Búsqueda avanzada de temas en el foro

Resultados 1 al 4 de 4
Honores4Víctor
  • 1 Mensaje de donjaime
  • 1 Mensaje de donjaime
  • 1 Mensaje de donjaime
  • 1 Mensaje de donjaime

Tema: Serie : La Controversia de Valladolid, Origen de los Derechos Humanos

Ver modo hilado

  1. #3
    Avatar de donjaime
    donjaime está desconectado Miembro Respetado
    Fecha de ingreso
    07 nov, 15
    Mensajes
    502
    Post Thanks / Like

    Re: Serie : La Controversia de Valladolid, Origen de los Derechos Humanos

    Serie : La Controversia de Valladolid, Origen de los Derechos Humanos.




    Parte III : LA APORTACIÓN DEL APÓSTOL VASCO DE QUIROGA.
    No volvió a haber ninguna nueva serie de leyes, ni nueva junta acompañada de dictámenes periciales sobre la problemática de los indios promulgados o solicitados ante el rey, hasta los de 1542. Pero antes hubo tres nuevas manifestaciones de la crisis de conciencia relativa a la conquista de América y al trato que se reservaba o se debía reservar a los indios:
    · la del apóstol Vasco de Quiroga,
    · la del papa Paulo III y
    · la del gran teólogo moralista Francisco de Vitoria.

    Vasco de Quiroga, hombre del rey en las Indias, al tiempo que apóstol de a pie y obispo, es quizás el protagonista más sobresaliente, el más profundo y el más conmovedor de esta época. Es el único cuyo recuerdo, venerado y admirado, ha perdurado hasta nuestros días, extraordinariamente vivo, tanto entre los indios.

    En su homenaje se erige, conmemorando el quinto centenario de su nacimiento, en 1970, un hermoso busto en la villa de Madrigal de las Altas Torres, Ávila, donde Vasco de Quiroga nació, al igual que Isabel la Católica y en la misma época. El epitafio de este busto subraya su grandeza de promotor de los indios e, incluso, literalmente, de «precursor de la Seguridad Social».

    No rehusó poner manos a la obra: atacó de forma directa y sin limitaciones aquel problema «tan arduo». Sus realizaciones viven aún en los colegios, los hospitales e incluso en el extraordinario artesanado que creó, así como en la profunda y libre evangelización de la que se encargó, en simbiosis con las tradiciones indígena, y que dará, en 1925, el más heroico testimonio de la fidelidad india en la resistencia épica de los cristeros frente a la descristianización violenta de los sin Dios en México.

    Y, como han constatado por sí mismos tanto el hispano Victoriano Salado Álvarez como el francés Lucien Febvre, Vasco de Quiroga continúa presente en los corazones indios. «Todo, en Pátzcuaro [capital de su Michoacán mexicano] habla de Don Vasco, y todos os hablan de él como de persona viva. Domina toda la vida, todo el presente y todo el futuro del pueblo. Sigue ejerciendo su influjo de padre y civilizador como hace cuatro siglos», ha escrito Salado. Y, cuando el homenaje a sus restos en 1948, Lucien Febvre describe «la inmensa concurrencia de indios e indias. Con su presencia, con la intensidad del deseo que manifestaban de ver, de venerar los restos del piadoso obispo, estos indios e indias de ojos brillantes no cesaban de proclamar (su) sencilla grandeza”.

    Vasco demostró así que había otro camino para lograr la humanización de la Conquista aparte de la protesta y la denuncia polémica que, por las reacciones que suscita, tiende más bien a bloquearlo todo. Sin recriminaciones ni acusaciones obtuvo el generoso apoyo de la administración y de la Corona, que hizo donación a su Hospital de cantidades considerables de alimentos para sus indios (el triple de lo que él había pedido) y de un gran terreno, utilizado hasta entonces por los conquistadores.

    En 1536, de simple laico que era, Vasco fue nombrado directamente obispo por el Consejo de Indias, que actuaba en tanto que organismo director de la «vicaría apostólica» de los reyes de España en América. Este nombramiento pone de manifiesto una de las grandes ventajas del Patronato real: la facultad de no dejarse arrastrar por el espíritu corporativo eclesiástico y romano ante los nombramientos episcopales. Vasco fue nombrado obispo de Michoacán, vasta provincia situada al oeste de México. Era el antiguo reino de los poderosos tarascos, que habían sido los únicos capaces de vencer a los aztecas, salvaguardando así su independencia. Los poderosos tarascos no sólo habían rehusado ir en ayuda de los aztecas contra Cortés, sino que se aliaron inmediatamente con el conquistador. Y con su fe: su rey había pedido en 1525 el envío de misioneros franciscanos y les había acompañado él mismo. Vasco se había convertido en obispo de una provincia en la que, ya en 1533, había sido encargado de una misión de pacificación y reconciliación: también Michoacán había sido asolado por las exacciones de los miembros de la primera Audiencia.



    UN TESTIMONIO EXCEPCIONAL.
    Humanista, jurista, gobernante que había sancionado a los opresores españoles, poderoso creador social que todo lo había dado a los indios y obispo que había conseguido una evangelización en profundidad, este testigo con una quíntuple competencia tiene seguramente mucho que decimos sobre la problemática indiana; sobre el medio para resolver la crisis de conciencia que desgarra a la sazón los espíritus y los corazones.

    Ahora bien, Vasco fue también un penetrante y brillante teórico del buen uso de la Conquista. Gracias a él tenemos la oportunidad de aproximarnos a la verdad en este asunto no de forma polémica sino concreta. Y de hacerlo de forma más amplia y decisiva en razón de que su testimonio no nos informa solamen te acerca del hecho y del derecho referentes a los pequeños pueblos atrasados, paleolíticos, de las Antillas.

    Concierne en esta ocasión a los grandes pueblos de México, especialmente los aztecas, avanzados a su modo.
    Ya en 1531, en una carta al Consejo de Indias, Vasco decía esperarlo todo de la sencillez y humildad de los indígenas, que describía con amor y respeto: «Pies desnudos, sus largos cabellos flotantes y con la cabeza descubierta, como se presentaban los apóstoles». Pero al mismo tiempo mostró que no creía, como afirmaban los lascasianos, que fuera suficiente con evangelizarlos dejándolos dispersos y abandonados a sus propios medios, a sus hábitos de ociosidad, de vagabundeo y a sus «señores naturales».

    Volviendo a la primitiva encomienda, afirmó que era necesario reunirlos en pueblos donde fueran civilizados por «personas buenas» europeas, religiosos según su idea. Y no pensó en absoluto que la evangelización pudiera cambiarlos por milagro en cuanto a la virtud: haría falta tiempo y aplicación educativa, todo un proceso de promoción humana. Precisamente fue esta tarea la que acometió en ese mismo momento en su Hospital de Santa Fe, cerca de México.
    Es necesario, escribe, que en los pueblos en los que se reúne, instala y pone a trabajar a los indios, éstos «roturen la tierra, se sustenten mediante su trabajo y se rijan según el buen orden de la civilización, con ordenanzas santas, buenas católicas», «que haya y se construya una casa de religiosos, pequeña y poco costosa, para dos o tres hermanos, que no dejen, de cuidarse de aquellos hasta que, con el tiempo, adquieran el hábito de la virtud y llegue a ser en ellos una segunda naturaleza».

