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Tema: Carlos V, emperador hispánico, y su idea española de Imperio

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    Carlos V, emperador hispánico, y su idea española de Imperio

    “Idea imperial de Carlos V”

    por D. Ramón Menéndez Pidal

    “La idea imperial no se inventa por Carlos ni por su canciller; es una noción viejísima, que ellos sólo captan y adaptan a las circunstancias; noción rica en contenido político y moral, extraño por completo a nuestro pensamiento moderno. La palabra emperador no nos sugiere hoy nada de lo que sugería a los hombres de antes. Modernamente, puede haber un emperador en Alemania, otro en Austria, otro en Méjico o en el Brasil.

    Antes esto era un absurdo. El emperador era algo más importante: era un ser único, un supremo jerarca del mundo todo, en derecho al menos, ya que no de hecho. Tal concepción revestía una grandeza verdaderamente romana. Hacer de todos los hombres una familia, unidos por los dioses, por la cultura, por el comercio, por los matrimonios y la sangre, fue la gran misión del imperio romano, ensalzada por los paganos desde Plinio hasta Galo Namaciano y por los cristianos a partir de los españoles Prudencio y Orosio y del africano San Agustín. El Imperio era la forma más perfecta de la sociedad humana; por eso Dios perpetuaba sobre la tierra el Imperio desde los tiempos más remotos de la Historia, transfiriéndolo de Babilonia a Macedonia, a Cartago y a Roma. El imperio romano había ejercido esta potestad suprema, extensa y completa durante seis siglos, sobre todo desde Augusto hasta Justiniano. Luego, aunque muy deficiente y achicado, se renueva en el imperio carolingio de los siglos IX y X. Después, más achicado aún, sucede el imperio romano-germánico.

    En medio de esta decadencia del Imperio se cría Carlos V (nacido en 1500). Se educa en Bruselas, tan poco imperialmente que, siendo llamado a heredar la Alemania y la España, crece sin saber una palabra de alemán ni de español; sólo hablaba francés y flamenco. Latín tampoco se lo hicieron aprender. La Corte de Borgoña, que le acompañó a tomar posesión de España, continuaba esa falta de toda política imperial interna, como lo muestra la sombra de disociación y odio con el sistema de rapacidad y esquilmo que los flamencos ejercieron en España; para ellos, las provincias súbditas eran predios que el gobernante explotaba según la república romana, mientras que, según la doctrina romana imperial, el gobernante se debe consagrar al bien del súbdito, y no viceversa, concepción iniciada por Augusto, cristianizada por San Agustín y desarrollada en la colosal construcción legislativa de Justiniano.

    Con el impedimento de su educación borgoñona viene Carlos a España (1517), y a poco, a fuerza de manejos políticos y libramientos bancarios, se encuentra elegido, efectivamente, emperador. No puede imaginarse situación más confusa que la suya. Un rey de España que sube al trono sin poder hablar el español. Un emperador que se dice señor de todo el mundo y no es obedecido siquiera en toda Alemania; que lleva por título rey de romanos y es elegido únicamente por alemanes; que no es cabal emperador si no es coronado por el Papa y que no manda en las tierras del Papa. Todo el reinado de Carlos fue un continuado esfuerzo por eliminar estas contradicciones; por compenetrarse con la nación española, a la que tan ajeno se había educado; por hacer que aquella jefatura honoraria sobre los señores alemanes a que el imperio venía reducido, se convirtiera en jefatura efectiva sobre la cristiandad entera; por armonizar, en fin, su política y la del Papa dentro de los intereses universales. Lejos de ser algo inconsciente este esfuerzo por alcanzar la efectividad del imperio, tuvo expresión solemne en varios momentos que vamos a exponer:


    Primer momento.- Cortes de La Coruña. 1520.

    Al salir de España para coronarse en Alemania hace Carlos su primera declaración imperial. Y nos encontramos con que no es el canciller el encargado de hacer esta declaración ante las Cortes de La Coruña, sino el doctor Mota. Era Mota un clérigo español que, por rozamientos con Fernando el Católico, se había ido a Bruselas, a la corte del príncipe Carlos, antes de éste ser rey, y estuvo a su lado catorce años, desde 1508 a 1522. Allá en Flandes fue limosnero del príncipe; ahora era obispo de Badajoz. Su dominio de varios idiomas y su elocuencia le daban un gran puesto en la corte; ocupaba el tercer lugar en el Consejo real, después de Chièvres y Gatinara.

