III
En 1917, las diferencias entre el país real y el país legal habían llevado hasta la consunción a los partidos dinásticos. Era imposible crear Gobiernos homogéneos, y se apeló a la única fórmula posible: los Gobiernos de grupos, en los que iban a figurar, confusamente vinculados por poco tiempo, liberales, conservadores, catalanistas y reformistas, denominaciones genéricas que tenían subdvisiones innumerables: mauristas, regionalistas, nacionalistas catalanes, garciaprietistas, romanonistas, albistas, alcalazamoristas, datistas...
Mientras la primera guerra universal engendraba para España cuantiosos problemas de seguridad, de comercio, de integridad territorial y náutica, de carestía de las subsistencias, de especulaciones industriales y bursátiles, de aumento de la riqueza privada y decaimiento de la Hacienda Pública, aparecían fuera de las Cortes movimientos estremecedores. [15] Protestaban las Juntas de Defensa Militares de la obra de los Gobiernos y del Parlamento; señoreaban el territorio español los agentes extranjeros, ávidos de perturbaciones que lanzarían a España a la guerra; la U. G. T. y la C. N. T. eran otro de los poderes que se alzaban contra el Estado constitucional; y el nacionalismo de Cataluña y de Vasconia tenía fuerzas multitudinarias, reflejadas numéricamente en la conquista de Diputaciones y Ayuntamientos y en el envío de minorías al Congreso y al Senado.
Aspiraba el nacionalismo vasco a que medraran las fuerzas de que disponía en Navarra, claramente localizadas en la Montaña. Esa tendencia era análoga a la de Cambó respecto de Valencia y Baleares, regiones que debían vincularse a las aspiraciones del catalanismo. Pues Cambó era el año 1917 propagandista y consejero universal de la acción autonomista. A San Sebastián acudió, en uno de sus viajes, para dictar una conferencia de propaganda. Hizo alguna incursión en las demarcaciones históricas del vasquismo y del catalanismo que suscitó una tajante réplica de Pradera.
Invitó éste a Cambó a pública controversia. Ya sabemos que el entendimiento praderiano de la unidad no era centralista, al modo peyorativo que el catalanismo sustentaba. Tenía la historia patria asimilada en la sangre y en la mente, y su señorío dialéctico le convertía en uno de los hombres de más valía de España.
Cambó no quiso aceptar la pública controversia. Pradera representaba el ideal que podía alzarse frente al ideal sustentado por el catalanismo. No se trataba de las vagas fórmulas forales del carlismo primitivo: era una elaboración modernizada de sustancias históricas de España. Para el tribuno navarro, él obstinado silencio de Cambó fue un inequívoco triunfo. Nada justificaba la actitud camboniana: había pactado, dialogado, tratado con políticos carlistas, jaimistas e integristas. Pradera tenía una personalidad moral y mental que en el País Vasco nadie podía aventajar.
La gravedad de los problemas nacionales determinó a Pradera para tornar a la lucha parlamentaria. Las elecciones que había convocado un Gobierno liberal para el 24 le febrero de 1918 se iban a realizar bajo el signo de la amnistía en favor de los condenados por el movimiento revolucionario de agosto de 1917 y en pro de las aspiraciones autonómicas de Cataluña y las Vascongadas. El nacionalismo vasco presentaba candidaturas por las tres provincias vascas y Navarra. También comparecía el socialismo representado por el asturiano Indalecio Prieto, candidato al acta de la villa, bilbaína.
Pamplona dio su representación en Cortes a Víctor Pradera, a un maurista y a un nacionalista vasco. El partido fundado por Arana Goiri obtenía siete diputados en el país vasconavarro. La Liga Regionalista alcanzaba en Cataluña veintitrés actas.
* * *
Corta vida tendría el Parlamento de 1918, disuelto al año siguiente, y en el que se presentaron las formales y expresivas demandas autonómicas de Cataluña y Vasconia: las catalanas, articuladas y refrendadas en un plebiscito de segundo grado municipal.
