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El fanatismo profano: peligro de nuestra época

Por Leonardo Pinkler
La palabra fanático tiene su origen en el latín fanum, que refiere al espacio sin árboles en el que se puede ver el cielo: se trata de un término que posee una alta valoración, precisamente lo que M. Heidegger designa como Lichtung, el claro del bosque. En este lugar en que se manifiesta la luz, también se manifiesta lo sagrado en sus variadas epifanías*. De allí que fanum significa de manera derivada templo, como lugar consagrado. Hasta aquí comentamos el sentido originario, pero la denominación de fanático procede del verbo fanor; fanaticus era llamado el que se entregaba a expresiones violentas de su religiosidad, tan aberrantes como la de los sacerdotes de Cíbele que llegaban a automutilarse. Y así esta concepción de fanatismo como la realización de actos extraviados por creencias demenciales se ubica en el vocabulario de la modernidad. Seguirán existiendo invariablemente diversas formas de fanatismo en tanto la sugestionabilidad es constitutiva de la especie humana.

La denuncia del fanatismo religioso viene siendo el lugar común de las figuras bienpensantes –que son cada vez más mediáticos que pensadores– como Vattimo, Omfray, Eco, Savater, Sloterdjik. El mismo Saramago, mucho más crítico en los análisis de la realidad que los anteriores, ha señalado que las principales guerras han sido producto de la religión. Ahora bien, como todo lo que se dice adquiere su significado en el contexto de la época en que se enuncia, nos preguntamos realmente: ¿el clima de devastación se debe al fanatismo religioso? A saber: el principal desastre actual que se manifiesta en la corrupción y banalización de la política y su servidumbre a los intereses mercantilistas, la farmacología que llena la vida interior de nuestra civilización, el hipnotismo colectivo de los medios de difusión, la tecnocracia de los valores y de la educación, el arte como producto de consumo y ya no más como arte...

Existe otra palabra con connotación negativa derivada de fanum: profano, el que se detiene ante –pro– lo sagrado –fanum– y no ingresa en él; y cuando ingresa, lo profana. De tal manera señalamos como principal peligro de nuestra época, larva rastrera que todo lo corroe, el fanatismo profano, que con su poder corrosivo destruye los cimientos de todo lo que encuentra para que en ningún lugar se produzca el fanum, el lugar libre en el que brilla lo sagrado.

El fanático profano es la denominación adecuada para un tipo humano preponderante en las sociedades actuales civilizadas que se caracteriza por una fervorosa creencia: hay una nueva fe, una fe en la falta de fundamento (ético, religioso, metafísico) porque toda creencia es suplantada por otra creencia, y la que actualmente prevalece es la de: no hay fundamento. Lo que en sí mismo no deja de ser un nuevo fundamento, el fundamento de una fe imbécil, porque en su sentido originario la palabra imbécil significa lo que no tiene sustento, deriva del prefijo privativo in y baculum (apoyo). No hay ningún ámbito de la realidad que no esté afectado por la esfera profana de los intereses mezquinos, por la avidez destructiva; incluso en su manifestación actual ya no existe siquiera la transgresión –que fue un cierto tono de audacia de años atrás– porque cuando ya no hay nada sagrado, no hay nada que transgredir. Desde hace un cierto tiempo buena parte de la humanidad occidental considera como algo natural que la existencia se encuentre privada de cualquier verdadero significado, por lo cual se ha dedicado a vivirla de la manera más soportable. Está ausente todo llamado a lo trascendente, no existe ninguna apertura al misterio, las impresiones saturadas por estímulos teconológicos pierden umbral de sensibilidad. Y ello tiene como contrapartida una vida interior siempre más reducida, pusilánime y fugaz, una disolución total.

“Y ví venir una gran tristeza sobre los hombres. Los mejores se cansaron de sus obras. Una doctrina se difundió y junto a ella corría una fe: ¡Todo está vacío, todo es idéntico, todo fue!… estamos demasiado cansados incluso para morir” (Federico Nietzsche Así habló Zaratustra El adivino)

Desde esta perspectiva el fanatismo profano ha leído a Nietzsche de una manera corta y pequeña para apoyarse en él como referencia teórica, cuando en realidad Federico Nietzsche ha mostrado fundamentalmente la necesidad de recuperar el sentido sagrado de la vida y fue el primero en ver la impronta del nuevo ser humano:

“La tierra se ha vuelto pequeña y sobre ella da saltos el último hombre que todo lo empequeñece. Nosotros hemos inventado la felicidad, dicen los últimos hombres y parpadean…” (Así habló Zaratustra, Prólogo)
Estas palabras dedicadas al personaje que se inicia en la Revolución Industrial auguran la hipertrofia del ideal de la prosperity, el sacramento de la plata plástica, la cirugía estética y la libertad individual, que tendrán un sustento racional en el libro de Fukuyama (El fin de la historia) en la década de los noventa; así como también muchas otras expresiones –al estilo de Lipovetsky (El crepúsculo del deber)– respaldarán la perspectiva existencial del último hombre haciendo de la ética un capítulo aburrido de la estética mientras muestran la extraña cara de unos seres que sienten que han evolucionado tanto que se han dado cuenta de que lo único real son sus caprichos, su limitado hedonismo. Tal transformación de los discursos intelectuales –posterior a la caída del Muro de Berlín y al Consenso de Washington– pinta claramente al pensador “democrático”, políticamente correcto, que no cuestionará salvajemente al sistema ni propondrá la actitud engagée de años antes. Por el contrario, aspirará a la sana difusión de sus obras en los monopolios editoriales internacionales y a vivir holgadamente de lo que piensa. Los intelectuales anteriores que llamaban a una transformación social eran unos fanáticos, los que creen en algo superior están dementes.

