... Tercer momento. El Saco de Roma. 1526.
La tercera exposición de la idea de Carlos V, anterior a la fecha de 1528, adoptada como inicial por Karl Brandi, es con ocasión del Saco de Roma y prisión del Papa en el castillo de Santángelo, en 1526. El asalto de Roma por el condestable Borbón (asalto que Carlos lamentó, pero del cual se hizo solidario) fue resultado de la indignación española ante la conducta ambigua del Papa, que no comprendía ni secundaba las aspiraciones de Carlos y de España en pro de la catolicidad europea.
La expresión oficial de estas ideas renacentistas acerca de las relaciones del imperio con la Iglesia se produce cuando Carlos V tiene que contestar al breve de Clemente VII sobre el Saco de Roma, breve fechado el 24 de junio de 1526. Y nos encontramos con que la redacción de la respuesta cesárea no fue encomendada al canciller piamontés, sino a un español, Alfonso de Valdés, que era secretario de cartas latinas del emperador. Alfonso es hermano de Juan de Valdés, el famoso autor del Diálogo de la lengua.
Alfonso de Valdés, con enérgica elocuencia y contundentes razones, manifiesta que el emperador de todo corazón quisiera ver en paz a Italia y al mundo entero, pues entonces serían vencidos los turcos, y entonces los luteranos y demás sectarios serían suprimidos o vueltos al seno de la Iglesia. Carlos está dispuesto a ofrecer sus reinos y su sangre para proteger a la Iglesia. Pero si el Papa estorba estas sus preocupaciones imperiales; si hace veces, no de padre, sino de enemigo, no de pastor, sino de lobo, entonces el emperador apelaría al juicio de un concilio general, en el que se buscase el remedio a la difícil situación interna de la cristiandad, la curación del malherido catolicismo.
¡El concilio general! He aquí el coco, la amenaza que ya los Reyes Católicos esgrimían contra las demasías del Papa. Lutero pedía también el Concilio; Erasmo apoyaba esa petición como único medio de que los luteranos fuesen oídos y juzgados a toda su satisfacción; Carlos V lo había pedido en otras ocasiones. Y todavía Alfonso de Valdés añade de suyo, en la respuesta al breve, una acritud contra el Papa que nunca fue superada en tiempos posteriores.
Esta acre respuesta fue entregada al nuncio en Granada el 17 de septiembre de 1526. El nuncio era Baltasar Castiglione (el autor de El cortesano, ese delicioso libro, entonces muy leído por los caballeros y damas de toda Europa, muy inclinado a los modales españoles y admirativo de grandes figuras españolas, como la reina Isabel y el Gran Capitán). Castiglione, al recibir la dura contestación redactada por Valdés, se manifiesta dolido en esa su simpatía hispana; él quiere ser un nuncio de cordialidad, y no de discordia, y, pues había recibido un segundo breve del Papa, más templado que el anterior, quería retirar el primero, así como la respuesta de Valdés, poco conveniente. El César, sin embargo, insiste en que se entregue la contestación al primer breve y dispone otra respuesta al segundo breve, más moderada; sobre todo, como el Papa se negaba a convocar el concilio, reduce Carlos V su apelación al Colegio de cardenales. Las dos contestaciones fueron impresas en España y repartidas profusamente en Alemania; eran el gran avance que, sometido a la redacción de Valdés, daba la idea imperial de Carlos V, poniendo los deberes católicos o universalistas del imperio por encima de los intereses del Papa mismo. Por lo demás, en la enérgica actitud frente al Pontífice, Carlos no hacía sino continuar la firmeza de su abuelo Fernando el Católico, quien en cierta ocasión mandaba a su virrey de Nápoles ahorcar al cursor apostólico y encarcelar a cuantos pretendieran publicar allí una excomunión inconveniente. Carlos V, con miras más trascendentales que su abuelo, quiere, con su entereza, conducir simultáneamente al Papa hacia una concordia católica, y a los luteranos, hacia el Papa. (…)
Cuarto momento. Discurso de Madrid. 1528.
Como cuarta ocasión en que se manifiesta la idea imperial de Carlos V, tomamos la que Brandi considera como primera: el discurso pronunciado por el emperador en Madrid el 16 de septiembre de 1528, para anunciar a la corte que tenía decidido emprender el proyectado viaje a Italia, con doble objeto: primero, ser allá coronado por el Papa, requisito solemne para acabar de ser perfecto emperador, y, segundo, tratar de persuadir al Papa la conveniencia del concilio general, que examinase la herejía de Lutero y pacificase los espíritus corrigiendo los abusos de la Iglesia. (...)
