Felipe II,la leyenda negra y el caso de Antonio Pérez

Jose Antonio Molero

Martes, 8 de abril de 2003

Una de las figuras españolas más discutidas y peor comprendidas, contradictoriamente objeto de los más formidables panegíricos y alabanzas y de los más exacerbados odios y críticas, ha sido, sin duda alguna, Felipe II, hasta el punto de que fue llamado por sus enemigos ‘el Demonio del Sur’



Aun todavía, este monarca, cuyo nombre llena de pleno derecho una de las más brillantes páginas de la Historia moderna universal, ha sido y continúa siendo motivo de múltiples estudios en uno y otro sentido.


Felipe II ha sido, en efecto, uno de los monarcas más atacados, criticados y calumniados de toda la historia y, como se sabe, la ‘leyenda negra’ antiespañola que se forjó en los reinos de la Europa del Norte durante la segunda mitad del siglo XVI fue, en gran parte, una leyenda antifilipina.

1. Pilares y temas de la leyenda negra antiespañola

Los orígenes y desarrollo de la leyenda negra pergeñada contra España se apoyan fundamentalmente en estos tres pilares:

1. El libro Exposición de algunas mañas de la Santa Inquisición española, editado en 1567, obra de Reginaldo Gonzalo Montanés, un protestante español refugiado en Francfort y protegido por los príncipes alemanes partidarios de la Reforma luterana, muy traducido durante la segunda mitad del siglo XVI al inglés, alemán, francés y holandés.

2. La malévola explotación, a partir de 1578, de algunas obras de fray Bartolomé de las Casas, particularmente la titulada Brevísima relación de la destrucción de las Indias.

3. La Apología, de fines de 1580, obra de Guillermo de Orange, que será a su vez punto de partida de numerosos libelos franceses, ingleses y alemanes.

Esta serie de libelos desarrolla tres temas principales:

a) Acusación, entre otras cosas, de haber asesinado a su tercera esposa Isabel de Valois y a su hijo don Carlos, y de vivir amancebado con su hermana doña Juana, viuda del príncipe Juan, heredero del trono de Portugal.

b) Acusación de fanatismo y crueldad a través de la Santa Inquisición.

c) Denuncia de las atrocidades cometidas por los españoles en la conquista de América.

Estos tres temas pueden reducirse a uno solo: el fanatismo religioso identificado con España y su monarca, enemigo implacable del protestantismo y declarado campeón de la Contrarreforma.

2. Felipe II y su momento histórico

Felipe II, al suceder en el trono a su padre Carlos I de España y V emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, estaba destinado desde la cuna a un protagonismo de primer orden en una lucha tenaz y prolongada entre los principios religiosos del Catolicismo y de la Reforma, y los de la autoridad y de la libertad; a encarnar en su persona la idea de la unidad religiosa y monárquica y, al mismo tiempo, a ser el símbolo de una España exaltada a la cumbre de su poderío y saber, que veía cómo se acrecentaban con nuevas conquistas sus inmensos dominios, “en los que nunca se ponía el Sol”.

Teniendo en cuenta la realidad histórica de Felipe II, ¿cómo puede extrañarnos que, por un lado, los escritores españoles de los siglos XVI y XVII, cuyos sentimientos, creencias y aspiraciones se identificaban con los del Rey Prudente, sólo tuviesen para éste himnos de alabanza, tal vez desmedidos en ocasiones? Y por otro, ¿por qué extrañarnos de que los historiadores extranjeros, singularmente los protestantes, cuyas doctrinas religiosas y políticas eran del todo opuestas a las del monarca español, calumniasen sus actos y su persona y envolviesen su nombre execrado con el nimbo fatídico de algo monstruoso, cruel y perverso?

3. Dos criterios enfrentados

Ésta es la explicación de que alrededor de Felipe II se hayan forjado dos concepciones históricas opuestas, pero ambas también incompletas: una, la que han ido trazando los suyos, que ha tendido, por lo general, más a la admiración y a la disculpa que a la exposición concreta de los hechos; y otra, la escrita por sus enemigos en las batallas y rivales en sus pretensiones, que hace alardes de aquella conocida sentencia que nos advierte de que «la historia es una conspiración constante contra la verdad».

4. Crítica objetiva y perspectiva histórica



Para juzgar objetivamente a un hombre se hace necesario tener en cuenta el siglo en que vivió, las circunstancias y las dificultades que tuvo que arrostrar y contra las que tuvo que luchar, sus grandezas y sus miserias, sus aciertos y sus errores, y —cómo no— los prejuicios de su época.


