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Tema: Racismo y corrección política Por Horacio Vázquez-Rial

  1. #1
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    Racismo y corrección política Por Horacio Vázquez-Rial

    Racismo y corrección política

    Por Horacio Vázquez-Rial

    He estado buscando un término que designe sin tantas sílabas lo políticamente incorrecto y he caído en la cuenta de que la corrección política es simplemente la política dominante en una época, de modo que lo que se le opone es simplemente lo impolítico.

    Respecto de lo políticamente correcto, habría que decir simplemente político o, en el mejor de los casos, políticamente dominante. Hacer otra cosa sería manifestar acuerdo acerca de lo que es correcto y lo que no lo es. Voy a dar un ejemplo.

    Hace unos días, el Evening Standard de Londres dio la siguiente información:
    Un chico de 15 años fue muerto a puñaladas en medio de la Estación Victoria en hora punta, en lo que se supone una batalla entre bandas de escuelas rivales. (...) Veinte personas, de entre 14 y 17 años, fueron detenidas anoche en el escenario del crimen y fueron interrogadas esta mañana, pero no se sabe si el/los asesinos se encuentra/n entre ellas. Todos los arrestados fueron descritos como de origen afro-caribeño o somalí. Varias armas, incluidos cuchillos, fueron decomisadas en el lugar. Se cree que la víctima procedía de Acton y era descendiente de norteafricanos.
    Como consecuencia de estos hechos, un respetado columnista de la edición digital del Spectator, Rod Liddle, escribió: "La sobrecogedora mayoría de los delitos callejeros, apuñalamientos, tiroteos y crímenes sexuales en Londres son perpetrados por jóvenes de la comunidad afrocaribeña"; algo perfectamente constatable y que la policía no ignora. No obstante, la Comisión de Quejas de la Prensa censuró su blog, "dado que sus puntos de vista sobre el delito en Londres llevan a considerarlo un racista".

    Gran triunfo de la política del avestruz. Es conocido el hecho de que en el mundo de la droga ha tenido lugar en los últimos años un desplazamiento de las mafias locales por las de origen jamaicano, ligado a otro hecho, el de que el material químico que entra en Gran Bretaña suele ser de esa procedencia. Pero lo político impide que se reconozca, porque la difusión de esa información podría dar lugar a disturbios.

    Así como Rod Liddle ha sido impolítico al decir lo que es constatable en cualquier comisaría de Londres hora tras hora, lo es uno mismo al poner de relieve cualquier dato que violente la realidad aceptable y aceptada en cualquier orden del pensamiento establecido: en lo relacionado a la llamada "violencia de género", la eutanasia o el aborto, las cuotas de mujeres en los consejos de las empresas o en el gobierno, como si el sexo determinara las capacidades, etc. Será tildado de machista, de facha, de santurrón o de racista, calificativos descalificadores del tipo "y no se hable más". Y ya la cosa llega a extremos difíciles de prever si se afirma, por poner un ejemplo, que la ANP y los países musulmanes no tienen la menor voluntad de establecer un Estado palestino. No se trata de censura en sentido estricto, como la del Comité de Quejas británico (que se tiende a imponer), sino de algo peor: la estigmatización, la condena, el oprobio social y a la marginación. Después de eso viene la letra escarlata en la frente, y uno aprende dolorosamente que hay sitios en los que ya no puede entrar.

    Cada vez que escribo un artículo, termino pensando: esto no va a colar, se me van a echar encima con una demanda (como ya ha ocurrido), y va a ser un problema para mi periódico y para mí (sobre todo, para mí). Pero al final lo mando sin tocar una coma, esperando el destino de Liddle, aunque aquí, de momento, las cosas no han llegado a un nivel comparable al de Gran Bretaña: sólo el 35 por ciento de los presos españoles son extranjeros, lo que no constituye una "sobrecogedora mayoría", aunque sí una desproporción, porque los extranjeros en España representan entre el 10 y el 12 por ciento de la población. Como se comprenderá, decir esto es impolítico y, desde luego, racista o xenófobo, aunque se trate de una constatación hecha por el sindicato de funcionarios de prisiones. Para colmo, somos el país de la UE con más población reclusa y con menos funcionarios: uno cada setenta presos; un espanto.

    Dentro de poco, todo esto no se va a poder decir. Socialmente, ya no se puede decir, no es de caballeros. Pero no se va a poder decir legalmente: empezarán a surgir como setas los organismos censores y las denuncias y demandas.

