¿ ABRAZADOS A LA CRUZ?
Recién concluido el período navideño, convenientemente reprogramado como rito desacralizado y consagrado únicamente al consumo, desterrando su significado tradicional cristiano de “nativitas”, “nacimiento”; pretendemos plantear una pregunta sencilla: ¿merece la pena seguir defendiendo la cruz, el cristianismo, como uno de los rasgos definitorios de lo español y, por ende, de lo occidental?
“Fue un gran sueño el nuestro, y nuestros padres lo persiguieron con energía de héroes, no tenemos que avergonzarnos de haberlo concebido”, afirmaba Maeztu, refiriéndose a la monarquía católica universal, el proyecto que Hernando de Acuña bautizó con un verso magistral: “Un Monarca, Un Imperio y Una Espada” (el monarca no era otro que Carlos V); y el soneto concluye: “que a quien ha dado Cristo su estandarte, dará el segundo más dichoso día, en que, vencido el mar, venza la tierra”. El estandarte de Don Juan de Austria proclamaba: “Christus Vincit, Christus Regnant, Christus Imperat”. Proyecto imperial éste que los austrias españoles y un pueblo de fanáticos religiosos se permitieron soñar durante todo el siglo XVI y algún tiempo más. Proyecto al que España lo sacrificó todo, dando como fruto de desengaño el Quijote, un canto amargo e irónico al sueño hecho pedazos en el que creyeron hombres ciclópeos, titánicos, tan grandiosos que todo palidece ante el brillo de su recuerdo. Ingenuo, poco realista, loco, quijotesco, español. Era el viento que soplaba las velas de nuestros galeones, la pólvora que rugía en nuestros arcabuces, el fuego en el que se forjaron unas ansias imperiales que no por infinitas (“Plus Ultra”, “más allá”, era la divisa del emperador Carlos) e irrealizables dejan de ser hermosas y, a la vez, catalizadoras de lo mejor que como pueblo supimos ofrecer en todos los ámbitos. “No fuimos lo bastante poderosos como para impedir que la Cristiandad se dispersara, ni para evitar que al Reino de Dios, con que soñábamos, sucediera el Reino del Hombre, proclamado por Inglaterra”, una vez más Maeztu.
Porque abrazados a la cruz fuimos grandes. Porque nos aterraba y fascinaba el insondable misterio del Cristo crucificado, magullado, apaleado y desangrado; abandonado y solo, como lo retrató el genio de Velázquez y lo describieron Eugenio D´ors (“¡Suprema dignidad!, está solo”) o Unamuno (“¿En qué piensas tú, muerto, Cristo mío? Miras dentro de Ti, donde alborea el sol eterno de las almas vivas”). Cristo traicionado, entregado, flagelado y torturado. La cruz era símbolo de sufrimiento y martirio, de sacrificio y redención, de muerte y de vida. De divinidad. Iluminaba el mundo que nuestros ancestros concibieron, el de Calderón y el Greco. La cruz. La sentíamos pesada caer sobre nuestros hombros, padecíamos con el hombre-Dios en su camino al calvario. Sentíamos lo mismo que despierta el violín que acompaña a Pedro arrepentido (tras negar por tres veces al Señor implora su compasión) en la Pasión de Bach, en una melodía deliciosa y trágica que nos acaricia y atraviesa el alma a la vez. Que nos pone cara a cara con nuestra propia condición: a menudo débil y miserable; humana, demasiado humana. Que necesita de la luz que brota de la carne desgarrada del crucificado para lograr ascender, para sobrepasar los límites de lo meramente humano y aspirar a ser mucho más. Sólo desde esta perspectiva nos podemos explicar la acumulación en un periodo limitado de la historia española de tal cantidad de gestas y prodigios de todo orden, que si no estuvieran acreditados con testimonios documentales parecerían producto de una fantasía tan delirante como la de nuestro Don Quijote, personificación en carne y hueso de la fe inquebrantable de la España de entonces, que, como el inmortal hidalgo manchego, pretendía restaurar la edad de oro en tiempos de hierro. No en vano “cuando hay que consumar la maravilla de alguna nueva hazaña, los ángeles que están junto a la silla miran a Dios… y piensan en España” (José María Pemán).
Con razón Ortega se preguntaba, perplejo, al comentar las memorias del capitán español del siglo XVII Alonso de Contreras “cómo es posible una forma de ser hombre tan distinta de la que nosotros ejercitamos” porque se trataban, estas memorias, “de una narración sobremanera inverosímil, a la cual acontece la gracia de ser la pura verdad”. Inverosímil para el hombre materialista del Occidente actual, castrado para el afán de aventura, la ofrenda generosa y la fe sin reservas. Sin el soporte moral del cristianismo ni la Reconquista ni la conquista de América hubieran sido siquiera imaginables. Incluso un archienemigo de España como el corsario inglés Sir Walter Raleigh supo reconocer lo insólito de tales hazañas: “Rara vez o nunca hemos visto que una nación haya sufrido tantas desgracias y miserias como los españoles en sus descubrimientos de las Indias; no obstante, persistiendo en sus empresas con invencible constancia, anexionaron a su reino provincias tantas y tan ricas como para enterrar el recuerdo de todos los peligros pasados”. Huelga decir que el inglés no atribuye a la fe católica nada de esta asombrosa obstinación hispana.
