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Tema: Serie : La Controversia de Valladolid, Origen de los Derechos Humanos

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    Serie : La Controversia de Valladolid, Origen de los Derechos Humanos

    Serie La Controversia de Valladolid, el Origen de los Derechos Humanos.





    «Fue en 1550, el mismo año en que el español había alcanzado el cénit de su gloria. Probablemente nunca, ni antes ni después, ordenó como entonces un poderoso emperador la suspensión de sus conquistas para que se decidiera si eran justas». Lewis Hanke .


    Parte I : INTRODUCCIÓN : EL MARCO Y CONTEXTO DE LA CONTROVERSIA.

    Se llama Controversia de Valladolid al debate sobre las conquistas españolas en América organizado en esta villa entre 1550 y 1551.

    La orden provenía de Carlos V, emperador del Sacro Imperio, rey de España, de los Países Bajos, de Flandes, de Artois, del Franco Condado, del Charolais, de Nápoles, de Sicilia, de Milán y de la América descubierta poco más de medio siglo antes.


    El 16 de abril de 1550 el propio Carlos V había ordenado la suspensión de todas las conquistas en el Nuevo Mundo, el año anterior, el 3 de julio de 1549, el Consejo de Indias, gobierno español de América, había solicitado del emperador que ordenara este debate con el fin de que, textualmente, los convocados «trataren y platicaren sobre la manera cómo se hicieren estas conquistas, para que justamente y con seguridad de conciencia se hicieren«.

    Las citaciones fueron dirigidas a los participantes designados por el emperador a través de su hija María, reina de Bohemia y regente de España, en julio de 1550. Al tema de las conquistas, estos llamamientos añadieron el tema aún más amplio de los «descubrimientos».

    Por tanto, toda la problemática de la proyección de Europa sobre América iba a ser objeto de evaluación normativa y juzgada en conciencia. (un hecho sin precedentes en la Historia. Un Emperador en el cénit de su poder, con sus ejércitos invictos ordena SUSPENDER las conquistas por PROBLEMAS DE CONCIENCIA y hacer una evaluación normativa y moral).

    Los participantes constituían una «junta», reunión especial de quince eminentes personajes españoles: los siete miembros del Consejo de Indias, dos miembros del Consejo Real supremo, un miembro del Consejo de las Órdenes militares, tres teólogos dominicos, un teólogo franciscano y un obispo. Estos quince hombres debían oír, someter a discusión y juzgar el debate principal, en cuyo desarrollo se enfrentarían los alegatos, réplicas y contrarréplicas de dos figuras señeras en cuanto a la problemática americana: el doctor Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas.

    Ginés de Sepúlveda, teólogo, antiguo preceptor del futuro Felipe II, canónigo de Córdoba, capellán, confesor y cronista del emperador, portavoz del antiguo conquistador Cortés, del ex presidente del Consejo de Indias, García de Loaisa, y del primer historiador de la conquista americana, Fernández de Oviedo, era un humanista que acababa de publicar en París, en 1548, su traducción del griego al latín de la Política de Aristóteles.

    Bartolomé de Las Casas, religioso dominico, antiguo obispo de Chiapa, México, que había sido protector oficial de los indios y seguía siendo su protector oficioso, había intervenido en numerosas ocasiones en favor de los indios y en contra de los conquistadores.
    Su influencia había resultado determinante en la promulgación en 1542 por Carlos V de las Leyes Nuevas, que prohibían ya entonces de forma absoluta la esclavitud de los indios y ponían en tela de juicio las conquistas y las encomiendas, señoríos sobre los indios otorgados a los conquistadores.

    Los participantes habían sido convocados para el 15 de agosto de 1550, fiesta de la Asunción de la Virgen. Una primera sesión comenzó en esta fecha y se prolongó hasta finales del verano de 1550.
    Más tarde tuvo lugar una segunda sesión, en abril-mayo de 1551, después de que uno de los teólogos dominicos participantes, Domingo de Soto, hubiese elaborado un resumen de los trabajos de la primera.

    En la Controversia se manifestaba la existencia apremiante de una civilización cristiana española abierta a los hombres de diversas naciones, acogedora para con ellos y no encerrada en sí misma, que había alcanzado las más altas cumbres. De este modo el ambiente tendía a confirmar la defensa de esta civilización y de la aportación a que se había comprometido con la América india, desarrollada por Sepúlveda, aunque esta apología resultara en ocasiones excesiva y poco hábil.

    En cambio, la denuncia sistemática de la aportación española a la América india realizada por Las Casas adquiría, un aire de irrealidad y de protesta exagerada. En efecto, esta denuncia de la aportación española no se limitaba a hacer mención de abominaciones particulares presentándolas como la única realidad, sino que se basaba en el principio del respeto absoluto al «buen salvaje» y a sus «señores naturales», incluyendo los sacrificios humanos.

    Aunque el llamamiento de Las Casas a respetar a los indígenas como hombres plenos era tan conmovedor como bien fundado, la desazón que produjo entre los Quince llegó hasta uno de los apoyos naturales de Las Casas, su compañero de hábito, el teólogo dominico Domingo de Soto, que señaló que el protector de los indios «decía más de lo que era necesario para responder al [...] Doctor Sepúlveda», e incluso que «estaba equivocado».



    EL LUGAR DE LA DISCUSIÓN .
    El Colegio de San Gregorio Destacado lugar de estudios de la orden dominica, convertido en la segunda universidad de Valladolid, el Colegio reunió en sus aulas, antes de la Controversia de 1550, a dos de los teólogos dominicos de la junta: Melchor Cano y Bartolomé de Carranza.
    Allí enseñaron los dos primeros analistas «liberales» de la problemática americana: el dominico Matías Paz y el ilustre dominico Francisco de Vitoria.

    Matías Paz fue el primero en definir, ya en 1513, los fundamentos no colonialistas y las miras fraternales de la presencia española en las Indias.

    Por su parte, Francisco de Vitoria fue, desde 1537-1539, el más grande analista de los títulos legítimos y de las justas condiciones de la conquista americana. Creador del Derecho Internacional, enseñó en la universidad de París antes de hacerlo en Valladolid a mediados de los años 1520 (1523-1526) y posteriormente en la de Salamanca.

    A mediados de los años 1520 Vitoria tuvo por alumno en el Colegio de San Gregorio a otro dominico: Jerónimo de Loaisa, futuro primer arzobispo de Lima, a quien los años venideros se encontrarían en el mismo corazón de la problemática americana. Era al mismo tiempo virrey de hecho, hasta el punto de que estaba encargado del mando de las tropas reales, protector de los indios y gran iniciador de la evangelización en libertad, como Las Casas, aunque opuesto a la supresión de las encomiendas, como Sepúlveda.

    Veremos cómo se encargará, mediante normas aplicadas de forma cristiana y efectiva, de eliminar las ignominias de la conquista, justicia que alcanzará a todos, dura pero serena, logrando de este modo hacer una síntesis de los análisis y recomendaciones de Las Casas y de Sepúlveda.

    Las Casas eligió en 1551, año de la segunda sesión de la Controversia, el Colegio de San Gregorio como domicilio, desde entonces su lugar de residencia y de lucha. Las Casas legará en 1559 sus manuscritos al Colegio, una de las dos escuelas más prestigiosas de teología de la Orden y a la muerte de Las Casas en Madrid en 1566 su cadáver fue trasladado para ser enterrado en San Gregorio de Valladolid, precisamente en la misma capilla en que se desarrolló
    la Controversia.

    La capital política y administrativa de España era entonces Valladolid, como lo había sido con frecuencia en los años y siglos anteriores. Allí se habían instalado en 1550 los regentes de España designados por Carlos V, ausente: su hija María y su yerno Maximiliano, que ostentaban el título de reyes de Bohemia.
    Allí estaban instalados los grandes consejos consultivos y ejecutivos reales de España: el Consejo Real supremo, el Consejo de las Órdenes militares y el Consejo de Indias, entre otros, que tenían bajo su responsabilidad los asuntos de
    América.

    Allí se encontraba Bartolomé de Las Casas, por aquel entonces en el convento dominico de San Pablo, contiguo al Colegio de San Gregorio. Allí se encontraba el doctor Ginés de Sepúlveda, desempeñando sus funciones de capellán y de cronista imperial en la Corte de los regentes. Allí, o muy cerca de allí, en Salamanca, se encontraban los grandes teólogos dominicos y franciscanos elegidos para formar parte de la junta que debía juzgar la Controversia.



    ESCLAVITUD EN VALLADOLID.
    Sin embargo, existía una nota negativa: una cierta esclavitud doméstica subsistía aquí y allá en Valladolid, en las grandes casas, del mismo modo que en otros lugares en torno al Mediterráneo, sobre todo en Ñapóles, en Toscana y especialmente en Venecia, así como en la misma Roma vaticana. En Valladolid esta esclavitud se practicaba con moderación. Los esclavos estaban bien alimentados y bien tratados, y a menudo eran liberados por sus amos cuando éstos redactaban sus testamentos. Esta esclavitud residual de moros y algunos negros hechos prisioneros en las luchas contra el Islam no era sino una réplica a la esclavitud que el propio Islam, turco o de Berbería, imponía a los españoles que hacía prisioneros, o a los que pura y simplemente capturaba en

    las correrías llevadas a cabo en las costas españolas o contra los navios que surcaban el Mediterráneo.
    Así fue como Cervantes, el autor de Don Quijote, fue capturado en un barco frente a Marsella y enviado como esclavo a Argel. Incluso los muy religiosos y nobles caballeros de Malta, que combatían en el mar contra el Islam, practicaban esta forma de esclavitud-réplica. Y en el caso de que fuesen españoles, lo cual era frecuente, contribuían al beneficio de sus familias a través del regalo de los esclavos que hubieran capturado.

    Tal esclavitud-réplica, por lo demás muy limitada en cuanto a número y carácter, no era simplemente una pura explotación social, aunque, de todas formas, era esclavitud, lo cual tiene su importancia con respecto a la Controversia que nos ocupa.

    Para el español de la época y para el hombre mediterráneo en general, la idea de un destino de servidumbre aplicado a los indios no era tan poco.habitual ni tan chocante como lo es hoy en día para nosotros, al menos si se trataba de una servidumbre transitoria y que intentaba ser moderada y paternal.

    Ésta era la idea de Ginés de Sepúlveda. Es más, el propio Las Casas había recibido de su padre un esclavo indio (ilegal) durante su juventud sevillana, tal como él mismo cuenta en su Memorial de remedios. Incluso recomendó el uso de esclavos «negros o blancos» en América para aliviar a los indios en su trabajo al servicio de los españoles.

    Cuánto mérito tuvo Isabel la Católica al rechazar desde el primer momento y de forma absoluta, la esclavitud de los indios que deseaba imponerle Colón, muy mediterráneo también en eso.

    Carlos V, aunque se encontrara el camino señalado, tuvo también un gran mérito al confirmar esta prohibición de la esclavitud, también de forma absoluta, ocho años antes de la Controversia.

    Otra cuestión en la que nuestra sensibilidad difiere de la de la época: la problemática americana no tenía de ninguna forma, para el español contemporáneo de la Controversia, la importancia que nosotros le damos. Porque nosotros somos conscientes de la importancia que han adquirido más tarde América y la colonización europea.

    Hay un primer hecho sorprendente: la ausencia en el seno de la junta de la Controversia, que sin embargo se había reunido para tratar, esencialmente, el tema de las conquistas, de miembros de otro gran Consejo consultivo y ejecutivo real: el Consejo de la Guerra. Y aún más sorprendente es el hecho de que esta asombrosa ausencia se tomara como algo normal.



    CONQUISTAS DE PARTICULARES, AL MARGEN DEL ESTADO .
    El caso es que las conquistas en América no hicieron entrar en acción ni implicaron directamente al Estado español como tal a través de su encarnación más efectiva, es decir, su alto aparato militar.

    Habían sido, y seguirían siendo tras 1550, empresas de particulares en lo más esencial, que no se confundían con el Estado. Se trataba de aventureros que organizaban, financiaban, armaban y desarrollaban sus propias empresas por propia iniciativa, en ocasiones sin tomar para nada como referencia a la monarquía y al Estado español.

