El Gran Caudillo de los Renegados Andaluces frente a los Omeyas


Los andaluces alzados contra Córdoba hallaron pronto un caudillo digno de su empresa en la persona del nieto de renegados, Umar ben Hafsun. Otra vez la raza hispana alumbró un gran capitán popular. Como Viriato y como otros muchos guerreros españoles de todos los tiempos, que hubieron de pelear con fuerzas regulares, triunfó Ben Hafsun por su astucia, su bravura y su justicia, y porque supo con ellas, ganar el entusiasmo de su pueblo. Hizo de la montaña inexpugnable de Bobastro el centro de sus empresas. Los españoles, cristianos o musulmanes, le amaron con pasión; sus enemigos le odiaron con saña, pero al cabo rindieron homenaje involuntario a su grandeza a través de los relatos, apasionados, de los cronistas cortesanos. La leyenda adornó los comienzos de su carrera. La historia oficial sólo a medias palabras descubrió sus triunfos, se entusiasmó al contar sus fracasos y se detuvo a referir el esfuerzo militar que costó conquistar su nido de águilas defendido por su sombra y por sus hijos. Y las poesías con que los poetas de la corte cantaron sus derrotas y las de sus cachorros aportan nuevas luces a su gloria. En su época de máximo poder llegó a dominar toda la Andalucía meridional, al sur del Guadalquivir. Su autoridad se extendió hasta Elvira (Granada), Archidona, Osuna, Écija, Baena y Aguilar, a una jornada de Córdoba, junto a cuyos mismos muros sus jinetes lanzaron un día sus lanzas sobre la imagen de la Virgen, que todavía se alzaba sobre la puerta del Puente. Seguía su causa Ben Mastana en la sierra de Priego y otros rebeldes de Jaén. En las calles, en los palacios y hasta en las mezquitas cordobesas se predecía la caída de la dinastía Omeya y la conquista de la ciudad. El emir se humilló más de una vez ante él. Buscaron su alianza el jefe de la aristocracia sevillana, Ben Hachchach, y el de la familia «Beni Casi». Pero rara vez triunfa una rebelión popular que da plazo al gobierno para reorganizar sus huestes y al pueblo para fatigarse de los sufrimientos que la rebelión engendra. Umar ben Hafsun no disponía, además, de fuerzas bastantes para conquistar el poder y dominar la España musulmana. Nieto de cristianos y siempre simpatizante con la fe de sus mayores, en 899 dio el paso decisivo de hacerse bautizar y de abrazar, así, la religión cristiana. Tal paso produjo una sensación profunda. Algunos españoles, sinceros musulmanes, le abandonaron. La corte lo explotó en su provecho. Abd Allah encontró en Ben Abi Abda un buen general, y en la desilusión y el cansancio de los andaluces los mejores aliados. Y poco a poco el otrora caudillo de la raza hispana pasó a ser un rebelde menor, cuya estrella palidecía despacio y cuyos dominios se reducían poco a poco, hasta quedar limitados a la inexpugnable montaña de Bobastro, donde había comenzado su alzamiento.


La Astucia de Umar Ben Hafsun frente a la Fuerza de Al-Mundhir

La noticia de la muerte de su padre (Muhammad) le sorprendió (a Al-Mundhir) mientras se hallaba ocupado en sitiar el castillo de Alhama del maldito renegado Umar ben Hafsun. Volvió a Córdoba y las ceremonias de la entronización terminaron al día siguiente de su llegada.