    El doctor Mota expone ante las Cortes que Carlos no es un rey como los demás: «él sólo en la tierra es rey de reyes», pues recibió de Dios el imperio. Este imperio es continuación del antiguo y, como dicen los que loaron a España (Mota alude aquí a Claudiano), que, mientras las otras naciones enviaban a Roma tributos, España enviaba emperadores, y envió a Trajano, Adriano y Teodosio, igualmente «ahora vino el imperio a buscar el emperador a España, y nuestro rey de España es hecho, por la Gracia de Dios, rey de romanos y emperador del mundo». Este imperio no lo aceptó Carlos para ganar nuevos reinos, pues le sobraban los heredados, que son más y mejores que los de ningún rey; aceptó el imperio para cumplir las muy trabajosas obligaciones que implica, para desviar grandes males de la religión cristiana y para acometer «la empresa contra los infieles enemigos de nuestra santa fe católica, en la cual entiende, con la ayuda de Dios, emplear su real persona». Para esta tarea imperial (y aquí viene una manifestación de la mayor importancia) España es el corazón del imperio; «este reino es el fundamento, el amparo y la fuerza de todos los otros»; por eso, según Mota anuncia solemnemente, Carlos ha determinado «vivir y morir en este reino, en la cual determinación está y estará mientras viviere. El huerto de sus placeres, la fortaleza para defensa, la fuerza para ofender, su tesoro, su espada ha de ser España».

    Esta enérgica afirmación final, no desmentida después por los hechos hasta la muerte en Yuste, es bien notable ahora, cuando Carlos parecía no tener aún voluntad propia. Era todavía un joven indeciso y apocado. Este joven de mentalidad retrasada, dominado por los flamencos que robaban el erario de Castilla y vendían los destinos públicos; este joven que en los consejos de gobierno de España nada resolvía sin esperar a que, de rodillas, le cuchicheasen ante el público Chièvres o Gatinara, de seguro que no concibió la afirmación de preeminencia de España entre sus Estados sino sugestionado por la elocuencia de Mota, a la que asentirían los flamencos por la oportuna que era cuando se iba a pedir un sacrificio a España. Pero la afirmación es grave, al situar en el centro del imperio cristianizado la hegemonía de España que Fernando el Católico había iniciado.

    Otro punto importante en la declaración hecha por boca del doctor Mota, que creo más espontáneo y personal de Carlos: la afirmación de que él quiere dedicar su vida a la defensa de la fe. Es en él un pensamiento constante, es la resolución fundamental de la voluntad, la vida perenne de la propia conducta; es una disposición mental hereditaria, según luego podemos ver.


    Segundo momento. Dieta de Worms. 1521.

    Pocas semanas después de su partida de La Coruña, en la Dieta de Worms, Carlos V vio aparecer ante la asamblea aquel fraile rebelde y altivo que él solo, desafiando grandiosamente a las dos supremas potestades del mundo, va a precipitar a Europa en el abismo de su disgregación moral. Carlos, abrumado ante el peligro de la actitud de Lutero, pasa en Worms una noche de zozobra, encerrado a solas, para escribir de su puño y letra una segunda declaración político-religiosa, en la que, con toda energía, afirma estar determinado a defender la cristiandad milenaria, empleando para ello, son sus palabras, «mis reinos, mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma». Carlos, al comienzo de esta solemne declaración, invoca a sus antepasados. Pero ¿cuál de ellos pudo inspirarle, sino sólo su abuela Isabel la Católica, que en su testamento se dice obligada, con igual latitud que Carlos entonces, al sacrificio de su persona, de su vida y de todo lo que tuviere? No ciertamente su abuelo Maximiliano, que jamás se sintió héroe, ni siquiera verdadero emperador; no su padre, Felipe, vulgar en su política, frívolo en su vida toda. ¿Qué otro príncipe habló entonces como Isabel y como Carlos, sintiéndose trascendentalmente responsable de un orden universal y eterno, cuando la unidad europea pontificio-imperial era atacada o rota por los Valois de Francia, por los Tudor de Inglaterra, y aún a veces desatendida por los Médicis y Farnesios de Roma? (…)

