Libro tercero
Problemas y soluciones relativas al orden en la humanidad

Capítulo I
Transmisión de la culpa, dogma de la imputación
Con el pecado del primer hombre se explica suficientemente aquel gran desorden y aquella formidable confusión que padecieron las cosas a poco de creadas, cuya confusión y cuyo desorden se convirtieron, como vimos, sin dejar de ser lo que eran, en elementos de un orden más excelente y de una más grande armonía por aquella virtud secreta e incomunicable, que está en Dios, de sacar el orden del desorden, de la confusión el concierto, y el bien del mal, por un acto simplicísimo de su voluntad soberana. Lo que aquel pecado por sí solo no alcanza a explicar en la perpetuidad y constancia de aquella primitiva confusión, la cual subsiste todavía en todas las cosas, señaladamente en el hombre. Para explicar cumplidamente la subsistencia de los efectos es necesario suponer la subsistencia de la causa, y para explicar la subsistencia de la causa es forzoso suponer la transmisión perpetua de la culpa.
El dogma de la transmisión del pecado con todas sus consecuencias es uno de los misterios más temerosos, más incomprensibles y oscuros entre cuantos nos han sido enseñados por revelación divina. Esa sentencia de condenación, dada en cabeza de Adán contra todas las generaciones de los hombres, así las que han sido como las que son ahora presentes y las que serán en lo venidero hasta la consumación de los tiempos, no se compone bien a primera vista, en el entendimiento humano, con la justicia de Dios, y mucho menos con su inagotable misericordia. Cualquiera diría, al considerarla de golpe y por primera vez, que es un dogma sacado de aquellas religiones inexorables y sombrías del Oriente, cuyos ídolos no tienen oídos sino para escuchar lamentos, ni ojos sino para ver la sangre, ni voz sino para lanzar anatemas y para pedir venganzas. El Dios vivo, en la actitud de revelarnos ese dogma tremendo, más bien que como el Dios manso y clemente de los cristianos, se nos muestra como el Moloch de los pueblos idólatras, crecido en grandeza y en barbarie, el cual, no contentándose ya con carnes tiernas para aplacar su hambre devoradora, va sepultando unas después de otras en las cavernas de su vientre las generaciones humanas. ¿Por qué somos penadas -dicen todas las gentes convertidas a Dios- si no fuimos culpables?
Entrando de lleno y derechamente en las entrañas de la cuestión, no será empresa ardua demostrar la altísima conveniencia de este profundo misterio. Ante todo, debemos observar que los mismos que niegan la transmisión como dogma revelado están obligados a reconocer que, aun considerado este negocio haciendo abstracción completa de lo que tenemos por fe, se va siempre a parar al mismo término por diferentes caminos. Demos por sentado que el pecado y la pena, siendo personales de suyo, son de suyo intransmisibles; y después de hecha esta concesión, todavía demostraremos con evidencia que, con ella como sin ella, queda en pie lo que se nos enseña por el dogma.
En efecto: de cualquiera manera que se considere este negocio, siempre resultará que el pecado puede producir en el que le comete tales estragos y tan grandes mudanzas, que sean poderosas para alterar física y moralmente su constitución primitiva; cuando esto sucede, el hombre, que transmite todo lo que tiene constitucionalmente, transmite a sus hijos por la generación sus condiciones constitucionales. Cuando una gran explosión de ira produce una enfermedad en el airado, cuando esa enfermedad que en él produce es constitucional y orgánica, es cosa sencilla y natural que transmita a sus hijos por vía de generación el mal constitucional y orgánico que padece. Ese mal constitucional y orgánico se reduce, considerándole bajo su aspecto físico, a una enfermedad verdadera; y considerándole desde su punto de vista moral, a una predisposición de la carne a sojuzgar al espíritu con aquella misma pasión que, cuando fue actual, produjo aquellos grandes estragos. Que la prevaricación de Adán, siendo la mayor de todas las prevaricaciones posibles, debió alterar, y alteró de una manera radical, su constitución moral y física, es una cosa puesta fuera de toda duda, y siéndolo, es cosa clara que debió transmitírsenos con la sangre el estrago de la culpa y la predisposición a cometerla actualmente.
Síguese de lo dicho que en realidad nada adelantan los que niegan el dogma de la transmisión del pecado si no niegan al mismo tiempo lo que no pueden negar sin insensatez evidente y sin evidente locura, a saber: que la culpa, cuando es grande, deja un rastro en la constitución y en el organismo del hombre, y que ese rastro orgánico y constitucional se transmite de unas generaciones en otras, viciándolas todas en lo que tienen de constitucional y de orgánico.
Ni adelantan más en ese terreno los que, negando la transmisibilidad del pecado, niegan el dogma de la imputación o la transmisión de la pena, como quiera que aquello mismo que en calidad de pena apartan de sí se les viene encima con otro nombre, con el nombre de desgracia. Demos por sentado que las desventuras que padecemos no son una pena, la cual lleva consigo la idea de una infracción voluntaria por parte del que la recibe y de una determinación voluntaria por parte del que la impone; siempre resultará de aquí que en todas las suposiciones son igualmente inevitables y ciertas nuestras grandes desventuras; los que no las confiesan como consecuencia legítima del pecado, se ven obligados a confesarlas como una consecuencia natural de las relaciones necesarias que tienen entre sí las causas y sus efectos. Por este sistema, la corrupción radical de su naturaleza fue una pena en nuestros primeros padres, voluntariamente pecadores. Su desobediencia voluntaria mereció la pena de la corrupción que les fue impuesta por un Juez incorruptible. Esa misma corrupción es en nosotros una desgracia, como quiera que no se nos impone como pena, sino que nos viene en calidad de herederos de una naturaleza radicalmente corrompida. Y esa desgracia es tan lamentable, que el mismo Dios no podría decretar nuestra exención sin alterar la ley de la causalidad, que está en las cosas, por medio de un portentoso milagro. Ese milagro se obró en la plenitud de los tiempos por una manera tan conveniente y tan alta, por caminos tan secretos, por medios tan sobrenaturales y por consejo tan sublime, que la obra inenarrable de Dios había de ser para los unos escándalo y para los otros locura.
La transmisión de las consecuencias del pecado se explica por sí misma, sin ningún género de contradicción ni de violencia. Nació el primer hombre adornado de inestimables privilegios: su carne estaba sujeta a su voluntad, su voluntad a su entendimiento, que recibía su luz del entendimiento divino. Si nuestros primeros padres hubieran procreado antes de pecar, sus hijos hubieran participado, por vía de generación, de su naturaleza incorrupta. Para que las cosas no hubieran sucedido de esta manera, hubiera sido necesario un milagro por parte de Dios, como quiera que aquella transmisión no hubiera podido impedirse sin mudar aquella ley en virtud de la cual cada ser transmite lo que tiene, en otra por cuya virtud su ser no pudiera transmitir sino aquello precisamente que le falta. Caídos en mísera rebeldía nuestros primeros padres, fueron justamente despojados de todos sus privilegios: su unión espiritual con Dios se trocó en apartamiento de ese mismo Dios con quien estaban unidos. Su sabiduría se convirtió en ignorancia, todo su poder fue flaqueza. Por lo que hace a la justicia original y a la gracia en que nacieron, les fueron quitadas del todo, quedando enteramente desnudos. Su carne se rebeló contra su voluntad, su voluntad contra su entendimiento, su entendimiento contra su voluntad, su voluntad contra su carne, y su carne, su voluntad y su entendimiento contra aquel Dios magnificentísimo que había puesto en ellos tan grandes magnificencias. En este estado es cosa clara que el padre no pudo transmitir por generación sino aquello que tenía, y que el hijo había de nacer ignorante de ignorante, flaco de flaco, corrompido de corrompido, apartado de Dios de apartado de Dios, enfermo de enfermo, mortal de mortal, rebelde de rebelde. Para que hubiera nacido sabio de ignorante, fuerte de flaco, unido a Dios de apartado de Dios, sano de enfermo, inmortal de mortal, sumiso de rebelde, hubiera sido forzoso cambiar la ley en virtud de la cual lo semejante engendra su semejante, en otra por virtud de la cual lo contrario engendra a su contrario.
Por lo dicho se ve que la razón natural va a parar, aunque por distintos caminos, al mismo término que el dogma. Entre el uno y la otra hay diferencias especulativas, no hay diferencias prácticas; para medir la distancia inmensa que hay entre la explicación natural y la sobrenatural del hecho que vamos consignando, es de todo punto necesario tender la vista más allá de ese hecho; entonces es cuando se advierte la esterilidad de la explicación humana y la fecundidad portentosa de la explicación divina. Esta fecundidad resplandecerá más adelante con el resplandor de la evidencia; por ahora lo que cumple a mi propósito es exponer y demostrar el dogma de la transmisión, el cual, sin invalidar lo que en la explicación natural del hecho de la transmisión hay de verdadero, rectifica lo que hay en ella de incompleto y de falso.
La razón natural llama desgracia a lo que se nos transmite. El dogma lo llama con tres nombres: culpa, pena y desgracia; es desgracia, por lo que tiene de inevitable; es pena, por lo que tiene de voluntario por parte de Dios; es culpa, por lo que en ello hay de voluntario por parte del hombre. La maravilla está en que, siendo una verdadera desgracia, de tal manera lo es, que se convierte en ventura: que siendo verdaderamente pena, de tal manera es pena, que también es medicina; y que siendo una verdadera culpa, de tal manera lo es, que es una culpa dichosa. En este gran designio de Dios resplandece, si cabe, más que en sus otros designios, aquella virtud soberana con que concilia lo que parece inconciliable, y por medio de la cual resuelve en una síntesis magnífica todas las antinomias y todas las contradicciones.
Por lo relativo a la culpa, toda la cuestión está en este arduo problema: ¿Cómo puedo ser pecador cuando no peco? ¿Cómo peco siendo niño?
Para resolverle conviene observar que nuestro primer padre fue a un tiempo mismo un individuo y una especie, un hombre y la especie humana, la variedad y la unidad juntas en uno; y como es ley fundamental y primitiva que la variedad, que está en la unidad, salga de la unidad en que está, para constituirse por separado, salvo el volver en su última evolución a la unidad en donde originalmente reside, de aquí fue que la especie, que estaba en Adán, salió de Adán, por la generación para constituirse separadamente. Empero, como Adán, al propio tiempo que era individuo era especie, resultó necesariamente de aquí que Adán estuvo en la especie de la misma manera que estuvo en el individuo. Cuando el individuo y la especie fueron una misma cosa, Adán fue esa cosa misma; cuando el individuo y la especie se apartaron para constituir la unidad y la variedad, Adán fue esas dos cosas separadas, de la misma manera que había sido antes esas dos cosas mismas juntas en uno. Hubo, pues, un Adán individuo y otro Adán especie; y como el pecado fue antes de la separación, y como Adán pecó juntamente con su naturaleza individual y con su naturaleza colectiva, resultó de aquí que así el uno como el otro fueron ambos pecadores. Ahora bien: si el Adán individuo murió, el Adán colectivo no ha muerto, y no habiendo muerto, conserva su pecado. Como el Adán colectivo y la naturaleza humana son una cosa misma, la naturaleza humana es perpetuamente culpable, porque es perpetuamente pecadora.
Aplicando estos principios al caso en cuestión, se ve claro que, estando la naturaleza humana en cada individuo, Adán, que es esa misma naturaleza, vive perpetuamente en cada hombre, y vive en él con lo que constituye su vida, es decir, con su pecado. Ahora se comprenderá más fácilmente de qué manera puede existir el pecado en el niño que nace. Cuando nazco soy pecador, a pesar de ser niño, porque soy Adán; lo soy, no porque peco, sino porque pequé actualmente cuando me llamaba Adán y era adulto, antes de tener el nombre que tengo y de ser niño. Cuando Adán salió de las manos de Dios, yo estaba en él, y él está en mí ahora que salgo del vientre de mi madre. No pudiendo separarme de su persona, no puedo separarme de su pecado, y, sin embargo, no soy Adán de tal manera que me confunda con él de una manera absoluta. Hay algo en mí que no es él, algo por lo que me distingo de él, algo que constituye mi unidad individual y que me distingue aun de aquello a que soy más semejante; y eso que me constituye variedad individual relativamente a la unidad común, es lo que he recibido y tengo del padre que me engendró y de la madre que me tuvo en sus entrañas. Ellos no me han dado la naturaleza humana, que me viene de Dios por Adán, pero han puesto en ella el sello de la familia y han estampado en ella su figura; no me han dado el ser, sino la manera en que soy, poniendo lo menos en lo más, es decir, aquello por lo que me distingo de los otros en aquello por lo que me asemejo a los demás, lo particular en lo común, lo individual en lo humano; y como quiera que eso que tiene de humano y que le asemeja a los otros es lo esencial en el hombre, y que lo que tiene de individual y de distinto no es más que un accidente, síguese de aquí que, teniendo de Dios por Adán lo que constituye su esencia y de Dios por su padre lo que constituye su forma, no hay hombre ninguno que, considerado en su conjunto, no se asemeje más a Adán que a su propio padre.
