RevistaFUERZA NUEVA, nº 51, 30-Dic-1967
EL BURÓ DE REDACCIÓN
Rafael García Serrano
¡Santo cielo, qué aburrido es leer libros comunistas! Están todos cortados por el mismo patrón, emplean los mismos argumentos, la misma fraseología, idénticos adjetivos. Yo me atrevo a suponer que hay un buró encargado de redactar aburridamente los libros de los capitostes marxistas, y después un superburó que se encarga de aburrirlos algo más por las mismas razones estéticas que llevaban a don Eugenio d’Ors a oscurecer alguna de sus glosas que le había salido demasiado clara.
Es muy difícil que en un libro comunista brote algo, espontáneo. Mi cultura en esta materia está limitada casi absolutamente a la guerra de España y a alguna de las versiones más o menos oficiales que se han dado en torno a otras guerras: la mundial número 2, el Vietnam y algunas rebeliones anticolonialistas. Todos los libros se parecen como se parecen los soldados en un desfile vistos desde el relativo olimpo de un helicóptero. Y si en alguno de ellos brilla una pizca de personalidad, uno puede asegurar inmediatamente que el “tovarich” que firma esa obra, es un comunista español, porque por muy ortodoxo que sea no puede evitar, de alguna manera, que le piquen las pulgas de la pelliza de Viriato.
Es curioso observar lo distinto que escribe, por ejemplo, un Jesús Hernández antes o después de mandar a paseo la línea del partido. “Negro y rojo”, estilísticamente hablando, no se parece ni un poco a “Yo, ministro de Stalin en España”. En cambio, el libro de Enrique Líster y éste que hoy me ocupa –“El único camino”, de Dolores Ibarruri- son gemelos. La irrenunciable condición española que alienta, incluso a su pesar, en ambos agentes rusos, hace que sus libros, dentro de aquella monotonía general que pareció iniciarse con don Carlos Marx, tengan destellos personales y a veces brillantes. Ya lo comenté a propósito de Enrique Líster.
Pues bien, cuando La Pasionaria se impone un poquito al buró de redacción consigue, como en los primeros capítulos del libro -referentes a su dramática infancia y juventud en los barrios mineros de Vizcaya-, una vibración comunicativa que llega a calar en el lector. Su misión desesperada, solanesca y real de las condiciones infrahumanas en que el capitalismo hacía vivir a los mineros mientras éstos no se asociaron para defenderse, me traía a la memoria inolvidables párrafos de José Antonio sobre las buenas razones del socialismo.
Por el contrario, cuando La Pasionaria se deja llevar por los expertos del buró, aquella prosa sencilla y viva se transforma en un bodrio apabullante capaz de arrancar bostezos a las pirámides de Egipto. Entonces salen cosas tan deliciosas como ésta: “Le voy a enseñar a usted mi pequeño hijo” o se califica al coronel Casado de “alimaña cobarde y escurridiza”, o se hace el elogio de la guerra de la “Independencia” de España “defendida” a base de batallones cipayos, cuyos nombres son Thaelman, Dimitrov, Dombroski, Edgar André, o Comuna de París. (Por contra) ¿Qué unidad nacional se bautizó con los nombres de Tercio de Requetés de Adolfo Hitler, o Bandera de Falange del Duce, o Batallón Oliveira Salazar, pongo por caso, de nombres con los que se nos reprocha constantemente una ayuda que nunca hemos negado, a cambio de la enorme que recibió el Ejército Rojo, negándolo a rotos según pintase?
No hay en todo el libro -que equivale a unas memorias personales y que con ese buen aire arranca- el menor esfuerzo intelectual. Todo está previsto, como en las comedias que entusiasman a la burguesía. Todo está cuidadosamente alineado, compuesto con ortodoxa corrección, de tal modo que desafío a cualquiera a que encuentre, en las ciento noventa mil palabras que componen el abrumador texto, ni una sola vez este apellido: Stalin. Otro tanto ocurre con el libro de Líster. ¿Puede admitirse como testimonio de nada, y menos de un hecho histórico del calibre de la guerra de España, una serie de documentos personales en los que no aparece el nombre de aquél a quien bendecían a todas horas dignatarios del virreinato soviético de la categoría de Dolores Ibarruri o Enrique Líster? ¿Qué especie de verdad es la que nos pueden contar si comienzan por negarnos la existencia alusiva de aquél a quien loaban y cuyo retrato magnificaron en plazas, calles y fachadas, cuyo nombre trepaba a los callejeros, ya en honor del cual se organizaban procesiones laicas que hubieran hecho palidecer de envidia a los canónigos de Salamanca?
Por supuesto, también La Pasionaria nos da su ración de doctrina cristiana llevada a la práctica y nos cuenta cómo salvó a unas monjitas y hasta sospecho que todavía las tiene escondidas por si acaso un día quiere solicitar la venia de Franco para venir a España. Su capítulo de las monjitas hubiera hecho llorar a nuestros más acreditados inquisidores de la época de la Contrarreforma, con perdón.
Ya ven, ni Líster ni La Pasionaria osan escribir el nombre de Stalin, al cual le deben hasta el aliento que respiran.
En fin, que el libro es una editorial de “Mundo Obrero”, pero en el largo. Y que, sin embargo, hubiera podido ser un libro de arrastre nada más que con seguir la tónica de sus primeras páginas. Pero el buró es el buró, compañeros. |
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