(y II)
Antonio Fogazzaro había nacido en 1842. Su juventud había transcurrido en tiempos del “Risorgimento”. Su fe religiosa pronto evolucionó hacia un vago espiritualismo; después se convirtió ya en un simple sentimentalismo. Al fin, dejó de practicar.
“Il Santo” hizo algún ruido. Demasiado, pues fue puesto en el Indice, en 1906. Fiel a la táctica que ha preconizado en su libro, Fogazzaro se somete. Por otra parte, no faltan quienes le animan secretamente. Hasta un cardenal, Mathieu, escribe a Fogazzaro animándolo, al ver su libro puesto en el Indice de libros prohibidos.
A principios de 1907, Fogazzaro toma aires de director de escuela. Emprende en Francia, Suiza e Italia, una gira de conferencias sobre las “ideas de Giovanni Selva”, el doctrinario de “Il Santo”.
Fue acogido en París “por una multitud de católicos, de seminaristas y hasta, se dice, por un obispo”.
(¿Acaso el cardenal Mathieu? En el momento en que L’Action Française informaba del rumor de que había un obispo entre los conjurados, se ignoraba la carta del cardenal Mathieu a Fogazzaro, que no fue publicada hasta 1920.)
Fogazzaro iba acompañado por el padre Romulo Murri, jefe del partido democrático italiano, quien algunos meses después sería excomulgado; y se entrevistó con Marc Sangnier, quien vería condenado Le Sillon tres años después.
“Giovanni Selva –declara Fogazzaro- pertenece al mundo de la realidad tanto como vosotros y como yo. Su nombre verdadero es ‘legión’. Existe, piensa y trabaja en Francia, en Alemania, en América. Lleva la sotana y se deja ver en las universidades, se esconde en los seminarios.
Fogazzaro reiteraba públicamente la consigna de los conjurados de Il Santo: permaneced en la Iglesia para infiltrar secretamente en ella las nuevas ideas:
“No es exiliándose de la patria –dice- ni haciéndose desterrar por el gobierno como se consigue ejercer una influencia en la legislación para hacer derogar o modificar las leyes. La primera cosa que hay que hacer contra ellas, es obedecerlas”.
Para los conjurados, la obediencia a la Iglesia no era sino una apariencia para no ser expulsado de ella.
La gira de Fogazzaro, ¿fue una imprudencia, una falta a la consigna de la acción clandestina? ¿Se creyeron los innovadores lo bastante seguros como para desenmascararse a medias? El caso es que atrajo la atención sobre la oculta cofradía de los “modernistas”.
Astucia irrisoria: Fogazzaro había creído hábil denominarse “moderno” y no “modernista” pero al mismo tiempo aparecía en Milán una revista: Rinnovamento, en la que colaboraba y de la que L’Univers decía que era “el órgano de la famosa sociedad de reformadores silenciosos cuyo programa y método se exponía en la novela del senador por Vincenza (Fogazzaro). Nuestros reformadores modernos creen que para realizar su obra tienen que permanecer a toda costa en el interior mismo de la Iglesia, cualesquiera que sean las divergencias entre sus concepciones filosófico-religiosas y la fe católica; por sí mismos no abandonarán la Iglesia, buscarán realizar en ella sin ruido su trabajo de zapa y de disolución –ellos dicen de transformación y de renovación-, pero esto no los hace menos peligrosos”.
Declaraba Fogazzaro que el agnosticismo moderno “estaba resignado a dejar morir al cristianismo, si éste insiste demasiado en proclamarse la verdad absoluta”.
Pues los innovadores iban contra la noción misma de la verdad. Puesta en duda ésta, sometida a la interpretación de cada uno, todo el edificio dogmático de la Iglesia quedaba quebrantado.
Con una audacia que no han superado los progresistas cristianos de hoy, Rinnovamento proclamaba: “Si creemos posible una nueva civilización cristiana es con una sola condición, a saber, que el espíritu de Cristo significa espíritu de liberación sin que nadie lo sujete a teorías, hipótesis, o sistemas puramente suyos, sino sintiéndolo cada uno en su corazón como un mandamiento inmanente de elevar su propia vida… la única apología posible hoy es la búsqueda misma”.
Aquí tenemos a los abuelos de los “cristianos en búsqueda” de hoy.
Fogazzaro profesaba una gran admiración por otro maestro “modernista”: Tyrell, el hombre ante quien –decía- todos los Giovanni Selva del mundo se inclinan con reverencia”. Por lo demás, tenía entonces la intención de organizar giras de conferencias con Tyrell y Loisy, los dos (futuros) modernistas condenados.
Reunidos secretamente para decidir la táctica a seguir, Von Hagel sostuvo que si en los siglos pasados “un considerable grupo de laicos, sacerdotes y obispos hubiesen actuado como hombres libres, responsables y sinceros frente a la autoridad papal, el Papa no habría llegado jamás a pedir una obediencia pasiva que repugna a la conciencia moderna”.
Fogazzaro insistía en la necesidad de no romper de ningún modo con la Iglesia, de “permanecer a toda costa en su interior”. Actuando así, Fogazzaro prometía que un día se vería “la autoridad en manos de hombres que piensan como nosotros”.
Durante una conferencia en París, Fogazzaro declaró que se trataba entonces de “preparar un estado de conciencia colectivo que, más tarde, se manifestará espontáneamente en los actos de la autoridad”.
Un comentarista de Le Temps, Paul Souday, hacía observar que Fogazzaro “profesaba una admiración simplista y beata sobre la vida moderna”. “Se le llenaba la boca con ella y no cesaba de insistir en la necesidad de adaptar el catolicismo a la tan preciosa vida moderna. ¡Qué puerilidad!”
“El tiempo presente –proseguía Souday- es una mezcla de lo bueno y de lo malo. ¿Por qué juzgar insuficiente una religión que bastó a Bossuet y a Pascal?... El impulso automático de ingenuos e ignorantes es exaltar su época por encima de cualquier otra anterior, porque no conocen las épocas anteriores.
Es un reflejo elemental creer en el progreso desde los orígenes hasta nosotros”.
“Pero los enamorados del pasado se apoyan en una cultura seria y un sentido crítico aguzado que les ha permitido juzgar su siglo contra su instinto. Llegan a pensar que lo que es característico de un siglo, moderno o antiguo, tiene poco valor y que lo que importa es lo que dura.
El catolicismo tiene mil novecientos años sobre las ideas de que Fogazzaro está tan satisfecho por ser modernas.
Lejos de querer modificarlo para ponerlo a la moda, se puede pensar que su principal atractivo radica, por el contrario, en una inmutable perennidad. Lejos de subordinarlo al siglo, se tiene el derecho de amarlo por contraste y como refugio contra el siglo”.
(tomado de “La Iglesia ocupada”, de J. Ploncard d’Assac, 1974)
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