Por lo relativo a la pena, la cuestión está resuelta por sí misma desde el momento en que se da por cosa averiguada que se me transmite la culpa, como quiera que la una no puede concebirse sin la otra. Justo es que sea penado, si es cierto que soy culpable; y como en estas materias es necesario lo que es justo, siguese de aquí que la desgracia que padezco, sin dejar de ser desgracia, es necesariamente una pena. La pena y la desgracia, que son cosas diferentes desde el punto de vista humano, son cosas idénticas desde el punto de vista divino. El hombre llama desgracia al mal producido en calidad de efecto inevitable de una causa segunda, y pena al mal que un ser libre impone voluntariamente a otro en castigo de una falta voluntaria; y como quiera que todo lo que sucede necesariamente sucede por la voluntad de Dios, al mismo tiempo que todo lo que sucede por su voluntad sucede necesariamente, síguese de aquí que Dios es la ecuación suprema entre lo necesario y lo voluntario, que, siendo cosas diferentes para el hombre, son en él una cosa misma. Véase cómo, desde el punto de vista divino, toda desgracia es siempre una pena y toda pena una desgracia.
Por lo que dijimos antes, se ve cuán grande es el error de aquellos que, sin maravillarse de las misteriosas analogías y de las afinidades secretas que pone Dios entre los padres y sus hijos, se maravillan de esas mismas afinidades y de esas analogías misteriosas puestas por Dios entre el rebelde Adán y sus míseros descendientes. No hay entendimiento que entienda, ni razón que alcance, ni imaginación que imagine lo fuerte del vínculo y lo estrecho de la lazada puesta por el mismo Dios entre todos los hombres y ese hombre único, a un tiempo mismo unidad y colección, singular y plural, individuo y especie, que muere y que sobrevive, que es real y simbólico, figura y esencia, cuerpo y sombra; que nos tuvo a todos en sí y que está en todos nosotros; pavorosa esfinge que desde cada nuevo punto de vista ofrece un nuevo misterio. Y así como el hombre no puede alcanzar ni con su razón, ni con su imaginación, ni con su entendimiento lo que hay en su naturaleza de singularmente complejo y de misteriosamente oscuro, no puede tampoco alcanzar, aunque ponga en juego todas las potencias de su alma, la distancia inmensa que hay entre nuestros pecados y el pecado de aquel hombre, único, como él, por su profundísima malicia y por su grandeza incomparable. Después de Adán nadie ha pecado como Adán, y nadie pecará como él en toda la prolongación de los tiempos. Participando el pecado de la naturaleza del pecador, fue uno y vario a un tiempo mismo, porque fue un solo pecado en realidad y todos los pecados en potencia; con él puso Adán mancha en lo que ya no puede ponerla ningún hombre, en el puro albor de su inocencia purísima; poniendo unos pecados sobre otros, los que pecamos ahora no hacemos otra cosa sino poner manchas sobre manchas: sólo a Adán le fue dado oscurecer el ampo de la nieve: con ser nuestra naturaleza dañada un grave mal, y nuestros pecados un mal más grande, no carece ese compuesto de cierta belleza de relación, que nace de aquella armonía secreta que hay entre la fealdad propia del pecado y la fealdad propia de la naturaleza del hombre. Las cosas feas pueden armonizarse entre sí como se armonizan las hermosas; y cuando esto sucede, no cabe duda sino que lo que hay en las cosas de esencialmente feo se templa en algún modo por la belleza que reside en lo que hay en ellas de armónico y concertado. Esta, sin duda, debe ser la razón de por qué la fealdad física parece que disminuye siempre con los años; la vejez no es cosa que sienta mal a la fealdad, como la fealdad pierde lo que tiene de repugnante cuando se armoniza con las arrugas. Nada, por el contrario, es más triste de ver y nada más horrible de imaginar que la vejez puesta en la cara de un ángel o la fealdad junta con la primavera de la vida. Las mujeres que, habiendo sido hermosas, conservan, siendo viejas, rastro de lo que fueron, me han parecido siempre horribles; hay algo en mí que me da voces y me dice: «¿Quién ha sido el gran culpable que juntó por primera vez las cosas que hizo Dios para que estuvieran separadas?». No; Dios no ha hecho la hermosura para la vejez ni la vejez para la hermosura. Luzbel es el único entre los ángeles, y Adán entre los hombres, que juntaron todo lo que hay de decrépito y de feo con todo lo que había de resplandeciente y hermoso.

Capítulo II
De cómo saca Dios el bien de la transmisión de la culpa y de la pena y de la acción purificante del dolor libremente aceptado
La razón, que se subleva contra la pena y la culpa que se nos transmiten, acepta sin repugnancia, aunque con dolor, lo que nos fue transmitido, si pierde su nombre propio para tomar el de desgracia inevitable. Y, sin embargo, no es cosa ardua demostrar de una manera evidente que esa desgracia no podía convertirse en ventura sino con la condición de ser una pena; de donde resultará, por consecuencia forzosa, que en su definitivo resultado es menos aceptable la solución racionalista que la solución dogmática.
No considerando nuestra actual corrupción sino como un defecto físico y necesario de la corrupción primitiva, y debiendo durar el efecto tanto como su causa, es claro que, no habiendo modo ninguno de hacer que desaparezca la causa, no le hay tampoco de hacer que desaparezca el efecto. Siendo la corrupción primitiva, causa de nuestra corrupción actual, un hecho consumado, nuestra corrupción actual es un hecho definitivo, que nos constituye en una desgracia perpetua.
Considerando, por otra parte, que no puede darse ninguna manera de unión entre lo corrompido y lo incorruptible, síguese de aquí que por la explicación racionalista se hace imposible de todo punto la unión del hombre con Dios, no sólo en el tiempo presente, sino también en el venidero. En efecto: si la corrupción humana es indeleble y perpetua, y si Dios es eternamente incorruptible, entre la incorruptibilidad de Dios y la corrupción perpetua del hombre hay una invencible repugnancia y una contradicción absoluta. El hombre, pues, por este sistema, queda apartado de Dios perpetuamente.
Y no se me arguya diciendo que el hombre pudo ser redimido, porque cabalmente la consecuencia lógica de este sistema es la imposibilidad de la redención humana. Para la desgracia no se da redención sino en cuanto es concebida como una pena que viene detrás de un pecado: suprimido el pecado, procede la supresión de la pena, y con la supresión del pecado y de la pena se hace irremediable la desgracia.
Por este sistema es de todo punto inexplicable el libre albedrío del hombre. En efecto: si el hombre nace en el apartamiento necesario de Dios, si vive en el apartamiento necesario de Dios y si muere en el apartamiento necesario de Dios, ¿qué significa y qué es el libre albedrío del hombre?
Si no hay transmisión de la culpa y de la pena, luego al punto viene al suelo el dogma de la redención y el de la libertad humana, y con ellos todos los otros juntamente; porque si el hombre no es libre, no tiene el principado de la tierra; si no tiene el principado de la tierra, la tierra no se une a Dios por el hombre, y si no se une a Dios por el hombre, no se une a Dios de manera ninguna. El hombre mismo, si no tiene libertad, no se aparta de Dios de una manera para volver a Dios en otra forma; se aparta de él absolutamente. Dios no le alcanza ni con su bondad, ni con su justicia, ni con su misericordia; todas las armonías de la creación se desvanecen, todos los vínculos se rompen, el caos está en todas las cosas, todas las cosas en el caos; por lo que hace a Dios, deja de ser el Dios católico, el Dios vivo; Dios está en lo alto, las criaturas en lo bajo, y ni las criaturas se cuidan de Dios ni Dios se cuida de las criaturas.
En ninguna otra cosa resplandece tanto la divina consonancia de los dogmas católicos como en esta trabazón admirable que todos tienen entre sí, la cual es tan maravillosa y tan íntima, que la razón humana no puede concebir otra mayor, viéndose puesta en la tremenda alternativa de aceptarlos todos juntos o de negarlos todos juntamente. Lo cual consiste en que no contiene cada uno de ellos una verdad diferente, sino una misma verdad, correspondiendo exactamente el número de los dogmas al número de sus aspectos.
Ni hemos apurado todavía las consecuencias que se seguirían forzosamente de considerar la lamentable desgracia del hombre caído haciendo abstracción absoluta de la pena. En efecto: si su desgracia no es, al mismo tiempo que una desgracia, una pena, si es sólo un efecto inevitable de una causa necesaria, queda sin explicación ninguna lo poco que conservó Adán y que conservamos nosotros del estado primitivo; siendo digno de notarse, en contradicción con lo que a primera vista parece, que no es la justicia, sino, por el contrario, la misericordia, la que más resplandece en aquella solemne condenación que siguió inmediatamente al pecado. En efecto: si Dios se hubiera abstenido de intervenir con su condenación en esta tremenda catástrofe; si, viendo al hombre apartado de sí, le hubiera vuelto la espalda y hubiera entrado en su tranquilo reposo, o para decirlo todo de una vez, si en vez de condenarle le hubiera dejado entregado a las inevitables consecuencias de su voluntaria desunión y de su voluntario apartamiento, su caída hubiera sido irremediable y su perdición infalible.
Para que su desastre pudiera tener remedio, era necesario que Dios se acercara al hombre de alguna manera, volviéndosele a unir, aunque imperfectamente, con misericordiosa lazada. La pena fue el nuevo vínculo de unión entre el Criador y su criatura, y en ella se juntaron misteriosamente la misericordia y la justicia: la misericordia porque es vínculo, la justicia porque es pena.
Quitando a los padecimientos y a los dolores lo que tienen de pena, no se les quita sólo lo que tienen de lazada entre el Criador y la criatura, sino que se les quita también lo que en su acción sobre el hombre tienen de expiatorio y de purificante. Si el dolor no es una pena, es un mal sin mezcla de bien alguno; si es una pena, el dolor, que es un mal desde el punto de vista de su origen, que es el pecado, es un gran bien desde el punto de vista de la purificación de los pecadores. La universalidad del pecado es causa necesitante de la universalidad de la purificación, la cual a su vez exige que el dolor sea universal, para que todo el género humano se purifique en sus misteriosas aguas. Esto sirve para explicar por qué padecen todos los nacidos, hasta que mueren, desde que nacen. El dolor es compañero inseparable de la vida en este valle oscuro, lleno de nuestros sollozos, ensordecido con nuestros lamentos y humedecido con nuestras lágrimas. Todo hombre es un ser doliente, y todo lo que no es dolor le es extraño: si pone los ojos en lo pasado, siente pesar al verlo desvanecido; si los pone en lo presente, siente congoja porque lo pasado fue mejor; si los pone en lo venidero, siente turbación porque lo venidero todo es misterio y sombras. Por poco que considere, advierte que lo pasado, lo presente y lo venidero es todo, y que el todo no es nada; lo pasado ya pasó, lo presente va pasando, lo venidero no es. Los menesterosos van cargados de fatigas, los abastecidos padecen harturas, los potentes soberbias, los ociosos tedio, envidias los bajos, los altos desdenes. Los conquistadores que van empujando a las gentes van empujados por las furias, y no atropellan a los otros sino porque van huyendo de sí mismos. La lujuria consume con sus impúdicos ardores las carnes del mozo; la ambición toma al mozo, hecho hombre, de manos de la lujuria, y le abrasa con otras llamas y le mete en otras hogueras; la avaricia le coge cuando la lujuria no le quiere y cuando la ambición le abandona; ella le da una vida artificial que llama el insomnio; los viejos avaros no viven sino porque no duermen; su vida no es otra cosa sino la falta de sueño.
