Sáhara Español: nació hace 129 años en "Santa Cruz de Mar Pequeña", fundación (1476) de Castilla en Tarfalla frente a Canarias (1173)
Libertad Digital-Pedro Fernández Barbadillo (2014-01-03): Cuando España se convierte en potencia mundial y sale de la Península, el plan geopolítico de la reina Isabel la Católica es la expansión al otro lado del Estrecho de Gibraltar, con la finalidad de recuperar la antigua Hispania Tingitana, el norte de África que ya fue adjudicado por los romanos a la Hispania europea y mantenido por los visigodos. Los portugueses habían reconquistado Ceuta en 1415 y los castellanos Melilla en 1497.
El descubrimiento de las Indias y la herencia borgoñona aportada por los Austrias distrajeron las fuerzas españolas en América y Centroeuropa. En los reinados siguientes África sólo preocupó en tanto en cuanto era la base para los ataques piratas a las costas españolas. La última vez que un monarca ibérico, el rey Sebastián I de Portugal, se planteó una cruzada en el norte de África acabó en un desastre militar y la muerte del soberano. Incluso se olvidó el establecimiento de Santa Cruz de Mar Pequeña, fundado en 1476 en la zona de Tarfaya, frente a las Canarias, hasta que fue ocupado en 1934, por orden del Gobierno de centro-derecha de la II República, en el lugar de Ifni (en las Cortes se opuso a la ocupación el diputado comunista Cayetano Bolívar).
A pesar de que las islas Canarias, a unos cien kilómetros de distancia de África, se habían convertido en un centro de comercio y navegación internacional, la penetración española en el territorio sahariano fue muy lenta. Los únicos que se acercaban a las costas africanas eran los pescadores canarios. La pobreza de la región y la ausencia de ciudades (y por tanto de comercio y de poderes con los que negociar) favorecían su aislamiento. Esa situación cambió con la aplicación del vapor a la navegación y otros inventos, que permitieron a los europeos penetrar en el interior de África.
En el siglo XIX, la pérdida de los virreinatos americanos, el auge del colonialismo europeo y la amenaza de que otras potencias se establecieran en el imperio jerifano y el Sáhara, rodeando así a España por el sur, colocaron África otra vez en el centro de la política exterior española.
Expediciones montadas por iniciativa privada
A la incompetente clase política española del siglo XIX se le planteó la colonización del Sáhara por las circunstancias, no por deseos propios. En 1879 el escocés Donald MacKenzie, en nombre de laNorth West African Company y con respaldo del Gobierno británico, estableció una factoría en Tarfaya, después de negociar con los notables del lugar. El jalifa marroquí se quejó de que ese territorio estaba bajo su soberanía, protesta en la que contó con el apoyo del Gobierno español. El presidente Antonio Cánovas del Castillo aprovechó la ocasión para reclamar la concesión del territorio de Santa Cruz de Mar Pequeña, que aparecía en el art. 8 del tratado de 1860.
A partir de entonces, la sociedad española empezó a comprender la importancia que tiene para ella la costa africana. Pero las siguientes exploraciones de la costa y el interior del Sáhara fueron de iniciativa privada.
La Asociación Española para la Exploración del África y lasPesquerías Canario-Africanas corrieron con la organización y los gastos. Quienes realizaron los primeros contactos con los indígenas en esos años fueron el catalán Joaquín Batell, el alemán Oskar Lenz y el andaluz Cristóbal Benítez. En 1881 la sociedad Pesquerías Canario-Africanas consiguió de la tribu Ulad Delim la cesión de la península de Río de Oro.
El Congreso Español de Geografía Colonial y Mercantil, celebrado en Madrid en 1883, dio origen a la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas, que preconizó el establecimiento de factorías permanentes en la costa africana y su protección militar.
La Compañía Mercantil Hispano-Africana relevó a Pesquerías Canario-Africanas en el mantenimiento y construcción de nuevas factorías. La misma compañía envió en octubre de 1884 una expedición mandada por el alférez aragonés Emilio Bonelli Hernando, conocedor de la lengua árabe. El militar estableció casetas en Río de Oro, Angra de Cintra y Cabo Blanco, y luego pactó con la tribu Ulad Bu Sba la cesión del Cabo Blanco.
Esta expedición, que no contaba con financiación pública, permitió a España presentarse en la Conferencia de Berlín (15 de noviembre 1884-26 de febrero de 1885) con argumentos para justificar su reclamación sobre el Sáhara.
