“Idea imperial de Carlos V”
por D. Ramón Menéndez Pidal
“La idea imperial no se inventa por Carlos ni por su canciller; es una noción viejísima, que ellos sólo captan y adaptan a las circunstancias; noción rica en contenido político y moral, extraño por completo a nuestro pensamiento moderno. La palabra emperador no nos sugiere hoy nada de lo que sugería a los hombres de antes. Modernamente, puede haber un emperador en Alemania, otro en Austria, otro en Méjico o en el Brasil.
Antes esto era un absurdo. El emperador era algo más importante: era un ser único, un supremo jerarca del mundo todo, en derecho al menos, ya que no de hecho. Tal concepción revestía una grandeza verdaderamente romana. Hacer de todos los hombres una familia, unidos por los dioses, por la cultura, por el comercio, por los matrimonios y la sangre, fue la gran misión del imperio romano, ensalzada por los paganos desde Plinio hasta Galo Namaciano y por los cristianos a partir de los españoles Prudencio y Orosio y del africano San Agustín. El Imperio era la forma más perfecta de la sociedad humana; por eso Dios perpetuaba sobre la tierra el Imperio desde los tiempos más remotos de la Historia, transfiriéndolo de Babilonia a Macedonia, a Cartago y a Roma. El imperio romano había ejercido esta potestad suprema, extensa y completa durante seis siglos, sobre todo desde Augusto hasta Justiniano. Luego, aunque muy deficiente y achicado, se renueva en el imperio carolingio de los siglos IX y X. Después, más achicado aún, sucede el imperio romano-germánico.
En medio de esta decadencia del Imperio se cría Carlos V (nacido en 1500). Se educa en Bruselas, tan poco imperialmente que, siendo llamado a heredar la Alemania y la España, crece sin saber una palabra de alemán ni de español; sólo hablaba francés y flamenco. Latín tampoco se lo hicieron aprender. La Corte de Borgoña, que le acompañó a tomar posesión de España, continuaba esa falta de toda política imperial interna, como lo muestra la sombra de disociación y odio con el sistema de rapacidad y esquilmo que los flamencos ejercieron en España; para ellos, las provincias súbditas eran predios que el gobernante explotaba según la república romana, mientras que, según la doctrina romana imperial, el gobernante se debe consagrar al bien del súbdito, y no viceversa, concepción iniciada por Augusto, cristianizada por San Agustín y desarrollada en la colosal construcción legislativa de Justiniano.
Con el impedimento de su educación borgoñona viene Carlos a España (1517), y a poco, a fuerza de manejos políticos y libramientos bancarios, se encuentra elegido, efectivamente, emperador. No puede imaginarse situación más confusa que la suya. Un rey de España que sube al trono sin poder hablar el español. Un emperador que se dice señor de todo el mundo y no es obedecido siquiera en toda Alemania; que lleva por título rey de romanos y es elegido únicamente por alemanes; que no es cabal emperador si no es coronado por el Papa y que no manda en las tierras del Papa. Todo el reinado de Carlos fue un continuado esfuerzo por eliminar estas contradicciones; por compenetrarse con la nación española, a la que tan ajeno se había educado; por hacer que aquella jefatura honoraria sobre los señores alemanes a que el imperio venía reducido, se convirtiera en jefatura efectiva sobre la cristiandad entera; por armonizar, en fin, su política y la del Papa dentro de los intereses universales. Lejos de ser algo inconsciente este esfuerzo por alcanzar la efectividad del imperio, tuvo expresión solemne en varios momentos que vamos a exponer:
Primer momento.- Cortes de La Coruña. 1520.
Al salir de España para coronarse en Alemania hace Carlos su primera declaración imperial. Y nos encontramos con que no es el canciller el encargado de hacer esta declaración ante las Cortes de La Coruña, sino el doctor Mota. Era Mota un clérigo español que, por rozamientos con Fernando el Católico, se había ido a Bruselas, a la corte del príncipe Carlos, antes de éste ser rey, y estuvo a su lado catorce años, desde 1508 a 1522. Allá en Flandes fue limosnero del príncipe; ahora era obispo de Badajoz. Su dominio de varios idiomas y su elocuencia le daban un gran puesto en la corte; ocupaba el tercer lugar en el Consejo real, después de Chièvres y Gatinara.
El doctor Mota expone ante las Cortes que Carlos no es un rey como los demás: «él sólo en la tierra es rey de reyes», pues recibió de Dios el imperio. Este imperio es continuación del antiguo y, como dicen los que loaron a España (Mota alude aquí a Claudiano), que, mientras las otras naciones enviaban a Roma tributos, España enviaba emperadores, y envió a Trajano, Adriano y Teodosio, igualmente «ahora vino el imperio a buscar el emperador a España, y nuestro rey de España es hecho, por la Gracia de Dios, rey de romanos y emperador del mundo». Este imperio no lo aceptó Carlos para ganar nuevos reinos, pues le sobraban los heredados, que son más y mejores que los de ningún rey; aceptó el imperio para cumplir las muy trabajosas obligaciones que implica, para desviar grandes males de la religión cristiana y para acometer «la empresa contra los infieles enemigos de nuestra santa fe católica, en la cual entiende, con la ayuda de Dios, emplear su real persona». Para esta tarea imperial (y aquí viene una manifestación de la mayor importancia) España es el corazón del imperio; «este reino es el fundamento, el amparo y la fuerza de todos los otros»; por eso, según Mota anuncia solemnemente, Carlos ha determinado «vivir y morir en este reino, en la cual determinación está y estará mientras viviere. El huerto de sus placeres, la fortaleza para defensa, la fuerza para ofender, su tesoro, su espada ha de ser España».