Para las nuevas generaciones españolas, la obra parlamentaria de Víctor Pradera fue una revelación. Ese año de 1918 nuestro personaje ganó por vez primera dimensiones nacionales. El Jefe del Estado, en el prólogo a la Obra Completa praderiana, ha escrito: «Las obras, oraciones y escritos [16] de Pradera –salidos a la luz en tiempos liberales, de desastres y traiciones, moviéndose en un clima político materialista y desintegrador, y teniendo que buscar la eficacia en lo posible, sin perder por ello la posición firme de la doctrina– encierran para los españoles un tesoro inagotable de enseñanzas, deducidas con la lógica irrebatible de la Historia fecunda de España en sus días luminosos del Imperio, o de las sentencias y vivas de sus grandes santos o de sus gloriosos capitanes.»
En su escaño estaba el fiscal de la Unidad, que veía en el remedio o emplasto temporal allegado por Alfonso XIII –marzo de 1918– para los problemas sustantivos de la Nación un fermento disolutivo a la larga. Don Antonio Maura, cediendo a las súplicas del Rey, había formado un Gobierno de concentración dinástico, en el que figuraban liberales, conservadores y el catalanista Cambó. Alfonso XIII conminó a los jefes dinásticos –pues Cambó había renunciado a su convicta y confesa teoría de la accidentalidad de las formas de Gobierno– para que depusieran rivalidades, enconos y antipatías; si no llegaban los políticos a conciliarse, el Rey estaba dispuesto a ausentarse de España. La amenaza –que después se repitió durante cinco años hasta el golpe de Estado–, tan insólita y grave, de la que no había precedente alguno en la historia española, pues la conducta de Ramiro el Monje, de Carlos I y de Felipe V no podía emparejarse con los anunciados propósitos de Alfonso XIII, congregó, por el momento, a los prohombres en torno a don Antonio Maura. Creía éste que por lo menos lograba una tregua. Pradera, amigo personal, afectuoso, de Maura, no compartió tal opinión. La guerra interna, la guerra civil seguiría hasta que cambiara radicalmente el estilo de la gobernación.
La voz de Pradera se alzó en el Congreso con la hidalguía de los caballeros que se aprestaban a penetrar en la liza: pregón de su conducta fue la oposición que hizo al acta de don Ramón de la Sota Llano, diputado electo por el distrito vizcaíno de Valmasecia. Sota, oriundo de la Montaña de Santander, era públicamente nacionalista desde el 21 de julio de 1895. Por su fortuna personal, acrecida merced a la guerra europea, que dio vigor impensado a la flota mercante, a las minas y a la industria vizcaínas, se convirtió en uno de los grandes financieros del nacionalismo vasco. El Rey de Inglaterra le había otorgado un título honorífico, y el plutócrata de cuna santanderina se hizo llamar constantemente sir Ramón de la Sota. Justo es decir que en el curso de la Dictadura de Primo de Rivera sir Ramón de la Sota se procuraba un título de Castilla, y acudía a la sapiencia genealógica de un vizcaíno, don Fernando de la Quadra y Salcedo, para rellenar el trámite de la ejecutoria.
Las elecciones de 1918 requirieron nutrida aportación dineraria. Las colectas entre los nacionalistas de Cataluña y de Vasconia eran periódicas, y según los usos de la Lliga Regionalista y del partido de «Jel» –contracción con la que se denominaba a los nacionalistas vascos–, normales. El acta de Valmaseda había costado una fortuna, y la contribución, sin tasa, del esfuerzo filial de don Ramón de la Sota y Aburto, presidente de la Diputación de Vizcaya e hijo del candidato vencedor.
El acta le había sido arrebatada a un liberal, don Gregorio de Balparda y de las Herrerías, ilustre gentilhombre vizcaíno, cuya muerte acaecería de modo análogo a la de Pradera.
El «ministro de Hacienda del nacionalismo» –así le llamó el diputado por Pamplona– gozaba en sus negocios de todas [17] las ventajas y beneficios que reportaba España en los días de la guerra. Una parte de su historia política la adujo don Gregorio de Balparda al defender en el Congreso la legitimidad de su propia elección. El día de San Roque de 1893, Sota, con Arana Goiri, penetró en un círculo de recreo situado en las afueras de Bilbao y pisoteó la bandera española.