    Era tanto como decir, sin pregonarlo pero siendo consciente de ello, que la virtud no era la primera naturaleza de los indios. Vasco confirma aquí las apreciaciones negativas del padre Gregorio y del dominico Bernardo de Mesa pero no sus connotaciones despectivas (sobre todo en el caso del primero) y desde luego con un amor positivo.

    En 1535, después de que sus variadísimas funciones en México, en su Hospital y en Michoacán hubieran enriquecido su experiencia haciéndole tratar con toda suerte de individuos y pueblos indios, no había cambiado de opinión. En la Información pormenorizada que envió al rey, verdadera obra maestra en el fondo y en la forma digna del gran Renacimiento cristiano, se muestra de una -madurez espiritual completa», como señala Silvio Zavala. Ciertamente espiritual, pero también humano, social y político.

    Porque Vasco se lanzó ante todo a la defensa de los indios, hacia los que sentía un amor «visceral», según la fórmula que le aplicó su amigo y obispo de México, Zumárraga. Esta defensa concierne a la esclavitud de los indios que la Corona española, que la prohibe en general, toleraba entonces en dos casos:
    · la de los prisioneros hechos en las «guerras justas» o
    · en caso de que se tratara de compra por los españoles de indios que ya fueran esclavos en su propia sociedad.

    Vasco reclamó y justificó la prohibición también de estas dos facultades permitidas a los esclavistas.
    LA PRIMERA, decía, porque una guerra no podía ser justa en las Indias si no tenía por objetivo y resultado, no castigar y reducir a la servidumbre, sino acoger, liberar y cristianizar.
    LA SEGUNDA, porque estaban errados acerca de la naturaleza de la esclavitud en las sociedades indias.

    Gracias a la Conquista española ya no había en esas sociedades esclavos destinados a los sacrificios humanos. La esclavitud no era ya sino un arrendamiento de por vida de mano de obra, sin que hubiera, como si el hombre fuese una cosa, propiedad sobre la persona y su descendencia a imitación de la esclavitud europea de tradición antigua.
    La demostración de Vasco a este respecto es magistral. Encargado en la Audiencia de emitir los juicios en los casos relacionados con la libertad personal, conocía admirablemente esta cuestión gracias a los cuatro «grandes jueces» indios que le asistían en las audiencias y deliberaciones de estos casos.

    Con ello contribuyó a que, siete años más tarde, las Leyes Nuevas de 1542 prohibieran absolutamente la esclavitud de los indios en lo sucesivo y ordenaran la puesta en libertad de todos los esclavos indios existentes, a decir verdad poco numerosos: en la jurisdicción de la Audiencia de México, que contaba varios millones de habitantes, no había más que tres mil esclavos.
    Pero sobre todo, Vasco pinta a continuación un cuadro deslumbrante, a la vez lírico y preciso, de la promoción humana de la que se debían encargar conjuntamente la Conquista y la evangelización. Un cuadro que anima, que levanta. Un canto de esperanza. «No sin motivo», escribe, «sino por muchas causas y razones el nuevo continente se llama el Nuevo Mundo. No porque se acaba de descubrir, sino porque es, en sus habitantes y en todo, o casi, tal como fue el del Comienzo, el de la Edad de Oro».

    Sin embargo no se hacía las ilusiones acerca de los indios y sus «señores naturales» en las que caerá Las Casas. Los ve tal como son, «estos naturales que, además y más allá de su paganismo, eran entre sí crueles, bárbaros, feroces [...] y sus jefes tiranos para con los pequeños y los pobres que podían bien poco, y a quienes mantenían oprimidos».

    Ahora que nos encontramos ante sociedades indígenas poderosas, políticamente organizadas, ¿han cambiado las cosas en comparación con las Antillas? En absoluto: la organización política de los aztecas, decía Vasco, particularmente bien informado por sus funciones e iniciativas, fue incluso causa, o serio agravante, de esta crueldad y barbarie. Escribió: «De todas las buenas y malas organizaciones políticas cuyo inventario hace Aristóteles y a las cuales se refiere Gerson, que yo he comparado con las que he visto en los aztecas, las tres primeras, libres y buenas, no las tienen, y las tres últimas, serviles y malas, las tienen todas sin que ninguna les falte».

    Sin embargo, para el humanista Vasco es aún más evidente que los vicios de los indios, sobre todo políticos, coexisten con sus profundas virtudes de ingenuidad y de bondad. Y aquí está de acuerdo con Matías Paz y Las Casas. En los indios se encarna, escribió, esa Edad de Oro que describió el autor grecorromano Luciano en su reino de Saturno: «Cabal sencillez y voluntad, gran humildad y obediencia, increíble paciencia y libertad de espíritu», todo ello explotado para su provecho por la tiranía azteca. «Por todo esto», continúa Vasco, «los indios no deben ser tenidos en menos sino en más para las cosas de nuestra fe, que se fundamentan sobre esta humildad, sencillez, paciencia y obediencia que ellos tienen por naturaleza». Por ello, «nos confiamos a Dios, que todo lo sabe y todo lo puede, para que, en sus secretos designios sobre este Nuevo Mundo se pueda reformar y restaurar y legitimar la doctrina y la vida cristiana, en su Santa Simplicidad, mansedumbre, humildad, piedad y caridad, en esta renaciente Iglesia, en esta Edad Dorada, entre estos naturales».

    Por otra parte, esta reforma, que haría de América un modelo para la misma Europa, «no dejar de estar profetizada (por los humanistas Erasmo, Moro, etc.) como debiendo ser operada por Dios en nuestra ya envejecida Iglesia». Así, con Vasco de Quiroga, la crisis de conciencia española en cuanto a la problemática indígena se abre a un horizonte inmenso: el de la renovación de la Iglesia y del mundo entero, que hará volver a Europa, a través de América, a la Edad de Oro de los orígenes. La crisis de conciencia se hace utopía.

    Pero para que se establezca la «primitiva, nueva y renaciente Iglesia de nuestro Nuevo Mundo» es necesaria la intervención de los españoles para asegurar la refundición de la sociedad indígena.
    Y ahí volvemos a encontrarnos con Isabel y las leyes de Fernando mediante la encomienda u otras intervenciones tutelares en el mismo sentido. Es necesario, concluye Vasco, «quitar a los indios lo malo para dejarles lo bueno, reuniéndoles en ciudades en las que se basten a sí mismos, protegidos y asegurados contra las necesidades contrarias, adversidades, malos tratos, injurias e incomodidades en las que caen los que están aislados».
    Esto es lo que Vasco hará realidad de forma profunda y masiva en sus «Hospitales de Santa Fe» y en los centenares de pueblos comunitarios de su Michoacán, fuera de las encomiendas pero, sin embargo, sin despreciarlas. En los años posteriores a 1550, en oposición radical a las denuncias de Las Casas, reclamará que sus titulares disfruten a perpetuidad de la concesión que se les ha hecho de sus señoríos.