    Hace ya unos cuantos años pregunté al alcalde de Barcelona (prefiero no decir el nombre: he visto pasar unos cuantos) por qué en las calles de barrio de la Ribera, donde abundaban tanto los dominicanos (en general, llegados al país con empleo y sus cosas en orden) como los marroquíes (en general, sin papeles), la policía municipal acosaba constantemente a los dominicanos y pasaba olímpicamente de los marroquíes, que traficaban en la calle cuando no estaban dando el tirón. El señorito me respondió: "¡Ah, ésa es una cuestión de alta política (sic)! ¡Se mueve mucho dinero!". Y se quedó tan ancho.

    ¿Será la censura a Liddle una cuestión de alta política? ¿Se atrevería Boris Johnson a dar una explicación así? ¿O es más discreto pero actúa según los mismos parámetros? Decididamente: la casa real británica no tiene con el gobernador de Jamaica los mismos lazos que nuestra casa real con la casa real de Marruecos: no es alta política, es mero hábito de tapar la realidad.

    Estamos enfermos. Y vamos a peor.


    vazquezrial@gmail.com
    www.vazquezrial.com
    TU REGERE IMPERIO FLUCTUS HISPANE MEMENTO

    El Rincón de Don Rodrigo

  2. #2
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    Re: Racismo y corrección política Por Horacio Vázquez-Rial

    Las brechas norteamericanas no se importan

    Armando Zerolo | 09 de junio de 2020






    La implantación de modas «trumpistas» u «obamistas», de genuflexiones para la galería, o banderas para los balcones, lo único que puede provocar entre nosotros es un nacionalismo exagerado a la española.


    En Europa seguimos los acontecimientos norteamericanos con la atención que nos da la experiencia de saber que lo que pasa allí acaba llegando aquí de una u otra manera. Pasó en los 50, en los 60, en los 70 y en los 80, y parece que sigue pasando. Nos llegó la «generación beat», Woodstock, el ecologismo y el pacifismo, la revolución neoconservadora de Ronald Reagan y ahora, de nuevo, un sector conservador europeo vuelve a las fuentes estadounidenses para refrescarse. Donald Trump para los políticos, y el comunitarismo católico de matriz calvinista para los más intelectuales, son ahora fuente de inspiración para renovar una política conservadora estancada en el ideal neoliberal de los años 90 (también importado).

    Con una intención parecida, yo mismo fui a estudiar a la Universidad de Notre Dame, Indiana, en 2006, y, como tantos europeos, quedé fascinado por aquel país y aquella cultura en la que todo era enorme y posible. Eran grandes los mosquitos, las tormentas, los sueldos, los coches, las oportunidades y la sensación de libertad. Era un lugar ideal para investigar, para hacer contactos, para verlo todo y hablar con cualquiera.

    Como no vivía lejos del campus, me compré una bicicleta, lo cual no me resultó fácil, porque no había mucho mercado. Me extrañó, siendo South Bend un pueblo netamente universitario. Iba por la calle y la gente me miraba, los coches detenían el paso, y alguna vez la Policía se paró para preguntarme a dónde iba y quién era. Otras veces iba andando y la sensación era aún más extraña. No me cruzaba con nadie y la gente me miraba con mayor recelo. Todo el que podía iba en coche, aunque solo fuese para cruzar la calle. Al principio lo atribuí al calor húmedo de los veranos del Midwest, luego a la dureza del invierno de Chicago, pero solo con el tiempo comprendí que en la cultura americana la calle es solo un lugar de tránsito.

    Una vida On the road y la existencia a ritmo de road movie. Un ideal de libertad que se refleja en un individuo motorizado devorando kilómetros hacia el oeste, paladeando cada minuto de una soledad soñada en la que el asfalto es más importante que el motel, y los espacios vacíos, el símbolo de la libertad. La calle en Indiana no es diferente, es un lugar de tránsito que une distintos puntos, pero no es un sitio en el que estar. Allí no se dice «I go to the street», como aquí decimos «me voy a la calle». Los caminos allí son el lugar de la aventura, de la huida o de la lucha contra el destino. Las calles son fronteras que separan la privacidad sagrada del hogar y del individuo, de la publicidad del trabajo y la política.

    Lo público está condicionado por una moral del éxito y del poder, y no es extraño que en una primera conversación alguien te pregunte cuánto dinero ganas, porque el salario es un símbolo de la posición social, algo equivalente a cuando aquí las abuelas nos preguntaban: «¿Y tú de quién eres?». La moral, por influencia calvinista, es pública. Públicas son las confesiones y las donaciones, y público es el perdón, exageradamente visible como condición necesaria de la redención del individuo. Alcohólicos, pederastas, mentirosos y conversos deben hacer profesión pública, expresa y comunitaria de su tránsito interno, porque la moral es custodiada por un calvinismo que actúa como una religión política.