¿Qué se ha hecho de este principio histórico elemental?

A Felipe II se le juzga desligado del ambiente, de los métodos y preocupaciones de su tiempo; se le procesa en el marco de las ideas y pensamientos de la sociedad actual y se le condena porque veía y apreciaba de distinto modo lo que nosotros vemos y apreciamos con ojos y valores de cuatro siglos después.

Soy de la opinión de que un criterio mediatizado por el rencor, el resentimiento y la envidia tan sólo conduce a la inopia intelectual, que es tan acientífico como injusto y que otorga poco rigor a los estudios históricos, porque ¿acaso pueden juzgar de idéntica manera un mismo hecho el protestante, el racionalista, el ateo, el español o el inglés, cuyas teorías religiosas y políticas difieren tanto entre sí? De aquí que nazca necesariamente una crítica insegura, unas conclusiones inexactas, un concepto variopinto y poco convincente que a nadie convence y todos refutan, por falta de un fundamento sólido e inmutable.

Es indudable que los hombres del siglo XVI creían perfecto o, por lo menos, necesario por entonces —a falta de otro mejor— su sistema de juzgar y de proceder, del mismo modo que nosotros creemos perfecto el nuestro. ¿Puede afirmarse con toda legitimidad que no lo sea efectivamente? ¿Quién nos certifica que la Humanidad, en su constante progreso, o, si se prefiere, en sus múltiples y continuadas variaciones, en su perpetuo flujo y reflujo, no haya de creer, andando el tiempo, injusto, erróneo, equívoco, incompleto y no definitivo nuestro actual criterio en muchos asuntos?

Evidentemente —y esto hay que tenerlo muy presente antes de concluir esta parte—, no es intención de quien escribe estas líneas tratar de poner en duda los eternos principios de la Justicia y de la Moral, según los cuales todo acto malo es reprobable y digno de execrarse, como, por el contrario, lo bueno es siempre merecedor de alabanza y galardón.

Sentados estos principios, que juzgo necesarios para no dejarse fascinar por argumentos más aparentes que reales, paso a valorar una de las acusaciones que se han vertido contra Felipe II, con la intención de ir retomando, en escritos posteriores, aquellas otras, también consideradas inexactas y equívocas, a la luz de nuevos estudios basados en criterios metodológicos más objetivos e imparciales.

5. El caso «Antonio Pérez»



De las crueldades que se le atribuyen a Felipe II, me ocuparé en este escrito de la implicación que pudiera tener el monarca en el asesinato de Juan de Escobedo, acusación esta poco conocida, pero no por eso menos vejatoria e imprecisa que las otras.Como sabemos, Felipe II comenzó su reinado con la abdicación, en 1556, de su padre, Carlos I. Cierto es que, a pesar de su extremado celo por la justicia y su preocupación sincera por el bienestar de los reinos que conformaban la España de su tiempo, no siempre estuvo acertado, particularmente en la elección de sus colaboradores. De otra parte, su afán por mantener a ultranza el catolicismo en todos sus dominios, en unos momentos en que la Reforma adquiría cada vez más adeptos, le granjeó la enemistad de protestantes y judíos. Esta conjunción de incidencias daría lugar, como veremos, a uno de los episodios más escabrosos que se levantaron en torno a su persona y en contra de España.

En efecto, uno de los asuntos que ha dado lugar a más falsedades contra la figura de Felipe II es lo ocurrido con su secretario Antonio Pérez,. Revisemos lo sucedido a la luz de las más recientes investigaciones que se han llevado cabo sobre la figura de este monarca.

Antonio Pérez fue legitimado por Carlos I en 1542 como hijo de don Gonzalo Pérez, uno de los más prestigiosos secretarios del emperador y, posteriormente, de Felipe II, ya que el origen de su nacimiento quedaba bastante oscuro. Resulta muy probable que el citado Gonzalo Pérez fuese realmente quien lo engendrara durante la etapa en que ejerció como clérigo, como así puede deducirse de las reiteradas acusaciones de sus enemigos en tal sentido, que don Gonzalo siempre negó. Esta circunstancia empañó el origen de Antonio y determinaría su carácter de persona desconfiada y envidiosa y de político intrigante y ambicioso.