Otro apunte que no es baladí ni anecdótico y demuestra la crucial importancia de la impronta cristiana en nuestra cultura: cuando Europa era verdaderamente Europa no se llamaba así sino “Cristiandad”. La vocación de cruzada de los españoles va desde Covadonga hasta la Guerra Civil, que Franco consiguió astutamente que se entendiera como Cruzada de Liberación, ya que el hoy tan denostado caudillo sabía a la perfección que aquel que pone sus armas al servicio de Dios no duda un segundo de la conveniencia del sacrificio. Lo que evidencia que la guerra santa no es un concepto exclusivo del mundo musulmán. Los españoles estamos bastante familiarizados con ella, en nombre de Dios hemos librado nuestras mejores batallas. Por cierto, cuando los españoles éramos verdaderamente españoles no se nos llamaba así, sino “cristianos”.
“La muerte no es el final”, reza la oración por los caídos del ejército español, en la que queda magníficamente sellado el primigenio vínculo entre lo religioso y lo militar. Y concluye: “Ya le has devuelto a la vida, ya le has llevado a la luz”. Una vez más el sacrificio (en este caso por la Patria), valor supremo del cristianismo, fuente de la que bebe el alma inmortal.
La diferencia entre cómo afronta la batalla y el posible final el cristiano creyente y el escéptico es muy simple: éste se pregunta “¿por qué arriesgarme a morir si puedo desertar y vivir por lo menos 20 años más?”, a lo que el cristiano, recordando a Santo Tomás Moro, responde: “¿Pretendéis cambiar 20 años por la eternidad?”.
Nietzsche catalogó de decadente el cristianismo por ser una moral de esclavos, decretó la muerte de Dios (ojo, sólo para el occidental, el resto de pueblos tienen los suyos muy vivitos) y la liberación que esto suponía para establecer una moral de señores y el camino al Super-hombre. Nietzsche es hijo de una época materialista y así hay que inscribir su obra en el ciclo vital de Occidente para entenderla. Sin embargo, Spengler corrigió a su compatriota, porque a pesar de que éste vio en el cristianismo el origen de la perniciosa compasión hacia lo inferior, Spengler no encontró esa compasión más que en la “letra” de los textos primitivos cristianos y nunca en el núcleo esencial de la caballería europea, las cruzadas, los austrias españoles, el Sacro-Imperio… fenómenos que revelan el perfil de un mundo eminentemente jerárquico y aristocrático. El cristianismo vivificó el valor, el ímpetu conquistador, el arte y la cultura de un conjunto de pueblos que establecieron la cruz como símbolo supremo por el que luchar y morir.
Además en la cruz se cifraban todos los principios que definían nuestra visión del mundo. En aquella genialidad de nuestra cultura que es “El Mercader de Venecia” de Shakespeare, se presenta como depositario de valores opuestos a la avaricia del judío, no al europeo sino al “cristiano”.
Incluso una persona que había llegado a percibir de una manera tan fría el hecho religioso como Mircea Eliade, puesto que al constituir su objeto de estudio lo contemplaba con el desapasionamiento del científico, llegó a manifestar que la única alternativa “espiritual” que el actual Occidente oponía al cristianismo era la desesperanza, el aterrador vacío del nihilismo.
Para un tradicionalista católico como Jean Raspail, la derrota total de Occidente lo será también de Cristo ante Alá, Buda, Siva, Visnú… porque en el Occidente apocalíptico que dibuja Raspail (tremendamente parecido al nuestro) ya no se oyó hablar nunca más del Crucificado, “salvo en un libro sagrado en el que nadie creía ya”. Por tanto, la pérdida de los valores cristianos sella el ocaso definitivo del mundo occidental. Por eso la película “La Pasión de Cristo” de Mel Gibson, con toda su crudeza e innegable valor cinematográfico y estético, representa un grito desgarrado para que Occidente recupere su fe en Cristo, es decir, en sí mismo.
Volviendo a la España quijotesca, poseída por una fe fanática, encontramos que la angustia existencial de los españoles de entonces era, en gran parte, de índole sagrada, espiritual, metafísica y no puramente materialista, sin Dios, como la del hombre-masa moderno. Éramos un pueblo en constante cruzada. Ese era el camino español. Y, ¿puede ser que queden aún de aquellos locos y fanáticos, que queden aún españoles? Capaces de quemar las naves con Cortés, de explorar inhóspitos ríos, junglas y océanos muertos de hambre y sed, de hacer retroceder las lunas del Islam, de poner una pica en Flandes, ollar las águilas napoleónicas o marchar a pie hacia un infierno helado para morir como españoles, sembrando de cruces la Rusia atea y rezando de rodillas por nuestros caídos. “Para un mundo sombrío llevamos el Sol, para un cielo vacío llevamos a Dios”, rezaba el himno de una división de voluntarios del mismo color que el cielo y la mar. Ese espíritu hizo la España gigante, la que aún asombra a historiadores de medio mundo. Lo otro, lo que percibimos a diario a través de las ondas de la telebazofia, sólo conduce a la disolución, la catástrofe y la muerte. Yo, como la España quijotesca, me quedo con la cruz.
Joaquín Verdú
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