    Podemos, pues, sentar que desde esa primera declaración pública de las Cortes coruñesas, el concepto imperial de Carlos, esbozado entonces por Mota, se hallaba en oposición al de su canciller, y tal oposición radicaba en principios conceptuales: Gatinara era un humanista, cautivado por la lectura de la obra dantesca De Monarchia. De ella saca el principio de que el imperio es título jurídico para el mundo todo; así que Carlos, no sólo había de conservar los reinos y dominios hereditarios, sino adquirir más, aspirando a la monarquía del orbe. (…)

    Por el contrario, lo que propone el doctor Mota es cosa muy distinta; es, simplemente, el imperio cristiano, que no es ambición de conquistas, sino cumplimiento de un alto deber moral de armonía entre los príncipes católicos. La efectividad principal de tal imperio no es someter a los demás reyes, sino coordinar y dirigir los esfuerzos de todos ellos contra los infieles para lograr la universalidad de la cultura europea. Gatinara, la monarquía universal; Mota, la dirección de la universitas christiana. Esta gran diferencia, estos dos tipos de imperio, no advertidos por Brandi, nos aclara la cuestión sobre la paternidad de la idea imperial carolina, mostrándonos que no es seguramente del canciller, sino que en su primera forma pública aparece elaborada, en colaboración, por Carlos V y el doctor Mota.

    Al mismo tiempo que Carlos hacía esas dos declaraciones, la de las Cortes de La Coruña y la de la Dieta de Worms, ambas extrañas a las preocupaciones del canciller, se desarrollaba en Castilla la revolución de las Comunidades. Y las Comunidades fueron aldabonazo estrepitoso que despertó el tardo y adormilado ánimo de aquel joven emperador. El recuerdo de Isabel, confuso, acaso subconsciente en la Dieta de Worms, se hace ahora vivo y estimulante. Los comuneros recuerdan al inexperto soberano continuamente el testamento de Isabel, impregnado de ideas contrarias a las de los flamencos de su corte; el pueblo no es un rebaño esquilmable por el rey, sino que el rey se debe a la felicidad de su pueblo, el rey debe amoldarse a la índole de su pueblo. Por su parte, los fieles magnates castellanos del partido realista, los que vencieron a los comuneros, no dejan tampoco de hispanizarle; el condestable de Castilla le decía con dura franqueza que sacudiese la tutela de los flamencos y se mostrase hombre, discurriendo por sí mismo; a la vez le aconsejaba que se casase con Doña Isabel de Portugal «porque es de nuestra lengua», decía el condestable; hermosa expresión que, en su inexactitud filológica, revela la fraternidad fundamental hispano-portuguesa y la convicción de que España era la parte principal en el gran organismo formado por los extensos dominios del César. Y Carlos, al mismo tiempo que se hispaniza, madura las decisiones de su voluntad. (…)
    Última edición por ALACRAN; 21/01/2022 a las 19:49
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: Carlos V, emperador hispánico, y su idea española de Imperio

    ... Tercer momento. El Saco de Roma. 1526.

    La tercera exposición de la idea de Carlos V, anterior a la fecha de 1528, adoptada como inicial por Karl Brandi, es con ocasión del Saco de Roma y prisión del Papa en el castillo de Santángelo, en 1526. El asalto de Roma por el condestable Borbón (asalto que Carlos lamentó, pero del cual se hizo solidario) fue resultado de la indignación española ante la conducta ambigua del Papa, que no comprendía ni secundaba las aspiraciones de Carlos y de España en pro de la catolicidad europea.

    La expresión oficial de estas ideas renacentistas acerca de las relaciones del imperio con la Iglesia se produce cuando Carlos V tiene que contestar al breve de Clemente VII sobre el Saco de Roma, breve fechado el 24 de junio de 1526. Y nos encontramos con que la redacción de la respuesta cesárea no fue encomendada al canciller piamontés, sino a un español, Alfonso de Valdés, que era secretario de cartas latinas del emperador. Alfonso es hermano de Juan de Valdés, el famoso autor del Diálogo de la lengua.

    Alfonso de Valdés, con enérgica elocuencia y contundentes razones, manifiesta que el emperador de todo corazón quisiera ver en paz a Italia y al mundo entero, pues entonces serían vencidos los turcos, y entonces los luteranos y demás sectarios serían suprimidos o vueltos al seno de la Iglesia. Carlos está dispuesto a ofrecer sus reinos y su sangre para proteger a la Iglesia. Pero si el Papa estorba estas sus preocupaciones imperiales; si hace veces, no de padre, sino de enemigo, no de pastor, sino de lobo, entonces el emperador apelaría al juicio de un concilio general, en el que se buscase el remedio a la difícil situación interna de la cristiandad, la curación del malherido catolicismo.