El 26 de diciembre de 1884 una real orden, firmada por Alfonso XII, declaró bajo protectorado de España la costa de África comprendida entre los grados 20 (Cabo Blanco) y 27 (Cabo Bojador) de latitud norte y reconoció los esfuerzos del pueblo canario y de la Compañía Mercantil Hispano-Africana para agregar ese territorio a España. Esta norma, publicada por la Gaceta de Madrid, se presentó en Berlín.
Intereses franceses en España
Las relaciones con tribus saharuis prosiguieron en los años siguientes. Gracias a pactos entre los enviados españoles y notables saharauis, los primeros penetraron hasta las salinas de Iyil y Adrar-Temar, hoy en Mauritania. Pero esos pactos no se debatieron en las Cortes ni se publicaron en la Gaceta de Madrid, por lo que no pudieron alegarse ante las potencias.
La extensión de los territorios saharauis puestos bajo soberanía española hasta 1886 por voluntad de los nativos rondó los 700.000 kilómetros cuadrados. La superficie de la provincia del Sáhara incorporada a España era de menos de 270.000. ¿A qué se debió el rechazo a anexionarse semejante territorio?
Se dan varias razones. Que los Gobiernos españoles creían que ya tenían bastantes problemas con Cuba; que la expansión podía haber causado rencillas con los franceses y marroquíes; que sólo se querían proteger las pesquerías canarias… En las últimas décadas del siglo XIX las elites españolas se desentendieron de cualquier adquisición territorial, fuese en África o en Oceanía, pese a los derechos que España tuviera. El principal abandonista fue el progresista y masón Práxedes Mateo Sagasta, presidente del Gobierno entre noviembre de 1885 y julio de 1890, los años cruciales para reafirmar el dominio del Sáhara.
El profesor Javier Morillas (Sáhara Occidental: desarrollo y subdesarrollo) da otra explicación: numerosos políticos españoles tenían intereses en la empresa financiera de capital francés Sociedad General de Crédito Mobiliario Español, que habría sido perjudicada en África de haber ocupado Madrid los territorios en los que se había asentado la Compañía Mercantil Hispano-Africana.
La Sociedad General de Crédito Mobiliario Español, fundada en 1856, se dedicaba a cubrir el endémico déficit presupuestario del Estado con la compra de deuda pública del reino de España y la concesión de créditos a empresas públicas. En 1902 los accionistas, tanto españoles como franceses, acordaron disolver la sociedad y constituir una nueva: el Banco Español de Crédito, conocido por su marca comercial, Banesto.
Diferencias entre los saharauis y los palestinos
La real-orden de 1884 reapareció en la historia cuando la adujo el Ministerio de Asuntos Exteriores español ante el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya en el pleito con Marruecos, para demostrar que las tribus que poblaban el territorio jamás habían rendido vasallaje al jalifa marroquí, tesis a favor de la que se pronunció el TIJ en su dictamen de octubre de 1976. Pero Rabat y el Gobierno español de 1975-1976 vulneraron la legalidad internacional al ocupar el primero el Sáhara, de acuerdo con Mauritania, y los segundos al entregar una provincia española al extranjero y renunciar a cumplir su compromiso de celebrar un referéndum de autodeterminación.
El catedrático Carlos Ruiz Miguel constata que el decreto de 1884 supone una gran diferencia entre los saharauis y los palestinos: En el momento de la ocupación israelí, como antes en el momento de la ocupación británica, como antes en el momento de la ocupación otomana, no existía un pueblo palestino independiente. Sin embargo, el Tribunal Internacional de Justicia dictaminó con claridad (y la efemérides del 26 de diciembre de 1884 nos lo recuerda, en el parágrafo 105 de su Opinión Consultiva, entre otros) que en el momento de la ocupación española sí existía una población saharaui políticamente organizada e independiente.
Desde la ocupación romana, Palestina no ha sido nunca territorio independiente. Por ella han pasado diversos conquistadores: bizantinos, árabes (año 636), cruzados europeos (1099-1187), de nuevo árabes, turcos (1516-1916) y británicos (hasta 1948).
Sin embargo, la llamada nación árabe muestra más interés por la liberación de Palestina que por la liberación del Sáhara. En esta última sólo está implicada Argelia. Como paradigma del cinismo, el rey Mohamed VI, que se niega a cumplir las resoluciones de las Naciones Unidas sobre la descolonización del Sáhara Occidental, preside el Comité Jerusalén de la Liga Árabe encargado de los palestinos, como también lo presidió su padre, Hassán II, que ordenó la invasión y la masacre de los saharauis.