    En resumen, Vasco de Quiroga sobrepasa las aguas polémicas para unir los dos extremos de la cadena del problema: amor y respeto profundos hacia los indígenas pero, por eso mismo, intervención tutelar sistemática de los españoles. Jamás, ni en acciones concretas ni en su visión teórica, opuso Vasco a indios y españoles.
    Cuando crea en Michoacán su nueva capital, Pátzcuaro, con el profundo respeto hacia el poblamiento precristiano, comienza por instalar en ella a veintiocho familias españolas; Y el brillante colegio universitario que estableció lo quiso esencialmente hispano-indio, con indígenas y europeos enseñándose sus lenguas recíprocamente. Pues bien, en esto obtuvo magníficos resultados, como ya hemos visto, y los indios que de tal manera promovió le veneran hoy en día como a un padre.



    UNA NUEVA CRISIS : EL ASUNTO “SUBLIMIS DEUS”.
    En el mismo momento en que Vasco de Quiroga fue nombrado obispo de Michoacán, los dominicos volvieron a entrar en escena y provocaron una grave crisis entre el rey de España y Roma a propósito del trato dado a los indios.

    El nuevo Montesinos se llamaba Bernardino de Minaya, hermano predicador como él, y era un sacerdote muy viajero que había recorrido todas las tierras firmes de la América conquistada, del Perú a México. Y muy «comprometido», como Montesinos o Las Casas.

    No es que no tuviera alguna razón a propósito del asunto que iba a desencadenar esta nueva crisis. Ya hemos visto que la Corona española había prohibido desde tiempos de Isabel la Católica la esclavitud de los indios. Acababa de claudicar desgraciadamente en 1534, tolerando de forma absolutamente explícita esta esclavitud en el caso de los prisioneros de guerra, so pretexto de que los mismos indios hacían esclavos a sus prisioneros cuando les dejaban la vida, tanto si eran españoles como si no. Semejante actitud de esclavitud-réplica no era algo único de los indios, puesto que era un principio que ya dictaba el trato de los prisioneros hechos en las guerras contra el Islam, lo mismo del lado musulmán que del cristiano. Pero sus consecuencias fueron evidentemente graves en América, tanto por lo que se refiere a su principio, una violación de la libertad reconocida a los «vasallos» indios de la Corona, como a su práctica, pudiendo ciertos conquistadores aprovecharse de manera desvergonzada.

    Vasco, consagrado a los indios, se preocupó activamente por lo que se referia al principio, pero sin dar al hecho una importancia que no tenía.
    Ahora bien, en medios religiosos el rumor hinchaba considerablemente el tamaño de tal desvergonzada granujería. Incluso el obispo Ramírez de Fuenleal, presidente de la Audiencia de México, cifraba ya al principio en «más de diez mil» los indios que habían sido reducidos a esclavitud en su jurisdicción.
    Después de haber permanecido en vigor más de diez años, la facultad otorgada a los esclavistas será revocada, no encontrándose más que unos tres mil. Para ser precisos, el 0,05% de la población, estimada en 6,5 millones de habitantes por Cook y Simpson.

    Aquí tenemos otro ejemplo de las exageraciones concebidas y transmitidas con buen corazón, convicción o pasión por los religiosos, ya constatadas en Montesinos y que más tarde volverán a aparecer en Las Casas.
    El dominico Minaya no tuvo, por lo tanto, ningún problema en convencer de la existencia de un peligro horroroso y desmesurado a su hermano de orden Julián Garcés, junto al que se encontraba en aquel momento. Nombrado obispo en 1526 de una imprecisa diócesis de Tlaxcala en México, Garcés era de edad avanzada: en 1536 tenía 84 años. Amigo de Las Casas, le faltó tiempo para creer que acababa de cometerse un terrible atentado contra la libertad de los indios, que desde entonces se había decidido tratarlos como a bestias que se podía esclavizar a voluntad y que se negaba su capacidad para recibir la fe y ser tratados como cristianos.
    En 1536 redactó una carta de apasionada protesta dirigida al Sumo Pontífice reinante, Paulo III. En ella escribió que «los cristianos [españoles] no tenían cuidado de librar las criaturas racionales hechas a imagen de Dios de las rabiosas manos de su codicia».

    Esto era aún más desproporcionado y hasta absurdo porque los tlaxcaltecas, fieles combatientes junto a Cortés, habían sido recompensados por el rey de España, quien les había concedido la limitación del servicio personal, la nobleza universal, la exención de tributos que no fuesen sino simbólicos y el autogobierno. Los historiadores saben que tenían derecho reconocido, que usaban a menudo, a venir a España para exponer sus deseos a los Consejos reales. Dado que tenían con qué afrontar los gastos de semejantes viajes trasatlánticos, quedaba probado hasta la saciedad que no estaban, ni material ni mentalmente, miserablemente sojuzgados.

    Por lo demás, la Recopilación de leyes de Indias enumera con detalle sus privilegios, confirmados en 1538 por el exiguo tributo exigido a los tlaxcaltecas por el virrey Mendoza.
    El anciano Garcés, obispo de Tlaxcala, no había echado raíces allí: era dominico, mientras que la cristianización, la vida, las fiestas (brillantes) eran enteramente franciscanas.
    Además, la bula Omnímoda de Adriano VI de 1522, reforzada más aún por la bula Alias felicis de 1535 del propio Paulo III, había reducido considerablemente los poderes de los obispos de América, dando a las órdenes religiosas activas sobre el terreno una independencia casi completa.

    El obispo Garcés, muy poco efectivo, firmó su carta acusatoria. Y el viajero Minaya fue designado para llevar la carta a su destinatario. La llevó, atravesando el Atlántico, después de haber atravesado toda América. Una vez en España se encontró con algunas dificultades: el presidente del Consejo de Indias le negó la autorización para continuar hasta Roma. Pero un consejero de Indias «liberal», el doctor Bernal, obtuvo para él esta autorización de la emperatriz Isabel de Portugal, «liberal» también ella, que llegó a añadir a la carta de Garcés para el Soberano Pontífice otra dirigida al embajador español ante la Santa Sede.

    Así, Minaya, a pesar de la prohibición de las autoridades españolas competentes, llegó a Roma. Fiado en el llamamiento episcopal y en el respaldo de la emperatriz, añadiendo detalles seguramente de su cosecha apropiados para convencer a Paulo III, Minaya obtuvo del Papa un breve, Pastorale officium, de 29 de mayo de 1537, y una bula, Sublimis Deus, de 2 de junio de 1537.
    La bula, aunque muy importante en tanto que declaración de principios, no causaba ningún problema. Se repetía, esta vez de pluma del Soberano Pontífice, lo que ya habían dicho Isabel y numerosos documentos reales tras ella, especialmente los principios reafirmados, como matriz de las Leyes de Burgos.