Esta enérgica afirmación final, no desmentida después por los hechos hasta la muerte en Yuste, es bien notable ahora, cuando Carlos parecía no tener aún voluntad propia. Era todavía un joven indeciso y apocado. Este joven de mentalidad retrasada, dominado por los flamencos que robaban el erario de Castilla y vendían los destinos públicos; este joven que en los consejos de gobierno de España nada resolvía sin esperar a que, de rodillas, le cuchicheasen ante el público Chièvres o Gatinara, de seguro que no concibió la afirmación de preeminencia de España entre sus Estados sino sugestionado por la elocuencia de Mota, a la que asentirían los flamencos por la oportuna que era cuando se iba a pedir un sacrificio a España. Pero la afirmación es grave, al situar en el centro del imperio cristianizado la hegemonía de España que Fernando el Católico había iniciado.
Otro punto importante en la declaración hecha por boca del doctor Mota, que creo más espontáneo y personal de Carlos: la afirmación de que él quiere dedicar su vida a la defensa de la fe. Es en él un pensamiento constante, es la resolución fundamental de la voluntad, la vida perenne de la propia conducta; es una disposición mental hereditaria, según luego podemos ver.
Segundo momento. Dieta de Worms. 1521.
Pocas semanas después de su partida de La Coruña, en la Dieta de Worms, Carlos V vio aparecer ante la asamblea aquel fraile rebelde y altivo que él solo, desafiando grandiosamente a las dos supremas potestades del mundo, va a precipitar a Europa en el abismo de su disgregación moral. Carlos, abrumado ante el peligro de la actitud de Lutero, pasa en Worms una noche de zozobra, encerrado a solas, para escribir de su puño y letra una segunda declaración político-religiosa, en la que, con toda energía, afirma estar determinado a defender la cristiandad milenaria, empleando para ello, son sus palabras, «mis reinos, mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma». Carlos, al comienzo de esta solemne declaración, invoca a sus antepasados. Pero ¿cuál de ellos pudo inspirarle, sino sólo su abuela Isabel la Católica, que en su testamento se dice obligada, con igual latitud que Carlos entonces, al sacrificio de su persona, de su vida y de todo lo que tuviere? No ciertamente su abuelo Maximiliano, que jamás se sintió héroe, ni siquiera verdadero emperador; no su padre, Felipe, vulgar en su política, frívolo en su vida toda. ¿Qué otro príncipe habló entonces como Isabel y como Carlos, sintiéndose trascendentalmente responsable de un orden universal y eterno, cuando la unidad europea pontificio-imperial era atacada o rota por los Valois de Francia, por los Tudor de Inglaterra, y aún a veces desatendida por los Médicis y Farnesios de Roma? (…)
Podemos, pues, sentar que desde esa primera declaración pública de las Cortes coruñesas, el concepto imperial de Carlos, esbozado entonces por Mota, se hallaba en oposición al de su canciller, y tal oposición radicaba en principios conceptuales: Gatinara era un humanista, cautivado por la lectura de la obra dantesca De Monarchia. De ella saca el principio de que el imperio es título jurídico para el mundo todo; así que Carlos, no sólo había de conservar los reinos y dominios hereditarios, sino adquirir más, aspirando a la monarquía del orbe. (…)
Por el contrario, lo que propone el doctor Mota es cosa muy distinta; es, simplemente, el imperio cristiano, que no es ambición de conquistas, sino cumplimiento de un alto deber moral de armonía entre los príncipes católicos. La efectividad principal de tal imperio no es someter a los demás reyes, sino coordinar y dirigir los esfuerzos de todos ellos contra los infieles para lograr la universalidad de la cultura europea. Gatinara, la monarquía universal; Mota, la dirección de la universitas christiana. Esta gran diferencia, estos dos tipos de imperio, no advertidos por Brandi, nos aclara la cuestión sobre la paternidad de la idea imperial carolina, mostrándonos que no es seguramente del canciller, sino que en su primera forma pública aparece elaborada, en colaboración, por Carlos V y el doctor Mota.
Al mismo tiempo que Carlos hacía esas dos declaraciones, la de las Cortes de La Coruña y la de la Dieta de Worms, ambas extrañas a las preocupaciones del canciller, se desarrollaba en Castilla la revolución de las Comunidades. Y las Comunidades fueron aldabonazo estrepitoso que despertó el tardo y adormilado ánimo de aquel joven emperador. El recuerdo de Isabel, confuso, acaso subconsciente en la Dieta de Worms, se hace ahora vivo y estimulante. Los comuneros recuerdan al inexperto soberano continuamente el testamento de Isabel, impregnado de ideas contrarias a las de los flamencos de su corte; el pueblo no es un rebaño esquilmable por el rey, sino que el rey se debe a la felicidad de su pueblo, el rey debe amoldarse a la índole de su pueblo. Por su parte, los fieles magnates castellanos del partido realista, los que vencieron a los comuneros, no dejan tampoco de hispanizarle; el condestable de Castilla le decía con dura franqueza que sacudiese la tutela de los flamencos y se mostrase hombre, discurriendo por sí mismo; a la vez le aconsejaba que se casase con Doña Isabel de Portugal «porque es de nuestra lengua», decía el condestable; hermosa expresión que, en su inexactitud filológica, revela la fraternidad fundamental hispano-portuguesa y la convicción de que España era la parte principal en el gran organismo formado por los extensos dominios del César. Y Carlos, al mismo tiempo que se hispaniza, madura las decisiones de su voluntad. (…)
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