LA DEFENSA DE LA FE

Diario de un cura de aldea



Cuando uno contempla los deficits de nuestra sociedad, la pobreza moral y política de nuestros días, y la mediocridad de tantos y tantos cristianos, uno no puede menos que apesadumbrarse. Demagogia, impudicia, corrupción, claudicación de principios…




Se echa en falta en la vida pública, en la politica, la sociedad, los medios de comunicación... la presencia de cristianos aguerridos, comprometidos en la defensa de su fe y valores, empeñados en la construcción no sólo de un orden más justo a la medidda de lo humano sino a la medida de lo divino. No dudo que los habrá pero no se les ve, porque andan de camuflaje. Unos disimulando para que no les señalen con el dedo, otros traicionando sus convicciones para trepar puestos en la administarción o entrar en las listas electorales, otros votando contra su conciencia por disciplina de partido, o sumándose a iniciativas “progresistas” para darse caché de moderado o moderno… ¡Tibieza y mediocridad; pusilanimidad y cobardía!… “¡Porque no eres frio ni caliente, te vomitaré de mi boca!”(Ap 3, 16).



Hemos suavizado tanto la exigencia del Evangelio y edulcorado tanto su mensaje que se nos olvida que es propio de la naturaleza sobrenatural del ser cristiano el luchar contra el mal; que no somos del mundo, que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres…, que quizá el maligno ya no anda como león rugiente buscando a quien devorar porque nos ha engullido hace tiempo. ¡Qué ridículo un cristianismo aguado, sin energía, sin vigor!


¡Que contraste con aquellos cristianos de antaño –de un signo o de otro-, que eran hombres de convicciones sólidas y de principios! Abnegados padres y madres de familia en cuyos hogares se educaba en la fe y la piedad. Sacrificados constructores del orden y la moralidad y la paz, temerosos de Dios. Esforzados trabajadores de la justicia como exigencia de su credo. Honestos servidores de lo público, empeñados en el proyecto común de engrandecer la nación como cristianos, a rostro descubierto. Gente sin complejos, piadosa y creyente.



¡Que contraste el nuestro con el de aquellos cristianos recios, viriles, defensores de la fe a rostro descubierto! Orgullosos de su credo, gozosos de sus valores, erguidos en sus principios. Cristianos autenticos siempre dispuestos a la defensa de lo santo y lo sagrado como los mártires; o a afrontar cualquier tribulación con la entereza de los antiguos confesores de la fe.


Admiro, entrañablemente, a aquellos valerosos Requetés que no vacilaron en sacrificar su vida por Dios, la Patria y el Rey legitimo. Les admiro no sólo porque respiré los principios de la Tradición en casa y porque crecí con un boina roja -calada cada Quintillo como pequeño Pelayo-; sino por que aprendí de mi padre (sargento de Requetés), a poner tesón en el empeño cuando este es noble y santo: ¡Estilo requeté, cueste lo que cueste! Aunque el precio sea la vida, antes morir que traicionar los propios principios, sin arredrarse ante la dificultad de la empresa o la fiereza del enemigo, sin temor a la muerte cuando se está en gracia y preparado para arrostrarla santamente.


Los Requetés fueron cristianos persuadidos de que la vida no es un valor absoluto y no vacilaron en ofrendarla cuando la causa lo demandó. Por ello muchos de ellos la sacrificaron en defensa de Dios que les dio el ser, de la Patria que les sustentaba y en pugna por la restitución en el trono del legítimo Rey católico. ¡Cristianos recios! Fiados de su fe, que tras confesar y comulgar con devoción, entraban en combate -con el arrojo de un almogávar-; sin más armadura que un trozo de tela bendecida sobre el pecho, bordado por sus abuelas o novias, que rezaba:“Detente bala, el Corazón de Jesús está conmigo”. Eran animados a la lucha en defensa de la fe por sus propias madres o esposas, que mientras ellos libraban batalla, ellas oraban con perseverante devoción. Mujeres que supieron celebrar con ellos la victoria, llorar con amargura la derrota o regar con sus lágrimas orgullosas la sepultura de los caídos. Ellos, soldados intrépidos y ellas, Margaritas heroicas que, con la entereza propia de la madre de los Macabeos, sacrificaron sus amores más limpios en bien de la causa. ¡Antes muertos que defraudar a Dios!



La historia de la Tradición está plagada de entregas memorables escritas con la sangre de heroes anónimos para el mundo, que no para Dios. El poeta Martín Garrido Hernando, en 1943 publicó su poema «Mártires de la Tradición» (hoy es empleado "con recortes significativos" por el ejército español en la oración por los caídos) donde versifica la gesta del requete fiel:


«Lo demandó el Honor y obedecieron;
lo requirió el Deber y lo acataron;
con su sangre la empresa rubricaron;
con su esfuerzo, la Patria redimieron.


Fueron grandes y fuertes, porque fueron
fieles al juramento que empeñaron.
Por eso como púgiles lucharon,
por eso como mártires murieron.


Inmolarse por Dios fue su destino;
salvar a España, su pasión entera;
servir al Rey, su vocación y sino.

No supieron querer otra bandera,
no supieron andar otro camino;
¡no supieron morir de otra manera!»






¡Que distinta sería nuestra política, nuestra sociedad, nuestra Iglesia... si pervivieran en ella esas actitudes de coherencia y autenticidad, de radicalidad evangelica, de santo olvido de sí mismo y autoexigencia espiritual, de fidelidad a Dios sobre todas las cosas, virtudes que destacaron -sobremanera- en nuestros mayores!


"¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No sino división" (S. Lucas 12, 49-53).




Publicado por Miguel P. León en 15:21