    El Papa decía: «Declaramos, con autoridad apostólica, que los indios [...] no pueden ser privados de su libertad ni del dominio de sus cosas; más aún, pueden libre y lícitamente estar en posesión y gozar de tal dominio y libertad y no se les debe reducir a esclavitud. Habrá que invitar a estos indios [...] a recibir la fe cristiana mediante la predicación de la palabra de Dios y el ejemplo de una vida virtuosa».
    Sin embargo, también había en la bula, precediendo a esta declaración apostólica, consideraciones virulentas inspiradas por Minaya en la línea de Montesinos, ante las que el rey de España podía legítimamente sentirse herido al percibirlas como una agresión. Se leía en ella: «Los 'satélites' del Enemigo del género humano [es decir, Satán] tienen la audacia de afirmar en todas partes que es necesario reducir a los indios a servidumbre [...] bajo pretexto de que son como bestias incapaces de recibir la fe católica. Efectivamente los reducen a servidumbre, los abruman con más trabajos que a los animales irracionales que utilizan».
    Como los repartimientos de mano de obra india se decidían por los gobernadores en nombre del rey de España, era éste, por tanto, a quien en definitiva se designaba como «satélite» del «Enemigo del género humano». En cuanto a la imputación de que «en todas partes» se afirmaba que era necesario «reducir a los indios a servidumbre», era tendenciosa a más no poder aplicada al conjunto de los poderes de la monarquía española puestos así en entredicho, que afirmaban globalmente lo contrario sin cesar.
    Para concluir, era evidentemente inaceptable que el Papa se permitiera intervenir públicamente, y tan violentamente, en los asuntos de España sin consultar con los Consejos del rey de España. Con esto no hacía ni más ni menos que violar la soberanía y la vicaría apostólica sobre América que sus predecesores, desde Alejandro VI a Julio II y Adriano VI, habían concedido y confirmado a los reyes de España.



    LA ABERRACIÓN Y LA INTROMISIÓN .
    Aún peor: el breve Pastorale officium, que al igual que la bula y cuatro días antes trataba sobre el tema indiano, decretaba las mayores penas canónicas contra los responsables españoles de América, incluyendo los más altos, pasando así por encima del rey de España, de sus Consejos e, incluso, de todo el episcopado americano elegido por estos últimos e instituido por los mismísimos Papas. Preveía y estipulaba «la aplicación de la pena de excomunión latae sententiae (automática) a toda persona, de cualquier dignidad, edad, condición, grado y excelencia» que hubiera hecho esclavos a los indios o que les hubiera privado de sus bienes.

    Esto alcanzaba no al Perú, donde no había esclavos indios, pero sí a México, donde Su Excelencia el virrey Mendoza había autorizado la esclavitud de algunos prisioneros de guerra, considerado sin embargo por los especialistas como particularmente justo y preocupado por el buen trato a la multitud de indios restante, cuyas quejas recibía personalmente dos días de cada semana.

    Y el breve, en una aberración canónica, se dirigía para su ejecución al cardenal-arzobispo de Toledo, que como tal no tenía ninguna competencia ni de hecho ni de derecho, ni religiosa ni política, sobre los asuntos de América.
    Más aún: este arzobispo recibía del Papa poderes exorbitantes a los cuales «ninguna persona, quienquiera que sea, podía oponerse» como «ejecutor y comisario» revestido de la «autoridad apostólica» y de «plenísimos poderes». Esto equivale a decir que en este asunto la vicaría apostólica de los reyes de España sobre América le había sido unilateralmente transferida, y que las protestas reales se habían considerado nulas y desautorizadas de antemano, al igual que las de cualquier obispo de América.
    Todo esto sucedía como si la bula y el breve hubieran sido forjados por personas irresponsables del Vaticano a instigación de Minaya, sin pasar jamás por los dicasterios responsables de la Curia, quienes jamás habrían aceptado la responsabilidad de semejantes aberraciones diplomáticas y canónicas. Puede imaginarse cuál habría sido la reacción de un Luis XIV ante una intromisión discrecional como ésta en los asuntos del Estado y en las libertades de la Iglesia nacional.



    LA REACCIÓN Y LA RETRACTACIÓN
    Evidentemente, la reacción en España fue violenta. Se elevó una tempestad de protestas, primero por parte del Consejo de Indias y después por la de Carlos V, que exigió la revocación de la bula y del breve. Minaya, portador de ambos documentos, fue encarcelado a su regreso a España, y la bula y el breve secuestrados. Se prohibió la difusión de copias en España y en América pero Minaya consiguió difundir algunas, con lo cual se reavivó el fuego.
    Finalmente el Papa, dándose cuenta de la situación imposible a la cual le había conducido Minaya y furioso a su vez contra él, revocó la bula y el breve mediante un nuevo breve de 19 de junio de 1538, Non indecens videtur. En el breve de revocación escribía el Papa: «Rescindimos, reprobamos con cólera (irritamus) y anulamos las cartas en forma de breve que nos han sido arrancadas (.extortas)-.

    Ciertos historiadores lascasistas, como Lewis Hanke y Manuel María Martínez, dominico, opinan que solamente se revocó el breve Pastorale officium, pero no la bula Sublimis Deus.
    Pero Ángel Losada, latinista de renombre, insiste en que, por una parte, la fórmula latina que define estos documentos en el breve de revocación se refiere de forma manifiesta a ambos; y, por otra, la interpretación oficial quedó inmediatamente aclarada: una cédula de Carlos V de 6 de septiembre de 1538 confirmaba la revocación de ambos documentos.
    Por su parte, el Papa jamás protestó contra esta interpretación, en tanto que la oficialísima Recopilación de leyes de Indias la retomó y mantuvo durante más de dos siglos.
    Por otro lado, Lewis Hanke reconoce que «ambos documentos habían sido arrancados al Papa y podían perturbar la paz en el Nuevo Mundo».

    El efecto positivo de todo esto fue la confirmación definitiva de la competencia primordial del rey de España sobre los asuntos de América. Confirmación a la vez de su soberanía y de su vicaría apostólica sobre el nuevo continente. El Papa reconocía no poder actuar en los asuntos americanos sin el rey de España y, menos aún, contra él.

    En cuanto a la esencia de la bula Sublimis Deus, que afirmaba la aptitud y los derechos de los indios, España ya la había suscrito y Carlos V la confirmaría con su prohibición absoluta de la esclavitud en la legislación de 1542.
    La confirmación que dieron por su parte el papa Urbano VIII en 1739 y el papa Benedicto XIV en 1741 no dieron lugar a ninguna protesta por parte de España. El incidente estaba cerrado, pero había mostrado los desórdenes y querellas que podían provocar las agitaciones en buena parte absurdas de ciertos religiosos.

    Se había hecho un mal que permanecería irreparable por los siglos de los siglos. Las cartas arrancadas al Papa fueron rescindidas por su propio autor, pero hubo quien se apresuró a recuperarlas a sus espaldas para exhibirlas en el primer plano del escaparate de la polémica. La idea de que España no era más que un caldero negro en el que diablos con tridente, el primero de ellos el rey de España, no dejaban de maltratar a los pobres indios, y la idea de que esos horribles españoles habían llegado a inventarse una teoría racista para justificarse se impusieron en todas partes y se hicieron inexpugnables, ¿No es eso, más o menos, lo que Minaya había hecho decir al Papa?

    Bastaba con releer las cartas de este último: en ellas se señalaba con el dedo al «Enemigo del género humano» como español. Lo que es más, estas cartas presentaban una gran ventaja suplementaria: exculpaban a Roma de lo que se decía pasaba en América. Roma, que no había hecho nada por los indios, ni gastado un céntimo de sus substanciosos ingresos del Renacimiento para pagar su evangelización y su protección, se encontraba con las manos limpias. Minaya había jugado muy bien: gracias a él, Roma, donde los esclavos de guerra islámicos eran proporcionalmente mucho más numerosos (siendo como era el «principal mercado» italiano de esclavos, nos dice la Grande Encyclopédie) de lo que lo eran los esclavos de guerra indios en América, se encontraba con la hermosa función de excomulgar por estos últimos a los responsables españoles, y de denunciarlos a la indignación universal.