    Por eso, en aquellos paseos solitarios por las calles de South Bend me sorprendía que los grandes ventanales de las casas lujosas no tenían cortinas (tampoco rejas). Al principio, las casas me parecían grandes peceras a las que asomarse y luego leí en algún sitio que, en realidad, la intención era mostrar que dentro no había nada que ocultar, y que la familia aceptaba de buen grado someterse al control de la comunidad.

    En mi interés por conocer South Bend, me di una vuelta por allí y, al llegar a casa, mi room mate me preguntó si había estado en downtown, es decir, en el centro del pueblo. Le dije que no, que lo había buscado, pero que debía de haberme perdido. Me miró extrañado, porque es un pueblo muy pequeño, pero me llevó en coche, por supuesto, a verlo, y para su extrañeza le dije que ya había estado por todas esas calles. Yo me esperaba, como buen europeo, una plaza con el ayuntamiento, la iglesia, los bares y los comercios, pero él me enseñó edificios dispersos en calles anodinas.

    Así descubrí que la configuración del espacio público norteamericano es muy diferente a la nuestra. Lo más parecido a un punto de encuentro, a la calle o a la plaza pública que pude ver fueron los malls o centros comerciales, encrucijadas de caminos o carrefours, donde el americano medio iba a consumir su tiempo de ocio. Luego supe que uno de los más ilustres alumni de Notre Dame University fue DeBartolo, el gran promotor de centros comerciales de Estados Unidos. Ahí se cerraba un círculo en mi experiencia que vinculaba lo público con las calles y los cruces de caminos, y que culminaba en un centro comercial.


    Exclusiones identitarias

    Desde entonces, la analogía con un centro comercial me ha servido más que ninguna otra para comprender la civil society estadounidense, tan distinta de la europea. Estanterías repletas de productos atractivos, clasificados según preferencias y creencias: vegetarianos, sanos, apasionados de la carne, de los cubos de helados, de la fruta o las chocolatinas, y todo a lo grande. No había discriminación de productos y era el cliente, moviéndose por los pasillos limpios y amplios, el que podía elegir qué producto comprar. Mis clases en la universidad eran parecidas: veía grupos de blancos, de negros, de amarillos y de morenos, y los veía separados y como colocados en estantes. No se mezclaban, pero convivían respetando los espacios comunes, que eran neutros y que no debían ser monopolizados por nadie.

    Mi cultura europea, o española, me llevaba a mezclarme con unos y otros, pero pronto entendí que debía elegir y que, además, la elección venía condicionada por mi «identidad». Como yo era europeo, eso me daba acceso al grupo de los blancos, aunque mi tez morena diese lugar a equívocos, y me excluía inmediatamente de los grupos latinos, de color y asiáticos. Valga un ejemplo: a mis compañeros de color los entendía perfectamente en clase, pero no fuera o en los lugares públicos. Hablaban una jerga propia que les servía como elemento de identidad de grupo. Vi que esas exclusiones identitarias eran normales y que se extendían a otras realidades de carácter más socioeconómico.


    La cultura política norteamericana tiene sus ventajas y sus inconvenientes, pero creo que no hay que llevarse a engaños y dejar de tratar de importar sus soluciones para nuestros problemas


    Así, por ejemplo, era normal que todos los alumnos llevásemos merchandising de Notre Dame y, al poco tiempo, me percaté de los privilegios que aquello conllevaba. Al salir del campus, si eras reconocido con el logo de la universidad el trato era de indudable favor, como aquella vez que me asaltaron tres coches de Policía porque llevaba una luz del coche fundida. Al verme la sudadera, me preguntaron si estaba en la universidad, les dije que era visiting scholar y me dejaron seguir. No sé si a cualquier otro le hubiesen dicho lo mismo, la verdad, pero el caso es que ponerme una sudadera me hacía la vida más sencilla y ya no me miraban mal cuando iba andando por las calles desiertas.

    Las teorías del melting pot, de la sociedad civil, de la comunidad religiosa y del contrato social son elaboraciones intelectuales que responden bien a una sociedad de matriz calvinista, dualista, forjada en la colonización de amplios territorios, bañada por enormes olas migratorias y profundamente dividida en sus raíces.

    La cultura política norteamericana tiene sus ventajas y sus inconvenientes, y a mí personalmente me resulta muy atractiva, pero creo que no hay que llevarse a engaños y dejar de tratar de importar sus soluciones para nuestros problemas. Ellos son mucho más identitaristas que nosotros, porque están mucho más divididos, principalmente en dos aspectos: la fractura entre lo público y lo privado es abismal, y la incomunicación entre grupúsculos sociales es casi total.

