CARTA AMIGA A ARTURO PÉREZ REVERTE
Estimado Arturo:
A la hora de la comida, es habitual en mi casa escuchar maldecir a mi santa madre, la rapidez con la que devoramos las garbanzos. “Con lo que cuestan preparar las cosas”, argumenta ella, mientras el resto, y sin dar tregua al maxilar, respondemos que eso es señal de que puchero y sofrito, están para chuparse los dedos. A decir verdad, la mujer tiene toda la razón, pues muy a menudo olvidamos que del surco al plato, las legumbres han pasado por más peripecias, por no decir alcobas, que la princesa de España.
Esto viene a cuento, porque el lector también suele omitir el esfuerzo previo de arrejuntar las palabras exactas en un libro, a sus protagonistas y antagonistas, las tramas y las subtramas, y todo ese andamiaje necesario para alumbrar una historia con pies y cabeza. Por ello, y a modo de cumplido ya pagado, he de comunicarle que su última novela, Un día de cólera, fue fagocitada en apenas tres horas de un tirón desvelado. Ha de saber, que no soy propenso a la lectura, y mucho menos a libros de más de ciento veinte páginas. Siempre he pensado que, traspasado ese umbral –que se corresponde a minuto por página en un guión cinematográfico-, o bien, el autor no tiene amigos, o bien, es que folla poco. Espero, de todo corazón, que no sea ni lo uno, ni lo de más allá.
Pero a lo que estábamos. La novela en cuestión, sangrienta hasta en su colorida encuadernación, nos viene a decir dos cosas. La primera, es que fue el pueblo llano, la chusma como así le gusta llamarlo, los que a grito pelado de ¡Viva España!, y a pechera descubierta, se lanzó por las bravas al degüello de todo francés mal nacido que encontraron en aquel glorioso 2 de Mayo. Mientras tanto, los afrancesados, los vende patrias y los arribistas sin escrúpulos, dieron por buena la sangre de manolos, taberneros, frailes, soldados, mujeres, adolescentes, octogenarios, madrileños y españoles, que no dudaron en inmolarse en aquella epopeya coral.
La segunda, repetida con sospechosa insistencia, nos habla de su poca afiliación que destila por las sotanas y los púlpitos. Es de suponer, que si aquella España, presuntamente negra, no es de su agrado, en esta España rosa travesti, se encuentra como arenque en el agua. Personalmente, no esperaba menos de usted, a sabiendas que un intelectual de moda, ni muerde la mano de su amo, ni nada a contracorriente, porque lo que escribe ya está sobradamente dicho, y redicho, para no interferir en las ventas esperadas y el canapé acostumbrado.
Siendo usted, un hombre de cifras y letras, y sin una dioptría de tonto, coincidirá que las ideas ilustradas, el triunfo de la razón, y su hija putativa, la modernidad, sembró más cadáveres en el siglo XX, que todas las guerras de religión de los decenios anteriores. El Santo Oficio, al que tanto detesta, comparándolo con los gulags, las purgas y las hambrunas estalinistas, fueron, sin lugar a dudas, hermanitas de la caridad. Basta decir que, en siglos de existencia, el número de herejes quemados, ¡y bien quemados!, no sobrepasó las muertes en carretera en un solo año en España. Tampoco me sirve que hable usted de la incultura de aquellos días, cuando en este país el periódico más vendido es deportivo y, que a pesar de tanta educación para la lobotomía, somos tras Grecia y Portugal, los que menos leemos de toda Europa. Eso sí, farloperos y fiesteros, los primeros del planeta. Si ha ese pequeño detalle, le añadimos los cuatro suspensos por barba, la escabechina cognitiva que se avecina es morrocotuda.
De todas maneras, sus libros siempre esconden mucho más de lo que muestran o de su intención velada; algo así, como una puerta secreta, un camino oculto para iniciados. Las aventuras y desventuras del Capitán Alatriste, personalmente me trasportaron a la época del felipismo victorioso, de la cal viva y las putas tailandesas: intrigas, asesinatos, corruptelas, mercenarios, traiciones, mentiras y abuso de poder sin límite. Para que seguir contándole.
Con su última novela, me ocurre tres cuartos de lo mismo. Un día de cólera, señala con gran lucidez lo que en España no tardará mucho en suceder si no se pone remedio pronto a tanta incapacidad. Una vez más, y como en aquel 2 de Mayo, mileuristas, parados, becarios, sin techo, estudiantes, jubilados, esto es, la chusma de nuestros días, cansados de tanto consenso de pacotilla, se lanzarán a calle contra ese ejército que los “abruselados” han permitido que entrasen nuestro suelo patrio por millones y sin control. Un ejercito desarmado, pero que coloniza la tierra de nuestros antepasados con el vientre de sus mujeres. Los síntomas son más que evidentes: reyertas, trifulcas y desencuentros cotidianos, auguran tan mal presagio como pájaro negro en granero. De ser esto así, Dios no lo quiera, seguramente tendrá que colgar sus bártulos de escritor sosegado y volver a emplearse a fondo como cronista intrépido.
No quisiera entretenerle más. Como nos encontramos ya inmersos en año de celebraciones patrióticas, que organizadas por los constitucionalistas, son siempre poco sentidas y superficiales, me gustaría despedirme como así lo hacían los patriotas de mi tierra en aquellos tiempos de guerrilla contra el francés, la Ilustración y el enciclopedismo. No se me lo tome como algo personal.
¡Visca la Verge de Montserrat!
¡Visca Catalunya, la millor terra d’España!
Arnau Jara
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