Todo animal encuentra bellas a sus crías. El sentido de la belleza en los irracionales se limita, por extensión, a aquello con lo que puedan establecer una relación de semejanza más o menos estrecha, por lo general inconsciente. Esta condición se pierde en el hombre, cuyo juicio estético comprende cualquier cosa de la que quepa predicarse cierta unidad, cierta variedad y cierta proporción.
El amor a la belleza es la huida del narcisismo originario, que es reemplazado por otro de carácter ideal. Lo bello deja de estar en función de la selección sexual y pasa al ámbito de las formas inmateriales preexistentes. En realidad, no hay punto de contacto entre el afecto empático del perro hacia sus crías y la admiración que nos despierta contemplar el cielo estrellado. El hombre conoce y desea el bien, ama lo bello y toma parte en lo verdadero sin más consideraciones etológicas o contextuales, según su propia naturaleza. Cuando se aleja de ella, prefiriendo el mal, lo inarmónico y lo falso, tampoco se aproxima a la del animal: parte hacia ninguna parte.
Igualmente radical, pues, ha de ser la distinción entre el hombre y las bestias, e igualmente relativos sus vínculos.
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