amar a Dios sin amar a la patria es mentira, porque a Dios se le ama, precisamente, cumpliendo sus mandatos, entre los cuales honrar a la patria es el primero de la segunda tabla de la ley que Yahvé esculpió en el Sinaí. No existe contradicción entre el amor a la patria y el amor a Dios. Contradictorio es, más bien, pretender amar a Dios sin amar a la patria.
José María Permuy Rey
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