    Desde entonces las cartas reprobadas, anuladas y rescindidas por haber sido arrancadas con malas artes resurgieron y siguen resurgiendo por todas partes, aún hoy en día, gracias a la pluma de autores varios:
    · Las Casas las exhumará con insistencia durante la Controversia de Valladolid,
    · el cardenal Etchegaray y su Comisión Justicia y Paz se inspirarán en ellas.
    · La Histoire de l'Église par elle-même del padre Loew, que reproducirá la reprobada, anulada y rescindida bula, incluyendo sus virulentas conclusiones,
    · la Histoire vécue du peuple chrétien de Jean Delumeau afirmarán que los españoles habían establecido sobre los indios «una esclavitud mantenida con rudeza». y
    · el cardenal Lustiger, en su Choix de Dieu, escribirá: «Los religiosos lucharon contra los príncipes españoles, a veces hasta la muerte, para defender a los indios».

    Del 0,05% de esclavos en México y 0% en el Perú se hará así el 100%.

    Los desgraciados príncipes españoles que, al revés que Roma, lo habían hecho todo y pagado todo para la evangelización, incluso con sangre y hasta el aceite de la lámpara del santuario, y se habían preocupado sin cesar por la suerte de los indios (véase Isabel, véase Fernando, véase inmediatamente después Carlos V) se ven arrojados a las tinieblas de la historia.

    Habrá que esperar al final del año del V centenario del descubrimiento de América, el 28 de noviembre de 1992, para que el papa Juan Pablo II, dirigiéndose al nuevo embajador de España ante la Santa Sede, vuelva a poner en hora el reloj de la historia sobre este asunto recordando que, medio siglo antes de Paulo III y la Sublimis Deus, «la reina Isabel de Castilla había deseado sinceramente que sus hijos los indios (como ella los llamaba) fueran reconocidos y tratados como seres humanos, con la dignidad de hijos de Dios, y como hombres libres, al igual de los demás ciudadanos de sus reinos».

    Por lo demás, ¡qué contraste entre la actitud de la reina de Castilla y la de Roma, la Roma real, en tiempos de Paulo III! Pues esta Roma, entre otras derivas esclavistas, tras la conquista de Capua en 1501 por las armadas conjuntas de Luis XII, rey de Francia, y de Cesar Borgia, hijo del papa Alejandro VI, había toma como esclavas a un gran número de mujeres de esta ciudad «entregadas a estos ejércitos». Los hombres habían sido exterminados.
    El historiador italiano del siglo XVI Guicciardini, lo observa en estos términos: «Las mujeres de toda calidad fueron víctimas miserables de los vencedores; muchas de entre ellas fueron vendidas por un precio vil en los mercados de Roma». Así, en Roma, además de numerosos esclavos de guerra islámicos, esclavos-réplica semejantes a los escasos esclavos de guerra indios, había numerosos esclavos de guerra cristianos, en condiciones de pura explotación social o política.
    Por el contrario, ahí está la actitud del mismo Fernando el Católico para con esas mujeres que había protegido en América de manera especial. El católico Jacques Heers, recién nombrado director del departamento de estudios medievales de la Sorbona de París, nos recuerda este hecho romano en su Moyen Age, une imposture, publicada el
    mismo año 1992 en que el recuerdo de Juan Pablo II hacía justicia a la reina de Castilla. Y, en ella, a sus sucesores, quienes, como hemos visto, permanecieron fieles a sus orientaciones.



    EL PENSAMIENTO INICIAL DE VITORIA
    La crisis de conciencia española se verá fuertemente influida a consecuencia de este asunto de las bulas de manera inmediata, sobre todo por efecto de la victoria obtenida sobre los ataques que el Papa había hecho momentáneamente suyos.
    El resultado del asunto de las bulas hizo justamente que la discusión del derecho de la Conquista de América sufriera un claro retroceso. De una elaboración doctrinal fuertemente negativa a este respecto se pasará a continuación a una elaboración doctrinal fuertemente positiva.
    Esta evolución neta y rápida queda patente en el pensamiento del maestro de la teología moral y del derecho internacional, que enseñó en la universidad de Salamanca durante los años clave de 1537-1539: el dominico Francisco de Vitoria.
    Esto no se ha sabido hasta hace relativamente poco: los textos que revelan su pensamiento inicial no fueron descubiertos y publicados hasta 1931 por el padre Beltrán de Heredia, en tanto que el pensamiento definitivo de Vitoria, que data de 1539, se conocía a través de la edición original de Lyon de 1557 y no había dejado de ejercer en el mundo entero una influencia considerable sobre la reflexión en esta materia.

    La poderosa reacción nacional contra los ataques provenientes del exterior tuvo el efecto habitual: se cerraron filas. Y no sólo porque fuera más peligroso que antes debatir acerca de la Conquista y poner en tela de juicio los derechos y la soberanía del rey de España sobre América. Sí se produjo esta inhibición, pero también se produjo una toma de conciencia de aquella experiencia religiosa y nacional por parte de los españoles, que volvieron a solidarizarse con ella. El mero ejercicio crítico ya no era satisfactorio. Deseaban entrar en lo positivo, construir.

    Nada ilustra mejor esta mutación que la evolución de Vitoria. Su pensamiento temprano, expresado en sus relecciones de 1537 De temperantia, descubiertas hace poco, representa una demolición casi completa de las justificaciones de la Conquista, que llega a desembocar en un llamamiento a una reamericanización de América, cuyo destino y personalidad se verán separadas casi por completo de España y del modelo español, concebido como un despropósito.
    Los españoles, escribe entonces Vitoria, tienen derecho a hacer la guerra a los indios para extirpar los crímenes de antropofagia y de sacrificios humanos, pero una vez extirpados éstos no tienen derecho a «ir más allá y aprovecharse de la ocasión para apoderarse de los bienes de los indios y de su país». Pues «cualquiera que sea el motivo por el cual se hace la guerra a los indios, no es lícito hacer más que aquello a lo que tiene derecho un príncipe cristiano en guerra justa contra otro príncipe cristiano, que no está autorizado por esta guerra a quitarle su propio reino. De donde se sigue que no es lícito despojar a los indios de sus reinos y de sus bienes». Si sucediera que un príncipe cristiano reinara legítimamente sobre paganos, «no podría tomar en consideración el interés de otros subditos, como los españoles, sino sólo el interés de los paganos, de manera que éstos conservaran sus bienes y no fueran despojados, en provecho de otros, de sus riquezas y de su oro».
    No basta, añade Vitoria, que el príncipe cristiano promulgue buenas leyes en este sentido. Debe «dar poder a sus ministros para que efectivamente esas leyes sean observadas. Si no es así, el rey no está libre de culpa»