La redacción de ese discurso pertenece, sin duda, al predicador de Carlos V, al famoso fray Antonio de Guevara, recién creado obispo de Guadix, y que entonces andaba al lado del emperador por razón de su doble cargo de predicador de la capilla real y de cronista imperial.
Fray Antonio de Guevara no era todavía el estilista famoso que un poco más tarde se puso de moda en Europa; pero ya en España su obra principal, El reloj de príncipes, circulaba manuscrita y empezaba a correr en ediciones fraudulentas, y sus cartas familiares y su oratoria eran admiradas por todos. Su prosa fluida, sobreabundante, oscila entre la sencillez y la complicación; sentenciosa, adornada con aliteraciones, similicadencias y paralelismos, cautivaba en España e iba a cautivar en todos los países a los ingenios cortesanos e iba a despertar traductores e imitadores en Inglaterra, en Francia, en Alemania, en Holanda. (...)
En este discurso madrileño, Carlos V pone empeño en decir que no aspira a tomar lo ajeno, sino a conservar lo heredado, y llama tirano al príncipe que conquista lo que no es suyo. Ahora bien, estos conceptos, que al pie de la letra se hallan en el Reloj de príncipes, son contrarios a los del canciller; Gatinara piensa en la monarquía universal de Carlos como un privilegio, como el justo título para toda otra conquista, como justo título para dominar todo el orbe. La idea española triunfa también en Madrid, y la idea del canciller es repudiada con menosprecio, adoptando frases de Guevara. Y esto no ocurría sólo en el momento del discurso solemne, sino que era norma fija de conducta para el emperador, que acaso inspiró antes, a su vez, la doctrina del Reloj de príncipes.
Carlos hizo el viaje a Italia; fue coronado en Bolonia; llegó así a la cumbre de la gloria y de los honores humanos. Muchos entonces le censuraban, y muchos historiadores le siguieron censurando después, de ambicionar la monarquía universal y de haber sacrificado a esa quimera hasta las consideraciones debidas a su pobre madre, loca. Pero en Bolonia conversó Carlos V con el embajador Contarini para desmentir enérgicamente el rumor de que él aspirase a la monarquía universal; él protesta ante el veneciano de que no quiere sino conservar lo suyo, nunca tomar lo ajeno. Y así, una vez más, desecha la idea imperial del canciller, adhiriéndose a la doctrina del Reloj de príncipes, de Guevara.
De todo esto se desprenden conclusiones importantes político-literarias. Carlos V, el emperador más grande y poderoso, el emperador de dos mundos, no formó su ideal imperial imperfectamente y tarde, no la formó al dictado de su canciller, sino más bien de espaldas a su canciller. Él pensó de su imperio por sí mismo muy pronto, sin esperar el dictado de nadie, con sentimientos heredados de Isabel la Católica, madurados en Worms, en presencia de Lutero, y declarados públicamente, con la colaboración de varios escritores españoles: Mota, Valdés, Guevara.
Carlos V se ha hispanizado ya y quiere hispanizar a Europa. Digo hispanizar porque él quiere transfundir en Europa el sentido de un pueblo cruzado que España mantenía abnegadamente desde hacía ocho siglos, y que acababa de coronar hacía pocos años por la guerra de Granada, mientras Europa había olvidado el ideal de cruzada hacía siglos, después de un fracaso total. Ese abnegado sentimiento de cruzada contra los infieles y herejes es el que inspiró el alto quijotismo de la política de Carlos, ese quijotismo hispano que aún no había adquirido expresión de eternidad bajo la pluma de Cervantes, y que no era comprendido o correspondido, ni por los reyes, ni por los Papas coetáneos de Carlos V, atentos nada más que a sus recelos por el gran poder que la Casa de Habsburgo alcanzaba. Tal sentimiento era hispano, y nada más que hispano, al concebir como el gran deber del emperador el hacer, lo mismo personalmente que por sus generales, la guerra a los infieles y herejes para mantener la universitas christiana; era ésta una idea medieval reavivada, resucitada por España, era el ansia de la unidad europea, cuando toda Europa se fragmentaba y disgregaba bajo la norma de la Razón de Estado, cuando esta razón estatal proclamaba sobre cualquier otro interés el interés de cada Estado, no sólo frente a todos los demás Estados, sino frente a toda norma ética. Aquella organización del imperio como aliado de la Iglesia (la correlación de las dos luminarias, la luna y el sol, que decían los tratadistas medievales) es uno de tantos frutos tardíos que produjo el hermoso renacimiento español, tan originalmente creador, al hacer florecer de nuevo grandes concepciones medievales en la estación en que éstas se habían marchitado en toda Europa.