Pasea toda la tierra en ancho y en largo, vuelve los ojos atrás, tiéndelos adelante, devora los espacios y recorre los tiempos, y ninguna otra cosa hallarás en los dominios de los hombres sino esto que ves aquí: un dolor que no remite y una lamentación que nunca acaba. Y ese dolor, aceptado voluntariamente, es la medida de toda grandeza; porque no hay grandeza sin sacrificio, y el sacrificio no es otra cosa sino el dolor voluntariamente aceptado. Los que el mundo llama héroes son aquellos que, siendo traspasados por un cuchillo de dolor, aceptaron voluntariamente el dolor con su cuchillo. Los que la Iglesia llama santos son aquellos que aceptaron todos los dolores, los del espíritu y los de la carne juntamente. Santos son los que, estrechados por la avaricia, dieron de mano a todos los tesoros del mundo; los que, solicitados por la gula, fueron sobrios; los que, abrasados por la lujuria, aceptaron santamente el combate y fueron castos; los que, entrando en batalla con pensamientos sucios, fueron limpios; los que se levantaron tan altos por la humildad que vencieron a su soberbia; los que, sintiéndose tristes por el bien ajeno, de tal manera se esforzaron que convirtieron en santa alegría su torpe tristeza; los que dieron en tierra con la ambición que los levantaba a las nubes; los que, siendo perezosos, se tornaron diligentes; los que, viéndose abatidos por los pesares, dieron a sus pesares libelo de repudio y se levantaron a la alegría espiritual por un esfuerzo generoso; los que, enamorados de sí, renunciaron a su propio amor por el amor de los otros, ofreciendo por ellos su vida con heroico desprendimiento en perfectísimo holocausto.
El género humano ha sido unánime en reconocer una virtud santificante en el dolor. Por esta razón se observa que en todos los tiempos, en todas las zonas y entre todas las gentes, el hombre ha rendido culto y homenaje a los grandes infortunios. Edipo es más grande en el día de su infortunio que en los tiempos de su gloria; el mundo ignoraría su nombre si el rayo de la cólera divina no le hubiera derrocado de su trono. La melancólica belleza que resplandece en la fisonomía de Germánico le viene del infortunio que le alcanzó en la primavera de la vida y de aquella bella muerte que murió lejos de la amada patria y de los aires de Roma. Mario, que no es más que un hombre cruel cuando es levantado por la victoria, es un hombre sublime cuando cae en el cieno de las lagunas desde su escollo eminente. Mitrídates nos parece más grande que Pompeyo, y Aníbal, más grande que Escipión. El hombre, sin saber cómo, se inclina siempre del lado del vencido: el infortunio le parece más bello que la victoria. Sócrates es menos grande por la vida que vivió que por la muerte que le dieron; la inmortalidad no le viene de haber sabido vivir, sino de haber muerto heroicamente: él debe menos a la filosofía que a la cicuta. El género humano se hubiera indignado contra Roma si hubiera permitido a César morir como los demás hombres mueren: su gloria era tan grande, que merecía ser coronada con un gran infortunio. Morir tranquilamente en su lecho, investido con la potestad soberana, es cosa permitida apenas a Cromwell. Napoleón debió morir de otra manera: debió morir vencido en Waterloo; proscrito por la Europa, debió ser puesto en un sepulcro fabricado por Dios para él desde el principio de los tiempos; un ancho foso debía separarle del mundo, y en ese foso anchísimo debía caber el océano.
El dolor pone una cierta manera de igualdad entre todos los que padecen, lo cual es ponerla en todos los hombres, porque padecen todos; por el gozar nos separamos, por el padecer nos unimos con vínculos fraternales. El dolor nos quita lo que nos sobra y nos da lo que nos falta, poniendo en el hombre un perfectísimo equilibrio: el soberbio no padece sin perder algo de su soberbia, ni el ambicioso sin perder algo de su ambición, ni el colérico sin perder algo de sus iras, ni el lujurioso sin perder algo de su lujuria. El dolor es soberano para apagar los incendios de las pasiones; al propio tiempo que nos quita lo que nos daña, nos da lo que nos ennoblece; el duro no padece nunca sin sentirse más inclinado a compasión, ni el altivo sin encontrarse más humilde, ni el voluptuoso sin hacerse más casto; el violento se amansa, el flaco se fortalece. Ninguno sale peor que entró de esa gran fragua de los dolores; los más salen de ella con altísimas virtudes que nunca conocieron: quién entró impío y sale religioso; quien avaro y sale limosnero; quién entra sin haber llorado nunca y sale con don de lágrimas; quién empedernido y sale misericordioso. En el dolor hay un no sé qué de fortificante, y de viril, y de profundo, que es origen de toda heroicidad y de toda grandeza; ninguno ha sentido su misterioso contacto sin crecerse; el niño adquiere con el dolor la virilidad de los mozos, los mozos la madurez y la gravedad de los hombres, los hombres la fortaleza de los héroes, los héroes la santidad de los santos.
Por el contrario, el que deja los dolores por los deleites, luego al punto comienza a descender con un progreso a un mismo tiempo rápido y continuo. Desde la cumbre de la santidad se derriba hasta el abismo del pecado, desde la gloria va a la infamia. Su heroísmo se convierte en flaqueza; con el hábito de ceder, pierde hasta la memoria del esfuerzo; con el de caer, pierde hasta la facultad de levantarse; con el deleite pierden su vitalidad y su energía todas las potencias del alma y su elasticidad y fortaleza todos los músculos del cuerpo. En el deleite hay un no sé qué de corrosivo y de enervante, que lleva la muerte callada y escondida. ¡Ay del que no resiste a su voz, pérfida a un mismo tiempo y suave como la de las antiguas sirenas! ¡Ay del que no retrocede y huye despavorido cuando le convida con sus fragancias y sus flores, antes de que, sin ser dueño de sí, caiga en aquel desmayo vecino de la muerte, que comunica a los sentidos con el aroma de sus flores y con el vapor de sus fragancias!
Cuando esto sucede, o sucumbe miserablemente o sale de allí de todo punto transformado: el niño que por allí pasa no llega a mozo; al mozo le nacen canas y el viejo perece. El hombre deja allí como en despojos la pujanza de su voluntad, la virilidad de su entendimiento, y pierde el instinto de las grandes cosas. Cínicamente egoísta y extra vagantemente cruel, siente hervir en su sangre pasiones que no tienen nombre: si le ponéis en lugar humilde, irá a caer de las manos de la justicia en las manos del verdugo; si en lugar eminente, os estremeceréis de terror al verle soltar las riendas a sus apetitos voraces y a sus instintos feroces. Cuando Dios quiere castigar a los pueblos por sus pecados, los pone sujetos con cadenas a los pies de los hombres voluptuosos. Embotados sus sentidos con el opio de los deleites, ninguna otra cosa es poderosa para sacarlos de su estúpido entumecimiento sino el vapor de la sangre. Todos eran voluptuosos y afeminados aquellos monstruos calenturientos que los pretorianos saludaban en la Roma imperial con titulo de emperadores. La familia rindió culto a un tiempo mismo a la prostitución y a la muerte: a la prostitución, en sus templos y en sus altares; a la muerte, en sus plazas y en sus cadalsos.
Hay, pues, algo de maléfico y de corrosivo en el deleite, como hay algo en el dolor de purificante y de divino. No vaya a creerse, empero, que estas cosas, por ser contrarias entre sí, no van en cierta manera juntas; porque así como sucede que el que acepta libremente el dolor siente en sí cierto deleite espiritual que fortifica y levanta, del mismo modo el que se pone en manos de los deleites siente en sí cierto dolor que en vez de fortalecer enerva y deprime. El dolor es aquella pena universal a que por el pecado quedamos todos sujetos; adondequiera que tienda su vista o enderece sus pasos el hombre, se encuentra con el dolor, estatua muda y llorosa que siempre tiene delante. El dolor tiene de común con la divinidad que es para nosotros a manera de círculo que nos contiene. A él vamos igualmente cuando gravitamos hacia el centro y cuando corremos hacia la circunferencia, y correr y gravitar hacia él es correr y gravitar hacia Dios, hacia el cual corremos con todos nuestros pasos y gravitamos con todas nuestras gravitaciones. La diferencia está en que por unos dolores vamos al Dios bueno y clemente, por otros al Dios justo y airado, por otros al Dios del perdón y de las misericordias. Por el deleite vamos al dolor, que es pena, y por la resignación y el sacrificio al dolor, que es medicina. Pues ¿qué locura es la de los hijos de Adán, que, no pudiendo huir del dolor, huyen del que es medicina, para caer en el que es pena?
Por lo dicho se ve cuán maravilloso es Dios en todos sus designios y cuan admirable en aquel arte divino que consiste en sacar el bien del mal, el orden del desorden, y todas las armonías de todas las disonancias. De la libertad humana procede la disonancia del pecado; del pecado, la degradación de la especie; de la degradación de la especie procede el dolor, y el dolor es a un tiempo mismo una desgracia en la especie corrompida y una pena en la especie pecadora; lo que tiene de desgracia, eso mismo tiene de inevitable; lo que tiene de pena, eso mismo tiene de redimible; estando la gracia en la redención, la gracia está en la pena. El acto más tremendo de la justicia de Dios viene a ser de este modo el acto más grande de su misericordia: por él puede el hombre, ayudado de Dios, levantarse sobre sí mismo, aceptando el dolor con una aceptación voluntaria; y esa aceptación sublime cambia instantáneamente la pena en una medicina de una virtud incomparable. Toda negación de esta doctrina deja en pie el desorden introducido en la humanidad por el pecado, como quiera que conduce necesariamente y a un tiempo mismo a la negación de algunos de los atributos esenciales de Dios y a la negación radical de la libertad humana.
Si, considerada la cuestión desde este punto de vista, interesa al orden universal de la creación, del mismo modo y por las mismas razones la relativa a la prevaricación humana y a la angélica, considerada desde un punto de vista más restricto, interesa de una manera directa y fundamental al orden especial puesto por Dios en los varios elementos que componen la naturaleza humana. La aceptación voluntaria del dolor no produce aquellos grandes prodigios de que hablamos sino porque tiene la prodigiosa virtud de cambiar toda la economía de nuestro ser radicalmente. Por ello queda domada la rebelión de la carne, la cual vuelve a someterse a la voluntad; por ella queda vencida la voluntad, la cual vuelve a someterse al yugo del entendimiento; por ella se suprime la rebeldía del entendimiento, el cual se sujeta al imperio de los deberes; por el cumplimiento del deber vuelve el hombre al culto y a la obediencia de Dios, de que se apartó por el pecado. Todos estos prodigios obra el que, revolviéndose heroicamente contra sí mismo con un ímpetu generoso, hace fuerza a su carne para que se sujete a su voluntad, y a su voluntad para que se sujete a su entendimiento, y a su entendimiento para que entienda en Dios y por Dios, unido a Dios por el vínculo de los actores.
No es ésta ocasión de exponer con cuáles condiciones y cuáles ayudas puede la voluntad humana levantarse a esfuerzo tan sobrenatural y tan alto. Lo que nos importa ahora es consignar aquí el hecho evidente de que sin ese levantamiento por parte de la voluntad, manifestado en la aceptación voluntaria del dolor, no puede ser restaurada aquella soberana armonía y aquel concierto prodigioso, que puso Dios en el hombre y en todas sus potencias.

Capítulo III
Dogma de la solidaridad. Contradicciones de la Escuela Liberal
Cada uno de los dogmas católicos es una maravilla fecunda en maravillas. El entendimiento humano pasa de unos a otros como de una proposición evidente a otra proposición evidente, como de un principio a su legítima consecuencia, unidos entre sí por la lazada de una ilación rigurosa. Y cada nuevo dogma nos descubre un nuevo mundo, y en cada nuevo mundo se tiende la vista por nuevos y más anchos horizontes, y a la vista de esos anchísimos horizontes el espíritu queda absorto con el resplandor de tantas y tan grandes magnificencias.
