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Tema: Godoy: amante de reinas y abuelo de reyes

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    Godoy: amante de reinas y abuelo de reyes

    El caso de Godoy es uno de los más extraordinarios del mundo moderno. Por su ejemplaridad, por su rapidez, por su violento contraste de gloria y de ignominia no tuviera semejante en aquel siglo, ni en otros mas lejanos, a no haber coincidido con Napoleón, junto a quien palidecen los mayores encumbramientos.
    En la familia de los grandes advenedizos, Bonaparte es el más estupendo: su fulgor apagó el de cuantos brillaban en torno, que ser contemporáneo suyo equivalía a reflejar su luz o a morir en aquella «oscuridad por deslumbramiento» de que su presencia todo lo rodeaba.

    Pero venida en otros días y lejos de tal precedente, la historia del Príncipe de la Paz fuera pasmosa. Quien la emprenda habrá de considerar ante todo que pone su pluma en materia de ascetismo, apto para desenvolver una «filosofía del desengaño», a estilo de Boecio y como si se tratara de un libro de piedad.
    Porque, mejor que a las letras profanas, pertenecen a la tradición religiosa esas expiaciones de la felicidad temporal y esas mudanzas de fortuna simbolizadas en su ejemplo: la historia de Job, cubierto de inmundicias y a quien cada nuevo mensaje anunciaba una calamidad.

    Como no sea el caso de María Antonieta, nada comparable pudiéramos encontrar en la historia de las difamaciones célebres. Siglo y medio de diatriba soez, furibunda, implacable, con una persistencia que desentona en la índole del pueblo español, esencialmente desmemoriado y voluble; medio siglo de expiación a manos de los libelistas clandestinos o públicos, impulsivos o reflexivos, que agotaron a su costa la enciclopedia del insulto y enriquecieron la bibliografía del odio con una de sus más señaladas aportaciones modernas.
    Y no es que fueran en España poco frecuentes los ataques contra el poderoso. En el tajo, en la horca dejaron su vida favoritos y privados, condestables y ministros famosos, desde don Alvaro de Luna a don Rodrigo Calderón.

    Sepultados en un castillo purgaron otros su soberbia o el humor del rey. Los cordeles del tormento rompieron los brazos de Antonio Pérez, a cuyo nombre la tierra temblaba meses atrás; y al cambio de gobernantes llamábase en el lenguaje antiguo “caer en desgracia”, porque solía venir acompañado de destierro, de cárcel, de confiscación. Así salieron Moñino y Aranda, poco antes de Godoy; así Jovellanos y Saavedra.
    Pero semejantes reveses apenas transcendían ni en ellos tomaban parte más que los bandos y clientelas de los desposeídos o de los agraciados. El perdón y el olvido no se hacían esperar casi nunca;hubo indulgencia para todos.

    ¿Cómo se explica, pues, el rigor despiadado por lo duradero, que observaron los españoles con el príncipe de la Paz, y aun con su memoria una vez fallecido? Todos hablaron, escribieron, acusaron, mientras él calló; desde 1808 hasta 1834 en que publica los primeros volúmenes de las Memorias, no se oye otra voz que la de sus detractores; a la tranquilidad de los reyes padres, Carlos IV y María Luisa, sacrificó su defensa, empeñando el juramento de no exculparse mientras viviesen y viviese su hijo Fernando VII.
    De ese silencio inexplicable no conociéndose la causa, aprovechóse todo el mundo para redoblar los ataques contra quien no salía a rechazarlos, para descargar a veces la propia responsabilidad sobre las espaldas del universal responsable, que acontecía además estar ausente y silencioso.

    En la total bancarrota española de 1808 mediaron errores y culpas de todo género: recientes y antiguos o inveterados; individuales y difusos; de los reyes, de Godoy, de sus antecesores, de sus rivales, de la nación misma. Era un caso enorme de responsabilidad indivisa y común que vino a liquidación con la presencia de los ejércitos franceses, con el motín de Aranjuez y el 2 de mayo.
    Entonces se presentó a muchos el instante propicio de saldar cuentas particulares, englobándolas íntegramente en la del privado.