Este nuevo paquete de creencias que se ha formado desde esa época ha ido acomodándose a posteriores sucesos, pero no deja de ser el parámetro de referencia actual. La idea de que somos un atado de creencias formado por la educación y el hábito y que debemos –si queremos respirar alguna vez otro aire– plantearnos una revisión radical de todo lo que nos constituye, anima profundamente los escritos de Nietzsche:
“La convicción es la creencia (Glaube) de estar en posesión de la verdad absoluta en un punto cualquiera del conocimiento” (Humano, demasiado humano 1, 630)
“Las convicciones (Überzeugungen) son enemigas de la verdad más peligrosas que las mentiras (Lügen)” (Humano demasiado humano 1, 483)

En realidad la única mentira que importa es la que uno se cuenta a sí mismo, la que configura al hipócrita; por eso manifiesta Nietzsche con ironía cuánto más peligrosas son las convicciones, en tanto éstas constituyen todo fanatismo; y no son verdaderas ni falsas, se transmiten con la educación, los diarios, el café con leche, las conversaciones entre amigos; se arraigan por la falta de crítica y la pereza; persisten por inercia y se transforman en el sentido de la vida. Ciertamente tienen una íntima relación con una disposición previa, un pathos emocional-instintivo; pues existe de manera previa a la convicción una necesidad de creer, o de creer que no se cree: en la novela Demonios de Dostoievski, Kirilov dice de un personaje central: “Cuando Stravoguin cree, no cree que cree; y cuando no cree, no cree que no cree”.

Lo más lamentable del fanatismo profano es la falta de confianza en sí mismo del nuevo fanático, pues esta convicción arraigada es su piedra fundamental. Y en este punto siguiendo el pensamiento de Federico Nietzsche resulta necesario introducir una distinción de gran importancia respecto a la convicción. En primer lugar tenemos la convicción que se define como “el tener por verdadero”, y en segundo lugar, el intenso sentimiento positivo de “el sagrado decir sí a la vida”. La necesidad de convicciones que llevan a tener como verdaderas las propias apreciaciones subjetivas parece ser inversamente proporcional a la capacidad de afirmar la vida incondicionalmente. ¿Incondicionalmente? Sí, incondicionalmente. Cuando J. Campbell –en uno de sus muchos escritos sobre el héroe como El héroe de las mil caras– afirma que el héroe es el que es capaz de dar su vida por algo más grande que él, habla de este carácter incondicional de esta entrega, incomprensible para al fanático profano.

Mientras cierta humanidad vivía alegremente el fin de los discursos totalizadores, contenta de haber logrado una sociedad abierta en la que encontrar su felicidad, Robert Kaplan escribió un libro característico del clima de la década del 2000 de las Torres Gemelas: El retorno de la Antigüedad. En él reclama la necesidad de volver al saber histórico de Tucídides, que relata la guerra del Peloponeso, para poner de manifiesto cuál es el íntimo resorte que mueve la historia. Invoca el célebre episodio de los Melios. La isla griega de Melos a causa de una crisis económica no podía cumplir con el pago de los altos tributos exigidos por la Atenas Imperialista, y ante la embajada ateniense los representantes de Melos le recordaron los principios racionales y democráticos sobre los que estaba basada su civilización. Los de Atenas respondieron: “Hay una única razón: Los poderosos mandan, los sometidos obedecen”. Todos los hombres de Melos fueron ejecutados y sus familias esclavizadas. El pensamiento de Kaplan toma la historia como maestra con una hermeneútica norteamericana para recordarnos nuestra condición. No se puede negar su franqueza. Y resulta muy interesante el mensaje que recorre todo su libro: “hay que cuidarse de los idealistas y de los fanáticos. Todos los que creen en algo son peligrosos. Además están locos”.
No es el caso del fanático profano, que cree que no hay que creer en nada.

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* Fanum procede de la misma raíz que en griego da phaínomai manifestarse (de donde deriva fenómeno). V. E. Benveniste Vocabulario de las Instituciones indoeuropeas, Madrid, Taurus, 1983. En torno del significado de lo sagrado, retomado intensamente por pensadores del s. xx v. R. Otto Lo sagrado; M. Eliade Lo sagrado y lo profano (varias reediciones); F: García Bazán Aspectos inusuales de lo sagrado, Madrid, Trotta, 2001.