Los dogmas católicos explican por su universalidad todos los hechos universales, y estos mismos hechos, a su vez, explican los dogmas católicos; de esta manera, lo que es vario se explica por lo que es uno, y lo que es uno por lo que es vario; el contenido por el continente, y el continente por el contenido. El dogma de la sabiduría y de la providencia de Dios explica el orden y el maravilloso concierto de las cosas creadas, y por ese mismo orden y concierto vamos a parar a la explicación del dogma católico. El dogma de la libertad humana sirve para explicar la prevaricación primitiva, y esa misma prevaricación, atestiguada por todas tradiciones, sirve de demostración de aquel dogma. La prevaricación adámica, a un mismo tiempo dogma divino y hecho tradicional, explica cumplidamente los grandes desórdenes que alteran la belleza y la armonía de las cosas, y esos mismos desórdenes, en sus manifestaciones evidentes, son una demostración perpetua de la prevaricación adámica. El dogma enseña que el mal es una negación y el bien una afirmación, y la razón nos dice que no hay mal que no se resuelva en la negación de una afirmación divina. El dogma proclama que el mal es modal y el bien sustancial, y los hechos demuestran que no hay mal que no se resuelva en cierta manera viciosa y desordenada de ser y que no hay sustancia que no sea relativamente perfecta. El dogma afirma que Dios saca el bien universal del mal universal y un orden perfectísimo del desorden absoluto, y ya hemos visto de qué manera todas las cosas van a Dios, aunque vayan a Él por caminos diferentes, viniendo a constituir por su unión con Dios el orden universal y supremo.
Pasando del orden universal al orden humano, la conexión y armonía, por una parte, de los dogmas entre sí, y por otra de los dogmas con los hechos, no es menos evidente. El dogma que enseña la corrupción simultánea en Adán del individuo y de la especie, nos explica la transmisión, por vía de generación, de la culpa y de los efectos del pecado; y la naturaleza antitética, contradictoria y desordenada del hombre, que todos vemos, nos lleva, como por la mano, de inducción en inducción, primero al dogma de una corrupción general de toda la especie humana, después al dogma de una corrupción transmitida por la sangre, y por último, al dogma de la prevaricación primitiva, el cual, enlazándose con el de la libertad dada al hombre y con el de la Providencia, que le dio aquella libertad, viene a ser como el punto de conjunción de los dogmas que sirven para explicar el orden y el concierto especial en que fueron puestas las cosas humanas, con aquellos otros, más universales y más altos, que sirven para explicar el peso, número y medida en que fueron criadas por el Criador todas las criaturas.
Siguiendo ahora en la exposición de los dogmas relativos al orden humano, veremos salir de ellos, como de copiosísima fuente, aquellas leyes generales de la humanidad que nos dejan atónitos por su sabiduría y como pasmados por su grandeza.
Del dogma de la concentración de la naturaleza humana en Adán, unido al dogma de la transmisión de esa misma naturaleza a todos los hombres, procede, como una consecuencia de su principio, el dogma de la unidad sustancial del género humano. Siendo el género humano uno, debe ser al mismo tiempo vario, según aquella ley, la más universal de todas las leyes, a un mismo tiempo física y moral, humana y divina, en virtud de la cual todo lo que es uno se descompone en lo que es vario, y todo lo que es vario se resuelve en lo que es uno. El género humano es uno por la sustancia que le constituye, y es vario por las personas que le componen; de donde se sigue que es uno y vario al mismo tiempo. De la misma manera, cada uno de los individuos que componen la humanidad, estando separado de los demás por lo que le constituye individuo, y junto con ellos por lo que le constituye individuo de la especie, es decir, por la sustancia, viene a ser, como el género humano, uno y vario a un mismo tiempo. El dogma del pecado actual es correlativo al dogma de la variedad en la especie; el del pecado original y el de la imputación es correlativo al que enseña la unidad sustancial del género humano; y como consecuencia de uno y de otro viene el dogma según el cual el hombre está sujeto a una responsabilidad que le es propia y a otra responsabilidad que le es común con los demás hombres.
Esa responsabilidad en común, a que llaman solidaridad, es una de las más bellas y augustas revelaciones del dogma católico. Por la solidaridad el hombre, levantado a mayor dignidad y a más altas esferas, deja de ser un átomo en el espacio y un minuto en el tiempo, y anteviviéndose y sobreviviéndose a sí mismo, se prolonga hasta donde los tiempos se prolongan y se dilata hasta donde se dilatan los espacios. Por ella se afirma y hasta cierto punto se crea la humanidad, con cuya palabra, que carecía de sentido en las sociedades antiguas, se significa la unidad sustancial de la naturaleza humana y el estrecho parentesco que tienen entre sí unos con otros todos los hombres.
Desde luego se echa de ver que lo que por este dogma gana la naturaleza humana en lo grandioso, eso gana el hombre en lo nobilísimo; al revés de lo que sucede con la teoría comunista de la solidaridad, de que hablaremos más adelante; según esa teoría, la humanidad no es solidaria en el sentido de que es el vasto conjunto de todos los hombres solidarios entre sí porque por la naturaleza son unos, sino en el sentido de que es una unidad orgánica y viviente, que absorbe a todos los hombres, los cuales, en vez de constituirla, la sirven. Por el dogma católico, la misma dignidad a que es levantada la especie alcanza a los individuos. El catolicismo no levanta por un lado su altísimo nivel para abatirle por otro, ni ha descubierto los títulos nobiliarios de la humanidad para humillar al hombre, sino que la una y el otro se levantan juntamente a las divinas grandezas y a las divinas alturas. Cuando, poniendo mis ojos en lo que soy, me considero en comunicación con el primero y con el último de los hombres, y cuando, poniéndolos en lo que obra veo a mi acción sobrevivirme y ser causa, en su perpetua prolongación de otras y de otras acciones que a su vez se sobreviven y se multiplican hasta el fin de los tiempos; cuando pienso que todas esas acciones juntas, que en mi acción tienen su origen, toman un cuerpo y una voz y que, alzando esa voz que toman, me aclaman, no sólo por lo que hice, sino por lo que hicieron otros a causa de mí, digno de galardón o digno de muerte; cuando todas estas cosas considero, yo de mí sé decir que me derribo en espíritu ante el acatamiento de Dios, sin acabar de comprender y de medir toda la inmensidad de mi grandeza.
¿Quién sino Dios pudo levantar tan concertadamente y por igual el nivel de todas las cosas? Cuando el hombre quiere levantar algo, no lo hace nunca sin deprimir aquello que no levanta: en las esferas religiosas no sabe levantarse a sí propio sin deprimir a Dios, ni levantar a Dios sin deprimirse a sí propio; en las esferas políticas no acierta a rendir culto a la libertad sin negar a la autoridad su culto y su homenaje; en las esferas sociales no sabe otra cosa sino sacrificar la sociedad al individuo o los individuos a la sociedad, como acabamos de ver, fluctuando perpetuamente entre el despotismo comunista o la anarquía proudhoniana. Si alguna vez ha intentado mantenerlo todo en su propio nivel, poniendo en las cosas cierta manera de paz y de justicia, luego al punto la balanza en que las pesa ha rodado por tierra, hecha fragmentos, como si hubiera una irremediable falta de proporción entre la pesadumbre de esa balanza y la flaqueza del hombre. No parece sino que Dios, al consagrarle rey en los dominios de las ciencias, sustrajo a su potestad y a su jurisdicción una sola: la ciencia del equilibrio.
Esto serviría para explicar la impotencia absoluta a que todos los partidos equilibristas aparecen condenados en la Historia, y por qué el gran problema de la conciliación de los derechos del Estado con los individuales y del orden con la libertad es todavía un problema, viniendo, como viene, planteado desde que tuvieron principio las primeras asociaciones. El hombre no puede mantener en equilibrio las cosas sino manteniéndolas en su ser, ni mantenerlas en su ser sino absteniéndose de poner en ellas su mano. Puestas todas y bien asentadas por Dios en sus firmísimos asientos, toda mudanza en su manera de estar asentadas y puestas es necesariamente un desequilibrio. Los únicos pueblos que han sido a un tiempo mismo respetuosos y libres, los únicos gobiernos que han sido a un tiempo mismo mensurados y fuertes, son aquellos en que no se ve la mano del hombre y en que las instituciones se vienen formando con aquella lenta y progresiva vegetación con que crece todo lo que es estable en los dominios del tiempo y de la Historia.
Esa gran potestad que por excepción ha sido negada al hombre, no sin altísimo consejo, reside en Dios de una manera especial y privativa. Por eso, todo lo que sale de su mano sale de ella en un equilibrio perfecto, y todo lo que se está en donde lo puso Dios se mantiene perfectamente equilibrado. Sin acudir a ejemplos extraños a la cuestión, nos bastará la cuestión misma que venimos planteando y resolviendo para dejar esta verdad puesta fuera de toda duda.
La ley de la solidaridad es tan universal, que se manifiesta en todas las asociaciones humanas, y esto hasta tal punto que el hombre, cuantas veces se asocia, tantas cae bajo la jurisdicción de esa ley inexorable. Por sus ascendientes está en unión solidaria con el tiempo pasado; por el tracto sucesivo de sus propias acciones y por su descendencia entra en comunión con los tiempos futuros; como individuo de una sociedad doméstica, cae bajo la ley de la solidaridad de la familia; como sacerdote o magistrado, está en comunión de derechos y de deberes, de méritos y de prevaricaciones con la magistratura o con el sacerdocio; como miembro de la asociación política, cae bajo la ley de la solidaridad nacional, y, por último, en calidad de hombre, le alcanza la ley de la solidaridad humana. Y, sin embargo, siendo responsable por tantos conceptos, conserva íntegra, intacta su responsabilidad personal, que ninguna otra disminuye, que ninguna otra restringe, que ninguna otra absorbe; él puede ser santo siendo individuo de una familia pecadora, incorrupto e incorruptible siendo miembro de una sociedad corrompida, prevaricador siendo miembro de una magistratura intachable y réprobo siendo miembro de un sacerdocio santísimo. Y al revés, esa potestad suprema que le ha sido conferida de sustraerse a la solidaridad por un esfuerzo de su voluntad soberana, en nada altera el principio de que, por punto general y dejada la libertad a salvo, el hombre es lo que son la familia en que nace y la sociedad en que vive y en que respira.
Esta ha sido, en toda la prolongación de los tiempos históricos, la creencia universal de todas las gentes, las cuales, aun después de perdida la huella de las divinas tradiciones, tuvieron noticia de esta ley de la solidaridad. Si bien no levantaron el espíritu a la contemplación de toda su grandeza, conocieron aquella ley por instinto, pero ignoraron de todo punto en dónde tenía sus hondas raíces y sus anchísimos fundamentos. No siendo conocido el dogma de la unidad del género humano sino sólo del pueblo de Dios, los otros no podían tener idea de la humanidad una y solidaria; empero, si no podían hacer aplicación de esta ley al género humano, que no conocían, la reconocieron y aun la exageraron en todas las asociaciones políticas y domésticas.
La idea de la transmisión misteriosa por la sangre, no sólo de las cualidades físicas, sino también de aquellas otras que están en el alma exclusivamente, basta por sí sola para explicar casi todas las instituciones de los antiguos, así las domésticas como las políticas y sociales. Esa idea es la idea misma de la solidaridad, como quiera que todo lo que se transmite a muchos en común constituye la unidad de aquellos a quienes se transmite, y que afirmar de muchos que están en comunión entre sí es lo mismo que afirmar de ellos que son solidarios. Cuando la idea de la transmisión hereditaria de las cualidades físicas y morales prevalece en un pueblo, sus instituciones son forzosamente aristocráticas; por esta razón, todos los pueblos antiguos, en los cuales lo que tiene de exclusivo esa idea cuando se aplica a ciertos grupos sociales no estaba templado por lo que tiene de general y de democrático, si puede decirse así, cuando se aplica a todos los hombres, se constituyeron aristocráticamente: las razas más gloriosas sojuzgaban y reducían a servidumbre a las razas inferiores; entre las familias que componían los grupos constitutivos de una raza, tomaba el poder aquella que contaba los más gloriosos ascendientes. Los héroes, antes de venir a las manos, levantaban hasta las nubes la gloria de su esclarecido linaje. Las ciudades fundaban su derecho a la dominación en sus árboles genealógicos. Aristóteles creía, con toda la antigüedad, que unos hombres nacían con el derecho de mandar y con las cualidades propias para el mando, y que recibían aquel derecho y estas cualidades juntamente por transmisión hereditaria; correlativa a esta común creencia era la creencia común de que había entre las gentes razas malditas y desheredadas, incapaces de transmitir por la generación ninguna cualidad y ningún derecho y condenadas, por tanto, a legítima y perpetua servidumbre. La democracia de Atenas no era otra cosa sino una aristocracia insolente y tumultuosa, servida por esclavizadas muchedumbres. La Ilíada, de Homero, monumento enciclopédico de la sabiduría pagana, es el libro de las genealogías de los dioses y de los héroes; considerada desde este punto de vista, no es otra cosa sino el más espléndido de todos los nobiliarios.