    Como el chivo expiatorio, de la Biblia, él pagó por todos y expió las culpas de todos: las inmediatas, las inmemoriales, las propias, las ajenas y hasta lo que hubo de fatal e incoercible en aquel ciclón de los años revolucionarios.
    De aquí que se le dirigieran, por un mismo asunto, acusaciones absolutamente inconciliables, según de qué lado procedían: de haber provocado la guerra de Napoleón o de no haberla declarado antes con tiempo; de haber sido causa de las vergüenzas de Bayona, o de querer evitarlas poniendo en salvo a los reyes; de haber exasperado al temible corso o haberle entregado la patria por codicia e ineptitud.

    ¿Fue verdaderamente Godoy ese hombre ambicioso, insaciable y siniestro que se complacieron en pintar no pocos contemporáneos suyos?
    Afirmarlo equivale a falsear la psicología del personaje. Tratóse de un hombre envanecido por sus juveniles triunfos, pero débil de carácter, y sin aquel impulso violento y desenfrenado que suele ser distinto de las ambiciones. Fue prisionero de su propia suerte: halló escalones para subir, alfombrados de rosas, mas no para retroceder cuando quiso (y quiso sin duda en multitud de ocasiones). Imposible volver atrás sin despeñarse: o seguir hasta el fin, o todo perdido, incluso la cabeza.

    Hay que reconocer un acento de profunda sinceridad en las protestas de Godoy, cuando asegura que cada nuevo favor de los soberanos vivamente le contrariaba; y esto es lo humano y lo conforme a la lógica de su temperamento. No pertenecía a la estirpe de los héroes sin duda, y careció de alientos para triunfar o para huir; pero vivió espantado de su propia suerte.
    No una vez, sino muchas arrojó al mar la sortija dorada, en holocausto a los dioses y a fin de aplacar su cólera; pero cada vez, a guisa de presagio fatal, volvía a encontrarla en el vientre del pez servido en sus convites. Secretario de la reina, brigadier, capitán general, duque de Alcudia, grande de España: antes de los veinticinco años escaló la mayor cumbre de la nación y en un salto pasó de guardia de corps a hombre de Estado y ministro universal.

    Los reyes quisieron buscar un servidor leal y adicto, una hechura fabricada por ellos y que todo se lo debiera, como se busca un buen mayordomo o un apoderado incorruptible. La Revolución de Francia les había trastornado la cabeza, y decidieron salvar su corona y la tranquilidad de su reino con fórmulas caseras. La reina creyó descubrir ese hombre en Godoy: tal como hacía trescientos años que el espíritu de los validos se enseñoreara de los reyes.

    Aquel joven hallóse árbitro de los destinos de una vasta monarquía, sin ninguna preparación, sin la experiencia más leve. Fábula es lo de la guitarra y el tañer de la flauta, como lo fue asimismo la afición al vino de José Bonaparte; pero su instrucción no pasaba de la que recibían los muchachos de su clase. Mozo, gallardo y enaltecido con tantas distinciones, ¿qué había de suceder? Viose aclamado, asediado de todos; fue más corrompido que corruptor y la misma sociedad, aparentemente escandalizada a ratos, pidióle albricias por su buena fortuna.

    Si no hubiera recaído en Godoy, hubiera recaído en otro: tratábase de una predestinación. Pero incauto y deslumbrado el guardia de corps, cayó en la red y, como pudo, trató de habilitarse para el papel a que se le destinaba y de dominar la marcha de los negocios.

    ¡Lástima que muchas de sus experiencias y ensayos se hiciesen en carne viva! De todos modos, hay que decir cuan rápidamente se asimiló una porción de nociones, ya que no pudo profundizarlas. Tenía intuiciones felices y vio más claro que obró, con clarividencia a que la acción no solía corresponder, por intermitente, inconexa o tardía. Muchos que le reprochaban su ineptitud, o habían compartido sus puntos de vista en los consejos o dieron traspiés tan formidables como los suyos, si no andaban aún más a oscuras.

    No fue, no pudo ser este de Godoy un siglo de oro: ni lo consentían los doscientos años de decadencia que ya entonces arrastraba España, ni él era, —hombre de plena decadencia también— el llamado a conducir un resurgimiento decisivo. Pero al lado de lo que vino a sustituirle, al lado de los fernandistas, al lado de la camarilla que gobernó desde 1814 había 1833, claro está que descuella como un verdadero Pericles.
    Perdióle a Godoy en la conciencia del país, en la sana, el supuesto origen de su privanza, ofensivo para una nación, cuyos destinos y magistratura suprema creyó convertidos en ofrenda de amor o galanteo. Pero en el corazón de los cortesanos y de los ambiciosos, de los rivales y de los despechados, prevalecieron otros móviles. Ellos no podían indignarse sinceramente, porque sobre ser tan corrompidos como Godoy, habían sido a menudo sus cómplices, sus medianeros o sus asalariados.
    El mundo perdona con más facilidad el crimen que la fortuna, escribió Larra a este propósito, cosa de treinta años después. Y Godoy fue inmensamente afortunado y no fue criminal, es decir, ni fue sanguinario, ni vengativo, ni malvado.