    Este fue el caso de la conquista de Chile por Valdivia en 1550; el caso de la conquista de México por Cortés a partir de 1519, sin haber recibido esta misión ni pedido autorización, sin ninguna ayuda del aparato militar nacional. Su compañero Bernal Díaz del Castillo lo recuerda en su crónica de esta conquista: «México se descubrió a nuestro cargo, sin que Su Majestad tuviera conocimiento de ello».

    Diez años después de Cortés, en 1529, Pizarro sí recibió autorización y fue enviado por la monarquía española a conquistar el Perú, pero no dejó de ser una concesión otorgada a un particular sobre el cual recaía el deber de financiar, armar y conducir él mismo su propia fuerza de conquista.

    Además, estas fuerzas de conquista, todas ellas individuales y particulares, son ínfimas en comparación con el conjunto del cuerpo social y militar de la nación española. Aunque nos parezca increíble, y no salgamos de nuestro asombro, lo cierto es que:

    Cortés partió de Cuba para conquistar México con119 marinos y 400 soldados.

    Pizarro partió de Sevilla para conquistar el Perú con 160 hombres.

    ¿Qué es eso comparado con las levas de 100 a 200.000 hombres que permitieron a la España de Carlos V abatir el poderío francés en Pavía en 1525, enfrentarse a la formidable potencia turca de Solimán el Magnífico en 1532 ante Viena y en el Mediterráneo y marchar contra Túnez en 1535 o Argel en 1541?
    Esas levas que, mandadas por el españolísimo duque de Alba tras un titánico esfuerzo para reclutar, equipar, financiar y concentrar las fuerzas, le permitieron, por último, hacer frente a la gran revolución de la Reforma protestante y destruir sus ejércitos en Mühlberg en 1547.

    Frente a eso, los exiguos grupos de efectivos con que contaron los conquistadores de América no eran nada o casi nada.

    Para dar una idea concreta de esta desproporción radical basta con señalar que en Mühlberg, sólo la infantería española contaba con 50.000 hombres y que unos años más tarde España y sus aliados reunieron sólo para la batalla naval de Lepanto en 1571 no menos de 50.000 hombres, embarcados. En ambos casos debe sumarse a cada una de estas cifras otros 25.000 hombres: en el primer caso, oor la caballería, la artillería, los artificieros y los ingenieros; en el segundo, por los remeros, sus mandos y los marinos. Por aquel entonces, las armadas de España en el Mediterráneo eran por sí mismas «verdaderas ciudades viajeras», escribe Braudel.

    Una vez realizadas las mayores conquistas americanas, en 1525 (México) y en 1540 (Perú), ¿participó la sociedad española en su conjunto en el desarrollo de estas aperturas, una vez superado este primer momento de empresas particulares y al margen del Estado?
    De nuevo la respuesta es que nada o casi nada. La empresa americana continuó siendo algo completamente secundario. De hecho, los españoles se sentían mucho más atraídos por su rica Italia, su rico Flandes e, incluso, su rico imperio de Alemania, le volvieron la espalda.

    , No hay más que ver las cifras de los pasajes de españoles hacia América durante los años de la Controversia, 1550 y 1551 y los dos años que les precedieron. Son increíblemente ínfimas, más aún que las exiguas tropas de Cortés y Pizarro. Aquí las citamos tal como las ofrece el especialista en la historia económica de la época, Ramón Carande:

    21 personas en 1548,43 en 1549, 59en 1550 y 38 en 1551.

    Ciertamente, se trata de cifras oficiales de emigrantes que, aunque inventariadas cuidadosamente por la Casa de Contratación de Sevilla, que controlaba estrictamente las flotas y concedía los permisos de embarque, pudieron haberse superado en realidad.
    Pero aunque las multiplicáramos por tres, contando con los pasajeros clandestinos, algo que por definición no puede probarse ni contarse exactamente, tendríamos una centena de personas por año para toda España. Una miseria. Una nadería.
    Y, si tenemos en cuenta que el 40% de estos emigrantes provenían de Andalucía y Extremadura, resulta que los bien poblados territorios de Castilla la Vieja y de León de Valladolid, en pleno crecimiento demográfico, no quedaban afectados más que por cifras mínimas y despreciables.

    En el debate sobre la cuestión americana la sociedad española, de hecho, no se comprometió. Para esta quintaesencia de Europa, altamente civilizada y desarrollada, que se abría directamente a los más ricos territorios europeos, que sin ser españoles eran suyos, América no era sino un débil espejismo lejano. Un espejismo que se sabía sobre todo miserable y carente de interés. Es preciso ser conscientes de ello:

    América no interesaba apenas a los españoles de la época
    .



    DOS CONFIRMACIONES SORPRENDENTES.
    PRIMERA se remonta hasta el origen de lo que demasiado a menudo tomamos por el atractivo de América. En 1496, Colón, aun ostentando los laureles del descubrimiento, tuvo enormes dificultades para reunir un grupo para su tercer viaje. Tras un año de buscar candidatos para la aventura americana sus barcos continuaban casi vacíos. No logrará llenarlos hasta que, finalmente, una decisión de los Reyes Católicos venga a sacarle del apuro poniendo a su disposición a los condenados por la justicia, incluso a los culpables de homicidio, cuyas penas quedaban conmutadas si se embarcaban con él. A partir de 1505 los españoles no ignoraban que en América tenían muchas más posibilidades de encontrar la muerte, la enfermedad o la peor de las miserias que de hacerse ricos.

    Lo observó el propio Las Casas: de los 2.500 españoles que en 1502 llegaron con él a las Antillas en la flota de Ovando, un excepcional esfuerzo de colonización por parte de la Corona, ninguno salió indemne. Más de mil murieron y los otros cayeron enfermos de hambre y de privaciones. En esas condiciones, ¿para qué abandonar la próspera Castilla?

    Ciertamente, los españoles se dejaron tentar levemente durante el período de 1534 a 1539 por la llegada de los tesoros obtenidos de los imperios azteca e inca, aunque no de los súbditos de tales imperios, bastante más pobres que el castellano medio.

    Es entonces cuando el número de partidas hacia América alcanza su cima: 1.500 partidas por añode media, una cifra todavía relativamente pequeña si la comparamos con los más de seis millones de castellanos del momento. Pero tras 1540 el número de partidas se redujo considerablemente. ¡En 1541, según cifras de Carande, no se produjeron más que dos! Y es que después de 1538, una vez agotados los tesoros imperiales, reapareció la situación americana con sus extremados riesgos, que hacía que el asunto no valiera la pena.

    El Perú estaba bañado por la sangre de las luchas fratricidas que hicieron desaparecer a sus dos grandes conquistadores, Almagro y Pizarro. Se sucedían sin cesar los levantamientos, reprimidos con dureza, de los inmigrantes españoles contra los representantes del poder real. Por su parte, México veía peligrar la paz de una balbuceante colonización con la «guerra a sangre y fuego» del Mixtán, desencadenada por los caxcanos y los formidables chichimecas.

    SEGUNDA la atonía de la atracción americana nos la proporciona la literatura de gran difusión, la de las canciones en versos asonantados, los romances, a los que el pueblo castellano era muy aficionado y que «se imprimió y reimprimió constantemente en pliegos sueltos» para ayudar a su recitación. Pues bien, el Romancero, «Ilíada de España» según Víctor Hugo, recopilación de romances realizada por primera vez en 1548 y 1550 dentro del Cancionero de romances, no incluye ninguno de tema americano.

    En España, donde todo se canta, a nadie se le ocurrió cantarle a América. A esto se suma una observación significativa: en el Cancionero de romances se encuentra uno ligeramente anterior al período que estudiamos, «Sevilla la realeza» (1539), de una fuerza «impresionante».
    Pero este romance traduce la verdadera atracción que movía entonces a la masa de los españoles: es una vibrante llamada a la lucha de la Cristiandad contra el Turco; una llamada dirigida especialmente a los que entonces contaban en España.

    A nadie se le ocurrió una llamada semejante a la Conquista de América. Otra observación coincidente: Europa, al contrario que América, tenía tanto atractivo para la España de entonces que las dos primeras ediciones en español del Cancionero de romances se hicieron en Flandes, en Amberes, porque así estaban seguras de encontrar «un buen y pronto despacho» en una población de origen español entonces tan numerosa.

    Por su parte, el interés del público culto de la España anterior a 1550 se había vuelto hacia América gracias a diversos apuntes y obras publicadas. Pero unos y otras eran poco abundantes, y su contenido descriptivo y positivo no alimentaba en absoluto una discusión, un debate vivo como el de la futura Controversia .

    Las historias de las ciudades de España más leídas ignoraban América casi por completo. En su artículo documentado sobre «Toledo y el Nuevo Mundo en el siglo XVI», publicado en 1966, Javier Malagón señala, por ejemplo, que «en las historias de Toledo no encontramos sino ligeras referencias al descubrimiento de América, y sólo una que otra mención de algún hijo de la ciudad que pasó a Indias».

    Si alguna obra representativa de la cultura española de la época adopta alguna posición sobre la Conquista, aunque sea de forma incidental, lo hace en un sentido positivo, en elogio de la Conquista y de los conquistadores, en razón de la inmensa evangelización que permitieron.

    De este modo, tenemos las Obras de
    · Francisco Cervantes de Salazar, publicadas en Alcalá de Henares en 1546, que reúnen textos de los más prestigiosos humanistas españoles de la época, los «maestros de la nación»:
    · Pérez de Oliva, rector de la universidad de Salamanca;
    · Ambrosio de Morales, futuro preceptor de Donjuán de Austria, ilustrador de la lengua castellana e historiador de los orígenes de España;
    · Alejo Venegas, perfecta encarnación del Humanismo toledano;
    ·Luis Vives, émulo de Erasmo;
    ·el mismo Cervantes de Salazar, que pronto sería rector de la universidad de
    México y el primer gran escritor americano. Porque Cervantes de Salazar dedicó estas Obras nada menos que al conquistador Cortés en una larga carta-dedicatoria, hoy cabalmente reproducida por la Biblioteca hispano-americana de Medina, en la que Cortés recibe incluso el título de «nuevo san Pablo».

    He ahí un testimonio importante de la opinión culta de entonces. Y los grandes editores españoles seguirán reimprimiendo estas Obras de Cervantes de Salazar hasta el siglo XVIII (Madrid, Sancha, 1772).

    Ciertamente hubo en España, posteriormente a 1510, un debate vivo y profundo sobre la Conquista y el destino de los indios, Un debate que constituye un antecedente directo y casi completo de la Controversia de 1550-1551. Pero no apareció en las publicaciones ni llamó la atención de la opinión pública, sino que se desarrolló de forma confidencial, confinado en círculos reducidos: la Corte real, una parte de la universidad de Salamanca, la alta administración americana, ciertos religiosos conventuales o evangelizadores y, en ocasiones, las Cortes.

    Es decir, el debate tuvo lugar en los medios en los que, durante los años de Fernando el Católico y el regente Cisneros (a partir de 1515), desarrolló Las Casas una acción reivindicativa infatigable y encarnizada en favor de los indios y contra los conquistadores a fuerza de innumerables cartas, memoriales e intervenciones personales. Pero en 1550 el propio Las Casas aún no había publicado nada. Su primera colección de tratados sobre la materia no aparecerá hasta 1552 en Sevilla, por lo demás en ediciones subrepticias, desprovistas de la licencia real requerida. Las Casas tendrá que correr con los gastos de estas ediciones, hasta tal punto el éxito de ventas de las mismas era incierto dado el desinterés general por América. En los catorce años que le quedaban de vida no volvió a publicar ninguna otra obra.

    Del mismo modo, el tratado de su primer precursor, Matías Paz o de Paz, también dominico y uno de los inspiradores del primer grupo de leyes protectoras de los indios, las leyes de Burgos de 1513, también permaneció inédito hasta... 1933.

    Lo que es más: en 1550, las famosas Relecciones de 1539 del dominico Francisco de Vitoria, que definían los verdaderos y justos títulos de la conquista y los límites de la colonización como el derecho y el deber de la evangelización, permanecieron relegadas al estrecho círculo de una parte de la universidad de Salamanca.