Cuando Ben Hafsun vio a Al-Mundhir levantar el sitio al ocurrir la muerte de su padre... se puso en seguida en movimiento y envió mensajeros a todas las plazas fuertes situadas entre Alhama y el litoral y todos reconocieron su autoridad. Se dirigió hacia Priego y la montaña de Xeiba y allí se apoderó de inmensas riquezas. Hizo todo ello sin grandes medios de acción, y sin mucho dinero ni muchas tropas, pero servía de castigo entre las manos de Dios, que le empleaba para hacer sentir su venganza a sus servidores.
Apareció en una época turbada, cuando corazones endurecidos e inclinados al mal y espíritus malignos buscaban las malas ocasiones y apetecían la guerra civil. Y por ello al sublevarse encontró el pueblo en su misma disposición de ánimo y dispuesto a hacer causa común con él. Las poblaciones se reunieron a su alrededor y se dirigió a su amor propio con estas palabras: «Desde hace demasiado tiempo habéis tenido que soportar el yugo de este sultán que os toma vuestros bienes y os impone cargas aplastantes, mientras los árabes os oprimen con sus humillaciones y os tratan como esclavos. No aspiro sino a que os hagan justicia y a sacaros de la esclavitud.» Tales palabras de Ben Hafsun hallaban siempre una acogida favorable y el reconocimiento de las masas y así consiguió la adhesión de los habitantes de las fortalezas.
Se declararon por él los bandoleros y los hombres turbulentos, a quienes atrajo con la esperanza de conquistas y saqueos. De otra parte mostraba afección a sus compañeros y deferencia para con sus íntimos, respetaba a las mujeres y observaba las reglas del honor, con lo que se conciliaba todos los ánimos. Dentro de sus dominios una mujer podía ir sola de una población a otra con su dinero y sus bienes sin que nadie intentara siquiera molestarla. Empleaba la muerte como castigo. Daba fe a la palabra de una mujer, de un hombre o de un niño cualquiera y, sin solicitar otro testimonio ninguno, castigaba al acusado, quienquiera que él fuera. Su mismo hijo había de someterse a las prescripciones de la justicia. Trataba, además, a los guerreros todos con consideración y rendía honores a los enemigos valerosos y les perdonaba cuando resultaba vencedor. Y regalaba brazaletes de oro a quienes rivalizaban en valor.
Todos estos procedimientos sirvieron mucho a Ben Hafsun, que llevó sus incursiones hasta Cabra y aún más allá, hasta la aldea de Al-Chahya, atacó Alcaudete en el cantón de Elvira, se acercó a los alrededores de Jaén e hizo prisionero a Abd Allah ben Samaa, gobernador de Priego. En las cercanías del castillo de Iznajar en el cantón de Málaga, no lejos de Cabra, se reunieron gran número de malhechores partidarios de Ben Hafsun, lo que aterró a los habitantes de la ciudad citada y les impedía salir de ella. Cuando Al-Mundhir conoció lo que ocurría envió a Asbagh ben Futays a la cabeza de un cuerpo considerable de caballería contra la fortaleza de Iznajar, que fue sitiada y tomada y cuyos defensores fueron ejecutados. Y Al-Mundhir envió igualmente fuerzas de caballería al mando de Abd Allah ben Muhammad ben Mundhar y por el paje Aydun al país de Lucena, región de Cabra, donde se hallaba un grupo de partidarios de Ben Hafsun, que fueron sitiados y combatidos hasta su exterminio.