Legitimado ya el pequeño Antonio por el emperador, fue puesto bajo la custodia del portugués Rui Gómes de Silva, príncipe de Éboli, en cuya mansión fue criado y protegido por este noble hasta que se decide el inicio de su formación, cuando contaba los 12 años. La formación del niño se cuidó con esmero, ya que estudió en las más prestigiosas universidades europeas: Alcalá, Salamanca, Lovaina y Padua. La cultura italiana le influyó considerablemente, pues fue el país transalpino en donde pasó más tiempo.

Su mentor, el príncipe de Éboli, le requirió para su traslado a la corte, donde iniciaría su formación política de mano de su padre, quien en ese momento desempeñaba el cargo de secretario del Consejo de Estado. A la muerte de don Gonzalo, en abril 1566, Antonio asumió la responsabilidad de la parte de la Italia española.

6.La princesa de Éboli



Sabedor el rey Felipe del disparatado tren de vida, pleno de lujo y ostentación, que llevaba el joven Antonio Pérez en el Madrid imperial, exigió a su secretario que pusiera fin a vida tan disoluta y se casara, para firmar oficialmente su nombramiento. Esta faceta de crápula la mantendrá Antonio Pérez durante buena parte de su vida, quien, una vez secretario, se entrega a los brazos (y a la cama) de la princesa de Éboli, doña Ana de Mendoza y la Cerda (1540-1592), viuda ya de don Rui Gómes, el mentor de Antonio Pérez.

Por su educación, doña Ana tuvo un carácter orgulloso, dominante y altivo, pero también voluble, rebelde y apasionado, todo lo cual le venía dado por sangre de los antiguos Mendozas. De la infancia de esta mujer, no hay noticias destacadas, salvo aquella que dice que era tuerta. En torno a esta lesión física hay una leyenda que atribuye la pérdida del ojo a una caída del caballo o a la práctica de esgrima, pero este dato no es fiable; quizás no fuera tuerta, sino bizca. Sea como fuere, lo cierto es que quienes la conocieron alabaron su belleza, a pesar del parche negro que la adornaba. Por otra parte, Antonio Pérez acrecentó aún más si cabe su fama de persona dada a los lujos, alegres reuniones y opíparos festines, para cuyo mantenimiento se vio obligado a recurrir a turbios asuntos cargados de corruptelas en los que la Historia involucra presuntamente a su amante doña Ana de Mendoza.

7. Juan de Escobedo

Aunque lentamente, Antonio Pérez había ido ganándose la confianza de Felipe II, pasando a ser uno de los más destacados miembros del partido ebolista, enfrentado con el otro grupo de poder en la corte, los partidarios del Duque de Alba. Tal fue la confianza que don Antonio consiguió del rey, que le encargó la elección de una persona de su entorno para espiar a su hermanastro don Juan de Austria (1545-1578), que aspiraba a tener su propio reino, contrayendo matrimonio con María Estuardo, reina de Escocia, reino que ampliaría luego apoderándose de Inglaterra. Resultó elegido don Juan de Escobedo, otro protegido, al igual que Antonio Pérez, del difunto príncipe de Éboli. Pero parece ser que, al conocer Escobedo las relaciones que Pérez mantenía con la viuda de su protector, censuró su comportamiento y decidió abandonar al secretario para apoyar las opiniones de don Juan, que por entonces el rey había destinado a los Países Bajos como Gobernador General.

El enfrentamiento con Escobedo provocó la pronta caída de Pérez, que, herido en su amor propio, decidió perder a su amigo. La ocasión para su venganza se le presentó con motivo de una visita oficial que Escobedo hizo a Madrid, enviado por don Juan para recabar mayores apoyos en su política flamenca. Don Antonio acusó a Escobedo ante Felipe II de fomentar los ambiciosos planes de poder de don Juan de Austria. El rey se dejó convencer por su secretario y, según posteriores declaraciones de éste, le autorizó a que atentara contra la vida de Escobedo, que resultaría muerto a estocadas por asesinos pagados en una calle de Madrid el 23 marzo de 1578. El clamor popular inculpó del asesinato a Pérez y la familia de Escobedo pidió justicia ante el rey.

Este error político fue rápidamente aprovechado por los enemigos de Pérez, que suscitaron la sombra de la duda en el ánimo del monarca. Felipe II, recelando que había sido juguete de las intrigas de su secretario, le mandó prender. Se inició una investigación en la que se descubrió la culpabilidad del secretario. Felipe relevó a Pérez por el anciano cardenal Nicolás Perremot de Granvela (1517-1586) y Antonio era detenido y encarcelado el 28 de julio de 1579.

