La verdadera amistad hispano-filipina
«Pacto de sangre» por Herbert Pinpino. Representa el acuerdo entre el jefe Colambu de Limasawa y Fernando de Magallanes
Publicado Por: C. CARLISTA FELIPE II DE MANILA julio 2, 2022
A continuación publicamos la réplica que se ha dado desde el Círculo Carlista Felipe II de Manila a la conmemoración oficial denominada «Día de la amistad hispano-filipina»
El 30 de junio se ha declarado como «Día de la Amistad Filipino-Española». Ha circulado por todas las redes sociales el óleo sobre lienzo del soñador utópico Juan Luna. En él aparece una mujer vestida de rojo con una corona de laurel en el pelo que representa a España señalando un lejano y quimérico horizonte donde se encuentra una mujer vestida de indígena que a su vez mira con anhelo ese mismo horizonte eternamente deseado. Nada puede estar más desprovisto de simbolismo sobrenatural que esa frivolidad efímera.
Lo cierto es que la verdadera amistad filipino-española ya ha tenido lugar en el tiempo. Se llamaba las Españas. El archipiélago filipino ha sido tan España como lo son Castilla y Aragón. También lo fueron todos los demás virreinatos de la Monarquía hispánica como Nueva España, Perú, Río de la Plata y Nueva Granada
La verdadera amistad entre ellos no era otra cosa que la verdadera convivencia cristiana entre diferentes pueblos bajo un mismo monarca católico. En las Españas se reconocía a la verdadera Iglesia como único medio de salvación y la unidad católica como fundamento del verdadero orden social.
Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que el epítome de la civilización cristiana filipina y de la verdadera hermandad en la que se hizo realidad el reinado de Cristo Rey fue el siglo XVII. La situación en Filipinas a finales de dicho siglo era muy positiva y el progreso experimentado por el país era grande. Los filipinos estaban contentos y llenos de ánimo. Este optimismo lo refleja con precisión el misionero agustino Martínez de Zúñiga en su Estadismo:
«La dominación española ha acarreado muy pocas cargas a estos indios, y los ha librado de muchas desgracias…Después de su conquista se ha aumentado su felicidad y su población, y les ha sido muy útil el haberse sujetado al rey de España en todo lo que concierne al cuerpo; no digo nada de las ventajas de conocer el verdadero Dios y hallarse en proporción de procurar una felicidad eterna para el alma porque ahora no escribo como misionero, sino como filósofo». (Cfr. J. Martínez de Zúñiga, Estadismo de las Islas Filipinas, p. 73).
Los responsables de este progreso, quienes cambiaron radicalmente el país, fueron los misioneros españoles. En la práctica ellos eran la única representación del gobierno español en provincias. Conocedores del pueblo y de la lengua, gozaban de un gran renombre. Su prestigio era el prestigio de España. Tomás de Comyn, a principios del siglo XIX, habla del bienestar y tranquilidad del país y de los agentes responsables del hecho:
«Sucede efectivamente, que como el párroco es el consolador de los afligidos, el pacificador de las familias, el promotor de las islas útiles, el predicador y ejemplo de todo lo bueno; como resplandece en él la libertad, y le ven los indios solo en medio de ellos, sin parientes, sin tráficos, y siempre atareado en su mayor fomento, se acostumbraron a vivir contentos bajo su dirección paternal, y le entregan por entero su confianza». (Cfr. Tomás de Comyn, Estado de las Islas Filipinas, Manila, 1877, pp. 147-148).
Tomás de Comyn vuelve a alabar la lograda por los frailes en Filipinas, y la labor que estaban realizando cuando él visitó el país a comienzos del siglo XIX:
«Váyase a las islas Filipinas, y se verán con asombro sembradas sus dilatadas campiñas de templos y conventos espaciosos; celebrarse con esplendor y pompa el culto divino; regularidad en las calles, aseo y aun lujo en los trajes y casas; escuelas de primeras letras en todos los pueblos, y muy diestros sus moradores en el arte de escribir, abrirse calzadas, construirse puentes de buena arquitectura, y darse en fin puntual cumplimiento en la mayor parte a las provincias de buen gobierno y policía; obra todo de la reunión de los desvelos, trabajos apostólicos y acendrado patriotismo de los ministros. Transítese por las provincias, y se verán poblaciones de cinco, diez y de veinte mil indios regidas pacíficamente por un débil anciano, que abiertas a todas las horas las puertas, duerme sosegado en su habitación, sin más magia ni más guardias que el amor y respeto que ha sabido infundir a sus feligreses». (ibídem).
La verdad no sólo se basa en citas de autores. Se justifica en sí misma, pero para llegar a conocerla hay que analizar fuentes del pasado. Una cita más, esta vez de un inglés, reafirma no sólo la labor del misionero en Filipinas durante el período español, sino también el prestigio de que gozaban todavía bien entrado el siglo XIX:
«El grado de respeto que tiene el «padre» entre los indios es indescriptible. Se acerca casi a la adoración. Y el padre se lo ha ganado a pulso…Hay que aceptar para honra suya, que la conducta de estos reverendos padres justifica y les da título a la confianza que gozan. El «padre» es la única defensa contra las opresiones del alcalde. El «padre» protege, aconseja, consuela, denuncia y defiende su rebaño. Con frecuencia se le ha visto, encorvado por el paso de los años y de la enfermedad, dejar su provincia, comenzar un largo peligroso viaje a Manila para presentarse como abogado en pro de su felicidad con todos los medios a su disposición». (An Englishman Remarks on the Philippine Islands, 1819-1822, p. 211).
Todo ello fue posible gracias al fomento de la verdadera amistad entre las naciones por medio de la verdadera caridad sobrenatural y la solicitud por las almas que exhibió el primer rey de Filipinas. Cuando sus consejeros le indicaban que no convenía aprobar el asentamiento español en Filipinas por su alto coste y escaso beneficio, al no encontrarse allí nada que compensara tan magna obra, el rey Felipe II respondió: «Pero hay almas».
En otro caso, el verdadero espíritu sobrenatural que movía a Felipe II se vio en la respuesta que dio a quienes le aconsejaban abandonar el archipiélago filipino, en vista de los pocos ingresos que aportaban a la Corona. Dijo:
«Por la conversión de una sola de las almas que allí se encuentran daría de buena gana todos los tesoros de las Indias, y si no fueran suficientes añadiría los de España. Nada en el mundo me haría consentir en dejar de enviar predicadores y ministros del Evangelio a todas las provincias que se han descubierto, aunque sean estériles y baldías, pues la Santa Sede Apostólica nos ha dado a nosotros y a nuestros herederos el encargo apostólico de publicar y predicar el Evangelio. El Evangelio puede ser difundido por estas islas, y los nativos pueden ser sacados del culto al demonio dándoles a conocer el verdadero Dios, con un espíritu ajeno al de la codicia temporal».
Juan Carlos Araneta,
Círculo Carlista de Felipe II de Manila.
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