El cuerpo de Cristo
IGNACIO MONTAÑO JIMÉNEZ
Día 17/09/2010 - 02.46h
Pocas ciudades como Sevilla mantienen el carácter solemne y festivo del día en el que la Iglesia celebra el misterio del Cuerpo de Cristo, realmente presente en la Hostia consagrada que pasea por nuestras calles.
Este jueves del año, «que reluce más que el sol», tiene en el itinerario de la procesión, un momento de especial relieve cuando la Custodia llega a la altura del altar que se levanta en la fachada de nuestras casas Consistoriales, en la Plaza de San Francisco, ante la imagen de la Patrona la Santísima Virgen de la Hiniesta Coronada.
Simultáneamente, Granada viste sus mejores galas con el mismo motivo y Andalucía levanta el estandarte de su fe, en ambos casos, con la presencia y el apoyo de nuestras instituciones públicas y privadas más representativas.
Vienen estas referencias a cuento del sorprendente patrocinio que el Ayuntamiento de Sevilla y la Junta de Andalucía prestan a un congreso internacional abortista a celebrar en la capital andaluza el próximo mes de octubre, y al que nuestras autoridades consideran «de interés científico sanitario».
Con estas líneas, dirigidas fundamentalmente a los creyentes, sean gobernantes o gobernados, sólo se quiere poner de manifiesto la escandalosa contradicción que supone el trato respetuoso que aparentemente se dispensa al Corpus Christi, Cabeza del Cuerpo místico de Cristo, y el evidente desamparo en que las mismas autoridades dejan a los miembros más indefensos de ese mismo Cuerpo.
Para condenar este dualismo bastan dos textos incuestionables para todos los cristianos, que vienen además con el aval de ser palabras pronunciadas por el mismo Jesucristo:
—«Lo que hagáis con uno de estos pequeñuelos, conmigo lo hacéis»;
— Y aquellas otras que dijo a Saulo cuando, muerto ya Jesús y resucitado, éste persigue a los cristianos en el camino de Damasco y Cristo se identifica con ellos de tal manera que afirma: «¡Yo soy Jesús, a quien tú persigues!»
Con independencia de la maldad intrínseca del aborto, aquí y ahora nos preguntamos: ¿cómo se compatibiliza este trato desigual? ¿Qué protocolo siniestro permite financiar las elucubraciones seudo científicas de quienes viven de la muerte de los miembros de Cristo más inocentes? ¿Y la paradoja de ayudar a las madres, impidiéndoles serlo? ¿Es que cabe el intento de subvencionar el perfeccionamiento técnico a la hora de descuartizar a un ser humano vivo?
Cuando pasen los años y se alcance unanimidad al establecer con el debido detalle los verdaderos derechos del hombre, alguien recordará los asesinatos del aborto como el crimen más abundante y consentido de la Historia. Y la condena se extenderá sin atenuantes a la actitud de toda una generación esterilizada en sus mejores sentimientos que vendía por treinta momentos de comodidad o de placer las treinta piltrafas del hijo no nacido, y a quienes consintieron por activa o por pasiva semejante monstruosidad.
De despenalizar ciertos supuestos excepcionales a establecer el derecho de la mujer sobre la vida de otro ser, distinto e indefenso, que además necesita de sus entrañas para llegar a nacer, va un salto cualitativo que sólo el egoísmo y la subversión que nacen de la ignorancia son capaces de dar.
Pero además, el comportamiento de nuestros dirigentes —una vela a Dios y otra al diablo— carece públicamente de coherencia al participar de forma elocuente en una procesión, después de avalar con su voto o con su silencio una ley que va contra el derecho natural y que profana el verdadero templo del Espíritu Santo que es esa pequeña criatura de Dios.
Hay que hablar, por tanto, de un supino desconocimiento o de doblez, de falsedad y de hipocresía. Porque respetar las formas y participar en el homenaje a una efigie del Nazareno, de su Madre o de los santos, o incluso del mismo Dios Eucaristía, sin defender al mismo tiempo algo tan elemental como la dignidad y la vida de de los miembros más débiles del Cuerpo Místico de Cristo, no sólo no tiene ninguna significación ni valor religioso, sino que entra dentro de la más burda farsa y del fingimiento más rebuscado. Cuando no forma parte de una sutil manera de mantener encendidas las brasas de una permanente campaña electoral.
Basta aplicar la ley natural e invocar el «No matarás» del Dios del Sinaí y las palabras de Jesucristo, Nuestro Señor, para reclamar un comportamiento congruente a quienes incluso se declaran cristianos más o menos practicantes.
Otros políticos hace tiempo que se han quitado la máscara y extienden su desprecio a los valores evangélicos, en relación con los nacidos y los no nacidos, con el Cuerpo de Cristo de la custodia de Arfe y con cualquier referencia cristiana que perviva en nuestra cultura: las raíces de Europa, el crucifijo, la enseñanza de la Religión en la escuela…
Al menos, a éstos, se les ve venir. Y sin la vara.
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