    ¡El concilio general! He aquí el coco, la amenaza que ya los Reyes Católicos esgrimían contra las demasías del Papa. Lutero pedía también el Concilio; Erasmo apoyaba esa petición como único medio de que los luteranos fuesen oídos y juzgados a toda su satisfacción; Carlos V lo había pedido en otras ocasiones. Y todavía Alfonso de Valdés añade de suyo, en la respuesta al breve, una acritud contra el Papa que nunca fue superada en tiempos posteriores.

    Esta acre respuesta fue entregada al nuncio en Granada el 17 de septiembre de 1526. El nuncio era Baltasar Castiglione (el autor de El cortesano, ese delicioso libro, entonces muy leído por los caballeros y damas de toda Europa, muy inclinado a los modales españoles y admirativo de grandes figuras españolas, como la reina Isabel y el Gran Capitán). Castiglione, al recibir la dura contestación redactada por Valdés, se manifiesta dolido en esa su simpatía hispana; él quiere ser un nuncio de cordialidad, y no de discordia, y, pues había recibido un segundo breve del Papa, más templado que el anterior, quería retirar el primero, así como la respuesta de Valdés, poco conveniente. El César, sin embargo, insiste en que se entregue la contestación al primer breve y dispone otra respuesta al segundo breve, más moderada; sobre todo, como el Papa se negaba a convocar el concilio, reduce Carlos V su apelación al Colegio de cardenales. Las dos contestaciones fueron impresas en España y repartidas profusamente en Alemania; eran el gran avance que, sometido a la redacción de Valdés, daba la idea imperial de Carlos V, poniendo los deberes católicos o universalistas del imperio por encima de los intereses del Papa mismo. Por lo demás, en la enérgica actitud frente al Pontífice, Carlos no hacía sino continuar la firmeza de su abuelo Fernando el Católico, quien en cierta ocasión mandaba a su virrey de Nápoles ahorcar al cursor apostólico y encarcelar a cuantos pretendieran publicar allí una excomunión inconveniente. Carlos V, con miras más trascendentales que su abuelo, quiere, con su entereza, conducir simultáneamente al Papa hacia una concordia católica, y a los luteranos, hacia el Papa. (…)


    Cuarto momento. Discurso de Madrid. 1528.

    Como cuarta ocasión en que se manifiesta la idea imperial de Carlos V, tomamos la que Brandi considera como primera: el discurso pronunciado por el emperador en Madrid el 16 de septiembre de 1528, para anunciar a la corte que tenía decidido emprender el proyectado viaje a Italia, con doble objeto: primero, ser allá coronado por el Papa, requisito solemne para acabar de ser perfecto emperador, y, segundo, tratar de persuadir al Papa la conveniencia del concilio general, que examinase la herejía de Lutero y pacificase los espíritus corrigiendo los abusos de la Iglesia. (...)

    La redacción de ese discurso pertenece, sin duda, al predicador de Carlos V, al famoso fray Antonio de Guevara, recién creado obispo de Guadix, y que entonces andaba al lado del emperador por razón de su doble cargo de predicador de la capilla real y de cronista imperial.

    Fray Antonio de Guevara no era todavía el estilista famoso que un poco más tarde se puso de moda en Europa; pero ya en España su obra principal, El reloj de príncipes, circulaba manuscrita y empezaba a correr en ediciones fraudulentas, y sus cartas familiares y su oratoria eran admiradas por todos. Su prosa fluida, sobreabundante, oscila entre la sencillez y la complicación; sentenciosa, adornada con aliteraciones, similicadencias y paralelismos, cautivaba en España e iba a cautivar en todos los países a los ingenios cortesanos e iba a despertar traductores e imitadores en Inglaterra, en Francia, en Alemania, en Holanda. (...)