    Por otra parte, no conocemos ningún texto redactado por el propio Vitoria. Incluso las notas manuscritas de sus oyentes, que rápidamente empezaron a circular en ciertos ambientes universitarios y religiosos, fueron prohibidas o recogidas desde 1539 por orden de Carlos V. No serían publicadas por primera vez hasta 1557, de forma significativa no en España, sino en el extranjero, en Lyon. Y en latín.

    El único texto notable publicado en España antes de 1550 acerca de los títulos y derechos de la Conquista es el del maestro franciscano Alfonso de Castro, profesor de la universidad de Alcalá y después de la de Salamanca, De iusta haereticorum punitione, publicado en 1547. Pero, por una parte, se trataba de un denso texto latino que no podía alcanzar al gran público; por otra, como su título deja entrever, no trata sobre América y los indios sino de forma secundaria e incidental. Opinaba, no como Las Casas, sino como Sepúlveda: la idolatría es causa de guerra justa, una vez hecha la amonestación previa a abrazar la fe cristiana.

    La única intervención pública favorable a la opinión de Las Casas antes de 1550, fuera de las leyes y cédulas reales de parecida intención, es una declaración de las Cortes de Valladolid en 1541. Se debió con seguridad a una intervención del propio Las Casas, residente en la villa por aquel momento, en el convento de San Pablo. Las pocas personas que tenían acceso a declaraciones como ésta, destinada únicamente al rey, pudieron leer en ella la petición hecha al emperador de que «mande remediar las crueldades que se hazen en las Indias e contra los Indios, porque dello será Dios muy servido, y las Indias se conservarán y no se despoblarán como se van despoblando».

    Tal es el marco concreto y abstracto, físico y moral, social y nacional, individual y colectivo en el que se desarrollará la Controversia de Valladolid. Este marco quedaría gravemente incompleto si no contáramos el universo particular que dio a la Controversia competencia especial, exclusiva, carácter exacto y una justificación.

    Este universo particular es el elemento más ignorado en relación con la época y con el asunto, siendo como es su elemento constitutivo. Una ignorancia que es particularmente profunda, (fuera de España y en la España misma), donde la amalgama asfixiante en el campo de la historia del laicismo a la francesa o del liberalismo protestante de hoy en día con un catolicismo entendido como única y directamente romano y ultramontano nos impide ver, e incluso concebir, este enorme hecho histórico: la monarquía española, por lo que se refiere a América, estaba revestida de poderes apostólicos por delegación o vicaría definitiva otorgada por Roma. Por tanto, era responsable ante ella misma de la evangelización y del gobierno cristiano de los indios.

    Inmersos en la ignorancia imperante, no cesa de aumentar el simplismo de los productores de películas o emisiones de televisión, subproducto de esa amalgama asfixiante que proponen absurdas fabricaciones mediáticas sobre los asuntos referentes a la antigua América cristiana en las que figura siempre en primer plano y en último término un apetitoso y temible personaje: un cardenal con veste roja, inquisidor al servicio del Papa o que toma decisiones en su nombre en materia de asuntos americanos.
    Cuando resulta que ningún cardenal podía estar, ni jamás lo estuvo, encargado de una misión semejante, pues desde Alejandro VI en 1493 y Julio II en 1508 los papas habían delegado en los reyes de España, mediante solemnes Bulas, sus poderes y responsabilidades en esta materia, por lo que los soberanos sentían el peso correspondiente en su conciencia y se esforzaban sin cesar por actuar en consecuencia.

    Esto se ha convertido en una obsesión de nuestra subcultura de masas. ¿Se pretende que conozcamos a través de una película en color, muy hermosa por otra parte, las «reducciones» jesuítas del Paraguay? Pues los realizadores ingleses ruedan la película La Misión, que gira en torno al inevitable cardenal con veste roja, enviado por el Papa a decidir sobre toda cuestión, cuando jamás ha existido cardenal semejante. Y es que no podía haberlo jamás en las reducciones, una institución no de la Iglesia sino de la monarquía española en tanto que dotada de competencias específicas de evangelización y de organización civil.

    ¿Se pretende hacernos revivir, gracias a una buena interpretación, la Controversia de Valladolid? Pues ahí tenemos una emisión de la televisión francesa que se considera buena, ya que vuelve a emitirse, y que no es sino una «lamentable fabricación»de Jean- Claude Carrière, falsa de principio a fin, donde nos volvemos a encontrar con el cardenal de veste roja encargado de desentrañar para el Papa los misterios del asunto, todo ello ante una junta de títeres cuya única función es figurar reverentemente ante la púrpura, llenando la sala. Tampoco allí hubo nunca tal cardenal ni pudo haberlo: la información estaba destinada exclusivamente al rey de España, que tomaba la decisión en persona. Los miembros de la junta no eran figurantes, sino colaboradores o consejeros del rey, auténticos jueces encargados de iluminar la decisión real tanto en lo espiritual como en lo temporal mediante su opinión.


    LAS BULAS .
    Para terminar con esta calamitosa ignorancia, reseñamos brevemente las disposiciones de las Bulas pontificias que sitúan la Controversia en su lugar y le proporcionan sus cimientos. En relación con las 'nuevas tierras, cuya soberanía concedió el Papa a los reyes de España, encargándoles de su evangelización, el Papa ordenó a dichos reyes, «en virtud de la santa obediencia», que enviaran (destinare debeatis) misioneros «probos, doctos y experimentados». De este modo el Papa confiaba, delegaba en los reyes de España una función fundamental de la Iglesia, una función propiamente eclesiástica: la de «ir a enseñar y bautizar a todos los pueblos».

    Naturalmente, de ello se deriva para los reyes de España la obligación de elegir misioneros efectivamente «probos, doctos y experimentados», ocuparse de que los hubiera en número suficiente, de su distribución, sus viajes y su mantenimiento, como confirma de forma explícita la Bula Omnímoda de Adriano VI en 1522.

    Lógicamente, el Papa concedió a continuación a los reyes de España los diezmos exigibles a los habitantes bautizados de las nuevas tierras, en todas las nuevas iglesias fundadas y dotadas por los reyes. Los reyes de España recibían así una nueva función propiamente eclesiástica: la de beneficiarse del impuesto bíblico destinado a sufragar los gastos del culto. Y esto, «a perpetuidad», precisó el Papa.

    También lógicamente, Roma concedió a los reyes de España el derecho de patronato y de presentación de las personas idóneas para ocupar los obispados y beneficios (funciones) de las nuevas tierras, mientras que prohibía toda construcción y fundación canónica de iglesias, capillas u otros lugares de culto sin el consentimiento expreso de los reyes.

    Así pues, serán los reyes de España quienes en realidad elijan a los obispos y cualesquiera otros responsables eclesiásticos de América, mientras que el Papa se contentará con instituir canónicamente a los hombres por ellos elegidos. Los reyes tendrán la exclusividad en la determinación de los lugares de culto, no pudiendo establecerlos en América ningún responsable eclesiástico sin su consentimiento. Incluso la capacidad de fundar diócesis en América, de fijar sus límites y de hacer cualquier modificación se concedía a los reyes «tantas veces como lo juzgaran necesario».


    Como se puede observar, no exageran en absoluto los expertos en derecho canónico que se refieren a una verdadera «vicaría apostólica» sobre toda América puesta en las manos de los reyes de España. Por ejemplo, el franciscano aquitano Jean Foucher, doctor en derecho canónico por la universidad de París, misionero en México, donde murió en 1572, lo señala así en su célebre Itinerarium catholicum.

    Aún con más precisión lo recoge en su Comentario de una Bula de Paulo IV de 1555, en el que escribe que el Papa confirmaba que los reyes de España, en lo que se refiere a América, «ordenaban por sí mismos aquello que juzgaban ser la utilidad de la Iglesia, como si ésta emanara de ellos». Poco importaba que otro canonista franciscano de gran influencia, Manuel Rodríguez, profesor de derecho canónico de la universidad de Salamanca, prefiriese la fórmula de «delegación apostólica» a la de «vicaría apostólica» en sus Questíones regulares et canonicae, publicadas en Salamanca en 1598, porque el fondo de sus observaciones seguía siendo el mismo.

    De este modo, el Consejo de Indias, ante el que se desarrolló la Controversia de Valladolid, no sólo ejercía, en nombre de los reyes de España, el gobierno temporal de América, sino también el gobierno eclesiástico y apostólico.



    LOS HECHOS .
    Lo que antecede no estaba reducido a las bulas, sino que también lo corroboran los hechos. Si nos remitimos a las decisiones reales o tomadas por el Consejo de Indias durante los años de la Controversia de Valladolid, nos encontramos aquí y allá, en sólo algunos meses, y entre otras muchas decisiones semejantes, con las siguientes:
    el 13 de junio de 1551, presentación al Papa de la transferencia del obispo Juan de Barrios del obispado de Río de la Plata al de Santa Marta, en Nueva Granada, actual Colombia; — el 10 de noviembre de 1551, entrega a su favor de la mitad de los diezmos del obispado de Santa Marta;
    el 1 de junio de 1551, orden del comisario general franciscano en México de enviar instructores religiosos al Perú;
    el 1 de mayo de 1551, orden a los funcionarios reales de la Casa de Contratación de Sevilla de pagar a los muleros que habían transportado a Sevilla los libros, ropas y otros suministros necesarios de 85 religiosos que iban a partir hacia el Perú; además, que les reservaran los mejores camarotes para el viaje én barco;
    también el 1 de mayo de 1551, orden a los funcionarios reales de Tierra Firme (Panamá) de preparar los animales de
    carga necesarios para transportar los bultos de los religiosos y las cabalgaduras de éstos con vistas a la travesía del Istmo de Panamá en su camino hacia el Perú;
    etc. etc. etc.

    Si a esto añadimos que, en contrapartida a todos estos gastos de evangelización, enormes en total, el conjunto de las riquezas obtenidas en América por España, incluyendo el oro y la plata, no superará, a lo largo de tres siglos, las riquezas producidas sólo en España simplemente por la exportación de la lana de las ovejas merinas del país, queda claro que las preocupaciones por el interés material tuvieron poco lugar en la Controversia de Valladolid.

    Esto desmonta una calumnia inveterada que lo reduce todo a una presunta sobreexplotación codiciosa de América.

    La Controversia fue esencialmente un examen de conciencia religioso preparado por orden de un monarca tan vicario apostólico como plenamente evangelizador a la luz de sus responsabilidades, más aún espirituales que temporales.

    Un caso único en la historia. Porque claramente, los ingleses, holandeses y franceses no se cargaron con escrúpulos semejantes. No hubo en su caso muestras de Controversia sobre los justos títulos de su presencia en América. Es cierto que ellos no habían recibido ninguna misión ni delegación pontificias imponiéndoles ningún deber primordial. Tenían el campo libre: sus justos títulos no serán sino los del conquistador y primer ocupante.
    Última edición por donjaime; 08/01/2016 a las 00:09
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    Re: Serie : La Controversia de Valladolid, Origen de los Derechos Humanos

    Serie : La Controversia de Valladolid, Origen de los Derechos Humanos.


    Parte II : LA CRISIS DE CONCIENCIA.
    La crisis de conciencia de los españoles en cuanto a sus derechos y deberes para con los habitantes de la América que acababan de descubrir no se produjo de forma inmediata, ni tampoco se desarrollaron de una sola vez todas sus implicaciones, sino que, de manera progresiva, la crisis fue haciéndose cada vez más profunda, hasta que todo quedó en tela de juicio.

    Con el primer viaje de Colón no se había ido más allá del agradable idilio de un encuentro sorprendente, pintoresco y pacífico, con los rústicos indios tainos de Santo Domingo.
    Ya entonces, las primeras instrucciones de los Reyes Católicos a Colón, fechadas en Barcelona el 29 de mayo de 1493, no expresaban sino la alegría y las felices perspectivas de una nueva amistad fraternal.
    En primer lugar, la alegría cristiana de constatar que los indios estaban «muy aparejados para se convertir, ya que no tienen ninguna ley [religiosa] ni secta».
    En segundo lugar, las perspectivas de una nueva amistad fraterna a la que Colón tenía instrucciones de despejar el camino. En tanto que hacían todo lo posible por lograr la esperada conversión, Colón y sus hombres debían, según las
    instrucciones, tratarles «bien y amorosamente [a los Indios], sin que les hagan enojo alguno y procurando que tengan los unos con los otros mucha conversación y familiaridad, haciéndoles las mejores [buenas] obras que se pueda».

