Las flechas envenenadas se conocen desde la más remota antigüedad. Y ocasionalmente también desde la antigüedad se han quemado sustancias que desprenden gases tóxicos. Los espartanos lo hicieron en el sitio de Atenas en las guerras del Peloponeso. Y durante el asedio de Crisa, Solón mandó envenenar con eléboro las aguas del acueducto que abastecía la ciudad. En el siglo III, los persas sasánidas asfixiaron a un pelotón de soldados romanos que estaban ocultos en túnel con gases asfixiantes. En la batalla de Legnica (Silesia, 1241) los invasores mongoles utilizaron gases venenosos contra los europeos. En el siglo XVII se utilizaron en asedios granada que contenían sustancias tóxicas que se esparcían por el aire cuando estallaban. No sería nada de extrañar que se hubieran utilizado armas químicas en la Vandea. No muchos años después, Napoleón ordenó el exterminio de 100.000 negros rebeldes de Haití y Guadalupe, todos los mayores de 12 años, a fin de sustituirlos por otros negros más dóciles traídos de África. Encerrados en galeones, se los afixiaría con dióxido de azufre. De esta forma se asesinó a miles de negros, si bien algunos coroneles, horrorizados, se rebelaron contra las órdenes de Napoleón y así se libraron muchos de morir en el que probablemente fue el primer genocidio racial por medios químicos. Esto está documentado, pero casi nadie habla de este miniholocausto.
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