Píldoras Anti-Masonería: Sáhara Español: nació hace 129 años en "Santa Cruz de Mar Pequeña", fundación (1476) de Castilla en Tarfalla frente a Canarias (1173)
El Lawrance de Arabia castellano.
Se llamaba Antonio de Oro, era de Ciempozuelos y fundó El Aaiún cuando el Sáhara era un territorio inexplorado
Fue uno de los militares españoles más sobresalientes de su época. En 1934, con 30 años, ocupó Sidi Ifni cumpliendo órdenes del Gobierno de la República. Más tarde cumpliría su gran sueño: fundar una verdadera ciudad en El Aaiún, adonde llegó con el objetivo de compartirla con los saharauis, a quienes consideraba sus legítimos habitantes. Entre sus grandes amigos se encontraba el venerado Sultán Azul.
Por Francisco López Barrios
Para el capitán De Oro el viaje había sido largo y, como en otras ocasiones, fatigoso. Si hubiera podido conocer el futuro, se hubiese contemplado, a él y a sus compañeros, como a los protagonistas de una película de aventuras en el desierto. El viejo Ford de ocho cilindros era el típico vehículo que habría hecho las delicias de Indiana Jones o del galán de una cinta como El paciente inglés. Además, curiosamente, el desierto y el mar son dos espacios románticos por naturaleza, cada uno en su estilo, pero los dos con algo en común: el desplazamiento de las olas o las dunas, impulsadas por el viento, como grandes y mudas oraciones a un Dios lejano.
Se sentía inquieto. Desde luego, no era hombre dado a visiones románticas de la existencia. Por lo menos en las formas más superficiales del romanticismo. Y tenía motivos para no serlo. Herido dos veces de gravedad en las campañas de África, recién salido de la Academia Militar de Zaragoza, cuando apenas contaba con algo más de 20 años, conoció muy pronto la dureza de la vida militar. Y aprendió que en la guerra, en aquella guerra de francotiradores y de enemigos que jugaban a favor del terreno, que aparecían y desaparecían como relámpagos sin trueno, había poco espacio para el romanticismo o, al menos, para el romanticismo como versión edulcorada de la realidad.
Él, a quien muchos todavía conocían como el capitán De Oro, el mítico capitán De Oro que en 1934 había ocupado Sidi Ifni a las órdenes del coronel Capaz, obedeciendo instrucciones del Gobierno de la República, se sabía inquieto y conocía los motivos de su inquietud.
Hubiera discutido con Bertolucci, si hubiese llegado vivo hasta nuestros días, si la enfermedad y la muerte no le hubieran estado aguardando en silencio en una cita trágica e inevitable. Nada de El cielo protector, nada de majaderías por muy basada en textos de Paul Bowles que estuviera la película del italiano.
En el Sáhara el cielo no es protector. El cielo es el enemigo. El cielo es el destructor. ¿El cielo o el sol? Los dos. El cielo, y el sol que todo lo abrasa y todo lo destruye. Eso es, ahí está el miedo, ahí está el motivo de la inquietud del capitán De Oro.
Porque hace años que acaricia la idea. Y ahora piensa que ha llegado el momento de darle consistencia. Hace años que sueña con crear una ciudad de nuevo cuño, una capital para estos territorios en la que sus habitantes encuentren acomodo y remedio frente a los sinsabores de la existencia nómada. Un lugar donde los niños puedan ir a la escuela y los viejos sentarse a las puertas de sus casas cuando la noche hace llegar la brisa marina y el descanso, por fin, se hace posible.
Pero es difícil crear ciudades en el desierto. El calor lo arruina todo. Antonio de Oro no puede olvidar el fracaso del Chej Ma el Ainin, que intentó acomodarse a una vida sedentaria y mandó construir, en el margen del Uadi Uain Seluán, viviendas e instalaciones religiosas. Una especie de complejo, como diríamos hoy, con fortaleza/residencia y mezquita incluida. Sin embargo, y pese al prestigio de Ma el Ainin, al margen de un reducido grupo de sus seguidores, nadie se mostró interesado en seguir su ejemplo.