La causa por la que Pérez fue enjuiciado se limitaba a asuntos de corrupción, sin profundizar en el asesinato de Escobedo. El proceso se prolongó once años, sin que se llegase a nada concluyente. Pérez fue condenado a 2 años de cárcel y 10 de destierro, pero, simultáneamente, se inició el proceso por el asesinato de Escobedo, que acabó con la acusación formal y tortura del reo. Corría el mes de junio de 1589 y Pérez se vio perdido, por lo que comenzó a pensar en la huida

8. Antonio Pérez y los Fueros de Aragón

Incomprensiblemente, Antonio Pérez logró fugarse de su cárcel de Madrid, y el 19 de abril de 1590 llegaba a Aragón, buscando amparo, valiéndose de su condición de hijo de aragonés, en los fueros de aquel antiguo reino, donde, en virtud del privilegio de manifestación, se puso bajo la protección del Justicia foral, don Juan de Lanuza. No obstante, el magistrado ordenó su reclusión en una cárcel de Zaragoza.




Legalmente, el rey no podía enjuiciar en Aragón a un reo que hubiese cometido su crimen en el reino de Castilla, por lo que recurrió al único tribunal que tenía competencias en todo el territorio peninsular, la Santa Inquisición. Por presión real, Antonio Pérez fue acusado de herejía y se dispuso su traslado a una cárcel inquisitorial, sin que previamente hubiese dado su consentimiento el Justicia de Aragón, que interpretó tal decisión como una agresión a los fueros aragoneses.

Con gran habilidad, Pérez consiguió unir su causa a la del respeto a los fueros, y haciéndose pasar por víctima del rey, soliviantó a su favor al pueblo zaragozano, que exigió violentamente de los inquisidores la libertad del reo, en medio de una insurrección que propició la huida a Francia del acusado. Felipe II envió un ejército a Aragón, que puso fin a los disturbios y, considerando a don Juan de Lanuza culpable de lo ocurrido, mandó procesarlo. Lanuza fue decapitado en Zaragoza y muchos nobles murieron en las cárceles. Después modificó y limitó las atribuciones de los fueros de Aragón, e hizo que el cargo de Justicia del reino fuera, en adelante, de nombramiento real.

9.Tradiciones y libelos

Una vez en territorio galo, Pérez recibió el apoyo de Enrique IV, acérrimo enemigo del rey Felipe, protección que él pagó revelando traidoramente secretos de Estado, al poner en manos de éste atractivos proyectos desestabilizadores para España. El fracaso de los intentos de invasión francesa motivó el traslado de Pérez a Inglaterra, donde también contó con importantes ayudas, ofreciendo interesante información que sirvió para el posterior ataque inglés a la plaza de Cádiz en 1596.

Pero el Tratado de Vervins (1598), que dio fin a las guerras de religión en Francia, supuso el final diplomático de Pérez, que se dedicó a la escritura, llegando a publicar dos importantes obras que tuvieron un destacado efecto negativo en la figura de Felipe II: las Relaciones y las Cartas, otra base originaria de la injusta leyenda negra formada contra aquel monarca y contra España.

Muerto ya Felipe II, Antonio Pérez intentaría obtener el perdón hispano en numerosas ocasiones, siempre con resultado negativo, hasta que falleció en la más absoluta pobreza en París, el 7 de abril de 1615.

La Historia, que ya tiene suficiente perspectiva para juzgar serenamente al Rey Prudente, ha tenido que reconocer no sólo las inexactitudes de muchas de las calumnias que se han vertido contra su persona, sino, además, su gran superioridad moral y política sobre los demás gobernantes de su época.


BIBLIOGRAFÍA FUNDAMENTAL FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel (1998): Felipe II y su tiempo. 2.ª ed., Ed. Espasa Calpe, Madrid.

LYNCH, John (1997): La España de Felipe II. 1.ª ed., Ed. Crítica, Barcelona.

MARAÑÓN, Gregorio (1954): Antonio Pérez. 7.ª ed., Madrid, 1963; 2 tomos.

MENÉNDEZ PIDAL, Ramón (s.f.): Historia de España. Ed. Espasa Calpe, Madrid; tomo XXII.

Fuente:Gibralfaro.org

Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura Facultad de Ciencias de la Educación


Fuente: http://www.analitica.com/va/arte/dossier/4094914.asp