    La sociedad que le rodeaba no sólo transigió con él mientras estuvo en candelero sino que allanó sus caminos cuando amenazaban cerrarse, y puso aceite en las cerraduras de las puertas secretas para que no rechinasen con indiscreción, y escribió en su honor versos gratulatorios donde por manera sobreentendida se celebraban y envidiaban sus éxitos galantes, y obtuvo sus mercedes sin reparar que conservaban todavía el perfume de la impureza.
    Pero así que lo vieron vencido y derribado, con la indignidad de cómplices o copartícipes que eran la víspera, empalmaron casi todos la de fiscales y acusadores, y dieron uno de los espectáculos más memorables que el tránsito de la fortuna a la adversidad haya promovido aquí abajo, en la tierra.
    Última edición por ALACRAN; 04/05/2009 a las 17:59
    Pious dio el Víctor.
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Respuesta: Godoy: amante de reinas y abuelo de reyes

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    Un modesto hidalgo de escasa fortuna, pero de limpio linaje, don José de Godoy, casado con la dama portuguesa doña María Antonia Alvarez de Faria, después de vivir un tiempo en el pueblo extremeño de Castuera, donde le llevaran sus obligaciones de coronel del ejército español, instalóse en Badajoz.
    En Castuera un mayo de 1767 nació el segundo hijo del matrimonio, al que se llamó Manuel; de Badajoz salió para la Corte, en busca de mejor fortuna, el primogénito Luis, que ingresó en los guardias de Corps del rey Carlos III.

    Manuel Godoy tuvo en su niñez un buen educador en su padre, hombre culto, muy versado en ciencias y en la filosofía que entonces se creía avanzada. Su madre ocupóse con ternura del cultivo de sus creencias religiosas, y del modo de comportarse en sociedad, donde en seguida fue halagado por su belleza varonil y su exquisita finura. A los 17 años —1784— Manuel, deslumbrado por los éxitos de su hermano en Madrid —se decía que era amante de la princesa de Asturias— y sintiendo dentro de si una ambición comparable en su nacimiento con la que por aquel mismo tiempo embravecía en la Escuela Militar de Brienne a un joven francés llamado Napoleón Bonaparte (el destino los unió más tarde) decidió trasladarse a la Corte, donde, trabando amistad con sus compañeros de hospedaje, los hermanos Joubert, pronto aprendió francés e italiano. También aprendió a intrigar, y así llegó —con el pretexto de preguntar por su hermano— a intimar primero con una camarera de la princesa de Asturias, y más tarde —expulsado Luis de España, por Carlos III— ocupó sin grandes dificultades el sitio del mismo cerca de María Luisa, ya reina por defunción de Carlos III y matrimonio con Carlos IV.

    El señorito de Badajoz, al que mimaban las damas amigas de su madre, y adulaban los subordinados de su padre, no pudo entrar en Madrid con mejor pie. La fama de su hermano, su arrogante figura, su arrolladora simpatía juvenil que en tertulias y reuniones lo mismo contaba acertijos picarescos que tañendo la guitarra entonaba seguidillas amorosas, le abrieron muchas puertas. Y una, muy importante: la que comunicaba la habitación de una azafata de Palacio, con la cámara privada de la reina María Luisa.
    Como la espuma subió el joven guardia de Corps a capitán de la guardia flamenca; y de salto en salto, a los 24 años Manuel Godoy era teniente general de los ejércitos españoles.