    En ellas queda expresada con gran fuerza la habitual caridad de Isabel para con los más débiles, tiñendo de amor el poder sobre las nuevas tierras que su marido Fernando había obtenido del Papa. Pues Alejandro VI, mediante la bula Inter cetera de 1493, había otorgado a los reyes de España la soberanía sobre las nuevas tierras que habían descubierto para que las sometieran (subiicere, dice el texto latino) pero a cambio de la obligación de evangelizarlas. En efecto, el Papa recibía el reconocimiento general de los soberanos cristianos de la época como dispensador de la soberanía temporal sobre territorios infieles en los que no estaba establecida por ningún derecho anterior, a título de lo que los canonistas llamaban su «jurisdicción inmediata y universal».

    Con el segundo viaje de Colón empezaron a crear conflictos estas primeras disposiciones. Para empezar, Colón se encontró con que el fortín que había construido apresuradamente en Santo Domingo había sido destruido y exterminados todos los españoles que dejó en él. O bien, como aseguraron los indios a Colón, los españoles no habían respetado el trato bueno y amoroso para con los indios prescrito por Isabel, provocando así que los indios se
    defendieran; o bien los indios se habían aprovechado de la debilidad de los españoles, en razón de su pequeño número y sus pocos medios, para matarlos sin ni siquiera hacer prisioneros, dado que la matanza total de los españoles sobrepasaba lo que habría sido el resultado de una simple defensa.
    Fuera como fuese, las relaciones puramente amorosas habían recibido un duro golpe, y la necesidad de someter realmente a los indios a la soberanía española, como preveía la donación pontificia, pasaba a un primer plano.



    LA ASTUTA IDEA DE COLÓN.
    Además, al mismo tiempo, las miras e intereses de Colón entraron en conflicto aún mayor con la visión isabelina del encuentro amoroso. El genovés había obtenido de los Reyes Católicos los medios necesarios para el descubrimiento por el procedimiento de encandilarles con las riquezas que esperaba encontrar en lo que él creía las fabulosas Indias Orientales.
    Ahora bien, por lo que se refiere a este respecto le esperaba una decepción en las Antillas, donde no se encontró ni el tesoro más pequeño. Todo lo más, alguna pepita de oro o unas perlas.
    Para que los reyes pudieran resarcirse de las considerables cantidades que les había hecho gastar (para su segundo viaje reunió no menos de 17 barcos y 1.500 hombres) necesitaba a todo trance hacerse con alguna riqueza auténtica. Así es como tuvo la repugnante idea de transformar a los propios indios en riqueza, haciéndolos esclavos y mandándolos como tales a Europa.

    Él mismo nos lo cuenta en una abominable carta a los reyes en la que presenta la esclavitud de los indios como una idea brillante que permitiría enriquecerse a los reyes y a él mismo. ¡Qué términos de insensibilidad total y qué repugnantes apreciaciones financieras las de la carta! Escribe Colón: «... y creo que de Guinea ya no vengan tantos, y que veniesen, uno d'estos vale por tres, según se vee.
    E yo estos días que fue a las islas de Cabo Verde, de donde la gente d'ellas tienen gran trato en los esclavos y de contino enbían navios a los resgatar y están a la puerta, yo vi que por el más rain demandavan ocho mili maravedís, y estos, como dixe, para tener en cuenta y aquellos no para que se vean. Del brasil dizen que en Castilla y Aragón y Génoa y Venecia y grande suma en Francia y en Flandes y en Inglaterra. Así que d'estas dos cosas según su parecer, se pueden sacar estos cuarenta cuentos, si no oviese falta de navios que viniesen por esto; de los cuales creo con el ayuda
    de Nuestro Señor que no avrá, si una vez se <jevan en este viaje... Así que aquí ay estos esclavos y brasil, que parece cosa biba, y aun oro, si plaze a Aquel que lo dio y lo dará cuando viere que convenga... Acá no falta para aver la renta que encima dixe, salvo que vengan navios muchos para llevar estas cosas que dixe; y yo creo que presto será la gente de la mar gevados en ello, que agora los maestros y marineros de los cinco navios avrán de dezir van todos ricos y con intinción de bolver luego y levar los esclavos a mili e quingentos maravedís la piega, y dales de comer y la paga sea d'e Uos mesmos, de los primeros dineros que d'ellos salieren. Y bien que mueran agora, así no será siempre d'esta manera, que así hazían los negros y los canarios a la primera».

    Dicho y hecho, ya en 1495 envió Colón a España un primer navio cargado con 400 esclavos indios para ser vendidos en Europa. Isabel, sorprendida al principio, pronto reaccionó violentamente. El 6 de junio de 1495 promulgó una cédula exigiendo la restitución inmediata y puesta en libertad en América de todos los indios enviados a Europa para su venta. Y aún fue más lejos cuando Colón volvió a intentarlo, enviando en 1499 a España no menos de tres buques cargados de esclavos indios.
    Confirmó, por una parte, la obligación de restituir y liberar en América a los esclavos indios enviados a Europa, esta vez «bajo pena de muerte». Por otra parte, destituyó a Colón de sus funciones como virrey de las nuevas tierras, funciones que, sin embargo, le garantizaban al genovés los acuerdos firmados por los reyes y Colón antes del descubrimiento.
    Los herederos de Colón fueron indemnizados más tarde por esta ruptura de los primitivos acuerdos.

    Pero evidentemente, en las Antillas, los españoles, tanto colonos como religiosos evangelizadores, necesitaban del concurso de la mano de obra indígena. Como los tainos, un pueblo paleolítico recolector, no prestaran su concurso con la suficiente diligencia, el gobernador decidió obligarles ordenando repartimientos de mano de obra. ¿Cómo iba a resolver este nuevo caso de conciencia Isabel, reina de Castilla durante la década de 1500 y que ya luchaba con la problemática india tras !a destitución de Colón? ¿Cómo hacer una ensalada de amor e imposición? ¿Cómo proteger la libertad de los indios y la evangelización de las consecuencias de la colonización'



    EL EQUILIBRIO DE ISABEL
    Isabel actuó en dos etapas. Para empezar, en 1501, dio al nuevo gobernador de las Antillas, Nicolás de Ovando, comendador de la orden de Calatrava, una de las tres órdenes militares de Castilla, «instrucciones netas que respaldasen en todo momento lo que hoy día llamamos los derechos de la persona humana».

    En efecto, Isabel insistía en que los indios eran hombres libres, súbditos naturales de la Corona de Castilla, como los españoles. En consecuencia, debían ser protegidos. Sus mujeres y sus hijas debían ser devueltas al lugar en que habían sido capturadas, así como todo lo que les había sido arrebatado indebidamente.

    El tributo que se les podía exigir, como a los demás súbditos de la Corona, debía fijarse de acuerdo con sus caciques.

    Debía pagárseles el trabajo para el que se les podía requerir, entregándoles un salario razonable.

    Por último, en cumplimiento de sus obligaciones con el Papa, la reina establecía: «Es menester que sean [los Indios] informados en las cosas de nuestra santa fe, para que vengan al conocimiento della».

    Por consiguiente, los religiosos debían informarles y amonestarles en mucho amor, «sin les hacer fuerza alguna».
    Pero esta orden de respetar la libertad de los indios no dio los resultados esperados ni en la aportación a la civilización de los indios ni en lo que toca a su evangelización. Los indios seguían dispersos y subalimentados en la manigua y en la selva, inalcanzados por la civilización.

    «Los Indios [de Santo Domingo, Cuba y Puerto Rico tenían] un nivel de vida bajísimo. Eran vegetarianos. Las madres amamantaban a sus chicos hasta los cinco o seis años, porque los chicos se alimentaban de otro modo muy mal. [...] El Hispánico no pudo evangelizar realmente, porque el bajísimo nivel cultural [del Indio] no permitió el diálogo».

    Así lo ha señalado Enrique D. Dusse, historiador y teólogo de la liberación. En consecuencia, para evangelizar a los indios era necesario empezar por civilizarlos. Por su propio bien, como no dejará de constatarse en América durante tres siglos, especialmente por los evangelizadores más desinteresados. Por increíble que nos parezca hoy en día los indios desconocían los metales y hasta la rueda.

    A continuación se produce la segunda etapa de la actuación de Isabel. En 1503 y 1504 redactó unas nuevas instrucciones para Ovando. Estas instrucciones, de importancia capital, estipulaban que los indios debían quedar reunidos en pueblos en los que serían gobernados y civilizados por una «persona buena» española, encargada también de protegerles contra los posibles abusos físicos, financieros o comerciales perpetrados por los españoles.

    Por tanto, los indios quedaban encomendados a esta «persona buena». En los pueblos, cada indio jefe de familia debía disponer de una casa y de campos para el cultivo y la crianza de animales, de lo que sería propietario en exclusiva. Cada pueblo tendría asignado un sacerdote, quien se ocuparía de enseñar a leer y escribir, así como de la iglesia. En cuanto al trabajo al servicio de los españoles que podía pedirse a los habitantes de estos pueblos, Isabel repetía que los indios debían ser requeridos a realizarlo «como personas libres como lo son, y no como siervos», recibiendo «el jornal y mantenimiento que debiere haber», y que debían ser «bien tratados».

    Isabel no se olvidaba de la protección sanitaria, la seguridad social. También ordenó a Ovando que estableciese en las grandes poblaciones o donde lo juzgase necesario hospitales-hospicios en los que se recogiese y curase a los pobres, tanto indios como españoles. En el Perú español había en los hospitales una ratio de camas por habitante que no la tiene, ni siquiera hoy, el Estado de California (EEUU).

    Ovando dio cumplimiento creando tres hospitales-hospicios, uno en la misma ciudad de Santo Domingo, otro en Buenaventura y un tercero en Concepción de la Vega, con cuyos gastos corrió en buena medida recurriendo a su propio patrimonio. Es digno de señalar que éste es el origen del magnífico hospital de San Nicolás de Bari, en la ciudad de Santo Domingo, cuyas impresionantes ruinas aún pueden verse a pesar de la demolición parcial de 1911.



    UN PRIMER PASO POSITIVO : LA ENCOMIENDA.
    Isabel acababa de inventar nada menos que la encomienda, una institución distinta del repartimiento de mano de obra con la que se la suele confundir demasiado a menudo, cuando originalmente se trató de una institución específicamente pensada para la civilización-protección-evangelización.

    Es verdad que ambas realidades estarán asociadas durante algún tiempo. Pero en tiempos de Isabel eran independientes la una de la otra y más tarde volvieron a serlo por completo. Esta encomienda, que iba a durar hasta finales del siglo XVIII, sufriendo entre tanto una profunda evolución, sería la institución básica de la colonización española, no sólo en las Antillas sino en todo el continente americano.

    Será violentamente denunciada por Las Casas, quien la confundirá, de hecho, con el repartimiento. Pero en su propia realidad, independiente de éste, será defendida con firmeza por otros muchos religiosos.

    En todo caso, nadie niega que, gracias a Isabel, el primer paso de la colonización fue positivo para los indios. En vida de la Reina Católica, y una vez cerrado por iniciativa de ésta el horrendo paréntesis esclavista abierto por Colón, la suerte de los indios no fue abominable, sino más bien al contrario. Lo atestigua el mismo Las Casas, llegado a las Antillas en 1502: «Su Alteza no cesaba de encargar que se tratase a los Indios con dulzura y se emplearan todos los medios para hacerlos felices».
    Y hoy en día Antonio Rumeu de Armas, presidente del congreso Descubrimiento 92, organizado por la Real Academia de la Historia española, constata en diciembre de 1991: «La concesión en 1500 por la Reina Católica de la libertad absoluta para los indígenas fue un paso de gigante en un tiempo en el que la esclavitud era moneda corriente».

    Por lo demás, a fin de sostener sus posiciones, Las Casas no cesará de referirse al codicilo del testamento de Isabel, que, a finales de 1504, pedía que «no consientan ni den lugar a que los Indios vecinos y moradores de las dichas Indias y Tierra Firme ganadas y por ganar reciban agravio alguno en sus personas y bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados. Y si algún agravio han recibido lo remedien y lo provean».