Esta idea de la solidaridad no tuvo entre los antiguos de desastrosa sino lo que tuvo de incompleta; las varias solidaridades sociales, políticas y domésticas, no estando subordinadas jerárquicamente entre sí por la solidaridad humana, que a todas las ordena y las limita, porque las abarca a todas, no podían producir otra cosa sino guerras, turbaciones, incendios y desastres. Bajo el imperio de la solidaridad pagana, el género humano se constituyó en estado de guerra universal y permanente; por eso, la antigüedad no ofrece a la vista otro espectáculo sino el de gentes destruidas por gentes, y reinos por reinos, y razas por razas, y familias por familias, y ciudades por ciudades. Los dioses combaten con los dioses, los hombres con los hombres y no pocas veces se lanzan unos contra otros en son de guerra y vienen a las manos con estrépito los hombres y los dioses inmortales. Dentro de los muros de una misma ciudad no hay asociación ninguna solidaria que no aspire a ejercer, primero sobre sus individuos y después sobre las otras, una acción dominadora y absorbente. En la asociación doméstica, la personalidad del hijo es absorbida por la personalidad del padre, y la de la mujer por el hombre; el hijo se convierte en cosa; la mujer, sujeta a perpetua tutela, cae en perpetua infamia, y el padre señor del hijo y de la mujer, cambia su potestad en tiranía. Sobre la tiranía del padre está la tiranía del Estado, que absorbe en una común absorción a la mujer, al hijo y al padre, aniquilando de hecho la sociedad doméstica. Hasta el patriotismo no es entre los antiguos otra cosa sino la declaración de guerra hecha por una casta constituida en nación a todo el género humano.
Viniendo ahora de las edades pasadas a las presentes, veremos, por una parte, la perpetuidad de la idea contenida en el dogma, y por otra, la perpetuidad de sus estragos siempre que se desvía en todo o en parte del dogma católico.
La escuela liberal y racionalista niega y concede la solidaridad a un mismo tiempo, siendo siempre absurda, así cuando la concede como cuando la niega. En primer lugar niega la solidaridad humana en el orden religioso y en el político; la niega en el orden religioso, negando la doctrina de la transmisión hereditaria de la pena y de la culpa, fundamento exclusivo de este dogma; la niega en el orden político, proclamando máximas que contradicen la solidaridad de los pueblos. Entre ellas merecen una mención especial la que consiste en proclamar el principio de no intervención, y aquella otra, que le es correlativa, según la cual cada uno debe mirar por sí y ninguno debe salir de su casa para cuidar de la ajena. Estas máximas, idénticas entre sí, no son otra cosa sino el egoísmo pagano sin la virilidad de sus odios. Un pueblo adoctrinado por las doctrinas enervantes de esta escuela llamará a los otros extraños, porque no tiene fuerza para llamarlos enemigos.
La escuela liberal y racionalista niega la solidaridad familiar, por cuanto proclama el principio de la aptitud legal de todos los hombres para obtener todos los destinos públicos y todas las dignidades del Estado, lo cual es negar la acción de los ascendientes sobre sus descendientes y la comunicación de las calidades de los primeros a los segundos por transmisión hereditaria. Pero al mismo tiempo que niega esa transmisión la reconoce de dos maneras diferentes: la primera, proclamando la perpetua identidad de las naciones, y la segunda, proclamando el principio hereditario en la monarquía. El principio de la identidad nacional, o no significa nada o significa que hay comunidad de méritos y de deméritos, de glorias y de desastres, de talentos y de aptitudes entre las generaciones pasadas y las presentes, entre las presentes y las futuras; y esta misma comunidad es de todo punto inexplicable si no se la considera como el resultado de nuestra transmisión hereditaria. Por otra parte, la monarquía hereditaria, considerada como institución fundamental del Estado, es una institución contradictoria y absurda allí en donde se niega el principio de la virtud de transmisión de la sangre, que es el principio constitutivo de todas las aristocracias históricas. Por último, la escuela liberal y racionalista, en su materialismo repugnante, da a la riqueza, que se comunica, la virtud que niega a la sangre, que se transmite. El mando de los ricos le parece más legítimo que el mando de los nobles.
Vienen en pos de esta escuela efímera y contradictoria las escuelas socialistas, las cuales, concediéndole todos sus principios, le niegan todas sus consecuencias. Las escuelas socialistas toman de la racionalista y liberal la negación de la solidaridad humana en el orden político y en el orden religioso; negándola en el orden religioso, niegan la transmisión de la culpa y de la pena, y además la pena y la culpa; negándola en el orden político, toman de la escuela racionalista y liberal el principio de la igual aptitud de todos los hombres para obtener los destinos y las dignidades del Estado; pasando, empero, más adelante, demuestran a la escuela liberal que ese principio lleva consigo en buena lógica la supresión de la monarquía hereditaria y que esta supresión lleva tras sí la supresión de la monarquía, que, no siendo hereditaria, es una institución inútil y embarazosa. En seguida demuestran, sin grande esfuerzo de razón, que, supuesta la igualdad nativa del hombre, esa igualdad lleva consigo la supresión de todas las distinciones aristocráticas, y por consiguiente la supresión del censo electoral, en el cual no se puede reconocer esa virtud misteriosa de conferir los atributos soberanos, habiéndosele negado a la sangre, sin una contradicción evidente. Los pueblos, según los socialistas, no han salido de la servidumbre de los faraones para caer en la de los asirios y babilonios, ni están tan desnudos de derecho y de fuerza que vayan a dar consigo en las manos de los ricos rapaces, después de haber salido de las manos de los nobles insolentes. Ni les parece menos absurdo negar la solidaridad de la familia para venir a reconocer en seguida que una nación es solidaria. Aceptado por ellos el primero de estos principios, niegan absolutamente el segundo, como contradictorio del primero; y así como proclaman la perfecta igualdad de todos los hombres, proclaman también la igualdad perfecta de todos los pueblos.
De aquí se deducen las siguientes consecuencias: siendo los hombres perfectamente iguales entre sí, es una cosa absurda repartirlos en grupos, como quiera que esa manera de repartición no tiene otro fundamento sino la solidaridad de esos mismos grupos, solidaridad que viene negada por las escuelas liberales como origen perpetuo de la desigualdad entre los hombres. Siendo esto así, lo que en buena lógica procede es la disolución de la familia; de tal manera procede esta disolución del conjunto de los principios y de las teorías liberales, que sin ella aquellos principios no pueden realizarse en las asociaciones políticas. En vano proclamaréis la idea de la igualdad; esa idea no tomará cuerpo mientras la familia esté en pie. La familia es un árbol de este nombre, que en su fecundidad prodigiosa produce perpetuamente la idea nobiliaria.
Pero la supresión de la familia lleva consigo la supresión de la propiedad como consecuencia forzosa. El hombre, considerado en sí, no puede ser propietario de la tierra, y no puede serlo por una razón muy sencilla: la propiedad de una cosa no se concibe sin que haya cierta manera de proporción entre el propietario y su cosa, y entre la tierra y el hombre no hay proporción de ninguna especie. Para demostrarlo cumplidamente bastará observar que el hombre es un ser transitorio y la tierra una cosa que nunca muere y nunca pasa. Siendo esto así, es una cosa contraria a la razón que la tierra caiga en la propiedad de los hombres, considerados individualmente. La institución de la propiedad es absurda sin la institución de la familia; en ella o en otra que se la asemeje, como los institutos religiosos, está la razón de su existencia. La tierra, cosa que nunca muere, no puede caer sino en la propiedad de una asociación religiosa o familiar, que nunca pasa; luego suprimida implícitamente la asociación doméstica y explícitamente la asociación religiosa, a lo menos la monástica, por la escuela liberal, procede la supresión de la propiedad de la tierra, como consecuencia lógica de sus principios. Esta supresión de tal manera va embebida en los principios de la escuela liberal, que ha comenzado siempre el período de su dominación por apoderarse de los bienes de la Iglesia, por la supresión de los institutos religiosos y por la de los mayorazgos, sin advertir que apoderándose de los unos y suprimiendo los otros, desde el punto de vista de sus principios, hacía poco; desde el punto de vista de sus intereses, en calidad de propietaria, hacía demasiado. La escuela liberal, que de todo tiene menos de docta, no ha comprendido jamás que siendo necesario, para que la tierra sea susceptible de apropiación, que caiga en manos de quien pueda conservar su propiedad perpetuamente, la supresión de los mayorazgos y la expropiación de la Iglesia con la cláusula de que no pueda adquirir es lo mismo que condenar la propiedad con una condenación irrevocable. Esa escuela no ha comprendido jamás que la tierra, hablando en rigor lógico, no puede ser objeto de apropiación individual, sino social, y que no puede serlo, por lo mismo, sino bajo la forma monástica o bajo la forma familiar del mayorazgo, las cuales, desde el punto de vista de la perpetuidad, vienen a ser una misma forma, como quiera que una y otra subsisten perpetuamente. La desamortización eclesiástica y civil, proclamada por el liberalismo en tumulto, traerá consigo en un tiempo más o menos próximo, pero no muy lejano si atendemos al paso que llevan las cosas, la expropiación universal. Entonces sabrá lo que ahora ignora: que la propiedad no tiene razón de existir sino estando en manos muertas, como quiera que la tierra, perpetua de suyo, no puede ser materia de apropiación para los vivos que pasan, sino para esos muertos que siempre viven.
Cuando los socialistas, después de haber negado la familia como consecuencia implícita de los principios de la escuela liberal, y la facultad de adquirir en la Iglesia, principio reconocido así por los liberales como por los socialistas, niegan la propiedad como consecuencia última de todos estos principios, no hacen otra cosa sino poner término dichoso a la obra comenzada cándidamente por los doctores liberales. Por último, cuando, después de haber suprimido la propiedad individual, el comunismo proclama al Estado propietario universal y absoluto de todas las tierras, aunque es evidentemente absurdo por otros conceptos, no lo es si se le considera desde nuestro actual punto de vista. Para convencerse de ello basta considerar que, una vez consumada la disolución de la familia en nombre de los principios de la escuela liberal, la cuestión de la propiedad viene agitándose entre los individuos y el Estado únicamente. Ahora bien: planteada la cuestión en estos términos, es una cosa puesta fuera de toda duda que los titulos del Estado son superiores a los de los individuos, como quiera que el primero es por su naturaleza perpetuo y que los segundos no pueden perpetuarse fuera de la familia.
De la perfecta igualdad de todos los pueblos, deducida lógicamente de los principios de la escuela liberal, sacan los socialistas, o saco yo en nombre suyo, las siguientes consecuencias: así como de la perfecta igualdad de todas las familias que componen el Estado saca la escuela liberal por consecuencia lógica la no existencia de la solidaridad en la sociedad doméstica, del mismo modo, y por la misma razón, de la perfecta igualdad de todos los pueblos en el seno de la humanidad resulta la negación de la solidaridad política. No siendo solidaria la nación, es fuerza negarle todo aquello que se niega lógicamente de la familia, en la suposición de que no es solidaria. De la familia no solidaria se niega: lo primero, aquel vínculo secretísimo y misterioso que la enlaza en el tiempo con los tiempos pasados y con los tiempos futuros, y como consecuencia de esta negación, se niega de ella, lo segundo, que tenga un derecho imprescriptible a participar de las glorias de sus ascendientes y la virtud de comunicar a sus descendientes algún reflejo de su gloria. Arguyendo por identidad de razón, es fuerza negar de una nación no solidaria lo que no siendo solidaria se niega de la familia; de donde se sigue que es fuerza negar de ella, por una parte, que tenga nada que ver con el tiempo pasado y con el venidero, y por otra, que tenga el derecho de reivindicar una parte de las glorias pasadas y el de atribuirse una parte de las glorias futuras. Lo que se niega de la familia da por resultado lógico la destrucción en el hombre de aquel apego al hogar que constituye la dicha de la asociación doméstica; por identidad de razón, lo que se niega de la nación da por resultado forzoso la destrucción radical de aquel amor a su patria que, levantando al hombre sobre sí mismo, le impulsa a acometer con intrépido arrojo las empresas más heroicas.