    LA PASIÓN DEL PODER
    Parece que su rápida elevación militar, su influencia en Palacio y su aumentada fortuna por dádivas y regalos, debían satisfacer plenamente al joven provinciano que nunca pudo soñar tales mercedes. Pero Manuel de Godoy llevaba dentro la pasión del mando, que no se contentaba con charreteras y doblones. La política y sus engranajes, de grandeza y miseria, absorbía completamente la voluntad y el deseo de Godoy. En la situación privilegiada que ocupaba, no le fue difícil avanzar. La reina era quien virtualmente mandaba en España, y Godoy acabó asistiendo a los consejos de ministros que alternativamente eran presididos por el conde de Aranda o por Floridablanca.
    Nombrado consejero de Estado se hace dueño de todos los resortes del Gobierno, colocando en los sitios clave a parientes y amigos incondicionales, estableciendo una verdadera dictadura porque encuentra al país en un estado de desorientación confusa, y dividido en fracciones ideológicas de la más variada especie.

    A la labor constructiva, ordenada y hasta cierto punto intelectual, de Carlos III, sigue —muerto este monarca— la abúlica, despreocupada y simplista de su hijo Carlos IV que, no siendo su pasión por la caza, todo lo demás le trae sin cuidado, permitiendo y casi agradeciendo a su mujer que se ocupe de la gobernación y de los gobernantes.
    María Luisa, mujer frívola, soberbia y poco entusiasta del escrúpulo, pacta con los jefes Aranda y Floridablanca se inclina decididamente a las clases conservadoras; con lo que la masa del pueblo asiste inquieta, pero callada, a una sorda lucha social de principios religiosos y de estamentos opuestos. Como para ser totalmente malos, o rebeldes, les falta la inteligencia, Godoy, que posee ambas facultades, se erige en árbitro de todos los destinos nacionales.

    Desde su ministerio defiende a Luis XVI contra la Convención francesa, y a lo largo de toda su actuación, preciso es registrar:
    Creación de la primera Escuela de Veterinaria.
    Inspección oficial farmacéutica.
    Escuela Superior de Médicos.
    Campaña nacional de cultura contra la ignorancia.
    Fundación de las Academias.
    Protección y exaltación del pintor Goya, encargándole la decoración de palacio.
    Instituto de Cosmografía y Astronomía.

    Instituto del Fomento de la Cultura.
    Gabinete geográfico.
    Depósito hidrográfico.
    Creación del jardín botánico de Sanlúcar.
    Ampliación de todas las Universidades.
    Resolución de permitir la vuelta de los judíos a España.

    Toda esta labor, a vuela pluma indicada, da idea de la potencialidad intelectual de este hombre y de los proyectos realizados en pro del progreso nacional interno. Pero es que en el exterior también desarrollaba una extraordinaria misión. Prusia y Austria se unen contra la Revolución francesa —1792— y España —con la oposición de Godoy, aunque luego le culparon de ello— acuerda en las Cortes unirse a la guerra, que es cruel y desastrosa. Godoy labora con fe, deseando una inteligencia, y, por fin, se intenta la paz en Basilea. A ella se debe el título de Príncipe de la Paz, que le reconocen dentro y fuera de España.
    La merced de los reyes le había concebido antes el Ducado de Alcudia. Como a Federico el Grande, como a Napoleón, como a Mussolini y como a tantos otros personajes de la Historia, puede aplicarse a Godoy la clásica frase: “Los acontecimientos los crearon. No fueron ellos los que crearon a los acontecimientos”.

    PEPITA TUDÓ

    La reina María Luisa tuvo dos hijos con Manuel Godoy; una ironía del destino hizo que ambos fueran la reproducción exacta de los rasgos, gestos y maneras del favorito. Fueron los oficialmente infantes, Isabel —luego, reina de Nápoles— y Francisco de Paula —cuyo hijo seria rey consorte de Isabel II de España, décadas después—.

    Pero el gran amor de Manuel Godoy fue la hija de un oficial de artillería, Pepita Tudó, que vivió con él primero en el Pardo y luego en Madrid, en el mismo palacio del príncipe. Ello originó un pequeño drama. Carlos IV aprobaba naturalmente tales amores que le alejaban sospechas e inquietudes, pero María Luisa, frenéticamente opuesta a ellos, preparó con malicia una boda oficial —razón de Estado, casi—, creyendo que así arrancaba al favorito de los brazos de Pepita Tudó.

    Efectivamente, en consejo real de familia, acordóse el matrimonio del Príncipe de la Paz, duque de Alcudia, con la infanta María Teresa hija del infante don Luis, hermano de Carlos III, que había casado morganáticamente con una señorita de Villabri, a que concedió el título de condesa de Castillofiel.
    La Princesa de la Paz dio a luz en 1800 a una niña —Carlota Luisa—, y a poco el matrimonio obligado se distancia, porque Pepita Tudó del lado del corazón y la reina María Luisa de la parte de la conveniencia, dominan completamente al hombre que domina a todo un país, dentro y fuera de su territorio.

