Pepe Muñoz Azpiri
Ante el advenimiento con el Día del Descubrimiento, del coro fúnebre del "saqueo de la conquista y su correlato de genocidio" por parte de una runfla ignorantes, pícaros, buscas, mediocres y demás excrecencias de los bajos fondos de la condición humana, conviene recordar los conceptos de uno de los tantos excelentes intelectuales que la Argentina supo engendrar. Claro, los muchachos del indigenismo de mercado y las banderitas colorinches, no deben tener la menor idea de quién se trata.
"Nuestra raza"
Por Ernesto Quesada
El siguiente discurso fue pronunciado en el Teatro Odeón, el 12 de octubre de 1900. En tiempos donde arreciaba desde los EE.UU. la política "panamericanista". Quesada marca las diferencias que entre el legado de España en América existe respecto de la política y la mentalidad anglosajonas, sosteniendo además sagazmente el complejo de inferioridad que se nos imponía respecto de lo propio. (Andrés Barazategui).
Señoras:
Señores:
El memorable aniversario del descubrimiento de América nos congrega nuevamente, a españoles y americanos, para celebrar unidos fecha tan gloriosa.
¿No es natural, entonces, que, inspirándonos en el recuerdo de aquel hecho y de sus trascendentales consecuencias, nos ocupemos con criterio sereno de la hora presente, crítica en sumo grado para los destinos de nuestra raza, que realizó la hazaña sin igual del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo?
El momento es quizá auspicioso para examen semejante: fenece un siglo; y se dibujan ya, en los contornos indecisos de la alborada de los tiempos que vienen, las pretensiones arrogantes de otras razas, enriquecidas y ensoberbecidas, con sus garras clavadas en los rincones más apartados del globo, sin más fe que en el éxito y el dinero...
España, al descubrir la América, nacía precisamente a la vida de las grandes potencias con un vigor tan estupendo, que, antes de un siglo, llegó al pináculo de la grandeza, del imperio y de la fama, extendiendo sus dominios por todas partes del orbe. Hoy, cuatro siglos después, acaba de desprenderse hasta de la última pulgada de tierra en el hemisferio que descubrió y pobló; concentrada dentro de sus fronteras peninsulares, ha renunciado a intervenir siquiera en la marcha de la política general, que otrora gobernara su gran Carlos con una simple mueca desdeñosa; y pública, y aun oficialmente, hombres dirigentes de otra raza han creído expresar el consenso universal al proclamar terminada la misión histórica de la gente hispana, vaticinando su fatal transformación en nuevas entidades que respondan a la época venidera, mientras que aquella parece ensimismada en la contemplación de acontecimientos que pasaron y de ideales que desaparecieron.
Los pueblos sajones, de suyo emprendedores y poseídos de lo que llaman su "destino manifiesto", están persuadidos de la exactitud de aquel fallo: para ellos nuestra casta, tanto en la península como en el continente americano, va lentamente a su ocaso; es, pues, presa segura, cuyos despojos se preparan tranquilamente a repartirse. En la vida diaria nos tratan individualmente, es cierto, con toda la consideración o la simpatía que las personas puedan inspirar; pero, del punto de vista colectivo, nos miran con un desdén profundo y sincero... No hay por qué ocultar lo que es un hecho fuera de discusión, tanto más cuanto que cabalmente es esa convicción, franca y clara, lo que explica la razón de ser de su política respecto de nuestra raza. Ahora bien, ¿es acaso fundada pretensión tamaña? ¿Qué grado de verdad encierra? He ahí, señores, preguntas sencillas que no es tan fácil contestar en los breves instantes concedidos á una alocución; si bien no es quizá imposible trazar las grandes líneas del conjunto: vosotros llenaréis el resto sin esfuerzo.
Por de pronto, paréceme que no hay jactancia en suscribir el juicio que los pensadores de todas las razas han emitido acerca de la nuestra: España renovó, en la época moderna, la homérica empresa que en los tiempos antiguos realizara Roma, cuando dominó ésta el universo conocido, personificó su civilización, y llevó por doquier su lengua y su religión.