Por donde se ve que de estas negaciones se sacan para la sociedad doméstica y para la política estas consecuencias: la solución de continuidad de la gloria, la supresión del amor de la familia y del patriotismo, que es el amor de la patria, y, por último, la disolución de la sociedad doméstica y de la sociedad política, las cuales ni pueden existir ni pueden concebirse sin ese enlace de los tiempos, sin la comunión de la gloria y sin estar asentadas en aquellos grandes amores.
Las escuelas socialistas, que, si bien son más lógicas que la escuela liberal, no lo son tanto como a primera vista parece, no van de consecuencia en consecuencia hasta nuestra última conclusión, que es, sin embargo, supuestas sus premisas, no sólo procedente, sino de todo punto necesaria; la prueba de que lo es está en que los socialistas, apremiados por la lógica, lo que no quieren ser en teórica, eso mismo son en la práctica. En la teórica son todavía franceses, italianos, alemanes; en la práctica son ciudadanos del mundo, y como el mundo, su patria no tiene fronteras. ¡Insensatos! Ellos ignoran que donde no hay fronteras no hay patria y que donde no hay patria no hay hombres, aunque haya por ventura socialistas.
Entre los partidos que contienden por la dominación, al más lógico le corresponde de derecho la victoria: éste, que es un principio verdadero, es a un mismo tiempo un hecho universal y constante. Humanamente hablando, el catolicismo debe sus triunfos a su lógica; si Dios no le llevara por la mano, su lógica le bastaría para caminar triunfante hasta los últimos remates de la tierra. Esto aparecerá más claro en el capítulo siguiente.

Capítulo IV
Continuación del mismo asunto. Contradicciones socialistas
Si hay una verdad demostrada en nuestro último capítulo, esa verdad consiste en afirmar que la escuela liberal no ha hecho otra cosa sino asentar las premisas que van a parar a las consecuencias socialistas, y que las escuelas socialistas no han hecho otra cosa sino sacar las consecuencias que están contenidas en las premisas liberales; estas dos escuelas no se distinguen entre sí por las ideas, sino por el arrojo. Viniendo planteada de esa manera entre ellas la cuestión, es claro que la victoria toca de derecho a la más arrojada, y la más arrojada es, sin ningún género de duda, la que, no parándose en la mitad del camino, acepta con los principios sus consecuencias. Siendo esto así, dicho se está, y de nuestro anterior capítulo aparece suficientemente demostrado, que el socialismo lleva lo mejor de la batalla y que en definitiva suyas son las palmas de este combate.
De la fuerza de lógica, de que ha hecho muestra y parada en sus contiendas con la escuela liberal, se ha seguido para la escuela socialista cierto renombre de lógica y consecuente, que, si bien está hasta cierto punto justificado, está lejos de estarlo suficientemente. En ser más lógica que la más ilógica y contradictoria de todas las escuelas, la socialista no hace mucho, y aun apenas hace algo; para ser merecedora de su renombre está obligada a más: por una parte, está obligada a demostrar que no sólo es lógica y consecuente de una manera relativa, sino de una manera absoluta, y después, que es lógica y consecuente de una manera absoluta en la verdad; porque si sólo lo fuera en el error, la lógica y la consecuencia en el error no es más que una manera especial de ser ilógica e inconsecuente. No hay consecuencia ni lógica verdadera sino en la verdad absoluta.
Ahora bien: el socialismo falta a estas dos condiciones: por una parte, es contradictorio, porque no es uno como se demuestra por la variedad de sus escuelas: símbolo de la variedad de sus doctrinas; por otra parte, no es consecuente negándose a aceptar, a semejanza de la escuela liberal, aunque no en el mismo grado, todas las consecuencias de sus propios principios; y, por último, sus principios son falsos y sus consecuencias absurdas.
Que no acepta todas las consecuencias de sus propios principios lo vimos ya en el capítulo anterior, cuando observamos que, siendo una consecuencia lógica de su negación de toda solidaridad la disolución de la sociedad política, se contentaba con aceptar la disolución de la sociedad doméstica. Hay quien cree que el socialismo se perderá porque pide e invoca mucho; yo soy de sentir que sucederá al revés, y que le vendrá su pérdida porque pide e invoca muy poco. En efecto: lo que procedía en buena lógica, en el caso presente, era comenzar por pedir que los pueblos a cada generación mudasen de nombre. En el sistema solidario concibo muy bien que sea uno el nombre nacional, siendo una la nación en toda la prolongación de la Historia. Que se llame Francia la nación gobernada por Luis Felipe y por Clodoveo, es cosa concebible, y no sólo concebible, sino natural, y no sólo natural, sino necesaria, supuesto el sistema que sostiene la solidaridad francesa y la comunión de glorias y de desastres entre las generaciones pasadas y las presentes, entre las generaciones presentes y las futuras. Pero eso mismo, que en el sistema de la solidaridad es concebible, natural y necesario, es absurdo, inconcebible y contrario a la naturaleza de las cosas mismas en el sistema que a cada generación corta el raudal de la gloria y el hilo del tiempo. En este sistema hay tantas familias y tantos pueblos como generaciones, y la lógica exige en este caso que, siguiendo los nombres representativos las vicisitudes de las cosas representadas a cada mudanza de generación corresponda una mudanza idéntica en los nombres de pueblos y de familias. Que lo absurdo compite aquí con lo grotesco, no habrá nadie que lo niegue; pero que lo grotesco y lo absurdo sean rigurosamente lógicos, no habrá nadie que pueda ponerlo en duda, y cabalmente ésas son las dos cosas que nos convenía demostrar con una demostración invencible. Es necesario que el socialismo escoja libremente la muerte de que ha de morir, escogiendo entre lo ilógico y lo absurdo.
Las escuelas socialistas demostraron sin grande esfuerzo, contra la escuela liberal, que una vez negada la solidaridad familiar, la política y la religiosa, no cabía aceptar la solidaridad nacional ni la monárquica; que al revés, era de todo punto necesario suprimir en el derecho público nacional la institución de la monarquía y en el derecho público internacional las diferencias constitutivas de los pueblos. Pero esas mismas escuelas socialistas, por una contradicción de que la escuela liberal, contradictoria y absurda como es, no ha dado ejemplo, reconocen en seguida la más alta, la más universal y la más inconcebible, humanamente hablando, de todas las solidaridades, es decir, la solidaridad humana. La divisa de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad, como patrimonio común de todos los hombres, o no significa nada o significa que todos los hombres son solidarios. El reconocimiento de esa solidaridad, separada de las otras y del dogma religioso que nos la enseña y nos la explica, es un acto de fe tan sobrenatural y robusto, que yo mismo no le concibo, acostumbrado como estoy a creer lo que no comprendo, siendo católico.
Creer en la igualdad de todos los hombres, viéndolos a todos desiguales; creer en la libertad, viendo instituida en todas partes la servidumbre; creer que todos los hombres son hermanos, enseñándome la Historia que todos son enemigos; creer que hay un acervo común de infortunios y de glorias para todos los nacidos, cuando no acierto a ver sino glorias e infortunios individuales; creer que yo me refiero a la humanidad, cuando sé que refiero la humanidad a mí; creer que esa misma humanidad es mi centro, cuando yo me hago centro de todo, y, por último, creer que debo creer estas cosas, cuando se me afirma por los que me las proponen como objeto de mi fe que no debo creer sino a mi razón, que contradice todas esas cosas que me son propuestas, es un despropósito tan estupendo, una aberración tan inconcebible, que a su presencia quedo como desfallecido y atónito.
Mi asombro crece de punto cuando observo que los mismos que afirman la solidaridad humana niegan la familiar, lo cual es afirmar que los enemigos son hermanos y que los hermanos no deben serlo; que los mismos que afirman la solidaridad humana son los que poco antes negaron la política, lo cual es afirmar que nada tengo de común con los propios y que todo me es común con los extraños; que los mismos que afirman la solidaridad humana niegan la religión, siendo así que la primera no puede ser explicada sin la segunda; y de todo deduzco, por legítima consecuencia, que las escuelas socialistas son a un tiempo mismo ilógicas y absurdas: ilógicas, porque después de haber demostrado, contra la escuela liberal, que no valía aceptar unas solidaridades y dejar otras, vienen a caer en el mismo error, aceptando una sola entre todas y desechándolas todas menos una; absurdas, porque cabalmente la única que me proponen no es punto de razón, sino de fe, y porque esta propuesta me viene de los que niegan la fe y proclaman el derecho imprescriptible de la razón al imperio y a la soberanía.
Las escuelas socialistas caerían en asombro y estupor si, poniendo sus dogmas en tela de juicio, nos viniese la idea de exigirles una respuesta categórica a esta categórica pregunta: ¿De dónde sacáis que los hombres son solidarios entre sí, hermanos, iguales y libres? Y, sin embargo, esta pregunta, que procede aún contra el catolicismo, que está obligado a responder a todo lo que se le pregunta, procede, sobre todo, contra la más racionalista de todas las escuelas. Esas fórmulas abstractas no han sido sacadas ciertamente de la Historia. Si la Historia viene en apoyo de algún sistema filosófico, no es ciertamente en apoyo del que proclama la solidaridad, la libertad, la igualdad y la fraternidad del género humano, sino más bien de aquel articulado virilmente por Hobbes, según el cual la guerra universal, incesante, simultánea, es el estado natural y primitivo del hombre.
El hombre nace apenas, y no parece sino que viene al mundo por la virtud misteriosa de un conjunto maléfico y cargado con el peso de una condenación inexorable. Todas las cosas ponen sus manos en él, y él revuelve su mano airada contra todas las cosas. La primera brisa que le toca, y el primer rayo de luz que le hiere, es la primera declaración de guerra de las cosas exteriores. Todas sus fuerzas vitales se rebelan contra la presión dolorosa, y su existencia toda se concentra en un gemido; los más no pasan de ahí, porque en ese punto y hora les toma la muerte; los pocos que por ventura resisten, comienzan a andar el camino de su dolorosa pasión, y después de guerras continuas y de varios sucesos van a parar a la última catástrofe, desfallecidos con esfuerzos y quebrantados con dolores. La tierra se les muestra avara y dura, les pide su sudor, que es la vida, y en cambio de la vida que les toma, apenas saca una gota de agua de sus fuentes para templar su sed y algún manjar de sus cuevas para aplacar su hambre. No les prolonga la vida para que vivan, sino para que vuelvan a sudar. Los tiranos no prolongan la vida de sus siervos sino porque la vida es necesaria para prolongar su servicio. Dondequiera que los hombres se juntan, los flacos caen en la tiranía de los fuertes.
Una mujer, insigne por su ingenio, queriendo dar muestra de ingeniosa, se puso un día a pensar sobre cuál sería por su extrañeza la paradoja más grande, y ninguna otra encontró mayor, entre las paradojas posibles, que la de afirmar con aplomo que la esclavitud era cosa moderna y la libertad cosa antigua. Si ella llegó a creérsela a fuerza de repetírsela, no lo sabré yo decir; en lo que no cabe ningún género de duda es en que el mundo se la creyó, y lo que es más, en que era muy digno de creérsela. Por lo que hace a la igualdad, no se sabe, aunque esto es posible (¿qué cosa no es posible a un filósofo racionalista?), si esta idea trae su filiación histórica y filosófica de la división del género humano en castas, de las cuales las unas tienen por oficio propio mandar y las otras servir, y todas romper en guerras y rebeliones. La idea de la fraternidad procede, sin duda ninguna, de esos larguísimos períodos de paz y de bonanza que forman la trama de oro de la Historia; y en cuanto a la idea de la solidaridad, ¿quién no ve su procedencia? ¿Hay quien ignore, por ventura, que los romanos, en quienes viene a resumirse toda la antigüedad, llamaban a los extranjeros y a los enemigos con un mismo nombre, que era, sin duda, simbólico de la solidaridad humana?
