... Quinto momento. Imperio europeoamericano.
Carlos V, último emperador que vio la ciudad temporal y la ciudad eterna unidas, último emperador universal, tuvo como tal otro carácter singularísimo: fue el primero y el único emperador europeoamericano.
Carlos V fue el político que más sincera y firmemente creyó en la unidad europea, en esos Estados Unidos de Europa que hoy tan ansiosamente se desean y que no son, probablemente, una quimera. No es Europa un mero prejuicio cartográfico, pues la abonan cierta realidad física, reconocida desde los geógrafos griegos hasta hoy; cierta realidad racial, mediterránea, alpina y nórdica, en multimilenaria mezcla; una fuerte ciudad cultural, elaborada en esos milenios de convivencias, y hasta muchos sólidos fundamentos de unidad política, simbolizados por hombres como Augusto, Trajano, Justiniano, Carlomagno, Luis el Piadoso, Gregorio VII, Federico II, Bonifacio VIII y demás.
De todos ellos, Carlos V fue el que rigió directamente tierras más extensas y apartadas. No sólo quiso unificar a Europa, sino que quiso europeizar a América, hispanizándola también, para incorporarla a la cultura occidental. Y esta prolongación del Occidente europeo por las Indias occidentales fue el paso más gigante que dio la humanidad en su fusión vital, el paso más gigantesco, desde las primeras luchas y mezclas de los grupos raciales en los tiempos prehistóricos, hasta hoy.
Y bien; la europeización de América va unida a esa idea imperial de Carlos V que vamos viendo formada en colaboración con los súbditos españoles del César. Ahora, al lado de Mota, de Valdés y de Guevara, el que formula para Carlos V un nuevo matiz del concepto imperial es otro español, salido de aquí, de la isla de Cuba, para comenzar en Veracruz una de las mayores empresas del descubrimiento americano. Es Hernán Cortés, el conquistador más preocupado de humanizar la dureza de toda conquista y de valorizar y engrandecer lo conquistado, quien, después de entrar en Méjico, escribía a Carlos en abril de 1522, noticiándole estar pacificada toda aquella inmensa tierra de Moctezuma: «Vuestra alteza se puede intitular de nuevo emperador de ella, y con título y no menos mérito que el de Alemaña, que por la gracia de Dios vuestra sacra majestad posee». Memorables palabras, aún no recogidas por la Historia, en las que, por primera vez, se da a las tierras del Nuevo Mundo una categoría política semejante a las de Europa, ensanchando el tradicional concepto del imperio. Cortés quiere que el César dedique al Nuevo Mundo todo el interés debido, como a un verdadero imperio, para lo cual, con curiosidad humanística, le reseña la religión, gobierno, historia, costumbres y riquezas de Méjico.
Carlos V, preocupado por las intrincadas cuestiones del Mundo Viejo, no podía dar a ese imperio indiano, como le daba Cortés, una importancia igual a la del imperio romano-germánico. Aquél era un imperio simplicísimo, sobre gentes en estado primitivo, sin nexo alguno político con otras tierras, sin relación alguna histórica con el viejo mundo. Trabajó, sin embargo, Carlos V, como habían trabajado Fernando e Isabel, para dar al nuevo imperio americano fundamentos de juridicidad que le vinculasen a la ideología del viejo mundo. Trabajó Carlos V en esto desde los primeros días de su reinado hasta los últimos, y entre las disputas de Sepúlveda y Las Casas nacieron esas admirables leyes de Indias, bastantes a amnistiar ante la Historia todas las faltas que la acción de España haya tenido en América, como las tiene toda acción política y conquistadora.
El imperio de Carlos V es la última gran construcción histórica que aspira a tener un sentido de totalidad; es la más audaz y ambiciosa, la más consciente y efectiva, apoyada sobre los dos hemisferios del planeta y, como la coetánea cúpula miguelangelesca, lanzada a una altura nunca alcanzada antes ni después. El reinado de este emperador europeo-americano queda aislado, inimitable, sin posible continuación. Después de él, toda universalidad quedó excluida. Sólo ahora algunos hombres vuelven a buscar afanosos un principio unificador que pueda restaurar en el mundo la deshecha ecumenicidad. Si cualquier día la humanidad emprende tal restauración, entonces, sin duda, España, la de los frutos tardíos del renacimiento, tendrá algo que hacer en el abnegado camino de ese ideal".
Ramón Menéndez Pidal
Madrid, Ed. Espasa Calpe, 1940.
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