En 274 [28 de mayo 881] el emir Al-Mundhir marchó a la cabeza de sus tropas contra Umar ben Hafsun y conquistó dos castillos del cantón de Málaga, así como los de Cabra. Avanzó en seguida hasta Bobastro, capital del rebelde, le puso sitio y la atacó desde muy cerca después de haber devastado los alrededores. Se alejó en seguida para dirigirse sobre Archidona, donde se encontraba Ayxun. Estableció su campamento bajo los muros de la plaza, emprendió el sitio de la misma y redujo a sus habitantes a tal situación que acabaron por renunciar a sostener a Ayxun y a su familia e incluso le abandonaron a él y a sus partidarios. El emir penetró entonces en la plaza, se apoderó de ellos y de los Banu Mathruh, que eran tres: Harb, Awn y Thaluth, sus castillos de las sierras de Priego fueron conquistados y ellos mismos cautivos del emir, fueron enviados por él a Córdoba, donde fueron crucificados con diecinueve de los suyos. Ayxun lo fue entre un cerdo y un perro, porque tenía la costumbre de decir que si el emir podía apoderarse de él, debía crucificarle con un cerdo a la derecha y un perro a la izquierda. Hasta tal punto tenía confianza en su bravura y se creía seguro, gracias a su fuerza y a su valor, de no ser jamás hecho prisionero. Al-Mundhir, desesperado de acabar de otra manera con él, había comprado a un habitante de Archidona que se comprometió a prenderle mediante un ardid, y en efecto, un día que Ayxun entró desarmado en casa de uno de los traidores, se arrojaron sobre él y le enviaron al emir.
En el segundo año del reinado de Al-Mundhir, en la fecha señalada: «Tal príncipe marchó contra Bobastro con el mayor número de tropas de que pudo disoponer, comenzó su asedio escrupuloso y combatió vigorosamente a Ben Hafsun, que estaba dentro. Su caballería se extendió por la región y se apoderó de las llanuras y de las montañas. Avanzó desde allí contra Archidona para destruirla y hacer sufrir a sus habitantes horas terribles y desdichadas en razón de la obediencia que prestaban a Ben Hafsun y de su comunidad de miras con los habitantes de los castillos de aquél.
Los de Archidona enviaron mensajeros al emir, que le transmitieron palabras de sumisión y le ofrecieron volver al seno de la comunidad de los creyentes. El príncipe acogió bien sus proposiciones, trató a todos con suavidad y se apoderó de la fortaleza, donde hizo prisionero al gobernador nombrado por Ben Hafsun. Pero éste persistió en el falso camino del error y no cambió su actitud de enemigo y rebelde. El emir le asedió entonces estrechamente y Ben Hafsun, falto de ayuda y de partidarios que pudieran sostenerle, viéndose a punto de ser apresado y privado de toda posibilidad de huida nocturna, aplicó todas las fuerzas de su espíritu para desasirse de las cuerdas que le sujetaban y de las redes que le apresaban, mediante el embuste y la astucia. Fingió que consentía en someterse, y anunció que su obediencia sería leal a condición de ser tratado por el emir como uno de los jefes del ejército (chund), de habitar en Córdoba con su familia y sus hijos, de que éstos dos figurasen también entre los clientes (del príncipe) y de que él mismo no dejara de ser considerado con benevolencia.
El emir accedió a su demanda, se comprometió por juramento solemne e hizo redactar en seguida un decreto de aministía. Regaló a los hijos de Ben Hafsun los más preciosos vestidos e hizo cargar bestias de transporte con el dinero y los objetos que les estaban destinados, mostrando una gran generosidad y colmando todos sus deseos y apetencias. Ben Hafsun, con la intención de asegurar su pérfido engaño, pidió al emir cien mulos para transportar su familia y sus efectos; el emir se los envió bajo la custodia de diez oficiales y de ciento cincuenta caballeros, tratándole del modo más honroso y añadiendo favor tras favor. Ben Hafsun envió toda esa gente a Bobastro, donde estaban su familia, sus hijos y sus bienes hereditarios y de ganancia. Las tropas del emir partieron de los alrededores de la plaza, así como el cadí y los juristas que habían redactado el tratado de paz, en la convicción de que no había ardid ni engaño alguno y de que habían apartado todo temor de nuevas turbulencias por parte del rebelde. Las tropas se habían dispersado una vez levantado el campo; la noche vino también a facilitar la violación de sus juramentos y Ben Hafsun huyó del castillo y pudo llegar a Bobastro sin ser inquietado. Cayó entonces sobre los oficiales del emir, se apoderó de los mulos del convoy y, volviendo a su vida anterior, declaró a los suyos que era siempre su jefe supremo. Entonces Al-Mundhir juró reanudar el sitio y perseguirle sin piedad hasta la sumisión de su enemigo. Hizo sus preparativos de campaña, reunió numerosos guerreros, acampó de nuevo bajo los muros de Bobastro, que rodeó por todas partes, y tomó las disposiciones más rigurosas para el ataque y el sitio.»
«Estos proyectos y su realización hicieron perder a Ben Hafsun toda esperanza de seguir resistiendo largo tiempo en aquellos castillos. Durante cuarenta y tres días el emir permaneció acechando ávidamente bajo los muros de Bobastro; pero sufriendo ya de una enfermedad que inquietaba a su cortejo, hizo venir a su hermano Abd Allah para reemplazarlo y ejercer el mando. A la llegada del mismo, expiró con gran dolor de cuantos le habían tratado. A su muerte sus tropas se desbandaron y se dividieron sin que Abd Allah pudiera retenerlas ni reunirlas de nuevo, mientras Ben Hafsun se apoderaba del campamento y lo saqueaba. El cuerpo del emir difunto fue transportado a Córdoba sobre un camello y allí fue inhumado al lado de sus antecesores. El pueblo sintió muy poco su muerte, pues, por su orden, debía acudir ante los muros de Bobastro e instalarse allí.»



La España Musulmana. Según los Autores Islamitas y Cristianos Medievales.
Por Claudio Sánchez Albornoz. Ed. Espasa-Calpe S.A., Madrid 1978.
5ª edición. Cáp II, págs. 274-278