Si esas ideas no pueden venirnos de la Historia, que las condena y las desmiente en todas sus paginas, llenas de lamentos y escritas con sangre, nos han de venir, o de sucesos acaecidos en aquella época primitiva que precede a todos los tiempos históricos, o derechamente de la razón pura. En cuanto a esta última procedencia, me contentaré con afirmar, sin temor de ser contradicho, que la razón pura no se ejercita sino en cosas de pura razón, y que, tratándose aquí de averiguar cuáles son los elementos constitutivos de la naturaleza humana, no se trata de un negocio de pura razón, sino de un hecho que, existiendo con respecto a nosotros en calidad de hecho oscuro, debe ser mejor observado para que, bañado de luz, mude lo que tiene de oscuro en lo que debe tener de esclarecido. Por lo que hace a esa época primitiva que precede a todos los tiempos históricos, es claro que no podemos conocerla si no nos es revelada. Esto supuesto, yo me creo autorizado a formular de esta manera mi pregunta: Si lo que afirmáis no lo tenéis de la razón, que lo ignora, ni de la Historia que conocéis que lo contradice, ni de una época anterior a los tiempos históricos, que os es desconocida, porque camináis en el supuesto de que no ha sido revelada, ¿de dónde lo tenéis? Y si no lo tenéis de nadie, ¿por qué lo afirmáis? Shakespeare ha dicho lo que son vuestras teorías: son «palabras, palabras y nada más que palabras...». Pero palabras -añado yo- que dan la muerte al que las dice y al que las escucha.
Esta poderosa virtud les viene de que no son palabras racionalistas, las cuales no tienen en sí ninguna virtud, sino palabras católicas, las cuales tienen el privilegio de dar la vida y quitarla, de matar a los vivos y de resucitar a los muertos. Esas palabras no se pronuncian nunca vanamente y siempre infunden terror, porque ninguno sabe si van a dar la muerte o la vida, aunque saben todos cuán grande es su omnipotencia. Un día, cuando las últimas sombras de la tarde se dilataban por las aguas serenas y apacibles, entró el Señor en una barca frágil, seguido de sus discípulos; y como el Señor hubiera cerrado sus ojos, vencidos del sueño, un torbellino impetuoso levantó las ondas, y, viéndose a punto de zozobrar, los discípulos oraron, y el Señor abrió los ojos y pronunció algunas palabras, que escucharon con reverencia la mar y los vientos: la mar quedó quieta y el viento callado; volviéndose entonces a sus discípulos, puso en sus oídos otras palabras, y sus discípulos se llenaron de súbito y grande terror: Et timuerunt timore magno. La tempestad les había sido menos terrorífica e imponente que la palabra salvadora. Otro día, como se presentaran al Señor dos hombres atormentados de los demonios y como implorasen su gracia, el Señor dijo a los demonios: Salid; y los demonios, obedeciendo a su voz, dejaron libres a los hombres y buscaron asilo en unos animales inmundos, los cuales se arrojaron a la mar, que los sepultó en sus aguas. Los que pastoreaban el ganado, llenos de pavor por la virtud de la palabra divina, huyeron, y comunicado el terror a las gentes de aquellos contornos, fueron todas al Señor y le rogaron que se alejara de sus términos, pastores autem fugerunt, et venientes in civitatem, muntiaverunt omnia, et de eis qui daemonia habuerant; et ecce tota civitas exiit obviam Iesu; et viso eo rogaverunt ut transiret a finibus eorum (Mt 8,33-34). La omnipotencia de la palabra divina era más temible para las gentes que los maleficios de los espíritus infernales.
Cuando oigo pronunciar una palabra divina, es decir, católica, luego al punto vuelvo los ojos al derredor para ver lo que sucede, cierto como estoy de que ha de suceder algo y de que eso me ha de suceder ha de ser forzosamente un milagro de la divina justicia o un prodigio de la divina misericordia. Si es la Iglesia la que la pronuncia, aguardo la salvación; si el que la pronuncia es otro, aguardo la muerte. Preguntad al mundo por qué está lleno de terror y de espanto; por qué los aires están llenos de lúgubres y siniestros rumores; por qué las sociedades están todas turbadas y suspensas como quien sueña que le va a faltar el pie y que allí donde le va a faltar está un abismo. Preguntar al mundo esto es lo mismo que preguntar por qué tiembla el que ve entrar a un malvado o a un demente con una vela encendida en un almacén de pólvora sin conocer el uno y conociendo el otro demasiado la virtud de la pólvora y la virtud de la llama. Lo que ha salvado al mundo hasta aquí es que la Iglesia fue en los tiempos antiguos bastante poderosa para extirpar las herejías, las cuales, consistiendo principalmente en enseñar una doctrina diferente de la Iglesia con las palabras de que la Iglesia se sirve, hubieran llevado al mundo mucho tiempo ha a su última catástrofe si no hubieran sido extirpadas. El verdadero peligro para las sociedades humanas comenzó en el día en que la gran herejía del siglo XVI obtuvo el derecho de ciudadanía en Europa. Desde entonces no hay revolución ninguna que no lleve consigo para la sociedad un peligro de muerte. Consiste esto en que, fundadas todas ellas en la herejía protestante, son fundamentalmente heréticas; véase, si no, cómo todas vienen dando razón de sí y legitimándose a sí propias con palabras y máximas tomadas del Evangelio: el sanculotismo de la primera revolución de Francia buscaba en la desnudez humilde del manso Cordero su antecedente histórico y sus títulos de nobleza; ni faltó quien reconociese al Mesías en Marat, ni quien llamara a Robespierre su apostol. De la revolución de 1830 brotó la doctrina sansimoniana, cuyas extravagancias místicas componía no sé qué evangelio corregido y depurado. De la revolución de 1848 brotaron con ímpetu en copioso raudal, expresadas en palabras evangélicas, todas las doctrinas socialistas. Nada de esto habían visto los hombres antes del siglo XVI. No quiero decir con esto que el mundo católico no hubiera padecido ya grandes dolencias, ni que las sociedades antiguas no hubieran padecido grandes vaivenes y mudanzas; lo único que quiero decir es que ni estos vaivenes bastaban para derribar a la sociedad por el suelo ni aquellas dolencias para quitarla la vida. Hoy todo sucede al revés: una batalla perdida por la sociedad en las calles de París basta por sí sola para derribar por el suelo a la sociedad europea como herida súbitamente de un rayo: e cadde come corpo morto cadde.
¿Quién no ve en las revoluciones modernas, comparadas con las antiguas, una fuerza de destrucción invencible, que, no siendo divina, es forzosamente satánica? Antes de dejar este asunto, me parece cosa oportuna hacer aquí una observación importante, que abandonaré a la meditación de mis lectores. De dos pláticas del ángel de las tinieblas tenemos noticia exacta: la primera la tuvo con Eva en el paraíso; la segunda, con el Señor en el desierto. En la primera habló palabras de Dios, desfiguradas a su modo; en la segunda citó la Escritura, interpretada a su manera. ¿Sería temerario creer que así como la palabra de Dios, tomada en su sentido verdadero, es la única que tiene el poder de dar la vida, es la única también que, siendo desfigurada, tiene el poder de dar la muerte? Si esto fuera así, quedaría suficientemente explicado por qué las revoluciones modernas, en las que se desfigura más o menos la palabra de Dios, tienen esa virtud destructoras.
Volviendo ahora a las contradicciones socialistas, diré que no basta haber negado, una después de otra, la solidaridad religiosa, la doméstica y la política, si, como acabo de demostrar, no se niega también la humana, y con ella la libertad, la igualdad y la fraternidad, principios todos que sólo en ella tienen a un mismo tiempo su razón y su origen; y como, negados estos fundamentos de todas las doctrinas socialistas, el edificio todo viene abajo, síguese de aquí que el socialismo no puede ser consecuente si, comenzando por la negación del catolicismo, no concluye por la negación de sí propio. Yo sé que al profesar los socialistas el dogma de la solidaridad humana, no por eso profesan en este punto la doctrina católica. Sé que entre el uno y el otro dogma hay una diferencia esencial, velada apenas con la identidad del hombre. La humanidad, que para los católicos no existe sino en los individuos que la constituyen, existe para los socialistas individual y concretamente; de donde resulta que, cuando socialistas y católicos afirman que la humanidad es solidaria, aunque parece que afirman una misma cosa, afirman en realidad dos cosas diferentes. Esto no obstante, la contradicción socialista salta a los ojos y es una cosa puesta fuera de toda duda. Aunque la humanidad sea la inteligencia universal, servida por grupos especiales, que llevan el nombre de pueblos y de familias, la lógica exige que todos ellos obedezcan en ella y por ella a su misma ley y que los grupos sean solidarios si es ella solidaria. De aquí la necesidad de negar la solidaridad humana o de afirmarla a un tiempo mismo en los individuos, en la familia y en el Estado. Ahora bien: si hay una cosa evidente, es que el socialismo es incompatible con aquella negación radical y con esta afirmación absoluta. Negar la solidaridad humana es negarle, y afirmar la solidaridad de los grupos sociales es negarle de otra manera. El mundo no puede sujetarse a la ley socialista sin renunciar antes al imperio de la lógica.
Por aquí se verá cuán lejos están de merecer el titulo de consecuentes sus más afamados doctores, y, sobre todo, el que entre los que componen su apostolado goza de más renombre y mayor fama. M. Proudhon, en sus contiendas con aquellos partidarios del nuevo evangelio que están por la expropiación de todos los derechos individuales y por la concentración en el Estado de todos los derechos domésticos, civiles, políticos, sociales y religiosos, no ha necesitado de gran esfuerzo para demostrar que el comunismo, es decir, el gubernamentalismo elevado a su última potencia, era una cosa extravagante y absurda desde el punto de vista de los principios que son comunes a los nuevos sectarios. En efecto: el comunismo, concibiendo el Estado como una unidad absoluta que concentra en sí todos los derechos y absorbe a todos los individuos, viene a concebirle como alta y poderosamente solidario, como quiera que unidad y solidaridad son una misma cosa, considerada desde dos puntos de vista diferentes. El catolicismo, depositario del dogma de la solidaridad, la deriva siempre de la unidad, que la hace posible y necesaria. Ahora bien: como cabalmente el punto de partida del socialismo es la negación de ese dogma, es claro que el comunismo se contradice a sí propio cuando le niega en la teoría y le reconoce en la práctica, cuando le niega en sus principios y le afirma en sus aplicaciones. Si la negación de la solidaridad familiar lleva consigo la negación de la familia, la negación de la solidaridad política lleva consigo la negación de todo gobierno. Esa negación procede igualmente de la noción que los socialistas se forman de la igualdad y de la libertad, comunes a todos los hombres, como quiera que esa igualdad y esa libertad no pueden ser concebidas como limitadas por un gobierno, sino como limitadas naturalmente por la libre acción y reacción de unos individuos en otros. La consecuencia está, pues, de parte de M. Proudhon, cuando dice en sus Confesiones de un revolucionario: «Todos los hombres son iguales y libres; la sociedad es, pues, así por su naturaleza como por la función a que está destinada autonómica, que tanto quiere decir como ingobernable, Siendo la esfera de la actividad de cada ciudadano el resultado, por una parte, de la división natural del trabajo, y por otra, de la elección que hace de una profesión, y estando constituidas las funciones sociales de tal manera que produzcan un efecto armónico, el orden viene a ser el resultado de la libre acción de todos; de donde saco la negación absoluta del gobierno: todo el que pone en mi su mano para gobernarme es un tirano y un usurpador; yo le declaro mi enemigo».