    La implantación de modas «trumpistas» u «obamistas», de genuflexiones para la galería, o banderas para los balcones, lo único que puede provocar entre nosotros es un nacionalismo exagerado a la española que nada tendría que ver con la moderación americana, provocando una brecha social y cultural que a día de hoy es inexistente en España.




    _______________________________________

    Fuente:

    https://eldebatedehoy.es/noticia/pol...rteamericanas/

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    Re: Racismo y corrección política Por Horacio Vázquez-Rial

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    Se busca actor negro para interpretar a Luis XIV

    Juan Orellana | 09 de octubre de 2020





    Tú antes eras valioso para la industria del cine por ser Morgan Freeman, ahora eres valioso porque perteneces al colectivo «minoría negra», un colectivo que abre las puertas de los Óscar.

    La comunidad afroamericana lleva ya sufrido lo suyo en los últimos doscientos años. Las leyes han evolucionado y mejorado, después de mucho batallar, pero la gente y las mentalidades cambian mucho más despacio. La última humillación para esa dolorida población viene de Hollywood, cuya Academia se ha convertido en la tahona donde se cuecen y hornean las tendencias culturales, impuestas a base de decretos leyes de la corrección política. La Academia ha decidido que para que una película pueda competir en la carrera de los Óscar tiene que pagar una cuota en número de negros, convertidos en moneda de cambio para una exitosa carrera comercial. No lo dice así, claro, sino que exige que el protagonista de la película sea de un grupo «subrepresentado», o que el treinta por ciento de los personajes secundarios los interpreten minorías, o al menos que se aborden los problemas que afectan a estas comunidades como su tema principal.

    Para empezar, no parece que la comunidad afroamericana esté poco representada en el cine, al menos en las últimas décadas. En segundo lugar, si yo quiero hacer un biopic de Charlie Parker, tendré que contratar a un número importante de actores de color; pero si quiero rodar la historia de Vatel, el cocinero del Rey Sol, lo más probable es que no contrate a ningún actor negro, y desde luego en el argumento no hay cabida para tratar los problemas del Bronx. Así que mi película, aunque sea una obra maestra, no podrá ser seleccionada en la carrera de los Óscar. No se necesita mucha reflexión para ver lo absurdo e injusto de esta bufonada. Por otra parte, yo podría hacer un remake de El nacimiento de una nación de Griffith. Cumpliría todos los requisitos y porcentajes para ir a los Óscar… con una película que ensalza al Ku Klux Klan y trata a los negros como salvajes. Es ridículo se mire como se mire.

    Pero, además, me parece un insulto para los actores afroamericanos, que dejan de ser valorados por su talento y se les convierte en comodines para hacer una buena jugada de póker. Ya no se busca un actor, con nombre y apellidos, con un currículo determinado. Sencillamente se busca un negro. Para cumplir cuota. ¿No es esto un ejercicio de racismo indigno y flagrante? El valor de un actor proviene ahora de pertenecer a un colectivo anónimo y amorfo. Tú antes eras valioso para la industria del cine por ser Morgan Freeman, ahora eres valioso porque perteneces al colectivo «minoría negra», un colectivo que abre las puertas de los Óscar.

    Y es que nadie debe imponer los criterios de un arte «oficial». Si el arte no es libre no es arte. Tarkovski hizo su carrera en la Unión Soviética y no renunció jamás ni a un solo plano. Si su película tenía que pasarse meses o años dando vueltas por la burocracia del Estado, se los pasaba. Pero Tarkovski no cedía ni un milímetro. Era su obra, su arte. El precio fue morir a los 54 años. Un alto precio gracias al cual el arte del cine se encumbró a lo más alto. Chaplin es una de las cumbres del humanismo en el cine. Universal. Y no hacía películas «de negros».Dreyer, pobre de él, no debió de ver un negro en su vida. Y ahí está su contribución. Insuperable. No tiene sentido seguir poniendo ejemplos, porque habría que cortar y pegar toda la historia del cine. La cacareada diversidad no se consigue homologando la cultura.

    Lo más inquietante no es la ridícula normativa de Hollywood, sino la complacencia aparente del sector, que en unos casos se deberá a un alineamiento ideológico y en otros al miedo a no salir en la foto. Si finalmente se imponen esas directrices, los Óscar se devaluarán aún más, y decir «tengo un Óscar» será lo mismo que pregonar «he sido obediente». Quien lo haga, ¿merecerá seguir llamándose artista? ¿No será más bien un oportunista? Como dijo Bertolt Brecht, corren malos tiempos para la lírica.

    Ilustración destacada: Will Smith caracterizado como Luis XIV. | JO




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    Fuente:

    https://eldebatedehoy.es/noticia/cul...negros-oscars/
    ALACRAN dio el Víctor.

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