«Sota –decía Pradera– adolece de una incapacidad total y absoluta para sentarse entre nosotros. No es una incapacidad de esas que la ley escrita establece, sino una incapacidad sustancial y radicalmente opuesta a todo lo que sea representación política española... Cualquier extranjero tiene mayor capacidad para sentarse en este Congreso que el señor Sota. Porque el señor Sota, que tuvo la fortuna, la dicha, el honor de ser español, ha abjurado públicamente de su Patria. Y esta abjuración de su Patria no es una abjuración implícita deducida de los principios que profesa; es una abjuración positiva, práctica. Es decir, que no es que a consecuencia de unos principios erróneos sea el señor Sota antiespañol, sino que a consecuencia de extravíos efectivos, el señor Sota no ama a España; el señor Sota odia a España.
En el sentido geográfico, español es todo el que ha nacido en España. Desde este punto de vista, el sentido geográfico, la palabra español no tiene otro contenido efectivo que la palabra europeo. Los nacionalistas vascos dicen que ellos son españoles como nosotros decimos que somos europeos, porque radican, viven, tienen haciendas y sus medios de vivir en una parte de la península que se llama España, no por otra cosa. Desde el punto de vista político, los nacionalistas suelen decir que son españoles, de la misma manera que los antiguos españoles hubieran dicho que ellos eran romanos; es decir, por efecto de la coacción. Ellos son españoles sin afecto a la nación española, por imposición, por coacción del Estado. Desde el tercer punto de vista, en el sentido en que nosotros pronunciamos la palabra español, es decir, con amor a nuestra Patria, considerando que en España, aparte del Estado, hay una Nación, una sociedad pública, que es nuestra madre, desde este punto de vista, los nacionalistas vascos dicen que ellos no son españoles. Por eso hacía falta que yo distinguiera los tres sentidos que la táctica del nacionalismo vasco da a la palabra español.
Claro es que al decir yo que el señor Sota ha abjurado de su Patria quiero decir que no el español en ese último sentido, porque se vive en España, en España tiene sus negocios, es ciudadano español y se aprovecha de todos los beneficios y privilegios que las leyes españolas otorgan a sus naturales.»
Conminó Pradera al diputado electo por Valmaseda –ausente del Congreso– para que declarara que amaba a España como su Patria y que no tenía más patria que la española. La petición debía quedar sin respuesta. Sota había dicho: «Tenemos que elegir mandatarios para un organismo extraño, para las Cortes españolas de Madrid. Los diputados vascos que a ellas llevemos deben saber que son extranjeros en esas Cortes, que no van a ellas a defender los intereses de España, sino los sagrados de su patria: Euzkadi.»
Argüía Pradera:
—Lo que yo pregunto al señor Sota es si, efectivamente, es español; es decir, si su Patria es España, no si es ciudadano español. Esto no es una doctrina. Cuando a uno se le pregunta quién es su madre, no tiene por qué saber todos los misterios de la generación; le basta decir quién es su madre. No puede sentarse en el [18] Congreso nadie que no conteste de una manera categórica a esa pregunta.
Dos diputados de la Lliga Regionalista le interrumpieron:
—Si nos lo preguntan, no contestaremos– dijo don Pedro Rahola y Molinas, que fue ministro en un Gobierno radical-cedista durante la II República.
—Si a mí me lo preguntan, no contestaré –proclamó don José Bertrán y Musitu, que iba a ser ministro de Alfonso XIII.
—Yo celebro –dijo Pradera sonriente haber dado ocasión a que la minoría nacionalista catalana diga que no contestará a esta pregunta, porque ello me servirá para, en el debate correspondiente, decir lo que es el nacionalismo.
