Arte y Teología

Instituto Teológico de Vigo

Unas palabras de Simone Weil pueden situarnos en la perspectiva adecuada para relacionar el arte con la teología: “En todo lo que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de la belleza está realmente la presencia de Dios. Existe casi una especie de encarnación de Dios en el mundo, cuyo signo es la belleza. Lo bello es la prueba experimental de que la encarnación es posible. Por esto todo arte es, por su esencia, religioso”.
El acento puesto en la encarnación de Dios en el mundo, como elemento distintivo al que la belleza apunta como signo, traza un puente entre el arte y la teología. El arte iconográfico, sobre todo en Oriente, es parte integrante de la teología por una razón metafísica, en tanto que lo bello es apertura al Ser. Desde la perspectiva cristiana, el misterio del ser irrumpe en la historia en una forma simbólica y sacramental: la humanidad de Cristo, el Verbo encarnado. Dios sigue siendo Dios, oculto en su majestad soberana, pero el resplandor de su gloria ha brillado en la carne de Jesús (cf Jn 1,14).
No es casual que San Juan Damasceno, frente a los iconoclastas, reivindicase la legitimidad de las imágenes sagradas apelando al acontecimiento de la Encarnación: “En otro tiempo, Dios, que no tenía cuerpo ni figura, no podía de ningún modo ser representado con una imagen. Pero ahora que se ha hecho ver en la carne y que ha vivido con los hombres, puedo hacer una imagen de lo que he visto de Dios”.
Si el arte se remite a la belleza, la teología encuentra su ancla en la revelación divina, en el desvelamiento del Deus semper maior en Jesús de Nazaret. Una revelación completa, pero al mismo tiempo abierta a lo que nos excede y nos supera. Como la obra de arte puede expresar la belleza, sin aprisionarla, así en la revelación Dios se acerca y se da a conocer sin suprimir la distancia ontológica que diferencia al Creador de la criatura, al Todo del fragmento.
La belleza y la revelación, el arte y la teología, nos empujan al éxodo, a caminar más allá de nosotros mismos. La percepción estética y el acto de fe despiertan, ambos, la vocación itinerante. Como a Abraham, nos impulsan a cada uno de nosotros a salir hacia un lugar que hemos de recibir en herencia, sí, pero, en todo, caso, a salir sin saber a dónde vamos (cf Hb 11,8).
A diferencia de la inmediatez de lo que se come o de lo que se bebe, el arte y la teología nos trasladan, sin dejar este mundo, a otro mundo, rompiendo las ataduras que nos reducen “a la mera materialidad, a una visión limitada y banal” de la existencia, como ha puesto de relieve Benedicto XVI en su encuentro con los artistas en la Capilla Sixtina: “¿Qué puede volver a dar entusiasmo y confianza, qué puede alentar al espíritu humano a encontrar de nuevo el camino, a levantar la mirada hacia el horizonte, a soñar con una vida digna de su vocación, sino la belleza?”.
La saludable sacudida que produce la belleza despierta al hombre para abrirse a lo que está por encima de él: “La humanidad puede vivir sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero nunca podría vivir sin la belleza, porque ya no habría motivo para estar en el mundo. Todo el secreto está aquí, toda la historia está aquí”, escribía Dostoievski. En estas palabras resuena la enseñanza de Jesús: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios” (Mt 4, 4). El Tentador, en el desierto de un mundo marcado por lo funcional, siente aversión hacia aquello que ofrece resistencia a la conversión del hombre en una bestia o en una máquina.
Belleza y revelación convergen en Jesús. Él es el Universale concretum personale y el “más bello de los hombres” (Sal 44,3). Frente a la lógica pequeña del mero interés, Jesús ha inaugurado la lógica dilatada de la transfiguración. En la Eucaristía, clave de bóveda del edificio del cristianismo, la materia es transustanciada por la acción del Espíritu Santo y por la eficacia creadora de la palabra de Cristo. Como un artista que convierte un bloque de mármol en una escultura, así Dios anticipa, en el Sacramento, un nuevo cielo y una tierra nueva.
Arte y teología, en definitiva, nos empujan a atravesar el umbral de la esperanza, y nos permiten así pregustar la salvación.

Guillermo Juan Morado.

Por: Guillermo Juan Morado, es sacerdote diocesano. Doctor en Teología por la PUG de Roma y Licenciado en Filosofía.