El Tu regere imperio populos, Romane, memento del poeta clásico, lo tuvo tan presente la España de Carlos V, como la Roma de Augusto. Y dejó aquélla muy atrás la fama del ilustre precedente, añadiendo al orbe conocido otro nuevo, lleno de riquezas, poblado por gentes no sospechadas, y el cual, abriendo un campo inconmensurable a la actividad humana, ha desviado el curso de la historia.
Roma no hizo tanto: ni antes ni después nación alguna ha podido repetir hazaña igual; y puede honestamente afirmarse, sin temor a ser desmentido por el porvenir, que jamás por jamás otra nación podrá alcanzar lo que España... Ya no existen ni pueden existir hemisferios ignotos en el globo terráqueo —cruzado en todas direcciones por la avidez del sabio y la avaricia del mercader— de modo que desaparece la más remota posibilidad de poder imitar el fenómeno único del descubrimiento de un mundo nuevo. Y no fue eso sino el preludio de la hazaña misma, porque nada hay en la historia de los tiempos viejos ni coetáneos que pueda igualar la epopeya admirable de la conquista, el coraje singular de aquellos hombres esforzados que se lanzaron, en grupos diminutos, a conquistar pueblos organizados, ricos y llenos de ejércitos aguerridos.
Nuestros abuelos dieron entonces a la humanidad entera un ejemplo sin par: fiados en su fe religiosa y persuadidos de la superioridad de su ralea, no repararon en la disparidad del número, sino que acometieron con denuedo y con sublime audacia: todo lo arrollaron, todo lo conquistaron, lo poseyeron todo. Tan sólo un siglo duró aquella titánica contienda: la raza indígena no discutió siquiera la supremacía de la conquistadora, y se entregó resignada a la fatalidad de su destino.
Nobilísima mostróse entonces la madre patria: acogió como hijos propios a los que de tal guisa se sometieron, y los protegió por medio de una de las legislaciones más sabias, y que fue, sin asomo de duda, la más adelantada de su época. Esas “leyes de Indias” son tanto más admirables cuanto que representan un esfuerzo sin precedente: imbuida Europa en las máximas romanas, que consideraban ingenuamente como bárbaros —y fuera, por lo tanto, del derecho común— a todos los pueblos que escapaban a la civilización latina, nada era más natural que considerar así a los indígenas de América, y hacer con ellos lo mismísimo que hiciera Roma con los germanos y sajones de su tiempo: sus esclavos ó sus siervos. La sublime revolución moral del cristianismo no había logrado todavía, ni con mucho, extirpar aquel concepto, que se imponía con la fuerza irresistible que da la tradición de veinte siglos.
Pues bien: es gloria inmarcesible de la monarquía española haber reaccionado contra tal prejuicio; y si á las veces, en algunas regiones apartadas de América, se cometieron abusos por hombres sin piedad, convirtiendo el yanaconazgo, la mita y la encomienda, en verdaderas servidumbres de la gleba, no es menos cierto que jamás fue ello tolerado o dejado sin castigo, y que se hizo cuanto fue posible por atraer a la civilización cristiana a las innumerables tribus indígenas. No han obrado así quienes se precian de superiores: en otras partes se ha preferido sencillamente exterminar a los indios, por las armas ó por el triste veneno del alcohol.
Tres siglos estuvo España en posesión indiscutible de este continente: lo pobló, lo organizó y lo gobernó, con arreglo al criterio de la época, por y para la metrópoli. Ha sido tema socorrido criticar el régimen colonial de la América española: nada más fácil, aplicando el criterio del siglo XIX; pero coloquémonos dentro de las ideas de los siglos XVI, XVII y XVIII, y desafío al detractor más malévolo a que demuestre discordancias, en las líneas generales, entre aquella legislación ultramarina y la que tenían las demás naciones.
Más todavía: gloria es de la dinastía borbónica haberse adelantado á su época, con las iniciativas fecundas del reinado de Carlos III.
