LA TRIBUNA DE 'LA VERDAD'
Alfonso el Sabio, rey de Murcia
El autor resalta la vinculación histórica de Alfonso X con Murcia y considera un acto de justicia la instalación de una escultura del monarca en el corazón de la ciudad en la que quiso descansar eternamente.
ANTONIO DE ALCARAZ/
Cuando Alfonso, sitiado por sus enemigos y carcomido por sus malantías, se vio morir, pensó en Murcia. Esa fría mañana de enero en el alcázar sevillano llamó a Juan Andrés, el notario real, para dictarle su último testamento. En él iba a dar fe de su amor por «la ciudad de las doce puertas». Pedía que su cuerpo entero o, al menos, su corazón y asaduras reposaran en Santa María la Real, a orillas del Segura.
Ahora, en tiempos de oscurantismo e ignorancia histórica, es de agradecer la iniciativa del cronista Carlos Valcárcel. Desde hoy, Alfonso X, en magnífica escultura de González Moreno -financiada por empresarios de la tierra- contempla la ciudad en la que quiso descansar eternamente.
Ni panegírico ni apología de la monarquía medieval, sirvan estas letras como testimonio de una memoria histórica de la que no pocos carecen. Y es que la herencia alfonsina está arraigada en las entrañas de la murcianía, explica nuestro pasado y presente, y nos da pistas sobre el futuro que aguarda a esta encrucijada multicultural que en un tiempo se llamó Reino de Murcia.
La fisonomía de nuestra ciudad y su huerta, la lengua murciana, las creencias y costumbres de sus gentes están enraizadas en la herencia alfonsina.
El origen del amor de Alfonso por esta tierra se remonta a aquel primero de mayo de 1243, cuando el infante tomó posesión del reino. Días antes, Ahmmed Abenhud, hijo del rey moro murciano, había firmado en Alcaraz el pacto que convertía al reino taifa en un protectorado de Castilla. El día de su llegada, el joven infante, tras recibir las llaves del Alcázar y de la ciudad, fue a visitar el mítico arrabal de la Arrixaca, del que tanto le habían hablado. Allí, en el barrio extramuros de la medina, vivía un grupo de cristianos descendientes de hispanogodos, los mozárabes o rumíes, que había poblado la primitiva Murcia (o Myrtia), mucho antes de la llegada del islam. Estos cristianos, devotos de María, acudían a rezar a una pequeña pero portentosa iglesia que había resistido a lo largo del tiempo los envites de los invasores y las riadas del río Thader. Para el heredero de Fernando el Santo, tan milagroso resultaba la indestructibilidad del templo como la propia supervivencia de cristianos en aquellas tierras. Era difícil entender cómo esa pequeña minoría dominada había podido conservar su lengua y su cultura rodeada por una mayoría musulmana dominante. Desde ese momento, la Arrixaca y su Virgen se convirtieron en un emblema para el joven infante. Su amor por la Madre de Dios y su afán reconquistador le obsesionarían toda su vida.
A partir de aquella visita, la presencia de Alfonso en Murcia fue frecuente y fructífera. Aquí vivió momentos felices y excitantes. Sus primeras conquistas militares, los inicios de sus obras culturales y literarias (Cantigas, Historia, obras jurídicas), el scriptorium de al-Ricotí (antecedente de la Universidad) e, incluso, sus delirios imperiales maduraron contemplando a la gran noria que, desde el Segura, alzaba el agua al Alcázar Mayor.
Son muchas las anécdotas y enigmas que rodean la existencia de también llamado rey Estrellero o rey Trovador, pero que dejamos para mejor ocasión. Ahora se trataba de rememorar, por justicia histórica, la obra del que se intitulaba rey de Castilla, León, Sevilla, Córdoba, Badajoz, e Algarve... pero que, antes que nada, fue el mejor rey de Murcia.
Antonio de Alcaraz es director del centro escolar García Alix.
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