Las Cortes de 1918 tuvieron en Víctor Pradera su figura preeminente. No es probable que la posteridad pueda figurarse el clamor nacional que en las calles de Madrid y en las calles de las ciudades de España suscitó el diputado jaimista. El discurso pronunciado el mes de abril contra la presencia de Sota en el Congreso –aunque el Tribunal Supremo dio por válida el acta, el personaje separatista no llegó a tomar posesión– había sido el preludio. Era un hombre solo, pues la minoría jaimista, exigua y resquebrajada por una latente escisión que no tardaría en manifestarse, representaba débil punto de apoyo contra una mayoría dispuesta a conceder los Estatutos autonómicos de Cataluña y de Vasconia. La mayoría la aceptaba con repugnancia y violencia, en nombre de los compromisos establecidos entre los partidos. Francisco Cambó era ministro del Rey. En Cataluña y Vasconia se movilizaban Ayuntamientos y Diputaciones; se hacían manifestaciones multitudinarias, que sufragaban los capitalistas de las dos regiones; había un general enardecimiento separatista; los trabajadores se confinaban en sus posiciones de clase y contemplaban desdeñosamente la agitación promovida por la plutocracia secesionista; la gran Castilla, que agrupaba a todos los españoles de conciencia nacional, aunque profesaran en diversas ideas políticas, parecía dispuesta a escupir su repulsa a los separatistas, dejándoles territorios que habrían de reconquistar antes de que fueran posesiones francesas y británicas, y comenzaba a surgir, por obra de los nacionalistas, el odio fratricida entre los españoles. A la escuela histórica de los nacionalismos, que veía todos los males en Castilla, los castellanos empezaban a oponer un pragmatismo irrebatible: las rotas del siglo XVII por obra de la entrega de los secesionistas catalanes a Francia; la sangrienta guerra civil entre la mayoría española que acataba a Felipe V y los catalanes que sostenían al archiduque; su consecuencia, que fue la terrible paz de Utrecht, desmembradora del imperio europeo de España y autora de la usurpación de Gibraltar; la asistencia de las corporaciones de Barcelona al Congreso de Bayona en 1808; las quemas de conventos y fábricas y las matanzas de eclesiásticos en 1835; los sucesivos movimientos revolucionarios, sitios y bombardeos de Barcelona; la primera huelga general surgida el siglo XIX en el «cap i casal» del Principado; los sacrificios de la Nación en favor de la industria y el comercio catalanes; las actitudes de insolidaridad del secesionismo catalán en los días del 98; los tratos con los aliados durante la primera guerra universal para desgajar a Cataluña del tronco nacional... Y la grave responsabilidad de haber inutilizado para siempre a un hombre insigne: don Antonio Maura, que sucumbió, de hecho, por la «semana sangrienta» de la Barcelona de 1909, en que fue protagonista el catalán de Alella Francisco Ferrer Guardia. [19]
Todas esas circunstancias adversas tuvieron que someterse al verbo de Pradera. Melquíades Álvarez y Antonio Maura tenían, estéticamente, como le sucedía a Vázquez de Mella, valores oratorios de mayor calidad. Antes que a la escuela ciceroniana, se adscribía Pradera a la de Demóstenes: con la diferencia favorable de que el hombre del Pirineo sabía arriesgarlo todo: la vida, la hacienda, el porvenir... En Víctor Pradera se encontraba reflejado el pueblo español, ese único y portentoso conglomerado de seres humanos que puede sentir aversión a sus gobiernos y quizá a sus convecinos más inmediatos, pero que se convierte en muralla heroica de pechos si corren peligro la unidad y la independencia de la Patria.
Vivía Pradera en el madrileño hotel de Roma, de la recién abierta Gran Vía. En el curso de 1918, el cruce de la nueva arteria urbana con la calle del Clavel fue el ámbito de constantes manifestaciones y desfiles ciudadanos. Allí afluían millares de telegramas y cartas de aliento, fechadas en múltiples pueblos españoles. Todo ello significaba una espontánea adhesión que no tenía móviles interesados. El pueblo de Madrid, tan complejo, lo testimoniaba. Por el hotel de Roma y los alrededores del Congreso de los Diputados aportaban la mesocracia y el proletariado, los grandes de España y los militares, los universitarios y los clérigos.