Llegó el momento de la emancipación: los hijos núbiles se desprendieron del regazo de la madre, antes soberbia, entonces desmedrada por las debilidades de un Carlos IV o los desvaríos de un Fernando VII.
Principió para España vía crucis que le ha tocado en suerte en el siglo XIX, con la invasión brutal e injustificada de los invencibles batallones napoleónicos: el pueblo español reaccionó con un vigor admirable, que prometía una era nueva de gloria, pero que fue desgraciadamente obscurecida por las cruentas guerras civiles. Tenemos todos demasiado presente esa dolorosísima página de historia contemporánea, para que sea necesario recapitularla nuevamente... Y cosa análoga pasó en las nuevas naciones hispanoamericanas: el esfuerzo épico de la guerra de la independencia fue casi neutralizado por revoluciones constantes o por tiranías menguadas. Durante este siglo, americanos y españoles hemos estado, por lo general, alejados unos de otros con perjuicio recíproco: sólo hemos rivalizado en dar al mundo el ejemplo peligroso de ser díscolos y cuasi ingobernables.
Y ello no ha contribuido poco a formar la convicción sajona respecto de la inferioridad de nuestra raza. La guerra hispano-yanqui no ha obedecido á otro criterio, y sus resultados han servido sólo para dar mayor autoridad a creencia semejante. La acción lenta, pero eficaz, de los Estados Unidos en las naciones iberoamericanas es ya visible: la doctrina monroísta no es sino la tutela disfrazada de los que se consideran superiores por la energía, la riqueza y la conciencia de su propio valer. Si en parte alguna de Sud América puede hablarse con altivez de estas cosas, es, sin duda, en esta región del Río de la Plata, cuyo desarrollo vigoroso le señala un puesto de vanguardia en el conjunto de naciones de origen español.
No debemos, con todo, desconocer nuestros defectos: nos corresponde corregirlos. Todo se nos ha enrostrado: pasamos, a los ojos de los estadistas de otras agrupaciones, como gentes corrompidas en lo político y social; atribuyéndose a los gobernantes de nuestra raza ausencia manifiesta de ideales, sensualismo vulgar, y desconfianza absoluta en la virilidad y en el espíritu cívico de estos pueblos. Se arguye, por otra parte, que nos falta moralidad y que carecemos de fe, revelándonos impotentes para administrar e incapaces para prever. Se sostiene, por último, que los pueblos ibéricos no tienen energía para triunfar en la lucha por la vida, dejando que las industrias y el comercio pasen a manos de gente de otra calaña; y que se contentan cuando más con remedar los excesos tumultuosos de la plebe romana y su exigencia de “pan y diversiones”; o las luchas de la sangrienta politiquería de las turbas bizantinas, destrozándose en los circos por los bandos estériles de los azules y los verdes...
Y bien, señores: tengamos la entereza de confesar que hay algo de verdad en esos cargos, por más exagerados que parezcan. Preciso es reaccionar: es menester levantar en alto los corazones. Tenemos una herencia sagrada que enaltecer: la tradición de nuestros mayores. Y no es en vanas palabras que se debe cimentar la confraternidad de sus descendientes, impuesta por la historia y por la sangre: urge extirpar el cáncer de la frase con el cauterio de la acción.
Necesitan nuestros pueblos una fuerte sacudida moral. No sólo hay que reformar su educación, sino que despertar sus energías adormecidas y retemplar el carácter. Es indispensable descollar en el comercio y las industrias, pero brillando por la cultura científica; y sin olvidar que debemos disputar anhelosos la primacía en las artes y las letras, manteniendo siempre alta, muy alta, la religión del ideal, que ha caracterizado a nuestro abolengo. Hay, pues, que poner manos a la obra: desarrollemos sin descanso las riquezas naturales y aunemos sus intereses, cuyo intercambio, entre pueblos de linaje castellano, es visiblemente precario. Abrigo la convicción de que nos bastará desear la reacción, para producirla.