    En este discurso madrileño, Carlos V pone empeño en decir que no aspira a tomar lo ajeno, sino a conservar lo heredado, y llama tirano al príncipe que conquista lo que no es suyo. Ahora bien, estos conceptos, que al pie de la letra se hallan en el Reloj de príncipes, son contrarios a los del canciller; Gatinara piensa en la monarquía universal de Carlos como un privilegio, como el justo título para toda otra conquista, como justo título para dominar todo el orbe. La idea española triunfa también en Madrid, y la idea del canciller es repudiada con menosprecio, adoptando frases de Guevara. Y esto no ocurría sólo en el momento del discurso solemne, sino que era norma fija de conducta para el emperador, que acaso inspiró antes, a su vez, la doctrina del Reloj de príncipes.

    Carlos hizo el viaje a Italia; fue coronado en Bolonia; llegó así a la cumbre de la gloria y de los honores humanos. Muchos entonces le censuraban, y muchos historiadores le siguieron censurando después, de ambicionar la monarquía universal y de haber sacrificado a esa quimera hasta las consideraciones debidas a su pobre madre, loca. Pero en Bolonia conversó Carlos V con el embajador Contarini para desmentir enérgicamente el rumor de que él aspirase a la monarquía universal; él protesta ante el veneciano de que no quiere sino conservar lo suyo, nunca tomar lo ajeno. Y así, una vez más, desecha la idea imperial del canciller, adhiriéndose a la doctrina del Reloj de príncipes, de Guevara.

    De todo esto se desprenden conclusiones importantes político-literarias. Carlos V, el emperador más grande y poderoso, el emperador de dos mundos, no formó su ideal imperial imperfectamente y tarde, no la formó al dictado de su canciller, sino más bien de espaldas a su canciller. Él pensó de su imperio por sí mismo muy pronto, sin esperar el dictado de nadie, con sentimientos heredados de Isabel la Católica, madurados en Worms, en presencia de Lutero, y declarados públicamente, con la colaboración de varios escritores españoles: Mota, Valdés, Guevara.

    Carlos V se ha hispanizado ya y quiere hispanizar a Europa. Digo hispanizar porque él quiere transfundir en Europa el sentido de un pueblo cruzado que España mantenía abnegadamente desde hacía ocho siglos, y que acababa de coronar hacía pocos años por la guerra de Granada, mientras Europa había olvidado el ideal de cruzada hacía siglos, después de un fracaso total. Ese abnegado sentimiento de cruzada contra los infieles y herejes es el que inspiró el alto quijotismo de la política de Carlos, ese quijotismo hispano que aún no había adquirido expresión de eternidad bajo la pluma de Cervantes, y que no era comprendido o correspondido, ni por los reyes, ni por los Papas coetáneos de Carlos V, atentos nada más que a sus recelos por el gran poder que la Casa de Habsburgo alcanzaba. Tal sentimiento era hispano, y nada más que hispano, al concebir como el gran deber del emperador el hacer, lo mismo personalmente que por sus generales, la guerra a los infieles y herejes para mantener la universitas christiana; era ésta una idea medieval reavivada, resucitada por España, era el ansia de la unidad europea, cuando toda Europa se fragmentaba y disgregaba bajo la norma de la Razón de Estado, cuando esta razón estatal proclamaba sobre cualquier otro interés el interés de cada Estado, no sólo frente a todos los demás Estados, sino frente a toda norma ética. Aquella organización del imperio como aliado de la Iglesia (la correlación de las dos luminarias, la luna y el sol, que decían los tratadistas medievales) es uno de tantos frutos tardíos que produjo el hermoso renacimiento español, tan originalmente creador, al hacer florecer de nuevo grandes concepciones medievales en la estación en que éstas se habían marchitado en toda Europa.

    No inició Carlos esta nueva floración y madurez, sino Isabel la Católica, y no acabó con Carlos esa obra fundamentalmente hispana, pues continuó su desarrollo en el siglo siguiente, cuando Fernández Navarrete, en su Conservación de monarquía (1625) percibía claramente el peculiar carácter de abnegación que distinguía la idea imperial de España, frente al interesado proceder de los demás Estados. «Sólo Castilla, dice Navarrete, ha seguido diverso modo de imperar, pues debiendo, como cabeza, ser la más privilegiada en la contribución de pechos y tributos, es la más pechera y la que más contribuye para la defensa y amparo de todo lo restante de la monarquía».