—¿Es que Madrid se ha vuelto carlista? –preguntaba Pradera a sus íntimos.
No. Madrid era liberal, republicano y socialista. Pero el tribuno había puesto al aire una llaga que amenazaba convertirse en cáncer, insertándose profundamente en el cuerpo de la Nación. En la apariencia, los jefes políticos de la dinastía no estaban conformes con Pradera.
Mas en el alma española late la conciencia de que es necesario que España sea una. Hay una oscura, no por eso menos eficaz, conciencia mayoritaria de lo que costó la Unidad y de la trascendental importancia que tiene su perduración.
Los proyectados Estatutos autonómicos de Vasconia y de Cataluña fracasaron en las Cortes de 1918 por la gestión parlamentaria del tribuno pirenaico. Maura tuvo en Pradera un casual paladín que le permitió hacer frente a las demandas catalanistas, de las que Cambó, ministro de Fomento, era pegajoso y perseverante eco. Desde los bancos de la oposición, Pradera dijo cuanto Maura no podía expresar por su jerarquía de presidente del Consejo de Ministros, requerido por Alfonso XIII en momentos críticos. Y lo que sentía el Ejército, el cual, a pesar de las inciertas maneras de algún fundador de las Juntas de Defensa, velaba, arma al brazo.
Desde el día que se discutió el acta de Valmasada, en todas las sesiones sonó el nombre del nacionalismo vasco.
Habló Maura, presidente del Consejo, refiriéndose a la «palabra elocuente e inflamada de Pradera», que había dado un «testimonio palpitante de la compenetración de la representación del país con el país mismo». Se alzaba Maura contra el supuesto, vertido desde los escaños nacionaIistas, de que el debate fuera lamentable: al contrario, era «para aplaudido». Algo había en el discurso de Maura que resultaba, en cierto modo, invitación pública al tribuno jaimista.
—Yo le digo al señor Pradera que no eche de menos a ningún Monarca ni ninguna Monarquía, porque la Monarquía que vive, la que alienta, la que ha de servir a España, es esta que comparte con vosotros y con nosotros las tributaciones y las prerrogativas del Poder público.
Hablaba también –y con feroz saña [20] antirreligiosa– el diputado socialista Indalecio Prieto, que atacó al nacionalismo, su futuro aliado, por la confesionalidad del partido. Y Cambó, ministro de Fomento, dio tardías explicaciones a Pradera por su negativa a aceptar la pública controversia de San Sebastián.
* * *
Quería el nacionalismo vasco arrastrar a Navarra a la petición oficial de un Estatuto autonómico, secundando así la actitud de los catalanistas y de las tres provincias vascas. Iba a decidirse la petición en una asamblea de Ayuntamientos, diputados provinciales, senadores y diputados a Cortes. Fueron los nacionalistas –asimismo llamados «jelkides»– maestros en la intimidación, y el día 30 de diciembre de 1918, el Palacio Provincial de Navarra estaba materialmente rodeado de huestes llegadas de todo el País Vasco, encabezadas por «txistularis», coros y bailarines. Pradera, enfermo con fiebre, acudió desde San Sebastián y, secundado por sus correligionarias, logró que la asamblea Navarra, en vez de suscribir la petición nacionalista, acordara pedir al Poder público la reintegración de las facultades forales, sin quebranto de la unidad de España.
Surgía a poco la segunda escisión de la Comunión. Había acontecido la primera el siglo XIX, al desgajarse los integristas. Se producía la segunda al declarar don Jaime que sus sentimientos no habían sido nunca germanófilos: no olvidaba que era el jefe de la Casa de Barbón, «cuya historia milenaria está estrechamente entretejida con la gloriosa historia de la Francia tradicional y monárquica». Don Juan Vázquez de Mella había dado al jaimismo un cariz germanófilo. Don Jaime pedía cuentas de lo realizado por Mella y sus seguidores durante los tres años que permaneció incomunicado en Austria. La escisión surgió inmediata y tuvo gran dureza, porque Mella se defendió con energía. Siguieron al gran orador asturiano, Sanz Ezcartín, el marqués de Valdespina, Lezama Leguizamón, el duque de Solferino... Tenía que sentirse vinculado Pradera a su maestro, aunque le llenaba de amargura la escisión. Representaba ésta una pérdida de energías que él se propuso remediar, apelando, con ideas esencialmente legitimistas, al pueblo español.