    EL OTRO DESCUBRIMIENTO .
    Estas constataciones representan un descubrimiento tan inesperado que la noticia aún no ha llegado a la televisión francesa, que nos mostró con todo lujo de detalles en su Controversia de Valladolid de Jean-Claude Carrière, que el objetivo del debate de 1550-1551 era determinar si los indios eran hombres y si tenían alma. Cosa entonces tan ignorada, según esta emisión, como América antes de Colón.

    Pues bien, el descubrimiento ya estaba hecho: Isabel había descubierto al hombre y al alma en los indios al mismo tiempo que Colón descubría las Nuevas Tierras, en 1492-1493- Había sido inclso más sagaz que Colón, que creía haber llegado a las Indias Orientales. Ella, por el contrario, no había cometido este error de aterrizaje. Se trataba de hombres confiados a su soberanía, de hombres que tenían un alma y a los que había que «informar de las cosas de nuestra santa fe», con una dignidad que había que respetar «amorosamente».

    Hombres en todo semejantes en esto a los «demás súbditos naturales» de su Corona, y «hombres libres» como ellos.

    Su descubrimiento valía mucho más que el de las arenas y cocoteros de Santo Domingo por el esclavista Colón. Un descubrimiento más, sencillamente. Este descubrimiento lo era tanto que se comprende que haya permanecido ignorado por nuestra cultura laicizada, donde la espontaneidad cristiana se ha convertido en algo inconcebible.

    Por el contrario, en 1550-1551, cada uno de los miembros de la junta lo conocía: el debate no trató sino de los medios para la evangelización de los indios y su promoción a la civilización, que se derivaban de este descubrimiento, vale la pena recuperar este secreto perdido.


    UN RESBALÓN .
    Si Isabel hubiera vivido veinte años más, cosa de todo punto posible dado que murió con cincuenta y tres años, y hubiera podido, por tanto, mantener la política colonial en la línea de la protección efectiva de los indios hasta la época de la conquista de México en la década de 1520, la crisis de conciencia española no se habría manifestado más que dentro de límites estrechos. Ni habría desembocado en los enfrentamientos polémicos que culminaron con la Controversia de Valladolid.

    Por desgracia, muerta Isabel, se abrió en España un largo período de inestabilidad y desgobierno. Hasta los años 1518-1520 sus sucesores no ejercieron más que un poder fugitivo, distante o delegado. Su yerno, el flamenco-borgoñón Felipe el Hermoso, poco al corriente de los problemas hispanoamericanos, murió tras menos de dos años de reinado.
    Su marido, Fernando de Aragón, volvió a tomar el poder en tanto que regente de Castilla, pero rodeado por aragoneses a menudo ambiciosos, a los que con frecuencia daba rienda suelta. Finalmente, muerto Fernando en 1516, el cardenal Cisneros le reemplazó, haciéndose cargo de la regencia de España solamente hasta tanto que Carlos V, el jovencísimo nieto de Isabel, tomara efectivamente el poder. Para entonces los intereses de los conquistadores tendían a imponerse, en connivencia con los colaboradores y favoritos ambiciosos, primero de Felipe y después de Fernando. Tanto más cuando por fin se descubrieron minas de oro de cierta importancia en la isla de Santo Domingo. De ello resultó un desarrollo considerable de los repartimientos de mano de obra india, fuente permanente de verdaderas riquezas mediante la explotación de las minas.
    Repartimientos de los que se beneficiaban escandalosamente a través de intendentes sobre el terreno los mismos colaboradores y favoritos reales. Y, como el control se había debilitado considerablemente, el buen trato a la mano de otra india, por entonces puesta en masa a trabajar, tendió a ceder frente a la dureza, e incluso a la crueldad. En cualquier caso se había dado un resbalón.



    LOS SERMONES DE MONTESINOS .
    Precisamente este resbalón, esta dureza y crueldad atestiguadas, fueron los que provocaron la primera y sonora manifestación pública de la crisis de conciencia española con respecto de la cuestión india: los sermones del dominico Montesinos pronunciados en el transcurso del Adviento de 1511 en la iglesia provisional, con techumbre de guano, de la comunidad dominica de Santo Domingo, en presencia del sucesor de Ovando, el gobernador Diego Colón, hijo del descubridor, y de otros funcionarios reales.

    En su primer sermón Montesinos dirigió a los titulares de repartimientos de mano de obra india y a las altas autoridades de Santo Domingo las siguientes preguntas:
    «Estos [Indios] ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a aquestos Indios? [...] ¿Cómo los tenéis tan apresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que, de los excesivos trabajos que les dais, incurren y se os mueren, y, por mejor decir, los matáis por sacar y adquirir oro, cada día?»

    En su segundo sermón Montesinos lanzó a los titulares de los repartimientos y a las autoridades: «Debéis saber que manteniendo oprimidos y fatigados a estos indios no podréis alcanzar la salvación de vuestra alma, ni nosotros podremos absolveros en confesión más que a los criminales que asaltan y matan por los caminos. Hacedlo saber o escribídselo a quien os plazca en Castilla».

    Montesinos fue aún más lejos al hacer dos preguntas que anunciaban directamente la Controversia de Valladolid: «Los reyes de España ¿han recibido sobre las Indias el poder de un gobierno despótico? Los que utilizan a los indios como esclavos, ¿no están obligados a restitución?»

    Tales son al menos los sermones de Montesinos tal como los cita Las Casas en su Historia de las Indias escrita entre 1552 y 1559 ¡ es decir, más de cuarenta años después de los hechos.
    Aunque su contenido está atestiguado por la abundante correspondencia y por las confrontaciones entre Santo Domingo y España producidas por la emoción o indignación que suscitaron, ninguna otra fuente directa nos los da a conocer.

    No faltan hoy en día especialistas, como García García y Borges, que opinan que la verdad es que estos sermones, en su versión lascasiana, no son sino una puesta en escena de temas lascasianos posteriores, reconstituida a posteriori mediante numerosas interpolaciones y anticipaciones. Losada, el otro especialista en Las Casas, duda asimismo de su autenticidad.

    Pero ¿es cierto el cuadro pintado por Montesinos? ¿Eran los repartimientos de mano de obra india el completo horror que nos pinta?
    Parece claro que no, y que Montesinos-Las Casas exagera pasablemente. Ciertamente había abusos, pero de ninguna manera tan generalizados ni abominables.

    El propio historiador reciente de la comunidad dominica a la que pertenecía Montesinos, Miguel Ángel Medina, dominico también, señala a propósito de los repartimientos que tuvieron lugar en 1514: «Los encomenderos primitivos se consideraban perjudicados la nueva distribución, habiendo tratado bien a los Indios que les habían encomendado».

    El mismo Las Casas indica en su Historia de las Indias, que los dominicos, llegados sólo poco antes a Santo Domingo, disponían de poca información sobre lo que allí ocurría, Borges recuerda que los numerosos religiosos franciscanos que les habían precedido durante casi veinte años habían participado activamente en la concesión de los repartimientos de 1510 con el fin de asegurar el buen trato, cosa que, se respetó de hecho.

    Recuerda que habían recibido repartimientos para ellos mismos ya en 1503 y hasta en 1510, habiendo tratado, por supuesto, muy bien a sus indios. Por ello los franciscanos mejor informados rechazaban lo extremado de las acusaciones de Montesinos y aceptaban defender a los colonos ante el rey, cosa que los dominicos montesinistas les reprochan aún hoy día.

    Cuando el director de los archivos de Santo Domingo, Rodríguez Demorizi, publicó en 1971 el documento original de los repartimientos de mano de obra de 1514, se supo que los dominicos, que denunciaban los repartimientos con tanto ardor, habían recibido y aceptado uno aquel mismo año, es decir, tres meses después de los sermones de Montesinos.

    Con el fin de que se hicieran cargo de su servicio doméstico y de la reconstrucción en materiales sólidos de su convento de paja, habían recibido una sirvienta india, mujer del cacique, de nombre Magdalena, y trece obreros indios.
    Y lo que es aún peor, el 27 de mayo de 1517, estos mismos dominicos que tenían indios a su servicio dirigieron una carta solemne a los regentes de España exigiendo que se prohibiera «cualquier tipo de trabajo [de Indios] al servicio de algún cristiano». Un trabajo que era, sin embargo, inevitable y natural, pudiendo asociarse al buen trato, caso de los titulares de antes de 1514, de lo que con seguridad daban fe el caso de los franciscanos y el suyo propio.

    Lo cierto es que estos dominicos decían y escribían muchas cosas poco convincentes. En 1519 escribieron a Chiévres, favorito de Carlos V, que «todos los que conocieron al Almirante [Colón] dicen dél que conoscían tener a los Indios amor como a sus propios hijos». ¡Colón! ¡El esclavista sin recato!

    En resumen, todo indica que para un juicio global, no podemos apoyarnos enteramente en las denuncias de los dominicos, denuncias que se habían hecho sistemáticas, alejándose cada vez más tanto de la realidad en la que los dominicos vivían como de la del pasado cercano.

    Otro tanto puede decirse del testimonio de los demás religiosos y del clero secular que les era también «hostil». Su portavoz e historiador, Medina, lo deja entrever: nos dice que se entregaron la evangelización de Venezuela en com-
    pañía de los franciscanos franco-borgoñones recién llegados, con el fin de eliminar los recelos a que habían dado lugar y las «apariencias partidistas» que habían dado.

    Es necesario señalar que este mismo portavoz e historiador, aun citando unas veintiocho veces (páginas referenciadas en su índice) al director de los archivos de Santo Domingo, Rodríguez Demorizi, omite citar en la publicación de su obra los documentos que dan fe del repartimiento del que se beneficiaron los dominicos en 1514.



    LA JUNTA DE 1512
    De todas formas, el problema se había planteado públicamente a la conciencia española. El mismo rey-regente Fernando el Católico se despertó. No sólo se había denunciado una situación de infidelidad grave a las instrucciones y al testamento dejados por su esposa Isabel la Católica, sino que la responsabilidad del poder real en sí mismo, e incluso, su justificación, se ponían en tela de juicio.

    Según la costumbre de los señores, virreyes y reyes españoles, que recibían directamente y tomaban en consideración toda queja, Fernando tomó el asunto en sus propias manos. Para empezar, rechazó la decisión tomada por su Consejo de expulsar a España a los dominicos de la isla de Santo Domingo. Después recibió personalmente a Montesinos, que había venido a España para justificarse. Escuchó atentamente las primeras justificaciones presentadas por el dominico y benignamente le respondió: «Decid, padre, lo que deseéis- (Las Casas).
    A continuación, Montesinos leyó al rey- regente un Memorial que había preparado y que exponía detalladamente su visión de las atrocidades de los repartimientos. Y terminó con esta pregunta: «¿Vuestra Alteza ordena que se haga esto?»

    El rey-regente volvió a tomar la palabra, diciendo que estaba decidido a poner el remedio necesario a los riesgos y abusos mencionados y que ordenaría que el asunto se tratara con diligencia.
    De hecho, Fernando convocó inmediatamente una junta especial a la que encargó de proponerle las medidas solicitadas. Esta junta es el antecedente, el modelo casi completo, de la que se reunió en Valladolid treinta y ocho años más tarde.

    De entrada, por su composición. Los once miembros de la junta se repartían de la siguiente manera: tres miembros del Consejo real, entre ellos su presidente, el obispo de Falencia; cuatro juristas, incluyendo el famoso doctor Palacios Rubios, quien se mostrará muy favorable a Las Casas cuando éste intervenga más tarde ante los Consejos, y tres licenciados; un sabio sacerdote secular, Gregorio, predicador del rey; tres religiosos, entre ellos el dominico Matías
    Paz o de Paz, antiguo profesor de teología en el Colegio de San Gregorio de Valladolid y a la sazón profesor de la universidad de Salamanca.

