Fervor homicida

De vuelta a nuestras raíces con hechos atroces

Enrique Serna

domingo, 13 de mayo de 2012 | 00:10


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ENRIQUE SERNA. El autor es narrador y ensayista. Su novela más reciente es “La sangre erguida”, publicada por Seix Barral (FOTO: archivo EL UNIVERSAL )



En diciembre del año pasado, al término de una charla en una preparatoria de la Universidad Autónoma de Puebla, una maestra joven me contó que en su clase de Historia de México, los alumnos escenifican sacrificios humanos y para dar mayor realismo al montaje teatral, fingen arrancar a la víctima un corazón de res que el sacerdote alza al cielo con un gesto solemne.

Le pregunté si con esa cruenta pantomima buscaba infundirles horror a los sacrificios, pero ella, ferviente indigenista, y criada en una familia donde se habla náhuatl, me dijo que buscaba justamente lo contrario: enorgullecerlos de sus raíces. “Podrías lograr lo mismo dándoles a leer los poemas de Netzahualcóyotl o explicándoles la cosmogonía maya —respondí perplejo—. Nadie se puede sentir orgulloso de los crímenes de sus ancestros”. La maestra no dio su brazo a torcer: ella veneraba todo el pasado indígena, incluyendo las atrocidades del Estado teocrático azteca, y consideraba que frente al racismo de los poderes mediáticos, que inducen al mexicano al autodesprecio, la educación pública debía eximirse de condenar y satanizar las religiones prehispánicas.

¿De dónde han sacado esas ideas algunos profesores de historia? Supongo que los antropólogos de renombre ponen a circular tesis enaltecedoras del pasado indígena que luego son malinterpretadas y convertidas en vulgata por maestros con pocas luces. Llevado a sus extremos, el respeto a los “usos y costumbres” de los pueblos indígenas, víctimas de todas las injusticias, y por lo tanto, objetos de compasión, termina convertido en justificación de la barbarie. Pero me temo que la guerra delincuencial de los últimos años, la impunidad de los sicarios, la sucesión casi rutinaria de matanzas y decapitaciones, han abonado el terreno para este brote de tolerancia a los sacrificios humanos. Como la vida del prójimo está perdiendo valor, la tentación de sacralizar la orgía de sangre ha vuelto a anidar en el alma de algunos fanáticos excluidos de la modernidad, que al parecer añoran los tiempos de la guerra florida, cuando los prisioneros eran ejecutados para complacer a un dios egoísta.

En los primeros días de abril, la policía de Sonora arrestó en Nacozari de García, un pueblo cercano a Hermosillo, a un grupo de fanáticos que degollaban niños para ofrecer su sangre a la Santa Muerte. “Al investigarse el miércoles la desaparición del niño Jesús Octavio Martínez Yáñez, de 10 años, la policía local y agentes estatales investigadores descubrieron que el menor había sido sacrificado por sus propios familiares. Las autoridades descubrieron los sacrificios humanos cometidos de 2009 a la fecha por este grupo después que otros parientes ajenos a la secta comenzaron a sospechar que algo raro ocurría con varios integrantes de su familia (El Imparcial on line, 6 de abril, 2012). Que yo recuerde, ningún analista político comentó la noticia, y a los dos o tres días quedó eclipsada por crímenes de mayor calado.

En México ya no es noticia una matanza de menos de 25 personas, y la secta de Nacozari sólo había cobrado ocho víctimas. Pero si hacemos a un lado ese criterio cuantitativo que tiende a banalizar las tragedias cotidianas, los sacrificios humanos descubiertos en Sonora son un foco rojo al que deberíamos prestar mayor atención. El culto de la Santa Muerte nació apenas hace unas décadas, pero sólo un ciego puede negar su aire de familia con las viejas idolatrías. Si los sicarios han renovado la tradición del zompantli, que consistía en decapitar a las víctimas de los sacrificios humanos y conservar sus cabezas a la vista del público en una especie de empalizada, es natural que los feligreses más devotos de la Santa Muerte, la patrona del hampa, pretendan sacralizar el asesinato y darle un valor ritual.

En la actualidad hay un movimiento de reivindicación de las religiones prehispánicas que trata de reciclar sus símbolos esotéricos. Las multitudes que van a la ceremonia del solsticio en Teotihuacan para llenarse de energía espiritual representan el lado amable y risueño de nuestra herencia indígena. Pero junto con ese rescate de las antiguas creencias hay una corriente subterránea de fervor homicida que nunca murió del todo, y ahora está saliendo a la superficie. Cuanto más se hunda la educación pública más peligrosa será. Lo peor es que en vez de pararla en seco, algunos mexicanistas aturdidos por el rencor social o el celo ideológico la están viendo crecer con una mezcla de morbo y fascinación.




Fuente:

Domingo - El Universal