Revista QUÉ PASA, nº 202,11-Nov-1967
Progresismos retrógados
(…) «Cuadernos para el diálogo» se presenta como el paladín más avanzado de la libertad y la democracia cristiana (o menos cristiana, que de todo pulula por sus páginas, abierta a curas y frailes de muy dudosa ortodoxia católica). No sabemos por qué su último número, dedicado a examinar profundamente los problemas políticos de España, meditados y rumiados después de unas espléndidas vacaciones estivales, y no precisamente en el Pozo del Tío Raimundo, nos recuerda sin poderlo remediar aquellos «ilustrados» y «afrancesados» de 1812, empeñados en hacer, por las buenas o por las malas, «libres y felices» a todos los españoles. Pero, ¡a que no ha dicho nunca cosas tan bonitas como éstas!: «El sistema democrático es el único verdaderamente católico.» «La democracia es el cristianismo político, como el cristianismo es la democracia religiosa.» ¿Les gustan las frases? Pues son de don Roque Barcia, masón, hegeliano y tal, que las escribió en su «Catón político», impreso en Madrid, con prólogo de don Emilio Castelar, ¡en 1856!
¿Qué les parece de este otro texto de don Francisco Giner de los Ríos?: «Sobre todo aplaudo la libertad de pensamiento y de la conciencia religiosa, establecida irrevocablemente ya en España, para que dejemos algún día de ser el SERVUM PECUS del mundo civilizado». Pues esto se escribió en el año 1876. En la biblioteca de nuestro tío vimos también un ejemplar de «El siglo» (no el presente, sino el pasado, es decir el venturoso siglo XIX) que tenía como encabezamiento el siguiente lema: «Cristianismo, Ciencia, Progreso, Democracia.» ¿Qué tal le sentaría ese mismo cartel a otros «Cuadernos» que presumen ser del siglo XX? Yo creo que bien, aunque, naturalmente, ya no tendría ninguna novedad.
En ese mismo número de los mismos «Cuadernos» el señor Miret Magdalena se presenta muy ufano con que los laicos han llegado, ¡por fin!, a la madurez y a la mayoría de edad. Pero eso de la infancia, juventud y madurez científica y religiosa son metáforas históricas que empleaba ya Augusto Comte en su «Catecismo positivista», y, antes de él, Hegel en su Filosofía de la Historia, y, desde luego, con un sentido muy poco favorable para el Cristianismo.
También, allá por 1855, escribía lo siguiente don Julián Sanz del Río, refiriéndose a la Iglesia Católica: «A ella, pues, y a reformarla radicalmente y traerla al espíritu del siglo, vuelven algunos legos (el señor Miret Magdalena diría laicos, pero nos parece mal conservar la terminología auténtica) pidiendo que reforme su Constitución, como pedían antes del Concilio de Trento y de Constanza que reforzara sus abusos, y a esta condición aseguran ahora como antes que caminarán de acuerdo la sociedad y la Iglesia.» Lástima de fecha, vieja de más de un centenario, pues cosas menos nuevas leemos cada semana en los artículos miretistas de «Triunfo».
En los «Cuadernos» afirma el mismo señor que «lo esencial del catolicismo es muy poco y, desde luego, muchísimo menos de lo que se nos había dicho o de lo que siguen manteniendo todavía algunos recalcitrantes en la Iglesia». Nos parece muy natural que en estos tiempos en que todo se recorta, menos las melenas, se recorte también todo cuanto estorbe en la religión, dejándola reducida a un mini cristianismo. No sabemos si en ese «muy poco esencial» de que habla el señor M. M. se conservará siquiera todo el Credo. Pero por lo menos este señor carece de originalidad. Mucho antes de que él naciera le «pisaron» la información Adolfo Harnack, los protestantes liberales y los modernistas en que se inspiró Unamuno, todos los cuales anduvieron muy preocupados por señalar lo que había de «esencial» en el Cristianismo, dejándolo reducido al sentimiento de confianza en Dios Padre. Desde luego, así puede ser cristiano cualquiera, y las fronteras ecuménicas se ensanchan hasta límites insospechados.