    Esta junta envió al rey su informe tras tomar en consideración, además de las informaciones aportadas por los dominicos, las proporcionadas por los franciscanos y los representantes de los colonos de Santo Domingo.
    Este informe contenía los siguientes principios y proposiciones:
    1. los indios son personas libres y como a tales debe tratárseles, como ha ordenado la reina Isabel;
    2. debe instruírseles en la fe cristiana, como ha ordenado el Papa;
    3. el rey puede pedirles que trabajen, a condición de que este trabajo no estorbe su instrucción en la fe y les sea útil a ellos y a toda la sociedad;
    4. este trabajo debe ser tal que puedan soportarlo y se les deje tiempo para descansar cada día y cada año;
    5. deben disponer de casas y tierras personales, y se les debe dejar tiempo para cultivar estas últimas a su manera;
    6. debe asegurarse que se mantengan en contacto con los colonos, a fin de que progresen y se cristianicen mejor;
    7. deben recibir por su trabajo el salario que sea conveniente, no en dinero sino en ropas y otras cosas necesarias.



    LAS «LEYES DE BURGOS» DE 1513 .
    Por lo tanto, quedaba reafirmada la legitimidad de los repartimientos de mano de obra india, concedidos por el gobernador en nombre del rey, en contra del extremismo de la postura de los dominicos de Santo Domingo, aunque, atendiendo a los deseos de los religiosos, quedaban regulados en beneficio de los indios y a fin de evitar abusos.

    Así lo confirmaron las Leyes de Burgos promulgadas por Fernando en enero de 1513. Con la intención de regular estos asuntos y para hacer que los interesados aceptaran plenamente la responsabilidad, unieron en una única persona a la -persona buena- de la encomienda isabelina de protección y al beneficiario de mano de obra india titular de repartimiento. De este modo nacerá, según fórmula empleada por Silvio Zavala, especialista en esta institución, lo que no había existido hasta entonces: la «encomienda de servicio personal».

    Servicio personal que se irá extinguiendo paulatinamente, en México por completo hacia 1550 y en la década de 1600 en el Perú.

    A partir de este momento la encomienda no será ya sino un señorío fiscal de protección y evangelización sin otra contribución de los indios que el tributo que de todas formas debían pagar al rey, como lo pagaban los indios a sus señores prehispanos (o como hacían los españoles de la Península)

    Además, en aplicación del punto 6, las Leyes de Burgos estipulaban que los pueblos indios de encomiendas debían estar cerca de ciudades o pueblos españoles, con el fin de favorecer la comunicación con éstos y su influencia de progreso y cristianización.

    Estas leyes hacían que también aflorara una amplia y precisa sensibilidad isabelina. Los titulares de encomiendas debían tomar la evangelización bajo su cargo y a su costa, contratando, remunerando y controlando a los religiosos disponibles o encargándose de que la evangelización se hiciera de otra forma, incluso por ellos mismos. Esto se hacía especialmente a través de los jóvenes hijos de los caciques indios a los cuales debían enseñar a leer, escribir y la doctrina cristiana, para que ellos enseñaran a los otros indios.

    Los titulares debían también proporcionar a los indios los alimentos, detallados con precisión, y las casas que les fueran necesarias, hamacas para que dejaran de dormir en el suelo y ropas para cubrir su desnudez. Aún con mayor precisión disponía la ley 24: «ordenamos que nadie ose dar de baston azos o latigazos a un indio, ni llamarle 'perro' ni por ningún otro nombre, si no es el suyo propio».

    Las cargas de transporte excesivas estaban prohibidas. Su trabajo en las minas no debía sobrepasar los cinco meses, seguidos de un reposo de cuarenta días. A las mujeres embarazadas no debía imponérseles ningún trabajo. Para
    concluir, dos inspectores por pueblo, elegidos cuidadosamente entre las personas de probadas integridad y caridad, debían encargarse de que esta legislación se respetara de forma efectiva.



    LA CONTROVERSIA EN MARCHA.
    Pero Fernando no estaba aún satisfecho. Deseando tener opiniones más desarrolladas y motivadas sobre el problema de los indios, pidió cuatro informes escritos que trataran el problema de forma sistemática a expertos cuyas opiniones sabía divergentes.

    En cierto modo, como se hará en Valladolid en 1550, añadió a la junta la Controversia, pero una controversia indirecta esta vez.

    Los cuatro expertos eran tres miembros de la junta: el doctor Palacios Rubios, el padre Gregorio y el dominico Matías Paz, a los cuales sumó otro dominico, predicador famoso: Bernardo de Mesa.
    Dado que el informe de Palacios Rubios no llegaba a ninguna conclusión clara, no le prestaremos mayor atención, pero los otros tres merecen una exposición én razón de que abarcan ya en este momento casi todo el campo de la problemática india.

    El primer informe, el del padre Gregorio, predicador del rey, constituye la exposición más dura, además de la más erudita y coherente, de lo que serán a partir de entonces las tesis colonialistas. Para comenzar recuerda lo que, según él, escribió santo Tomás de Aquino en su Gobierno de los príncipes. El ilustre teólogo, filósofo y moralista señalaba en esta obra que Ptolomeo constataba en su Quadriparti que los hombres son diferentes según la diversa influencia de los astros sobre su país; que, como constataba por su parte Aristóteles, hay hombres inferiores en cuanto a la razón que son siervos por naturaleza; y que conviene que los otros hombres, superiores en razón, les gobiernen como tales.
    Este sacerdote encontraba confirmación a esto en la obra del gran teólogo y filósofo Duns Escoto, quien había escrito: «El príncipe justamente señor de un pueblo, que sabe vicioso y a quien la libertad perjudica, puede en justicia reducirlo a la servidumbre».

    Ahora bien, “el indio es de naturaleza- más bestial que humana, - muy vicioso, con malos vicios, perezoso, sin ninguna inclinación a la virtud».
    Y el Papa ha concedido señorío a los reyes de España sobre los indios, de forma válida, en virtud de su jurisdicción inmediata y universal, puesta de manifiesto por el canonista Agustín de Ancona.
    Por lo tanto, el rey de España podía, y debía, en interés de los indios, mantenerlos en servidumbre «con puño de hierro». Según la práctica de la época, no teniendo los indios nada más que sus personas y no pudiendo pagar al rey el tributo que le debían, debían servirle con sus personas.
    Toda vez, claro está, concluía el sacerdote, que los servidores indios debían recibir buen trato, volviendo así a las exigencias isabelinas. Y el rey debía encargarse de ello haciendo que los servicios que se les ordenaban fueran controlados por visitadores.



    FUENTES ANGLOSAJONA Y PARISIENSE .
    Empecemos por decir que, aunque erudito, el padre Gregorio se equivocaba: el texto del Gobierno de los príncipes, que se refiere a Ptolomeo y a la «servidumbre natural» según Aristóteles, no es obra de santo Tomás de Aquino. Es, a partir del libro II, capítulo IV, obra de un continuador del Aquinate, Ptolomeo de Lucca, muerto en 1326 o 1327. Pero, dicho sea en descargo de este sacerdote, esto no se sabía en su época.
    El padre Gregorio tenía todas las razones para referirse a la «servidumbre natural» según Aristóteles, como había hecho un teólogo de renombre aplicándolo a los indios en el mismo sentido tres años antes, en 1510.
    Dicho teólogo se llamaba John Meyr, latinizado como Juan Mayor, dominico, escocés y profesor en la universidad de París. El también se refirió a Ptolomeo y a Duns Escoto en este sentido. En su libro In primum et secundu Sentenciarum, publicado en París en este año de 1510, había dicho de los indios del Nuevo Mundo: «Este pueblo vive de manera bestial. Ya Ptolomeo ha dicho en su Quadriparti que de un lado al otro del ecuador viven hombres salvajes: eso es precisamente lo que la experiencia confirma. De ello se deriva claramente que el primero que ocupe esas tierras puede, con pleno derecho, someter a los pueblos que habiten en ellas, puesto que son siervos por naturaleza».

    De este modo, al contrario de lo que creen muchos no españoles, (y españoles), especialmente religiosos o militantes cristianos franceses bien intencionados, la tesis colonialista y racista no tiene orígenes españoles, sino anglosajones y parisienses en la persona de John Meyr.

    Se equivocan, por ejemplo, el cardenal Etchegaray y su Comisión 'Justicia y Paz», quienes, en su documento de 1988, La Iglesia ante el racismo, escriben: «Los conquistadores comenzaron a elaborar una teoría racista para justificarse».
    ¿Es necesario recordar también que el franciscano Duns Escoto, al que Meyr se refiere como su maestro, era igualmente escocés, como su nombre indica, y que fue también profesor en París, así como en Oxford y Cambridge, ya a finales del siglo XIII?

    Esto es, muy lejos de España y mucho antes de los conquistadores españoles.



    LA APERTURA
    El segundo dictamen pericial enviado al rey-regente Fernando fue el del predicador dominico Bernardo de Mesa, que retoma muchas de las justificaciones del gobierno de los indios por los reyes de España aducidas por el padre Gregorio. También él se refiere a Aristóteles y a su idea de la servidumbre por naturaleza, que, según precisa, «es carencia de entendimiento y de capacidad, y falta de firmeza para perseverar en la fe y las buenas costumbres».
    Los indios, «según el Filósofo, son siervos por naturaleza, porque hay tierras a las que el aspecto del cielo ha hecho siervas y no podrían ser regidas si no se estableciese alguna suerte de servidumbre».
    También él señala que los indios, no poseyendo riquezas, deben pagar mediante su trabajo. Y continúa: «Los indios han sido entregados al rey para su bien (de los indios)... pues aunque la ociosidad sea la madrastra de todas las virtudes en todas las naciones, lo es mucho más en los indios acostumbrados y criados en el pecado de la idolatría y en otros pecados».

    Pero el dominico Bernardo de Mesa concluye de una manera más abierta que el padre Gregorio. Propone un gobierno de los indios intermedio entre la libertad y la servidumbre, pues, dice, a pesar de la servidumbre natural que toca a éstos de alguna forma, todos los hombres son libres por naturaleza. Retornando él también a las exigencias isabelinas, declra que los indios son, en último término, no siervos sino vasallos del rey, como lo son los españoles mismos, se sobreentiende.
    No debe haber en su caso sino una suerte de servidumbre que no sea tal que pueda convenirle el nombre de siervo. La afirmación de que todos los hombres son libres por naturaleza no pasará desapercibida a Las Casas, que reclamará poco más tarde la difusión y la lectura del informe de Bernardo de Mesa, al que criticará vivamente en todo lo demás.


    LA INNOVACIÓN DE MATÍAS PAZ
    El tercer informe remitido al rey-regente Fernando agrandará considerablemente esta apertura, hasta el punto de imponer una innovación radical en comparación con el tratamiento aristotélico de la problemática india. Tiene por autor al dominico Matías Paz o de Paz, profesor de la universidad de Salamanca, personaje particularmente importante por ser uno de los discípulos preferidos del cardenal Cayetano, maestro general de los dominicos y gran comentarista de santo Tomás de Aquino.
    Comienza por afirmar que los indios constituyen una categoría especial de infieles a la que no puede hacerse la guerra para someterles o despojarles, sino sólo para propagar la fe cristiana si se resisten a dicha propagación. Es justa también, por otra parte, la guerra defensiva que opondrían los indios incluso a esta justa guerra para la propagación de la fe, si ésta no hubiera sido precedida por una amonestación pacífica. A continuación Paz afirma que los indios no pueden ser hechos esclavos o siervos a menos que persistan en negar la obediencia debida al rey o en rechazar la propagación de la fe cristiana.
    La soberanía del rey de España sobre los indios se fundamente tan sólo en la concesión que de ella le hace el Soberano Pontífice, y «no en otra cosa» (sobreentendido: no en la servidumbre natural). Solamente mediante esta concesión del Soberano Pontífice puede el rey de España gobernar a los indios, en régimen político paternal «pero no despótico». Sólo cuando los indios se hayan convertido será lícito, como en todo gobierno político de cristianos, ordenarles algunos servicios por su parte.
    Servicios que podrían ser un poco más extensos que los ordenados a los cristianos en España, pero que deberían ser siempre moderados. «Y los que hayan oprimido despóticamente a los indios, una vez que se hayan convertido éstos, deberán restituirles, de manera apropiada, el producto de esta opresión».

    Para terminar Paz concluye con dos afirmaciones de importancia capital: «Los indios tienen también sus poderes, aunque de forma distinta de la que estamos acostumbrados. Y hay entre ellos, de lo que tenemos pruebas, hombres amables, ni ambiciosos ni avaros, dóciles y sumisos a la fe cristiana si se les trata con caridad».