Es verdad que las caravanas de comerciantes le hacían regalos de sal, telas y comida al pasar por Esmara, que éste es el nombre que le dio a su proyecto de ciudad. Pero también es cierto que algunos años después, por diferentes motivos incluido su enfrentamiento con los franceses, tuvo que abandonar su propósito y encaminarse hacia las tierras más feraces de Tizniz, en las últimas estribaciones del Anti-Atlas, donde murió y fue enterrado en 1911.
El capitán De Oro se sabía minúsculo frente al silencio y la inmensidad sahariana. Dudaba de la conveniencia de sus intenciones, del sentido de las mismas. Su experiencia en el desierto y su “instinto africano” –que le había hecho dominar el árabe y el hasanía y comportarse como uno más de los habitantes del Sáhara– le recomendaban extremar las precauciones sin dejarse llevar por un voluntarismo ajeno al sentido práctico de las cosas. Pero, al mismo tiempo, en lo más íntimo de su corazón, se consideraba, casi sin darse cuenta, como un saharaui más, un amante de aquella tierra descarnada en la que tanto había por hacer.
En realidad, pensó, no era necesario darle muchas vueltas al asunto. En aquel lugar, en el mismo sitio donde había montado su jaima, habían acampado en ocasiones miembros de la tribu de los Izarguien. En aquel enclave de la baja Saguía, poco antes de la faja de dunas que la cruza y la aparta del mar, conocido por los saharauis como Aaiún Medlech, aparecían indicios de una vida lejana y seminómada, probablemente a cargo de miembros de la cabila de los Ulad Besbaá, que llegaron a dominar temporalmente el desierto gracias a las armas de retrocarga que les proporcionaban los comerciantes europeos de Dakar.
No había que darle tantas vueltas a las cosas. Era mejor actuar con decisión y eficacia. Ahora se trataba de dormir, reparar fuerzas y volver lo antes posible con los medios necesarios para poner en marcha su proyecto.
El nacimiento de la ciudad. Después, todo fue rápido. Se proyectó pasar una pista en dirección norte-sur que atravesara el Sáhara, para unir Cabo Juby con Villa Cisneros. El capitán De Oro, que alcanzó en aquellos destinos africanos el grado de teniente coronel, se puso al frente de la nueva expedición acompañado de varios oficiales y zapadores y, tras dar orden de voladura de diversos obstáculos rocosos, estableció en el borde sur de la Saguía un destacamento de policía territorial. Poca cosa: tres pequeñas casas de piedra y barro, techadas con palos de taraje de la Saguía y un poblado de jaimas.
El resto es historia conocida. El comandante Galo Bullón, uno de los mejores amigos y colaboradores de Antonio de Oro, dejó constancia escrita de la fundación de El Aaiún (a finales de 1938), en los siguientes términos: “La clara visión de los asuntos saharianos del teniente coronel De Oro, primer jefe bajo quien estuvo el gobierno de los territorios de Ifni y del Sáhara, hizo que se designase El Aaiún para algo más que un lugar de paso hacia el sur o un destacamento de tropas de policía”.
Se le dio ayuda a los nómadas establecidos para que no tuviesen la necesidad de abandonar el lugar en busca de nuevas zonas de pastoreo, con la consiguiente dejación de los incipientes cultivos. Se realizaron trabajos de alumbramiento de aguas y surgieron manantiales de agua dulce en la orilla sur y de aguas salobres en la orilla norte. Se llevaron arados, se roturaron tierras, se inició una granja avícola y se plantaron los primeros frutales.
La tierra se mostró generosa. El agua, prácticamente inagotable, procede de filtraciones de lluvia en una grandísima extensión, que se filtra desde la capa superficial hasta la capa impermeable, quedando allí a modo de manta subterránea, sin evaporarse, y saliendo al exterior por los manantiales abiertos por la mano del hombre.
El lugar hizo honor al nombre, Aaiún, las fuentes, lugar de manantiales; así debió haber sido en tiempos pretéritos, a juzgar por los restos de palmeras que aparecen al roturar parcelas junto a la Saguía.
Muy pronto, en fin, se establecieron almacenes de sociedades al por mayor, se creó como consecuencia un barrio comercial y la pequeña granja avícola inicial se transformó en una granja de experimentación que servía para impartir clases de agricultura y ganadería modernas, puesto que contaba con gallinas, vacas y porquerizas. Se pusieron en marcha varias escuelas españolas, una Escuela de Artes y Oficios, y se construyó un hospital… Y todo esto sólo seis años después de la ocupación de El Aaiún por Antonio de Oro.