Signo de su pensamiento fue la conferencia que celebró en el teatro de la Comedia, de Madrid, en la que expuso un programa de acción nacional, concentrado en cinco puntos capitales: Religión, Patria, Estado, Propiedad –comprendido el fruto del trabajo– y Familia. Mientras los mellistas y los jaimistas, en «El Pensamiento Español» y «El Correo Español», órganos centrales respectivos de ambas tendencias, polemizaban acremente, Víctor Pradera veía la amenaza de la dictadura del proletariado, triunfadora en Rusia, y la descomposición de los instrumentos de Gobierno de la Monarquía constitucional.
En las postrimerías de 1918, Maura, poco a poco abandonado por los ministros que se concentraron a su alrededor, había presentado la dimisión. Le sucedió Romanones, que duró desde diciembre al mes de abril de 1919. Tornaba a ser llamado don Antonio Maura, que pensaba componer un Gobierno en el que participasen, con el partido conservador y el maurista, otros prohombres políticos y algunos técnicos. Entre esos prohombres figuraban Víctor Pradera y Juan Vázquez de Mella, Cambó, Antonio Flores de Lemus –experto en Hacienda y admirador de Maura–, González Hontoria –al que se requería como [21] diplomático y no como diputado romanonista–. Se advierte el empeño de Maura de atraer a la Monarquía constitucional a Pradera: el propósito quedó fallido.
Tuvo el nuevo Gobierno Maura que disolver las Cortes, y en las elecciones, Víctor Pradera fue derrotado. El nacionalismo vasco, aliado con determinadas fuerzas personalistas y apelando a todos los medios imaginables, consiguió que Pradera no fuese diputado.
—Sabiendo que el acta que me disteis el año 1918 había de serme robada por la energía misma que puse en la defensa, dije, en nombre del pueblo vasco: Nosotros no podemos romper amarras con España. Nosotros hemos de vivir o morir con España. ¡Dios quiera que nos salvemos con ella! –dijo en una conferencia pronunciada en Pamplona.
Fue motivo aquella conferencia de dura polémica sobre hechos históricos, mantenida entre Pradera y los nacionalistas Manuel Aranzadi, Julio Altadill, Jesús Etayo y algún otro.
—Si persiste –decía Altadill hablando de Pradera–, trataremos de dar a este asunto una solución sencilla y contundente. Es intolerable que se ofenda a Navarra en Navarra y por navarro.
—Iré a Pamplona –replicó Pradera cuando lo estime conveniente, y más si mis obligaciones profesionales me lo demandan. Prevengo al señor fiscal de la Audiencia y al señor juez de Instrucción de estas amenazas, para contestar a las cuales estaré prevenido.
El diputado nacionalista Aranzadi, imaginando que Pradera sería derrotado en la polémica, escribió:
— ... Y una vez que haya terminado el lance, yo le prometo a Pradera ir a recoger sus restos mortales y darles cristiana sepultura.
—No se moleste el señor Aranzadi –contestó el tribuno–. A mis restos mortales no les dará sepultura.
Quince años después, las hordas rojoseparatistas asesinaron al tribuno.
Poseedor de gran autoridad moral y política, famoso en la Nación, Pradera tuvo a partir de entonces una considerable actividad de escritor, periodista y orador. Sus conferencias en Madrid, celebradas en teatros de gran cabida, como el Calderón, eran seguidas con anhelante interés por nutridas muchedumbres. «El Debate» incitaba a Pradera a proseguir su labor.
«El éxito enorme, que ayer alcanzó –acaso superior al que alcanzara el año pagado en el mitin de la Comedia– debe convencer al señor Pradera que pesa sobre él la obligación de prodigar más sus intervenciones en la vida pública, y no sólo desde la tribuna, que no estamos tan sobrados de hombres para que sea lícito prescindir en la gobernación del país de hombres de la capacidad y actividad del ilustre orador tradicionalista. Por eso señalamos nosotros su concurso como muy necesario en el «Gobierno fuerte», defendido tantas veces en estas columnas.»