    Así aparecen por primera vez en la problemática americana dos nociones fundamentales que Las Casas enarbolará en la Controversia de Valladolid: por una parte, la existencia de los legítimos «señores naturales» indios y la bondad natural de los indios fundamentan el derecho de éstos a la justa resistencia; por otra, la donación papal se entiende como único fundamento de la soberanía española en América, ambas afirmadas también por Matías Paz ya en 1513.
    Es, por lo tanto, de toda justicia que este informe de Matías Paz se haya publicado en nuestros días, como documento básico que es en la materia .


    ¡QUE LES MANDE DEJAR!”
    Nos equivocaríamos si pensáramos que Fernando el Católico pudo disfrutar de descanso alguno por lo que se refiere al asunto de las Indias tras recibir a Montesinos y tras la convocatoria de la junta de 1512, la promulgación de las categóricas Leyes de Burgos y la larga lectura de los cuatro informes que había ordenado.

    Pues llega hasta España y se presenta ante él el padre Córdoba, prior o vicario del grupo de dominicos de Santo Domingo al que pertenece Montesinos, el hombre de los famosos sermones. Y he aquí que Córdoba y sus religiosos no están satisfechos. Su justa exigencia, o su extremismo, según el punto de vista, les hacen decir que las Leyes de Burgos no tienen nada de bueno e incluso que confirman «la perdición de los indios». «Perdición» que, para estos religiosos, no es la perdición religiosa.
    Llegarán hasta escribir, en una Carta-aviso al rey, omitida también por su historiador dominico actual, Medina: «Que Vuestra Majestad les mande dejar [los Indios], que mucho mejor es que ellos solos se vayan al infierno, como antes, que no que los nuestros y ellos».
    Para estos religiosos, la condenación de los colonos, de la colonización, llega a anular su amor por los indios en tanto que destinados a la Salvación: «¡Que les mande dejar!» Su posición es antes que nada anticolonialista.

    Otra vez se encuentra el rey-regente frente a frente con un religioso con el hábito blanco de los dominicos. “De nuevo le oyó benignísimamente.Tanto más porque el padre Córdoba «era de grande auctoridad y persona reverenda en sí, que fácilmente, quienquiera que lo vía y hablaba y oía hablar, cognoscía morar Dios en él, y tener dentro de sí adornamiento y ejercicio de santidad» (Las Casas).

    El padre «habló durante largo tiempo, dando cuenta al rey de todo, tanto de hecho como de derecho».
    Impresionó tanto a Fernando el Católico que inmediatamente tuvo éste la sensación de haber encontrado la solución que buscaba desde hacía tanto tiempo y con tantas dificultades. Cuando volvió a tomar la palabra ordenó al padre, como rey y vicario apostólico de las Indias, que «se encargara él mismo de remediar el mal», para lo que le revestiría de plenos poderes.
    Cuál no sería la decepción del rey Católico cuando el padre emprendió una retirada sin paliativos. Con las siguientes palabras devolvió de un golpe a Fernando al huracán del que creía haber escapado: «Señor, no es mi profesión ocuparme de asuntos tan arduos. Suplico a Vuestra Alteza que no me lo ordene».
    Así, tal como escribió el editor y especialista en Las Casas, Pérez de Tudela, la doctrina o ideología dominica se confesaba incapaz de traspasar sus exigencias a la realidad política.

    Y no fue así en razón de circunstancias particulares: el sacerdote Las Casas actuará de la misma forma que el padre Córdoba, rehusando también, incluso en Santo Domingo, poner manos a la obra con los plenos poderes que le ofrecerá en 1518 el joven rey Carlos V.
    El rey, sin embargo, le concedió la ayuda de un excelente administrador reformador. Y el argumento de «no es mi profesión» no encaja con la época. Había entonces una osmosis permanente entre la religión y la responsabilidad política, estando con gran frecuencia los Consejos reales presididos por religiosos.

    Será un religioso quien responda a la confusión retrospectiva del padre Córdoba y de Las Casas. Será el eficacísimo y santo obispo Ramírez de Fuenleal quien, sin hurtar el cuerpo, a la cabeza de la Audiencia (gobierno de jueces) de Santo Domingo y después de la de México, realizará en los años 1520-1540 por aproximaciones sucesivas pero efectivas la evolución de la desaparición del servicio personal de los indios en la encomienda. Y sin destruir esta institución tan útil. Pero él no era, antes que nada, anticolonialista.


    NUEVA JUNTA, NUEVAS LEYES
    En el futuro inmediato, Fernando tenía que volver a la tarea. Él, que comenzaba a sentir el peso de los años, ya en la sesentena, debía echarse de nuevo sobre los hombros aquel fardo americano -tan arduo», como lo había definido el padre Córdoba al negarse a llevarlo. El rey-regente estaba entonces en Valladolid, donde volvió a lo que había iniciado en Burgos un año antes.
    Convocó una nueva junta, compuesta ahora por dos miembros de su Consejo y dos dominicos: su confesor Matienzo y el padre Bustillo, profesor en la universidad de Valladolid. La junta estudió -el hecho y el derecho» que el padre Córdoba había expuesto ante Fernando, es decir, la insuficiencia, en opinión de aquél, de las leyes promulgadas en Burgos a principios de año.
    Ya el 28 de julio de ese mismo año de 1513 Fernando pudo promulgar unas nuevas leyes siguiendo las recomendaciones de la junta: las Leyes de Valladolid.
    Estas leyes reforzaban la protección de las mujeres indígenas casadas, las jóvenes indias, los niños indios y los trabajadores indios de las minas. Algo importante: abrían también la posibilidad de una libertad india plena fuera de las encomiendas:
    1. no debía obligarse a las mujeres indias casadas a trabajar en las minas con sus maridos, ni en ningún otro lugar, salvo en sus tierras o en las tierras de los españoles, a condición de que recibiesen, en este último caso, el salario correspondiente. Quedaba confirmado que ningún trabajo podía imponérseles caso de que estuviesen encintas;
    2. no se podía imponer ningún trabajo a los jóvenes indios e indias de menos de catorce años, salvo pequeñas tareas como arrancar las malas hierbas en la tierras de sus padres;
    3. no podía imponerse a las jóvenes indias solteras trabajo alguno que no fuese sino en las tierras de sus padres o de otros, debiendo recibir en este último caso el salario exigido por sus padres;
    4. el trabajo de los indios en las minas quedaba limitado a un total de nueve meses por año, pudiendo dedicar los tres meses restantes a trabajar sus tierras, o las de otros si recibían el salario correspondiente;
    5. debían recibir la libertad plena, fuera de las encomiendas, los indios a los que se consideraba capaces de vivir políticamente en sus propios pueblos.



    IMPOSIBLE UN ANTICOLONIALISMO MAYOR .
    Fernando escribió al gobernador Diego Colón, en buena situación para controlar la veracidad de estas afirmaciones, que había ordenado al padre Córdoba y a los que le había acompañado en su viaje a España que volvieran a Santo Domingo, mostrándose éstos «satisfechos y contentos» por estas nuevas disposiciones.

    Pero, según Las Casas, el padre Córdoba le dijo diez años más tarde que mientras Fernando viviera no había que esperar nada «de eso que vos deseáis y nosotros deseamos». Algo que no era contradictorio: los deseos de los dominicos sobrepasaban, como ya hemos visto, la simple mejora de la suerte de los trabajadores indios.

    Es necesario recordar aquí que la primera ley que reguló en Francia el trabajo de las mujeres y los niños fue la ley Villeneuve Bargemont-Gérando-Montalembert de 22 de marzo de 1841, más de tres siglos después que la española. Lo hecho por Fernando el Católico no ocupa tan mal lugar en la historia de la protección social.

    En cuanto a los dominicos de Santo Domingo, ocupan un lugar de honor, fundacional, incluso inigualado e inigualable dentro del anticolonialismo. Realmente no querían más que una cosaque les mande dejar»): hacer desaparecer la colonización en sí, y todavía más la presencia europea, aunque fuese al precio del abandono de los indios a su condenación de «antes».

    Entre sus sucesores, ni los más anticolonialistas irán nunca tan lejos.
    Todos querrán salvaguardar la presencia europea en lo relativo a su impacto y miras espirituales o, al menos, eso dirán. La opinión de los dominicos de Santo Domingo referente a los indios es, estrictamente, la siguiente: «que mucho mejores que ellos solos se vayan al infierno». Más anticolonialismo, imposible.
    Una puntualización a este respecto: la expresión de esta opinión no puede negarse ni relativizarse. A ella se refieren, entre otros, los dos especialistas menos discutidos: A. Ybot León y Paulino Castañeda Delgado, profesor de historia de América en la universidad de Sevilla.
    Última edición por donjaime; 08/01/2016 a las 12:35
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    Re: Serie : La Controversia de Valladolid, Origen de los Derechos Humanos

    Serie : La Controversia de Valladolid, Origen de los Derechos Humanos.




    Parte III : LA APORTACIÓN DEL APÓSTOL VASCO DE QUIROGA.
    No volvió a haber ninguna nueva serie de leyes, ni nueva junta acompañada de dictámenes periciales sobre la problemática de los indios promulgados o solicitados ante el rey, hasta los de 1542. Pero antes hubo tres nuevas manifestaciones de la crisis de conciencia relativa a la conquista de América y al trato que se reservaba o se debía reservar a los indios:
    · la del apóstol Vasco de Quiroga,
    · la del papa Paulo III y
    · la del gran teólogo moralista Francisco de Vitoria.

    Vasco de Quiroga, hombre del rey en las Indias, al tiempo que apóstol de a pie y obispo, es quizás el protagonista más sobresaliente, el más profundo y el más conmovedor de esta época. Es el único cuyo recuerdo, venerado y admirado, ha perdurado hasta nuestros días, extraordinariamente vivo, tanto entre los indios.

    En su homenaje se erige, conmemorando el quinto centenario de su nacimiento, en 1970, un hermoso busto en la villa de Madrigal de las Altas Torres, Ávila, donde Vasco de Quiroga nació, al igual que Isabel la Católica y en la misma época. El epitafio de este busto subraya su grandeza de promotor de los indios e, incluso, literalmente, de «precursor de la Seguridad Social».

    No rehusó poner manos a la obra: atacó de forma directa y sin limitaciones aquel problema «tan arduo». Sus realizaciones viven aún en los colegios, los hospitales e incluso en el extraordinario artesanado que creó, así como en la profunda y libre evangelización de la que se encargó, en simbiosis con las tradiciones indígena, y que dará, en 1925, el más heroico testimonio de la fidelidad india en la resistencia épica de los cristeros frente a la descristianización violenta de los sin Dios en México.

    Y, como han constatado por sí mismos tanto el hispano Victoriano Salado Álvarez como el francés Lucien Febvre, Vasco de Quiroga continúa presente en los corazones indios. «Todo, en Pátzcuaro [capital de su Michoacán mexicano] habla de Don Vasco, y todos os hablan de él como de persona viva. Domina toda la vida, todo el presente y todo el futuro del pueblo. Sigue ejerciendo su influjo de padre y civilizador como hace cuatro siglos», ha escrito Salado. Y, cuando el homenaje a sus restos en 1948, Lucien Febvre describe «la inmensa concurrencia de indios e indias. Con su presencia, con la intensidad del deseo que manifestaban de ver, de venerar los restos del piadoso obispo, estos indios e indias de ojos brillantes no cesaban de proclamar (su) sencilla grandeza”.

    Vasco demostró así que había otro camino para lograr la humanización de la Conquista aparte de la protesta y la denuncia polémica que, por las reacciones que suscita, tiende más bien a bloquearlo todo. Sin recriminaciones ni acusaciones obtuvo el generoso apoyo de la administración y de la Corona, que hizo donación a su Hospital de cantidades considerables de alimentos para sus indios (el triple de lo que él había pedido) y de un gran terreno, utilizado hasta entonces por los conquistadores.