También, para impulsar la incipiente sedentarización, se designó El Aaiún como campamento principal de nuestras fuerzas y sede del Gobierno de una parte del territorio. Así, se establecieron las bases administrativas que iban a requerir muy pronto la presencia de funcionarios y se atendieron las peticiones de los indígenas que se decantaban por las viviendas estables frente sus jaimas tradicionales.
A conciencia. Se realizaron planes de urbanismo, diseñando varios modelos de vivienda cuya construcción pudiera llevarse a cabo por los propios saharauis. Se construyeron cuatro hornos de cal que funcionaban sin interrupción y se buscaron las mejores piedras de los alrededores, excluyendo las salitrosas para que las paredes no rezumaran salitre, al tiempo que se traían de Canarias las maderas necesarias para la construcción de puertas y ventanas y se ofrecían contratos interesantes a maestros albañiles, los cuales podrían enseñar el oficio a los naturales del país.
Aún alcanzó Antonio de Oro, gobernador de los territorios del África Occidental Española desde 1938, a ver los resultados parciales de su labor. Pudo contemplar con sus ojos cómo cada día era mayor el número de saharauis urbanos, propietarios de sus viviendas, buenos cultivadores de pequeños huertos familiares, incipientes comerciantes con mercancías que llegaban de Canarias o de Cabo Juby, e incluso arrendadores de algunas viviendas de su propiedad destinadas a tal fin.
A él, aquellos resultados le llenaban de orgullo. Tanto que empezó a sospechar que la capitalidad de El Aaiún iría para largo, que resistiría los embates del tiempo y la desidia y que, dado el creciente número de habitantes que poblaban sus calles, sería útil para la vida de aquellos seres humanos con cuyos problemas y necesidades se identificaba sin esfuerzo.
El desierto, que había recorrido tantas veces a lomos de camello, vestido con burnús o derraha y tapando sus facciones con el largo turbante saharaui, se rendía a sus proyectos. Era un Lawrence de Arabia español cuando en España apenas se sabía quién era el oficial inglés que organizó a los árabes en su rebelión contra el Imperio otomano.
Un genuino hombre de las dunas para quien el mayor placer consistía en compartir la inmensidad del desierto con sus legítimos y primeros habitantes. Compartir el agua de los oasis, el frío de las noches, el primer calor del amanecer.
Recordaba sus conversaciones en Esmara con el Sultán Azul, al que le unía una gran amistad y que al principio puso en duda la viabilidad de sus intenciones. Y se sabía hermano de los hombres azules, de los hijos de las nubes, como se llamaban a sí mismos los habitantes del territorio por su continuo deambular en pos del agua dulce.
Escribía a diario con su máquina de caracteres árabes, perfeccionaba sus conocimientos de hasanía, el árabe dialectal común entre los habitantes del desierto y, fruto de sus conocimientos, llegó a publicar un libro sobre las diferencias entre el hasanía y el árabe que se habla en Marruecos, una gramática, vamos, en la que se trasluce la pasión de un autor enamorado de la cultura saharaui.
Hasta que, de pronto, el día 28 de diciembre de 1940, le llegó el momento de cumplir con la cita indeseada. Y el Lawrence de Arabia español, el joven oficial que dedicó su vida a África, encontró la muerte en Tetuán víctima de una repentina y letal septicemia [proceso infeccioso a través de la sangre] que un par de años más tarde hubiera podido curarse con la simple administración de antibióticos.
Pero allí y entonces todo acabó para él. Todo se volatilizó como si del sueño más ligero se hubiera tratado. Como si todos los esfuerzos hubieran sido la sombra de un viento errabundo y absurdo. Aunque los niños de El Aaiún, ajenos a la tragedia, hicieran aquel día sombrío, con sus risas y sus juegos por las calles de la ciudad, el mejor homenaje a su memoria.
DESCUBRE CASTILLA: El Lawrance de Arabia castellano.
«¿Cómo no vamos a ser católicos? Pues ¿no nos decimos titulares del alma nacional española, que ha dado precisamente al catolicismo lo más entrañable de ella: su salvación histórica y su imperio? La historia de la fe católica en Occidente, su esplendor y sus fatigas, se ha realizado con alma misma de España; es la historia de España.»
𝕽𝖆𝖒𝖎𝖗𝖔 𝕷𝖊𝖉𝖊𝖘𝖒𝖆 𝕽𝖆𝖒𝖔𝖘
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