Pero si M. Proudhon es consecuente negando el gobierno, no lo es sino a medias cuando señala esta negación como la última de las negaciones que van envueltas en las doctrinas socialistas. Con la familia, está negada la solidaridad doméstica; con el gobierno, está negada la solidaridad política; pero allí mismo donde niega estas dos solidaridades, por una contradicción inconcebible afirma la humana, que las sirve a todas de fundamento. Ya demostramos cumplidamente antes que afirmar la igualdad y la libertad y afirmar la solidaridad humana era afirmar una misma cosa. Ni para aquí la contradicción, porque al mismo tiempo que afirma la igualdad y la libertad en las Confesiones de un revolucionario, niega la fraternidad en el capítulo VI de su libro sobre las Contradicciones económicas, por estas palabras: «¿De fraternidad me habláis? Seremos hermanos si formáis en ello empeño, con tal, empero, que yo sea el hermano mayor y que vengáis todos después de mí, y con esta condición: que la sociedad, nuestra madre común, honre mi primogenitura y mis servicios, dándome porción doblada. Me decís que atenderéis a mis necesidades proporcionalmente a mis recursos, y yo pretendo, al revés, que atendáis a ellas proporcionalmente a mi trabajo; de lo contrario, dejo de trabajar».
Por donde se ve que la contradicción es doble, porque si, por una parte, hay contradicción en afirmar la solidaridad humana cuando se niega la doméstica y la política, por otra hay contradicción mayor en negar la fraternidad cuando se proclama el principio de la libertad y de la igualdad entre los hombres. La igualdad, la libertad y la fraternidad son principios que se suponen mutuamente y que se resuelven los unos en los otros, así como la solidaridad humana, la política y la doméstica son dogmas que se resuelven los unos en los otros y que se suponen mutuamente. Tomar unos y dejar otros es tomar lo que se deja y dejar lo que se toma; es negar lo que se afirma y afirmar lo que se niega a un tiempo mismo.
Por lo que hace a la cuestión relativa al gobierno, la negación de todo gobierno por parte de M. Proudhon no es más que una negación aparente. Si la idea del gobierno no es contradictoria con la idea socialista, no había para qué negarla; y si hay contradicción entre estas dos ideas, es una inconsecuencia insigne proclamar en otra forma al gobierno que viene negado. Ahora bien: M. Proudhon, que niega el gobierno, símbolo de la unidad y de la solidaridad política, viene a reconocerle de otra manera y en otra forma, cuando reconoce y proclama en las palabras siguientes la unidad y la solidaridad social: «Sólo la sociedad, es decir, el ser colectivo, puede seguir su inclinación y abandonarse a su libre albedrío sin temor de un error absoluto e inmediato. La razón superior que está en ella, y que va desprendiéndose de ella poco a poco por las manifestaciones de la muchedumbre y la reflexión de los individuos, la pone siempre, en definitiva, en el buen camino. El filósofo es incapaz de descubrir la verdad por intuición, y si por ventura se propone dirigir la sociedad, corre un gran riesgo de poner sus propias ideas, ineficaces e insuficientes siempre, en lugar de las leyes eternas del orden y de llevar de esta manera la sociedad a los abismos. El filósofo necesita algo que le guíe. ¿Cuál puede ser este algo sino la ley del progreso y aquella lógica que reside como en su centro en la misma humanidad?» (Confesions d'un révolutionaire).
Aquí se suponen tres cosas: la unidad, la solidaridad y en definitiva, la infalibilidad social; cabalmente las mismas tres cosas que el comunismo afirma o supone en el Estado; y se niegan otras: la capacidad y la competencia de los individuos para gobernar a las naciones; lo mismo que en ellos niega el comunismo cabalmente. De donde se sigue que entre proudhonianos y comunistas se va a parar a un mismo término por diferentes caminos: unos y otros afirman el gobierno, y con él la unidad, la solidaridad de las sociedades humanas. El gobierno es para los unos y para los otros infalible, es decir, omnipotente, y, siéndolo, excluye toda idea de libertad en los individuos, los cuales, puestos bajo la jurisdicción de un gobierno omnipotente e infalible, no pueden ser otra cosa sino esclavos. Que el gobierno resida en el Estado, símbolo de la unidad política, o en la sociedad, considerada como un ser solidario, siempre resultará que el gobierno es la condensación de todos los derechos sociales, así en la primera como en la segunda de estas suposiciones; de donde se sigue para el individuo, considerado aisladamente, la más completa servidumbre.
M. Proudhon hace, pues, todo lo contrario de lo que dice y es todo lo contrario de lo que parece: proclama la libertad y la igualdad, y constituye la tiranía; niega la solidaridad, y la supone; se llama a sí propio anarquista, y tiene sed y hambre de gobierno. Es tímido, y parece arrojado; el arrojo está en sus frases, la timidez en sus ideas. Parece dogmático, y es escéptico en la sustancia y dogmático en la forma. Anuncia solemnemente que va a proclamar verdades peregrinas y nuevas, y no hace otra cosa sino ser el eco de antiguos y desacreditados errores.
Aquel apotegma suyo de que la propiedad es el robo ha cautivado a los franceses por su originalidad y por su ingenio. Bueno será que sepan nuestros vecinos que ese apotegma es antiquísimo de este lado de los Pirineos. Desde Viriato hasta nuestros días, todos los ladrones que salen al camino, al poner la boca de su trabuco en el pecho del caminante, le llaman ladrón, y como a ladrón le quitan lo que tiene. M. Proudhon no ha hecho otra cosa sino robar a los bandoleros españoles su apotegma, como ellos roban al caminante su bolsa. Del mismo modo que se da en espectáculo a las gentes como original cuando es plagiario, siendo el apóstol de lo pasado, se llama el profeta de lo futuro. Su principal artificio está en expresar la idea que afirma con la palabra que la contradice. Todos llaman despotismo al despotismo; M. Proudhon le llamará anarquía; y cuando ha puesto a la cosa afirmada su nombre contradictorio, con el nombre hace guerra a sus amigos y con la cosa a sus contrarios; con la dictadura comunista, que está en el fondo de su sistema, infunde espanto al capital: con la palabra anarquía ahuyenta y hace huir a sus amigos los comunistas; y cuando, volviendo los ojos por todos lados, ve a los unos sin fuerza para huir y a los otros puestos en vergonzosa fuga, suelta la carcajada. Otro de sus artificios está en tomar de cada sistema lo que, no siendo bastante para confundirse con aquellos que le sostienen, basta para excitar la cólera de los que le contradicen; en él hay páginas que pudieran suscribir todos los partidarios del orden; esas páginas van dirigidas a todos los hombres turbulentos; otras que pudieran suscribir los más fanáticos demócratas; ésas van dirigidas a los amigos del orden; en algunas hace ostentación del ateísmo más inmundo, y al escribirlas tiene presentes a los católicos; otras, por fin, pudieran ser aceptadas por el católico más ferviente, y ésas son las que destina a regalar los oídos de los materialistas y ateos. El bien supremo de ese hombre es obligar a todos a que levanten la mano contra él y levantar él su mano contra todos. Cuando ha afirmado de sí que tiene por enemigo a todo el que quiere gobernarle, no ha revelado sino la mitad de su secreto; la otra mitad está en afirmar que es enemigo suyo todo el que le siga y todo el que le obedezca. Si el mundo se hiciera proudhoniano alguna vez, por hacer contraste al mundo dejaría de ser proudhoniano; y si, dejando de serlo él, dejara de serlo el mundo, se colgaría del primer árbol que encontrara en su camino. Yo no sé si después de la desventura de, no poder amar, que es la desventura satánica por excelencia, hay otra mayor que la de no querer ser amado, que es la desventura proudhoniana. Y, sin embargo, ese hombre, asunto tremendo de la cólera divina, conserva allá en lo más recóndito de su ser oscurecido y tenebroso algo que es luz y es amor, algo que le distingue todavía de los espíritus infernales; aunque envuelto ya en sombras que se van rápidamente condensando, no es todo odio y tinieblas. Enemigo declarado de toda belleza literaria, como de toda belleza moral, sin saberlo y sin quererlo es bello, literaria y moralmente, en las pocas páginas que consagra a la suavidad modesta del pudor, a los limpios y castos amores y a las armonías y a las magnificencias católicas. Su estilo entonces o se levanta hasta su asunto lleno de majestad y de pompa o toma la forma suave y apacible de los más frescos idilios.
M. Proudhon es inexplicable e inconcebible considerado en sí aisladamente. M. Proudhon no es una persona, aunque lo parece; es una personificación. Siendo contradictorio e ilógico, como lo es, el mundo le llama consecuente, porque él es una consecuencia; es la consecuencia de todas las ideas exóticas, de todos los principios contradictorios, de todas las premisas absurdas que el racionalismo moderno viene planteando de tres siglos a esta parte; y así como la consecuencia contiene a sus premisas y las premisas contienen su consecuencia, esos tres siglos contienen necesariamente a M. Proudhon, como M. Proudon lleva en sí esos tres siglos necesariamente. Por esta razón, el examen del uno y el examen de los otros dan un mismo resultado; todas las contradicciones proudhonianas están en los tres siglos últimos, y en M. Proudhon están las contradicciones de los tres últimos siglos; y las unas y las otras están en su estado de concentración en la obra más notable, desde cierto punto de vista, del siglo presente: en el Sistema de las contradicciones económicas. Entre ese libro y su autor y los siglos racionalistas hay una identidad absoluta; la diferencia está sólo en los nombres y en las formas; la cosa representada en común toma aquí la forma de libro, allí la forma de hombre y más allá la forma del tiempo. Esto sirve para explicar por qué M. Proudhon está condenado a no ser original nunca y a parecerlo siempre. Está condenado a no ser original nunca, porque, supuestas las premisas, ¿qué cosa hay menos original que la consecuencia? Está condenado a parecerlo siempre, porque ¿qué hay que pueda parecer tan original como la concentración de todas las contradicciones de tres siglos contradictorios en una sola persona?
Esto no quiere decir que M. Proudhon no vaya en pos de la originalidad verdadera. M. Proudhon quiere ser verdaderamente original cuando aspira a formular la síntesis de todas las antinomias y a encontrar la suprema ecuación de todas las contradicciones; pero aquí, que es donde está la manifestación de su personalidad individual, es cabalmente donde se descubre su impotencia. Su ecuación no es más que el principio de una nueva serie de contradicciones, y su síntesis no es más que el principio de una nueva serie de antinomias. Puesto entre la propiedad, que es la tesis, y el comunismo, que es la antítesis, busca la síntesis en la propiedad no hereditaria, sin ver que la propiedad no hereditaria no es propiedad y, por consiguiente, que su síntesis no es síntesis, porque no suprime la contradicción, sino una nueva manera de negar la tesis vencida y de afirmar la antítesis vencedora. Cuando para formular la síntesis, que ha de comprender por un lado la autoridad, que es la tesis, y por otro la libertad, que es la antítesis, niega el gobierno y proclama la anarquía; si con esto quiere decir que no ha de haber gobierno ninguno, su síntesis no es otra cosa sino la negación de la tesis, que es la autoridad, y la afirmación de la antítesis, que es la libertad humana; y al revés, si lo que quiere decir es que el gobierno dictatorial y absoluto no ha de estar en el Estado, sino en la sociedad, en ese caso no hace otra cosa sino negar la antítesis y afirmar la tesis, negar la libertad y afirmar la omnipotencia comunista. En uno y otro caso, ¿dónde está la conciliación?, ¿dónde está la síntesis? M. Proudhon no es fuerte sino cuando se contenta con ser la personificación del racionalismo moderno, por su naturaleza absurdo y contradictorio; y no es débil sino cuando muestra su personalidad individual, cuando deja de ser una personificación para convertirse en una persona.
Si después de haberle examinado bajo varios de sus aspectos se me preguntara cuál es el rasgo más dominante de su fisonomía espiritual, respondería a esta pregunta que es el desprecio de Dios y de los hombres. Jamás hombre ninguno pecó tan gravemente contra la humanidad y contra el Espíritu Santo. Cuando resuena esa cuerda de su corazón, resuena siempre con elocuente y robusta resonancia. No es él el que habla entonces, no; es otro que está en él, que le tiene, que le posee y que le hace caer desfallecido en convulsiones epilépticas; es otro que es más que él y que mantiene con él un diálogo perpetuo. Lo que dice algunas veces es tan extraño, y eso que dice lo dice de tan extraña manera, que el ánimo queda suspenso hasta el punto de no saber si el que habla es hombre o es demonio y si habla de veras o se burla. Por lo que hace a él, si con su voluntad pudiera ordenar las cosas a su antojo, preferiría ser tenido por demonio a ser tenido por hombre. Hombre o demonio, lo que aquí hay de cierto es que sobre sus hombros pesan con abrumadora pesadumbre tres siglos reprobados.
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