Llegó una crisis de índole grave, el mes de mayo de 1920, y requerido don Antonio Maura para la consulta regia, expuso a Alfonso XIII: «Si V. M. me honrase con su confianza, yo reuniría en mi casa a los señores Dato, Cierva, Sánchez de Toca, Pradera y Cambó, y les exhortaría a prescindir de nuestros antecedentes, de nuestros agravios y de la historia de nuestra actuación para consagrarnos por entero a España.»
La solución de la crisis fue diversa; se entregó el poder a Dato, que un año después sería el cuarto presidente del [22] Consejo de Ministros a de su cargo.
* * *
Fue el Partido Social Popular, esencialmente católico en su ideario, el precedente histórico de otras fuerzas que más tarde surgirían en la política española. Lo fundó Víctor Pradera, unido a hombres que procedían del maurismo y a otros que habían militado en la Legitimidad. Les secundaba un puñado de jóvenes. «Con Parlamento y sin Parlamento, actuaremos.» La llegada de la Dictadura y también la indiferencia, el temor y el escepticismo de algunos estamentos sociales impidieron que el Partido Social Popular –cuyo título fue copiado después en Francia por una organización semejante– llegase a medrar.
¡La Dictadura! Pradera, invitado con su esposa a una recepción que se celebraba la noche del 12 de septiembre de 1923, en el palacio donostiarra de Miramar –doña María Cristina fue amiga afectuosa de ambos–, vio por azar la última entrevista de don Santiago Alba con el Rey, seguida por sendas conversaciones del político liberal con doña Victoria y la Reina madre. El dato es importantísimo, porque demuestra el acuerdo existente entre la Familia Real y el ministro de Estado para que éste marchara a Francia, poniéndose a cubierto de la Dictadura de Primo de Rivera, que a aquella hora tenía en su poder la mayoría de los resortes del mando.
Al siguiente día, ante las carteleras que anunciaban el golpe de Estado, Pradera exclamó en una de las calles más céntricas de San Sebastián: «¡Gracias a Dios! ¡Ya era hora!
Siete días después del golpe de Estado, don Miguel Primo de Rivera convocaba al tribuno en Madrid para pedirle que aportase su colaboración doctrinal a la obra de los militares. Elegíale Primo de Rivera como asesor, y él aceptó redactar cuatro memorias que concernían a temas capitales: organización natural e histórica de la Nación española; carácter y modo de elección de las Cortes en el nuevo régimen; futura organización de los funcionarios de la administración de Justicia; organización del Gobierno y sus relaciones con las Cortes.
Una mínima parte de las ideas y de los articulados sometidos por Pradera al jefe del Directorio fue aplicada por el general; el resto quedó inédito por entonces.
Al constituirse la Asamblea consultiva, fue Pradera uno de sus miembros, recabando de antemano su derecho civil a exponer el propio pensamiento. En el libro «Al servicio de la Patria,» consignó sus frecuentes intervenciones en la Asamblea y sus trabajos en las Comisiones.
Le preocupaba a Pradera el hecho de la continuidad del régimen político inaugurado por Primo Rivera, es decir, la salida, inevitable, por desgaste, cansancio físico o fallecimiento del marqués de Estella. Su lema en los días de la Dictadura fue, siempre, constituir. Constitución. Veía los inmensos peligros de una caída de Primo de Rivera sin tener asegurado jurídicamente el porvenir. Creía, y lo patentizó en sus memorias, y en el voto particular al dictamen de nueva Constitución, que Primo de Rivera debía crear intereses nacionales vinculados a la obra de regeneración política. El fuerismo, el sufragio orgánico y la representación corporativa en las Cortes, y la entrega al Rey del poder de gobierno, que no debía depender del voto de las Cortes, fueron los puntos en que concentró su posición política. [23]
http://www.filosofia.org/mon/tem/es0037.htm
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