    NAPOLEÓN, ALI-BEY Y LA CORONA DE PORTUGAL

    En 1798 dimite Godoy, un poco asqueado del ambiente hostil que percibe en su derredor —los enemigos de Godoy están dirigidos por la celosa reina— y otro poco porque su sagacidad política le aconseja un descanso figurado, para volver con más fuerza, como así sucede.
    Ocupa la presidencia Saavedra, que no es más que un muñeco de Godoy; y éste, entabla muy cordiales relaciones con el general Bonaparte que regresa de Egipto, y con el político francés Talleyrand.

    Al año siguiente —1799— una conspiración internacional, a la que no es ajeno Godoy, provoca el golpe de Estado en Francia que designa a Napoleón como primer cónsul y director omnipotente. Godoy recibe de él valiosos regalos, y de Tailleyrand una carta que es todo un tratado político.

    Entonces Godoy vuelve a tomar el poder en España. Y de acuerdo con Francia, declara la guerra a Inglaterra porque cuatro fragatas españolas que traían oro de América, habían sido apresadas por buques ingleses a la vista de Cádiz.
    También Godoy mira a África, como expansión de riqueza para España; e instruye a un catalán amigo suyo y de su misma edad, llamado Badía Castillo, para que vaya a Londres, adquiera conocimientos técnicos y luego viaje por Marruecos como simple investigador científico, bajo el nombre de Ali-Bey príncipe abásida de la familia de los Califas, para lo que le entrega amplia documentación.
    El plan es destronar a Muley Solimán, emperador desprestigiadísimo y hacerse con el mando de la zona. Ali-Bey llegó a Tánger en 1803, y no realizó el plan, a pesar de hallar todo fácil, por causas que no se han sabido nunca, ya que le habían ya reconocido los moros como príncipe musulmán. Luego, en 1808 aparece Badía junto a Napoleón y sigue a José Bonaparte en su viaje a España, ocupando el gobierno de Córdoba. En 1813 expulsado el rey José de España, Ali-Bey vuelve a Marruecos, y se pierde su pista.

    A todo esto, Napoleón sueña con Portugal y ofrece a Godoy la corona de aquel país mediante una ayuda directa. Quizás esta nueva aventura distrae a Godoy de los proyectos africanos. Lo cierto es, que le deslumbra el ofrecimiento, y publica una proclama de resonancia mundial, que de nada le sirve pues conquistado Portugal por el general Junot, se firma el tratado de Fontainebleau y a Godoy no se le tiene para nada en cuenta, despertando su odio a cuanto fuera francés; y empezando a envenenar al pueblo madrileño con anuncios de invasiones, que luego llegaron efectivamente.

    Napoleón, desde lo alto de su cima, no ve ya en Godoy más que a un posible sirviente. Godoy, español de cepa, mira a Napoleón con el desprecio del desengaño y la ofensa de su dignidad, que no le perdonará jamás.

    LA CAÍDA

    Una disposición real dispone que el primogénito Fernando será mayor de edad a los 30 años y que a la muerte del rey, su esposa María Luisa y el Príncipe de la Paz asumirán las obligaciones de la Corona.
    Es 1808, y Fernando tiene 24 años y una camarilla que encabezan los duques de San Carlos e Infantado, enemigos de Godoy, y que cuentan con la adhesión de las clases clericales del país, indignadas por la vida licenciosa del Príncipe de la Paz; y además cuentan también con un estado latente de rebeldía en el pueblo.
    En las habitaciones del príncipe Fernando se conspira sin recato, y mientras el ejército francés va avanzando hacia la península con un pretexto fútil, el hijo del rey organiza la revolución contra su padre para apoderarse de la corona.

    El motín inicial estalla en El Escorial a la puerta del palacete de Godoy, cuando una dama tapada sale del mismo amparada por un oficial de la guardia. La turba, colocada allí con intención manifiesta, grita que es Pepita Tudó, pretenden detenerla y el oficial dispara contra la muchedumbre, que asalta sin más la mansión de Godoy rompiendo muebles, quemando paredes y buscándole para matarle como culpable, dicen, de todos los males del país.