El momento es propicio. La pérdida de sus últimas colonias ha hecho afluir a la madre patria caudales ingentes, antes radicados en las posesiones ultramarinas, y ha regresado a la península una categoría de hombres habituados a soportar con éxito la competencia con los de otros pueblos. ¿No significa esto acaso que está próximo el renacimiento industrial y comercial de España? Podremos entonces estrechar más íntima y proficuamente nuestras relaciones, pues la antigua metrópoli —ahora nuestra hermana, como parte de la familia ibérica cobijada por el panhispanismo— debería convertirse en el mercado donde fueran a venderse los productos sudamericanos, en su mayor parte materias primas que, elaboradas por las fábricas peninsulares, nos retornarían como productos manufacturados. Hoy todo ello se vende en mercados de otras razas, y allí están las fábricas que los utilizan y los capitales que facilitan su circulación: ese sólo hecho ha desviado fatalmente el comercio de América hacia aquellos países, pues es natural que donde se vende, a la vez se compra, y tras las relaciones comerciales e industriales, vienen las intelectuales y sociales, lo que explica el hecho original de que los hispano americanos estén más ligados con cualquier nación europea que con España. El sentimentalismo está de más en esto: es asunto puramente de intereses de los pueblos. Un simple esfuerzo de España bastará sin embargo para hacer desviar la corriente: y pronto desaparecerá el fenómeno incongruente de que, malgrado la lengua común, la inteligencia americana se nutra todavía en libros de toda procedencia, salvo quizá los españoles.
En poco tiempo más, iniciada que sea esa regeneración, podrán las naciones de origen hispano celebrar con doble orgullo aniversarios como el presente; pues es ensalzar las glorias del pasado, justificando las hazañas del descubrimiento y la conquista, presentarse ante el universo como países prósperos e ilustrados, de probado civismo y sensatamente gobernados, amplios en sus miras y generosos en su conducta.
Señores:
Cuando concentro mi recuerdo en las glorias pasadas de nuestra estirpe hidalga, y, ante mis ojos apasionados, se yergue aquélla, dominadora del orbe, con Carlos V; descubridora de un mundo, con Colón y Pinzón: conquistadora de un hemisferio, con Cortés, Pizarro y tantos otros héroes legendarios; regeneradora del arte, con Murillo y Velázquez; renovadora de la cultura literaria, con Cervantes, Calderón y otros incomparables ingenios; cuando leo en las páginas imparciales de la historia que esta progenie extraordinaria ha descollado en las ciencias, como ha brillado en la guerra y ha sido conspicua en el comercio y las industrias; cuando reflexiono que, por momentáneamente fatigada que se encuentre después de tantos siglos de gigantesca labor, hoy, en fuerza misma de los hechos y de su elocuencia brutal pero saludable, ha despertado ya del pasajero sopor: mi espíritu, entonces, no puede admitir ni en hipótesis la duda de que nuestra egregia raza ha de levantarse airada y majestuosa, rebosantes de ardor las propias venas, fuerte con la tradición hermosa que le corresponde honrar, y rejuvenecida por el con nubio vigoroso con esta tierra virgen del continente americano. Más todavía: estoy íntimamente convencido de que el mismo gloriosísimo pasado ha de servirla sólo para aguijonear su actividad, y que ha de cifrar su orgullo en justificar que fue digna de lo que hizo, haciendo hoy más aun: luchando y venciendo a las demás razas en la brega terrible de estos tiempos novísimos, en los cuales parecen prevalecer más bien los ardides de fenicios y cartagineses, que el noble arrojo de los impróvidos romanos.
Al renacimiento de la raza hispana, señores; a la gloria futura de la madre patria y de las naciones íbero americanas —que son sangre de su sangre, a pesar de la mezcla generosa de otras procedencias—; a la confraternidad, no sólo de sentimientos, sino de intereses, de los pueblos de nuestro común origen: esos son los votos sinceros que formulo y que estoy seguro compartiréis de corazón
_______________________________________
Fuente:
https://www.facebook.com/Instituto-P...2598/timeline/
Marcadores