    Carlos V, al hispanizar su imperio, propaga hispanidad por toda Europa. El imperio que tan achicado llegó a sus manos, casi sólo como una sombra, se convierte en una vigorosa realidad; Carlos V deja de ser solamente el jefe honorario de los príncipes germanos; él, para la rama española, reserva la Península, Flandes, Nápoles y Sicilia; su hermano, el españolísimo Fernando, el predilecto de Fernando el Católico, el discípulo de Cisneros, reina en Hungría y en Bohemia; los españoles combaten contra los turcos en Viena, en Túnez, en Argel; la Iglesia se ve robustecida por una nueva orden de origen español, la Compañía de Jesús, por los teólogos españoles del Concilio de Trento y por la nueva escolástica, otro fruto tardío de España.

    La vida de las cortes y de la diplomacia se vio invadida por ministros españoles y por usos españoles; la lengua española comenzó a ser usada por todas partes, sobre todo desde que Carlos V la hizo resonar bajo las bóvedas del Vaticano, en un parlamento ante el Papa Paulo III, el 17 de abril de 1536. Carlos volvía vencedor de Túnez y La Goleta, satisfecho de haber cumplido el deber imperial de combatir personalmente al turco, pero volvía muy dolido del rey francés, Francisco I, a quien tenía que acusar de desleal con la cristiandad, según cartas de Francisco a Barbarroja, acabadas de coger por el mismo emperador en La Goleta. El obispo de Macon, embajador francés, no comprendía bien la lengua en que el César fórmula tan categóricas acusaciones, y Carlos le replica ante el Papa: «Señor obispo, entiéndame si quiere, y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana». Así, el emperador, que a los dieciocho años no hablaba una palabra de español, ahora, a los treinta y seis años, proclama la lengua española lengua común de la cristiandad, lengua oficial de la diplomacia, dato esencial para juzgar la idea de Carlos V.

    El español se difundió también como lengua literaria. Fernando el Católico había presidido la aparición de obras de interés europeo, como la Celestina y el Amadís. Ahora, su nieto Carlos veía propagarse, no sólo las obras individuales de Guevara o el Lazarillo, sino obras colectivas, como el Romancero y los libros de caballerías, otro fruto tardío que producía España: una abundante poesía épica, versificada y en prosa, cuando toda Europa había olvidado por completo la epopeya y la novela medievales; ya también escriben los maestros de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz; ya apunta la nueva mística, otro de los más preciosos frutos que produjo el renacimiento español, ese gran árbol que hundía sus raíces en la tierra medieval, ya infecunda en toda Europa, y de cuyo tronco formaba parte de la idea imperial nacida en las cortes de La Coruña.

    Pero esa idea tuvo muy corta vida. Carlos V vio por sus ojos la ruina de su obra unitaria. La reforma, abrazada por los príncipes alemanes, hizo imposible todo pensamiento ecuménico. Por otra parte, cesó la relación entre el imperio católico y el papado. Una grave cuestión política surgió cuando abdicó Carlos V, y su hermano, el español Fernando, fue elegido emperador: Paulo IV rehusó reconocer a éste porque el consentimiento de la Santa Sede no había intervenido, ni en la abdicación de Carlos, ni en la elección de Fernando. A su vez, Fernando negó la necesidad de tal consentimiento; no era posible que el emperador de protestantes y católicos, el emperador que venía tras la conciliadora paz de Augsburgo, dependiese de la aprobación papal. El imperio no fue en adelante sino un título supremo que pudieron llevar más de uno a la vez; careció desde entonces de todo valor universal. Y, a la vez que Carlos V fue el último emperador coronado por el Papa, el preceptor de Carlos V, el holandés Adriano de Utrecht, fue el último Papa no italiano. Después de él, la ecumenicidad del Sumo Pontífice parece un tanto aminorada, al mismo tiempo que la ciudad celeste (lo mismo que la ciudad terrena) ve limitado su ámbito por el desarrollo de la reforma. Pero la idea de la universitas christiana que mantuvo Carlos V, de tan hispana que era, continuó siendo la base de la política, la literatura y la vida toda peninsular; a ella sacrificó España su propio adelanto en el siglo de las luces, queriendo mantener, en lo posible, la vieja unidad que se desmoronaba por todas partes.
    Última edición por ALACRAN; 21/01/2022 a las 23:28
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    Re: Carlos V, emperador hispánico, y su idea española de Imperio

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    ... Quinto momento. Imperio europeoamericano.

    Carlos V, último emperador que vio la ciudad temporal y la ciudad eterna unidas, último emperador universal, tuvo como tal otro carácter singularísimo: fue el primero y el único emperador europeoamericano.