    Godoy, después de hacer salir a la Princesa de la Paz y a su hija por puerta excusada para que se dirijan a palacio, logra ocultarse en un desván, pero a las pocas horas de hambre y sed, comete la imprudencia de pedir un vaso de agua a un guardia al que había colocado y que creía adicto, y éste le denuncia entregándolo a las masas, que lo arrastran hasta el cuartel de Fernando entre gritos, insultos, palos y navajazos.
    La reina exige a su hijo que se persone en el cuartel para librar a Godoy; y éste, en un estado lamentable, es llevado al castillo de Villaviciosa, de donde sale para Bayona a reunirse con los reyes —Carlos IV ha abdicado y Napoleón le ofrece asilo—.

    En Bayona se acuerda el traslado a Compiegne, donde aparece Fernando, que por presión de Napoleón ha tenido que abdicar en Valencay, dando paso en España al hermano de Napoleón, José Bonaparte, que usurpa la corona.
    A Godoy, le esperan nuevas amarguras. Pepita Tudó ha ido a reunirse con él. Todos los bienes y casas de Godoy en Madrid han sido confiscados. Por otra parte, el hermano de la princesa de la Paz, cardenal Borbón arzobispo de Toledo ha recogido a la esposa legítima de Godoy y después de internarla en un convento de su diócesis, ha procedido en querella canónica contra el esposo adúltero.
    Como los reyes van a Niza, Godoy les sigue hasta Marsella desde donde cambiando de opinión todos van a Roma, amparándose en el Estado Vaticano que les acoge gustoso.

    Allí, en 1819, morirá María Luisa, y a los pocos días Carlos IV. Ambos, dejan todos sus bienes al príncipe de la Paz, pero el rey de España Fernando VII —que al fin desde 1814, había podido entrar triunfante en Madrid— estorba la ejecución de los testamentos, por vía diplomática.
    Godoy, de 52 años de edad, queda en la miseria. Decide ir a París, donde el rey Luis Felipe, en recuerdo del generoso acogimiento que Godoy dispensó a los refugiados franceses cuando la revolución francesa —entre los que estuvo su madre, oculta en Barcelona y protegida por Godoy— le ha concedido una pensión de cinco mil francos, para poder vivir decorosamente. Y cuando va a París, Pepita Tudó le abandona regresando a Madrid donde espera liquidar las joyas que pudo esconder.

    Godoy vive en la calle de la Michodiere en un cuarto modestísimo. Desengañado de todo, abandonado de todos, triste viejo —acaba de cumplir 80 años— y pobre, va a los jardines de las Tullerias donde los niños juegan con él llamándole «Señor Manuel». El pobre hombre que les parece un actor retirado y sin contrato, es en aquel momento el bisabuelo de los hijos de la reina de España, el padre de la reina Isabel de Nápoles, el tío y familiar de los reyes Fernando II y Francisco I de Sicilia, de la emperatriz Teresa de Brasil, y de Fernando IV de Toscana.
    De todos ellos no tiene el menor consuelo. Escribe a sus amigos de Madrid —quedan pocos — pelea en consulados y cancillerías...

    Por fin, en mayo de 1847 la reina Isabel II de España firma un decreto concediendo a Godoy — abuelo de su marido consorte y bisabuelo de sus hijos, entre ellos el futuro Alfonso XII— su rango, sus dignidades, y su fortuna.
    La rehabilitación llegará tarde. Cuando va a cumplimentarse, Godoy muere a los 84 años, en 1851, en brazos del portero de su chamizo.
    Desde la iglesia de San Roch —rue Saint Honoré— es trasladado al cementerio del Pére Lachaise. Delante de la humilde carreta que, tirada por un escuálido jaco, sostenía la caja de pino que encerraba los restos de un hombre que de la nada llegó a todo y de todo a la nada, iba un sacerdote exiliado vasco, al que Godoy había expulsado de España porque desde el pulpito había condenado el «favoritismo» inmoral del valido de la reina, y que al enterarse de que moría en un sotabanco fue a confesarle y absolverle en nombre de Cristo.
    Detrás, iban dos o tres compatriotas, el portero y su perro. Más allá París, con la espléndida perspectiva de su belleza y su poder, acariciada por los últimos rayos de un sol que —como el príncipe de la Paz— se hundía en el horizonte.

    Última edición por ALACRAN; 04/05/2009 a las 17:58
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