Algo parecido le sucede al reverendo Antonio Aradillas, colaborador de la Agencia Pyresa, que se ha metido a debelador de «monopolios eclesiales». También a éste se le han adelantado los libros de la biblioteca de mi difunto tío. Don Fernando de Castro, ex franciscano, ex sacerdote y ex católico, que murió impenitente y está sepultado en el cementerio civil en compañía de sus amigos Sanz del Río y Giner, dice en su Memoria testamentaria: «Que mis amigos y discípulos que como yo piensan se consagren a hacer que prevalezca de hecho en nuestra patria la libertad religiosa; a hacer que todos los españoles crean en Dios y le adoren, sea cualquiera la forma en que lo hagan, pues muero resueltamente convencido de que éste es el mayor beneficio que un ciudadano puede hacer a su nación para regenerarla.» Esto se escribía en 1873. Los frutos de esa libertad religiosa los manifiesta él mismo diciendo: «No sabré decir lo absorto y alborozado que me sentía asistiendo hoy a una sinagoga, mañana a un rito griego, al otro día a un templo protestante y al siguiente a una iglesia católica, sintiendo en todas partes a Dios y contemplando, mejor dicho, saboreando los sabrosísimos frutos de la libertad religiosa.»
Cosa parecida manifiesta don Gumersindo de Azcárate: «Preocupados por las diferencias que hay entre las Iglesias, no echamos de ver el fondo común que forma la base de las creencias universales de la sociedad actual. El ortodoxo más intolerante y el más intolerante racionalista comulgan en un conjunto de ideas y sentimientos, producto a la parte del Cristianismo y de la civilización moderna, mediante el cual hay entre la vida y la conducta de ambos menos diferencias que las que aparecen cuando discuten y contienden en la esfera de la teoría y del pensamiento.» Esto se publicó en 1876.
El mismo don Gumersindo declara en el mismo lugar: «No asistía a la misa, ceremonia o rito más característico de la liturgia católica, pero no podía ni quería renunciar a orar en esos únicos templos cristianos que había en mi patria... Yo podía continuar rezando el Padrenuestro; pero no podía recitar aquel Credo que también ella (su madre) me enseñara, pero que definitivamente no era ya el mío.» «Cristiano soy y cristiano me llamo, y no reconozco a nadie el derecho a arrancarme ese título porque crea en un cristianismo sin dogmas ni milagros.» Tampoco nosotros entendemos qué interés hay para seguirse llamando cristiano, una vez que se ha dejado al Cristianismo más vacío que una calabaza después de sacarle todo su contenido. Así puede llamarse cristiano cualquiera, aunque no tenga la humildad suficiente para someter su razón a la fe, ni la fuerza de voluntad necesaria para cumplir las prescripciones de la moral. Es decir, un Cristianismo que equivale a una versión de lo que sería el agua deshidratada.
Con una «apertura» semejante de los hasta ahora estrechos postigos dogmáticos y morales del catolicismo ciertamente que se acabarían todos esos «monopolios» que sublevan la conciencia del reverendo Aradillas y también el día anunciado por don Julián Sanz del Río en su adaptación de El Ideal de la Humanidad, de Krause (1860), en que «todos los hombres se reúnan para orar ante Dios con voz unánime y para solemnizar su religión social con la edificación de un templo común de una IGLESIA CATOLICA». ¿Hay algo más inocente? ¿Por qué, entonces, la Iglesia Católica Apostólica Romana incluyó ese libro en el índice en 1865? ¿No sería porque ese templo era equivalente a los paisajes de El Pardo, en que su discípulo Giner de los Ríos iba a ponerse en íntima comunicación con la Madre-Naturaleza, que para él representaba la única divinidad?
O ciertos progresistas no saben a dónde van o están haciendo el caldo gordo a los que, en oleadas ininterrumpidas desde hace siglo y medio, no cejan en sus propósitos de salirse al fin con la suya. Ilustrados, liberales, demócratas, krausistas, institucionistas, han venido cacareando a toda voz sus recetas infalibles para salvar a España y hacernos a sus habitantes «libres y felices». Todavía siguen sonando en muchos oídos con vibraciones de sinceridad las grandes palabras de Libertad, Democracia, Razón, Derechos del Hombre, Progreso, Tolerancia, Solidaridad, Regeneración, Ilustración, Educación, Emancipación, etc., etc.
Bien están todas esas palabras si a ellas no hubieran correspondido otros hechos que fueron las Cortes de Cádiz en 1812, la rebelión de Riego en 1820, la desamortización de Mendizábal, la exclaustración y la matanza de frailes en 1835, la «Gloriosa» de 1868, los cantonalismos de 1873 y todos los trastornos de la pobre España del siglo XIX que desembocaron en el caos de la República de 1936.
Pues bien, sabemos lo que dieron de sí aquellas bonitas palabras de los krausistas e institucionistas de la biblioteca de mi tío. ¿Qué darán las de sus plagiarios, que siguen repitiéndolas como papagayos? Refiriéndose a Pi y Margall dijo Menéndez y Pelayo: «De tales filosofías, tales Cartagenas.» A los progresistas de nuestros días podemos decirles: «De tales refritos, tales operaciones Moisés.»
Félix de Montemar
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