    CONDENA SIN RESERVAS
    Por lo tanto, Vitoria condena sin reservas la apropiación de los reinos indios por parte de los españoles a la vez que la aprehensión de sus riquezas, su oro en particular, y la buena conciencia que puede procurarse el rey de España promulgando leyes que no se aplican. Y que no se justifique esto por el deber de evangelización, continúa Vitoria sin piedad: «No es argumento pequeño en favor de la religión cristiana el que no se imponga por la fuerza. Esta gloria se oscurecería si comenzáramos a violentar a los hombres para que recibieran la ley de Cristo».
    Incluso en el único caso lícito reconocido de empleo de la fuerza, con el fin de extirpar los crímenes de antropofagia y sacrificios humanos, Vitoria precisa con rigor los límites de esta única guerra justa: es lícito liberar al inocente, pero no vengar o castigar los crímenes pasados. La intervención debe tener exclusivamente una misión civilizadora, proyectada hacia el futuro y relegando el pasado al olvido y al perdón.
    Pero, se dirá, todo eso está muy bien: lo cierto es que los españoles se han adueñado de América. ¿Qué es lo que tienen que hacer ahora? Restituir América a sí misma, responde Vitoria; hacer de ella una confederación de pueblos libres dirigida espiritualmente por el rey de España; tratarla como un conjunto de comunidades perfectas en sí mismas, según su propio y específico bien; darle leyes útiles pero distintas de las de la metrópoli y ajustadas a sus propias estructuras políticas y costumbres; en el sentido del progreso cristiano, pero según la propia naturaleza americana, sin recurrir al rigor ni a la compulsión. Todo lo que Vitoria, en la decimoprimera conclusión de sus relecciones De temperantia resume en esta admirable y clara fórmula: «La república de los indios no es parte de España, sino ordenada a sí misma: Illa respublica [indiorum] non est pars hujus [Hispaniae], nec ordinatur ad istam».


    ENTONCES, ¿HAY QUE ABANDONAR?
    En suma, Vitoria desarrollaba ya en 1537 el conjunto de la tesis indiocéntrica a la que Las Casas no llegará completamente hasta veinticinco años después con sus Tesoros del Perú y Doce dudas , de 1563-1564. Pero Vitoria también anunciaba, presentía lo que será de hecho la América de los reyes de España durante los tres siglos siguientes: no colonias, sino reinos confiados a virreyes con su propia y copiosa legislación, las Leyes de Indias. Reinos organizados en dos «repúblicas»: la india y la española, tan yuxtapuestas como jerarquizadas, fundadas sobre el Patronato real eclesiástico y apostólico que hacía de la Iglesia de América una Iglesia y un reino en sí mismos, particulares, ordenados a sí mismos y fuertemente indianizados; con su catequesis y su liturgia hechas sistemáticamente en lenguas indias, sus innumerables concilios y sínodos enteramente indianistas.

    Pero, tomado al pie de la letra, el análisis de Vitoria podía conducir al rey de España a decirse que no le restaba más que una opción justa: abandonar América como tierra de soberanía directa y dejarla entregada a sí misma. No era pequeño el riesgo en aquel año de 1537 en el que Carlos V estaba exasperado por las violentas críticas y disputas a las que el Papa servía de sonoro medio de transmisión.
    Podía pensar que en el fondo, en efecto, no tenía nada que hacer en América, que no hacía más que aumentar sus problemas y comprometer su honor de príncipe cristiano. Es cierto que le había proporcionado oro y plata; en particular la parte de los tesoros de los emperadores aztecas e incas que correspondía a la corona; pero le costaba mucho en mantenimiento de flotas y financiación masiva de la evangelización, por no hablar del coste de su administración y defensa.
    En aquel momento las riquísimas minas de plata de México y del Perú aún no habían comenzado a producir. Ni siquiera habían sido descubiertas: las minas de Zacatecas y de Potosí no serán descubiertas ni su explotación se iniciará hasta 1545, y las de Guanajuato a partir de 1557.
    Se podía considerar negativo tanto el pronóstico como el diagnóstico. De hecho, Garlos V se planteó la cuestión. Bataillon lo niega, pero García-Gayo, profesor de la universidad de Madrid, ha demostrado en contra de la opinión de Bataillon que existen numerosos indicios, incluso declaraciones, en este sentido. Precisamente, en relación con Vitoria. Al que Carlos V consulta y le ordena que elija evangelizadores que sean sus «discípulos». Y éste, dando pronto marcha atrás, cree necesario precisar, en una conclusión de sus Relecciones de 1539, que «no sería conveniente ni lícito al príncipe [rey de España] abandonar por completo la administración de aquellas provincias [americanas]».

    Ante el riesgo de un abandono completo, Vitoria anuncia en 1539 que ha decidido relegar al pasado, por reciente que sea, sus apreciaciones negativas de 1537. Y que, por el contrario, consciente de sus responsabilidades respecto de la propia América, destinada al caos y a la regresión hacia la práctica de sacrificios en caso de abandono, ha decidido resaltar las justificaciones que permiten mantener en América la presencia española. La crisis de conciencia referente a América alcanzaba a la vez su cima y una pacificación provisional en sentido positivo.

    A continuación vienen las famosas relecciones De Indis de 1539, consideradas por muchos como lecciones inmortales en razón de su equilibrio y del valor que conservarán como fundamento de toda colonización e incluso, de forma más general, de las justas relaciones entre las naciones. Desde el comienzo, en las tres primeras proposiciones de su primera lección, Vitoria insiste significativamente en la obligación que tiene el príncipe en toda materia dudosa de consultar sus dudas y atenerse sin discutirlas a las conclusiones que se le den. A continuación argumenta y justifica largamente, con toda suerte de referencias doctrinales y de hecho, los títulos ilegítimos pero también los legítimos de la presencia y de la soberanía española en las Indias.

    Los TÍTULOS ILEGÍTIMOS son los siguientes:
    1. La donación pontificia porque, no poseyendo él mismo ningún poder temporal fuera del Estado pontificio, el Papa no ha podido conceder de forma válida ningún poder temporal a los reyes de Castilla sobre las Indias. E incluso, aunque hubiera poseído tal poder, no habría tenido derecho a alienarlo. La única cosa que el Papa ha podido conceder a los reyes de Castilla es la obligación en exclusiva de predicar la fe en el Nuevo Mundo, con la compensación del derecho exclusivo al comercio y a la explotación de las riquezas.

    2. La conversión de los indios a la fe cristiana: «Si los indios permiten a los españoles que prediquen el Evangelio libremente y sin obstáculos, tanto si aceptan la fe cristiana como si no, no es lícito hacerles la guerra para evangelizarles y ocupar sus tierras». Por lo tanto, los indios no están obligados en absoluto a reconocer por motivos religiosos la soberanía del rey de España, ni siquiera en el caso de que se conviertan a la fe cristiana.

    3. La idolatría de los indios desde el punto de vista del derecho natural: El poder político se funda sobre el derecho natural, en el consentimiento del pueblo, independientemente de la religión. Por lo tanto, las naciones europeas no pueden fundar su soberanía sobre los indios en la infidelidad que los separa de la civilización cristiana, incluso si esta infidelidad se mezcla con idolatría y otros pecados contra el orden natural. Los pueblos indios y España son miembros iguales de la comunidad internacional.