No inició Carlos esta nueva floración y madurez, sino Isabel la Católica, y no acabó con Carlos esa obra fundamentalmente hispana, pues continuó su desarrollo en el siglo siguiente, cuando Fernández Navarrete, en su Conservación de monarquía (1625) percibía claramente el peculiar carácter de abnegación que distinguía la idea imperial de España, frente al interesado proceder de los demás Estados. «Sólo Castilla, dice Navarrete, ha seguido diverso modo de imperar, pues debiendo, como cabeza, ser la más privilegiada en la contribución de pechos y tributos, es la más pechera y la que más contribuye para la defensa y amparo de todo lo restante de la monarquía».
Carlos V, al hispanizar su imperio, propaga hispanidad por toda Europa. El imperio que tan achicado llegó a sus manos, casi sólo como una sombra, se convierte en una vigorosa realidad; Carlos V deja de ser solamente el jefe honorario de los príncipes germanos; él, para la rama española, reserva la Península, Flandes, Nápoles y Sicilia; su hermano, el españolísimo Fernando, el predilecto de Fernando el Católico, el discípulo de Cisneros, reina en Hungría y en Bohemia; los españoles combaten contra los turcos en Viena, en Túnez, en Argel; la Iglesia se ve robustecida por una nueva orden de origen español, la Compañía de Jesús, por los teólogos españoles del Concilio de Trento y por la nueva escolástica, otro fruto tardío de España.
La vida de las cortes y de la diplomacia se vio invadida por ministros españoles y por usos españoles; la lengua española comenzó a ser usada por todas partes, sobre todo desde que Carlos V la hizo resonar bajo las bóvedas del Vaticano, en un parlamento ante el Papa Paulo III, el 17 de abril de 1536. Carlos volvía vencedor de Túnez y La Goleta, satisfecho de haber cumplido el deber imperial de combatir personalmente al turco, pero volvía muy dolido del rey francés, Francisco I, a quien tenía que acusar de desleal con la cristiandad, según cartas de Francisco a Barbarroja, acabadas de coger por el mismo emperador en La Goleta. El obispo de Macon, embajador francés, no comprendía bien la lengua en que el César fórmula tan categóricas acusaciones, y Carlos le replica ante el Papa: «Señor obispo, entiéndame si quiere, y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana». Así, el emperador, que a los dieciocho años no hablaba una palabra de español, ahora, a los treinta y seis años, proclama la lengua española lengua común de la cristiandad, lengua oficial de la diplomacia, dato esencial para juzgar la idea de Carlos V.
El español se difundió también como lengua literaria. Fernando el Católico había presidido la aparición de obras de interés europeo, como la Celestina y el Amadís. Ahora, su nieto Carlos veía propagarse, no sólo las obras individuales de Guevara o el Lazarillo, sino obras colectivas, como el Romancero y los libros de caballerías, otro fruto tardío que producía España: una abundante poesía épica, versificada y en prosa, cuando toda Europa había olvidado por completo la epopeya y la novela medievales; ya también escriben los maestros de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz; ya apunta la nueva mística, otro de los más preciosos frutos que produjo el renacimiento español, ese gran árbol que hundía sus raíces en la tierra medieval, ya infecunda en toda Europa, y de cuyo tronco formaba parte de la idea imperial nacida en las cortes de La Coruña.
Pero esa idea tuvo muy corta vida. Carlos V vio por sus ojos la ruina de su obra unitaria. La reforma, abrazada por los príncipes alemanes, hizo imposible todo pensamiento ecuménico. Por otra parte, cesó la relación entre el imperio católico y el papado. Una grave cuestión política surgió cuando abdicó Carlos V, y su hermano, el español Fernando, fue elegido emperador: Paulo IV rehusó reconocer a éste porque el consentimiento de la Santa Sede no había intervenido, ni en la abdicación de Carlos, ni en la elección de Fernando. A su vez, Fernando negó la necesidad de tal consentimiento; no era posible que el emperador de protestantes y católicos, el emperador que venía tras la conciliadora paz de Augsburgo, dependiese de la aprobación papal. El imperio no fue en adelante sino un título supremo que pudieron llevar más de uno a la vez; careció desde entonces de todo valor universal. Y, a la vez que Carlos V fue el último emperador coronado por el Papa, el preceptor de Carlos V, el holandés Adriano de Utrecht, fue el último Papa no italiano. Después de él, la ecumenicidad del Sumo Pontífice parece un tanto aminorada, al mismo tiempo que la ciudad celeste (lo mismo que la ciudad terrena) ve limitado su ámbito por el desarrollo de la reforma. Pero la idea de la universitas christiana que mantuvo Carlos V, de tan hispana que era, continuó siendo la base de la política, la literatura y la vida toda peninsular; a ella sacrificó España su propio adelanto en el siglo de las luces, queriendo mantener, en lo posible, la vieja unidad que se desmoronaba por todas partes.
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