    Carlos V fue el político que más sincera y firmemente creyó en la unidad europea, en esos Estados Unidos de Europa que hoy tan ansiosamente se desean y que no son, probablemente, una quimera. No es Europa un mero prejuicio cartográfico, pues la abonan cierta realidad física, reconocida desde los geógrafos griegos hasta hoy; cierta realidad racial, mediterránea, alpina y nórdica, en multimilenaria mezcla; una fuerte ciudad cultural, elaborada en esos milenios de convivencias, y hasta muchos sólidos fundamentos de unidad política, simbolizados por hombres como Augusto, Trajano, Justiniano, Carlomagno, Luis el Piadoso, Gregorio VII, Federico II, Bonifacio VIII y demás.

    De todos ellos, Carlos V fue el que rigió directamente tierras más extensas y apartadas. No sólo quiso unificar a Europa, sino que quiso europeizar a América, hispanizándola también, para incorporarla a la cultura occidental. Y esta prolongación del Occidente europeo por las Indias occidentales fue el paso más gigante que dio la humanidad en su fusión vital, el paso más gigantesco, desde las primeras luchas y mezclas de los grupos raciales en los tiempos prehistóricos, hasta hoy.

    Y bien; la europeización de América va unida a esa idea imperial de Carlos V que vamos viendo formada en colaboración con los súbditos españoles del César. Ahora, al lado de Mota, de Valdés y de Guevara, el que formula para Carlos V un nuevo matiz del concepto imperial es otro español, salido de aquí, de la isla de Cuba, para comenzar en Veracruz una de las mayores empresas del descubrimiento americano. Es Hernán Cortés, el conquistador más preocupado de humanizar la dureza de toda conquista y de valorizar y engrandecer lo conquistado, quien, después de entrar en Méjico, escribía a Carlos en abril de 1522, noticiándole estar pacificada toda aquella inmensa tierra de Moctezuma: «Vuestra alteza se puede intitular de nuevo emperador de ella, y con título y no menos mérito que el de Alemaña, que por la gracia de Dios vuestra sacra majestad posee». Memorables palabras, aún no recogidas por la Historia, en las que, por primera vez, se da a las tierras del Nuevo Mundo una categoría política semejante a las de Europa, ensanchando el tradicional concepto del imperio. Cortés quiere que el César dedique al Nuevo Mundo todo el interés debido, como a un verdadero imperio, para lo cual, con curiosidad humanística, le reseña la religión, gobierno, historia, costumbres y riquezas de Méjico.

    Carlos V, preocupado por las intrincadas cuestiones del Mundo Viejo, no podía dar a ese imperio indiano, como le daba Cortés, una importancia igual a la del imperio romano-germánico. Aquél era un imperio simplicísimo, sobre gentes en estado primitivo, sin nexo alguno político con otras tierras, sin relación alguna histórica con el viejo mundo. Trabajó, sin embargo, Carlos V, como habían trabajado Fernando e Isabel, para dar al nuevo imperio americano fundamentos de juridicidad que le vinculasen a la ideología del viejo mundo. Trabajó Carlos V en esto desde los primeros días de su reinado hasta los últimos, y entre las disputas de Sepúlveda y Las Casas nacieron esas admirables leyes de Indias, bastantes a amnistiar ante la Historia todas las faltas que la acción de España haya tenido en América, como las tiene toda acción política y conquistadora.

    El imperio de Carlos V es la última gran construcción histórica que aspira a tener un sentido de totalidad; es la más audaz y ambiciosa, la más consciente y efectiva, apoyada sobre los dos hemisferios del planeta y, como la coetánea cúpula miguelangelesca, lanzada a una altura nunca alcanzada antes ni después. El reinado de este emperador europeo-americano queda aislado, inimitable, sin posible continuación. Después de él, toda universalidad quedó excluida. Sólo ahora algunos hombres vuelven a buscar afanosos un principio unificador que pueda restaurar en el mundo la deshecha ecumenicidad. Si cualquier día la humanidad emprende tal restauración, entonces, sin duda, España, la de los frutos tardíos del renacimiento, tendrá algo que hacer en el abnegado camino de ese ideal".

    Ramón Menéndez Pidal

    Madrid, Ed. Espasa Calpe, 1940.

    *****
    Última edición por ALACRAN; 21/01/2022 a las 15:14
    ReynoDeGranada dio el Víctor.
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