    4. La idolatría de los indios desde el punto de vista de la doctrina cristiana: «Los indios, antes de tener el menor conocimiento de la fe de Cristo, no cometen ningún pecado al no creer en Cristo». Lo que se encuentra «literalmente en santo Tomás de Aquino», recuerda Vitoria. Por tanto, no está permitido a los españoles el castigarlos o someterlos a este título. Incluso «cuando la fe cristiana les haya sido anunciada de manera adecuada y suficiente y no hayan querido recibirla, no es lícito hacerles la guerra y apoderarse de sus bienes». Porque no puede exigirse por la fuerza un acto de fe, que es libre. Vitoria llega a añadir esta dura consideración: «Si estuviera permitido castigar a los indios por las injurias que hacen a Dios, aún con mucha más razón debería castigarse a los príncipes cristianos, que, a menudo, pecan más gravemente que los mismos infieles».

    Los TÍTULOS LEGÍTIMOS, son los siguientes:
    1. Sociedad y comunicación natural: -Lo que puede denominarse sociedad y comunicación natural», que une a todos los hombres, abriéndoles todo el universo, justifica de hecho y de derecho la llegada e instalación de los españoles en América con el fin de comerciar con los indios y explotar con ellos las riquezas del país, obteniendo el beneficio que se produzca mediante sus actividades, tal como el oro que extraigan o las perlas que pesquen. Si los indios se oponen a la realización de esta -sociedad y comunicación natural» los españoles pueden alcanzarla haciéndoles la guerra, si no hay otro medio de conseguirlo. Pero a condición de que no causen a los indios más que el menor daño, no utilicen engaño ni fraude, ni busquen causas de guerra fingidas. Observemos que en este primer título Vitoria es el primer teórico en afirmar el principio de la libertad de los mares, del que su discípulo Grocio hará en el siglo XVII uno de los principios del derecho internacional.

    2. Derecho de evangelización: O «derecho que tienen los cristianos de predicar el Evangelio a los infieles». «Si éstos, sean los jefes o el pueblo, se lo impiden, los españoles pueden, tras un requerimiento previo, predicar contra su voluntad. Y si es necesario, aceptar por ello la guerra, o declararla, hasta que obtengan la seguridad de la predicación». Vitoria añade, sin embargo, que esto no lo afirma más que «en principio y en teoría, porque puede suceder que las guerras lleguen a obstaculizar, más que fomentar, la conversión de los indios».

    3 y 4. Derecho a proteger a los convertidos: Si los convertidos al cristianismo son subditos de un señor infiel que los persigue y les pone en peligro de apostatar, y si esos convertidos son numerosos y grande la persecución que sufren, es lícito quitar su poder al señor que los persigue y reemplazarle por un señor cristiano. Observemos que este derecho ya lo había afirmado en 1510 John Meyr o Mayor, profesor de la universidad de París, en su obra In primum et secundum Sentenciarum. Como liberal en sentido político que era, Mayor fundaba este derecho en el que tiene el pueblo de elegir su señor o rey. «Los reyes indignos», afirmaba, «pueden ser depuestos por sus pueblos». Y Mayor aplicaba explícitamente este principio a la América india, donde, en su opinión, los reyes indios que toleren las prácticas idolátricas pueden ser depuestos por los españoles con todo derecho.
    Vitoria no acepta esta opinión. Para él la idolatría no es un pecado. Por tanto, no justifica la instauración forzada de una soberanía cristiana. La deposición de un señor o rey indio no es lícita a su parecer más que si se trata de un violento perseguidor de numerosos convertidos al cristianismo.

    5. Represión de crímenes contra la humanidad: Vitoria afirma aquí un «derecho de injerencia» para la protección de los derechos del hombre que ha adquirido carta de naturaleza en nuestras convicciones corrientes de hombres del siglo XX. Los españoles, dice, pueden intervenir por la fuerza y declarar la guerra para «defender a los inocentes amenazados de muerte injusta», cual es el caso si señores perseguidores o costumbres inhumanas «mandan matar a los hombres para comer su carne o sacrificarlos a sus dioses». Cosas ambas que eran una y la misma en el caso de los aztecas, pues sus sacrificios humanos masivos y casi cotidianos se asociaban a la antropofagia ritual a expensas de los cuerpos de las víctimas.
    Cortés y sus hombres quedaron horrorizados por el sangriento espectáculo de estos sacrificios antropofágicos, y que destruyeron inmediatamente en México los templos en los que se practicaban. En un debate, en junio de 1992, publicado por France Catholique, Bartolomé Bennassar, gran hispanista, presidente hasta hace poco de la universidad de Mirail en Toulouse, insistió en que la comunidad internacional no reaccionaría de modo diferente si se descubriera hoy en día alguna tierra desconocida donde se practicaran sistemáticamente semejantes sacrificios humanos antropofágicos.

    6. Elección voluntaría de los indios-. La soberanía española puede establecerse sobre las Indias si los indios «hacen una elección verdadera y libre, a través de sus señores o de sus pueblos, a favor de recibir como príncipe al rey de España». Vitoria precisa bien que la elección de los indios no debía ser fruto «del miedo o de la ignorancia» si, por ejemplo, «lo requieren gentes armadas a una muchedumbre desarmada y asustada a la que rodean»; o si los indios «no saben lo que hacen o incluso si no comprenden lo que dicen los españoles». Estas condiciones de «elección verdadera y libre» se dieron en el caso, entre otros, de dos importantes pueblos de México: los tlaxcaltecas y los tarascos.
    Los primeros dieron abundantísimas muestras de la sinceridad de su elección con la nutrida aportación de hombres tlaxcaltecas que combatieron junto a los de Cortés. Incluso, y casi sobre todo, cuando éstos no eran más que el grupo reducido y mal pertrechado de los vencidos de la Noche triste. En cuanto a los tarascos, su rey había enviado a su hermano y después se había dirigido él mismo a México en 1524 «para prestar obediencia al emperador y ofrecerse a profesar el cristianismo».
    En el Perú sucedió lo mismo, entre otros, con los importantes pueblos de los cañarí y los huancas. Los primeros aseguraron su concurso militar a los españoles tras la toma de Quito y luego participaron en la defensa de Cuzco al lado de los españoles, casi vencidos cuando el sitio de la ciudad por el nuevo Inca, Manco II.
    Los segundos permitieron la victoria sobre este mismo Inca al constituir, según señala Henri Favre en su obra Los Incas, «la inamovible muralla al abrigo de la cual los españoles podían matarse unos a otros con toda tranquilidad».

    7. Amistad o alianza de los indios con los españoles-. La soberanía española también puede establecerse lícitamente en el caso de que «un pueblo indio solicite la ayuda de los españoles». Este era el caso de los primeros indios que Cortés encontró en México: los cempoaltecas. Y el de los tlaxcaltecas, expuestos a las incesantes tentativas de los aztecas para sojuzgarlos.
    Vitoria cita explícitamente a estos últimos. Estas alianzas son para los españoles, señala Vitoria, «causa de justa guerra». Añade que parecen haberlo sido también para los romanos, habiendo sido tal alianza la principal causa de la extensión de su imperio. Ese imperio romano reconocido como legítimo, precisa, por san Agustín, el papa Silvestre, san Ambrosio y santo Tomás de Aquino.

    A estos siete títulos legítimos que propone sin reserva o casi, Vitoria añade un octavo título que propone con reserva: Donación de humanidad por los pueblos más desarrollados. Para Vitoria este es posible aunque lo considera dudoso a este respecto.
    Aunque se encuentra entre las futuras posiciones de Sepúlveda contra Las Casas en la Controversia de Valladolid. Aristóteles reaparece en las teorías de Vitoria ... y con él sus seguidores: Ptolomeo de Lucca, John Meyr, el padre Gregorio y fray Bernardo de Mesa, sobre todo, a cuyas posiciones estaba próximo Vitoria. Y poco tiempo después, Sepúlveda. También Vasco de Quiroga, no contaminado por el concepto de servidumbre aplicado a los indios, pero que lo fundaba todo en el gobierno y la caridad de los españoles. Y con Quiroga, todo el movimiento de evangelización educadora que, de Isabel a las reducciones jesuítas del Paraguay, concibe y confirma que es necesario que los españoles civilicen primero a los indios para poder evangelizarlos realmente.
    Se da por tanto un nuevo impulso al debate general sobre la problemática india, enlazando el punto de llegada pon el de partida.

    ¿Qué piensa sobre esto, Las Casas, este hijo y discípulo de los dominicos extremistas de Santo Domingo, uno de los cuales, el padre Córdoba ha recomendado calurosamente como el hombre «elegido por la mano de Dios- en una carta al joven Carlos V fechada el 28 de mayo de 1517?
    Podemos figurarnos que Las Casas no está en absoluto de acuerdo con Vitoria salvo por lo que se refiere al título 6, relativo a la elección voluntaria de los indios, y eso con graves reservas, pues no cree que esta elección pueda ser sincera. Tacha a Vitoria de «timidez», por no decir de falta de valor e incluso de cobardía, en lo tocante a unas tesis que juzga colonialistas. Y le reprocha haber dicho “cosas muy falsas” sobre los indios al hacer de menos sus capacidades mentales y morales.
    Por otra parte, se coloca en una posición mucho más tranquila que le evita la difícil búsqueda de títulos legítimos en los que pueda fundamentarse la soberanía española, basándose en la realidad americana. Pues para él la
    cosa es muy sencilla: la donación papal es suficiente. Como escribirá en su Tratado comprobatorio de la soberanía de los reyes de España sobre las Indias,1549 (publicado en Sevilla en 1553): «Los reyes de Castilla tienen un título legítimo a ejercer un imperio sobre esta parte del mundo que llamamos Indias Océanas [...] en virtud de la donación que les ha sido hecha, bajo cierta condición (de evangelización), por la Sede apostólica».

    Exactamente lo que Vitoria rechaza desde el primer momento. Ahora bien, Las Casas se va a encontrar singularmente cercano a Carlos V y va a convertirse en su paladín, pues Carlos V se tomó muy mal que Vitoria rechazara de plano la donación papal, cuya validez y alcance negaba. Este rechazo tira por tierra toda la cobertura que la soberanía española ejercía en América, tanto respecto del propio Papa reinante, que se había mostrado tan poco respetuoso hacia ella, como del resto de las naciones europeas, a la espera de la menor fisura en este entramado de privilegios.
    La cólera de Carlos V se expresa en la orden que da, 10 de noviembre de 1539, al prior del convento de San Esteban de Salamanca, lugar de residencia de Vitoria, de incautarse de las «lecciones en las que algunos maestros religiosos de este convento han tratado sobre el derecho que Nos poseemos sobre las Indias» y enviarlas al Consejo real, lo cual no puede referirse sino a los manuscritos de Vitoria y a las notas tomadas por sus oyentes. La ruptura del emperador con Vitoria queda consumada.
    No le consultará más, ni le pedirá que elija los evangelizadores para América, como había hecho aún en el enero y abril anteriores.



    LAS CASAS SUCEDE A VITORIA
    Además, el gran proyecto al que se entrega en cuerpo y alma Las Casas por esos en Guatemala, el de la evangelización llevada a cabo exclusivamente por religiosos, y su reivindicación de que se retire de América la mayor parte de los españoles para que no perturben la evangelización, le venía como anillo al dedo a Carlos V.
    Con Las Casas, el emperador conserva la donación pontificia en su valor fundamental, plenamente lícito. Asimismo cumple la condición de evangelizar exigida por la donación, y la cumple sin el concurso de los colonos. De esta forma podría abandonar sin demasiados escrúpulos de conciencia el proyecto de colonización de América, algo que continúa rondándole por la cabeza.
    Por último Las Casas prepara la eliminación del principal obstáculo que se opone a la descolonización con su persistente campaña contra la encomienda, para él la más temible forma del arraigo de los españoles en América. Esta campaña podría culminar con la supresión de esta institución gracias a Carlos V.


    A partir de entonces se produce una recomposición radical de los frentes. Las cosas van a precipitarse. Carlos V, que ha roto con Vitoria, apoya ahora decididamente a Las Casas. En cierto modo, hace de él su sucesor americano. Se está a dos pasos de una América española reducida, o vuelta a su primitiva pureza, a su exclusiva dimensión lascasiana. Carlos V escribe a Las Casas en Guatemala que lleve a cabo la evangelización puramente religiosa que allí ha comenzado, excluyendo a los españoles laicos. Y Las Casas le responde el 15 de diciembre de 1540 que ha tenido que volver a España para pedirle una ayuda más decisiva, y que está esperando la llegada del monarca a la Corte.
    De estos dos hechos va a salir, con la participación y las orientaciones de Las Casas, la nueva junta especial de 1542 sobre la problemática americana. De ella nacerán las Leyes Nuevas del mismo año que van a disponer la supresión de la encomienda.
    Como si tal supresión fuera una necesidad vital y urgente, que no lo es en absoluto, bien al contrario. Pero los demás miembros de la junta pondrán el granito de arena que frenará la máquina dispuesta a desplegar su impulso. Y América misma, con sus religiosos antilascasianos en su inmensa mayoría, la hará irse a pique definitivamente.
    Última edición por donjaime; 11/01/2016 a las 16:41
    ReynoDeGranada dio el Víctor.

Información de tema

Usuarios viendo este tema

Actualmente hay 1 usuarios viendo este tema. (0 miembros y 1 visitantes)

Temas similares

  1. Doctrina Parot: el problema no es el Tribunal Europeo de Derechos Humanos
    Por Hyeronimus en el foro Noticias y Actualidad
    Respuestas: 50
    Último mensaje: 29/11/2013, 12:28
  2. Derechos Humanos en Cuba....
    Por Ordóñez en el foro Política y Sociedad
    Respuestas: 3
    Último mensaje: 22/10/2013, 18:06
  3. El mito de los Derechos Humanos
    Por Hyeronimus en el foro Política y Sociedad
    Respuestas: 8
    Último mensaje: 29/08/2012, 22:26
  4. los derechos humanos
    Por muñoz en el foro Política y Sociedad
    Respuestas: 0
    Último mensaje: 11/01/2009, 15:24
  5. Brasil: victoria de los defensores de los derechos humanos
    Por rey_brigo en el foro Noticias y Actualidad
    Respuestas: 0
    Último mensaje: 23/10/2005, 14:46

Permisos de publicación

  • No puedes crear nuevos temas
  • No puedes responder temas
  • No puedes subir archivos adjuntos
  • No puedes editar tus mensajes
  •