    En 1536, de simple laico que era, Vasco fue nombrado directamente obispo por el Consejo de Indias, que actuaba en tanto que organismo director de la «vicaría apostólica» de los reyes de España en América. Este nombramiento pone de manifiesto una de las grandes ventajas del Patronato real: la facultad de no dejarse arrastrar por el espíritu corporativo eclesiástico y romano ante los nombramientos episcopales. Vasco fue nombrado obispo de Michoacán, vasta provincia situada al oeste de México. Era el antiguo reino de los poderosos tarascos, que habían sido los únicos capaces de vencer a los aztecas, salvaguardando así su independencia. Los poderosos tarascos no sólo habían rehusado ir en ayuda de los aztecas contra Cortés, sino que se aliaron inmediatamente con el conquistador. Y con su fe: su rey había pedido en 1525 el envío de misioneros franciscanos y les había acompañado él mismo. Vasco se había convertido en obispo de una provincia en la que, ya en 1533, había sido encargado de una misión de pacificación y reconciliación: también Michoacán había sido asolado por las exacciones de los miembros de la primera Audiencia.



    UN TESTIMONIO EXCEPCIONAL.
    Humanista, jurista, gobernante que había sancionado a los opresores españoles, poderoso creador social que todo lo había dado a los indios y obispo que había conseguido una evangelización en profundidad, este testigo con una quíntuple competencia tiene seguramente mucho que decimos sobre la problemática indiana; sobre el medio para resolver la crisis de conciencia que desgarra a la sazón los espíritus y los corazones.

    Ahora bien, Vasco fue también un penetrante y brillante teórico del buen uso de la Conquista. Gracias a él tenemos la oportunidad de aproximarnos a la verdad en este asunto no de forma polémica sino concreta. Y de hacerlo de forma más amplia y decisiva en razón de que su testimonio no nos informa solamen te acerca del hecho y del derecho referentes a los pequeños pueblos atrasados, paleolíticos, de las Antillas.

    Concierne en esta ocasión a los grandes pueblos de México, especialmente los aztecas, avanzados a su modo.
    Ya en 1531, en una carta al Consejo de Indias, Vasco decía esperarlo todo de la sencillez y humildad de los indígenas, que describía con amor y respeto: «Pies desnudos, sus largos cabellos flotantes y con la cabeza descubierta, como se presentaban los apóstoles». Pero al mismo tiempo mostró que no creía, como afirmaban los lascasianos, que fuera suficiente con evangelizarlos dejándolos dispersos y abandonados a sus propios medios, a sus hábitos de ociosidad, de vagabundeo y a sus «señores naturales».

    Volviendo a la primitiva encomienda, afirmó que era necesario reunirlos en pueblos donde fueran civilizados por «personas buenas» europeas, religiosos según su idea. Y no pensó en absoluto que la evangelización pudiera cambiarlos por milagro en cuanto a la virtud: haría falta tiempo y aplicación educativa, todo un proceso de promoción humana. Precisamente fue esta tarea la que acometió en ese mismo momento en su Hospital de Santa Fe, cerca de México.
    Es necesario, escribe, que en los pueblos en los que se reúne, instala y pone a trabajar a los indios, éstos «roturen la tierra, se sustenten mediante su trabajo y se rijan según el buen orden de la civilización, con ordenanzas santas, buenas católicas», «que haya y se construya una casa de religiosos, pequeña y poco costosa, para dos o tres hermanos, que no dejen, de cuidarse de aquellos hasta que, con el tiempo, adquieran el hábito de la virtud y llegue a ser en ellos una segunda naturaleza».

    Era tanto como decir, sin pregonarlo pero siendo consciente de ello, que la virtud no era la primera naturaleza de los indios. Vasco confirma aquí las apreciaciones negativas del padre Gregorio y del dominico Bernardo de Mesa pero no sus connotaciones despectivas (sobre todo en el caso del primero) y desde luego con un amor positivo.

    En 1535, después de que sus variadísimas funciones en México, en su Hospital y en Michoacán hubieran enriquecido su experiencia haciéndole tratar con toda suerte de individuos y pueblos indios, no había cambiado de opinión. En la Información pormenorizada que envió al rey, verdadera obra maestra en el fondo y en la forma digna del gran Renacimiento cristiano, se muestra de una -madurez espiritual completa», como señala Silvio Zavala. Ciertamente espiritual, pero también humano, social y político.

    Porque Vasco se lanzó ante todo a la defensa de los indios, hacia los que sentía un amor «visceral», según la fórmula que le aplicó su amigo y obispo de México, Zumárraga. Esta defensa concierne a la esclavitud de los indios que la Corona española, que la prohibe en general, toleraba entonces en dos casos:
    · la de los prisioneros hechos en las «guerras justas» o
    · en caso de que se tratara de compra por los españoles de indios que ya fueran esclavos en su propia sociedad.

    Vasco reclamó y justificó la prohibición también de estas dos facultades permitidas a los esclavistas.
    LA PRIMERA, decía, porque una guerra no podía ser justa en las Indias si no tenía por objetivo y resultado, no castigar y reducir a la servidumbre, sino acoger, liberar y cristianizar.
    LA SEGUNDA, porque estaban errados acerca de la naturaleza de la esclavitud en las sociedades indias.

    Gracias a la Conquista española ya no había en esas sociedades esclavos destinados a los sacrificios humanos. La esclavitud no era ya sino un arrendamiento de por vida de mano de obra, sin que hubiera, como si el hombre fuese una cosa, propiedad sobre la persona y su descendencia a imitación de la esclavitud europea de tradición antigua.
    La demostración de Vasco a este respecto es magistral. Encargado en la Audiencia de emitir los juicios en los casos relacionados con la libertad personal, conocía admirablemente esta cuestión gracias a los cuatro «grandes jueces» indios que le asistían en las audiencias y deliberaciones de estos casos.

    Con ello contribuyó a que, siete años más tarde, las Leyes Nuevas de 1542 prohibieran absolutamente la esclavitud de los indios en lo sucesivo y ordenaran la puesta en libertad de todos los esclavos indios existentes, a decir verdad poco numerosos: en la jurisdicción de la Audiencia de México, que contaba varios millones de habitantes, no había más que tres mil esclavos.
    Pero sobre todo, Vasco pinta a continuación un cuadro deslumbrante, a la vez lírico y preciso, de la promoción humana de la que se debían encargar conjuntamente la Conquista y la evangelización. Un cuadro que anima, que levanta. Un canto de esperanza. «No sin motivo», escribe, «sino por muchas causas y razones el nuevo continente se llama el Nuevo Mundo. No porque se acaba de descubrir, sino porque es, en sus habitantes y en todo, o casi, tal como fue el del Comienzo, el de la Edad de Oro».

    Sin embargo no se hacía las ilusiones acerca de los indios y sus «señores naturales» en las que caerá Las Casas. Los ve tal como son, «estos naturales que, además y más allá de su paganismo, eran entre sí crueles, bárbaros, feroces [...] y sus jefes tiranos para con los pequeños y los pobres que podían bien poco, y a quienes mantenían oprimidos».

    Ahora que nos encontramos ante sociedades indígenas poderosas, políticamente organizadas, ¿han cambiado las cosas en comparación con las Antillas? En absoluto: la organización política de los aztecas, decía Vasco, particularmente bien informado por sus funciones e iniciativas, fue incluso causa, o serio agravante, de esta crueldad y barbarie. Escribió: «De todas las buenas y malas organizaciones políticas cuyo inventario hace Aristóteles y a las cuales se refiere Gerson, que yo he comparado con las que he visto en los aztecas, las tres primeras, libres y buenas, no las tienen, y las tres últimas, serviles y malas, las tienen todas sin que ninguna les falte».

    Sin embargo, para el humanista Vasco es aún más evidente que los vicios de los indios, sobre todo políticos, coexisten con sus profundas virtudes de ingenuidad y de bondad. Y aquí está de acuerdo con Matías Paz y Las Casas. En los indios se encarna, escribió, esa Edad de Oro que describió el autor grecorromano Luciano en su reino de Saturno: «Cabal sencillez y voluntad, gran humildad y obediencia, increíble paciencia y libertad de espíritu», todo ello explotado para su provecho por la tiranía azteca. «Por todo esto», continúa Vasco, «los indios no deben ser tenidos en menos sino en más para las cosas de nuestra fe, que se fundamentan sobre esta humildad, sencillez, paciencia y obediencia que ellos tienen por naturaleza». Por ello, «nos confiamos a Dios, que todo lo sabe y todo lo puede, para que, en sus secretos designios sobre este Nuevo Mundo se pueda reformar y restaurar y legitimar la doctrina y la vida cristiana, en su Santa Simplicidad, mansedumbre, humildad, piedad y caridad, en esta renaciente Iglesia, en esta Edad Dorada, entre estos naturales».

    Por otra parte, esta reforma, que haría de América un modelo para la misma Europa, «no dejar de estar profetizada (por los humanistas Erasmo, Moro, etc.) como debiendo ser operada por Dios en nuestra ya envejecida Iglesia». Así, con Vasco de Quiroga, la crisis de conciencia española en cuanto a la problemática indígena se abre a un horizonte inmenso: el de la renovación de la Iglesia y del mundo entero, que hará volver a Europa, a través de América, a la Edad de Oro de los orígenes. La crisis de conciencia se hace utopía.

    Pero para que se establezca la «primitiva, nueva y renaciente Iglesia de nuestro Nuevo Mundo» es necesaria la intervención de los españoles para asegurar la refundición de la sociedad indígena.
    Y ahí volvemos a encontrarnos con Isabel y las leyes de Fernando mediante la encomienda u otras intervenciones tutelares en el mismo sentido. Es necesario, concluye Vasco, «quitar a los indios lo malo para dejarles lo bueno, reuniéndoles en ciudades en las que se basten a sí mismos, protegidos y asegurados contra las necesidades contrarias, adversidades, malos tratos, injurias e incomodidades en las que caen los que están aislados».
    Esto es lo que Vasco hará realidad de forma profunda y masiva en sus «Hospitales de Santa Fe» y en los centenares de pueblos comunitarios de su Michoacán, fuera de las encomiendas pero, sin embargo, sin despreciarlas. En los años posteriores a 1550, en oposición radical a las denuncias de Las Casas, reclamará que sus titulares disfruten a perpetuidad de la concesión que se les ha hecho de sus señoríos.

    En resumen, Vasco de Quiroga sobrepasa las aguas polémicas para unir los dos extremos de la cadena del problema: amor y respeto profundos hacia los indígenas pero, por eso mismo, intervención tutelar sistemática de los españoles. Jamás, ni en acciones concretas ni en su visión teórica, opuso Vasco a indios y españoles.
    Cuando crea en Michoacán su nueva capital, Pátzcuaro, con el profundo respeto hacia el poblamiento precristiano, comienza por instalar en ella a veintiocho familias españolas; Y el brillante colegio universitario que estableció lo quiso esencialmente hispano-indio, con indígenas y europeos enseñándose sus lenguas recíprocamente. Pues bien, en esto obtuvo magníficos resultados, como ya hemos visto, y los indios que de tal manera promovió le veneran hoy en día como a un padre.



    UNA NUEVA CRISIS : EL ASUNTO “SUBLIMIS DEUS”.
    En el mismo momento en que Vasco de Quiroga fue nombrado obispo de Michoacán, los dominicos volvieron a entrar en escena y provocaron una grave crisis entre el rey de España y Roma a propósito del trato dado a los indios.

    El nuevo Montesinos se llamaba Bernardino de Minaya, hermano predicador como él, y era un sacerdote muy viajero que había recorrido todas las tierras firmes de la América conquistada, del Perú a México. Y muy «comprometido», como Montesinos o Las Casas.

    No es que no tuviera alguna razón a propósito del asunto que iba a desencadenar esta nueva crisis. Ya hemos visto que la Corona española había prohibido desde tiempos de Isabel la Católica la esclavitud de los indios. Acababa de claudicar desgraciadamente en 1534, tolerando de forma absolutamente explícita esta esclavitud en el caso de los prisioneros de guerra, so pretexto de que los mismos indios hacían esclavos a sus prisioneros cuando les dejaban la vida, tanto si eran españoles como si no. Semejante actitud de esclavitud-réplica no era algo único de los indios, puesto que era un principio que ya dictaba el trato de los prisioneros hechos en las guerras contra el Islam, lo mismo del lado musulmán que del cristiano. Pero sus consecuencias fueron evidentemente graves en América, tanto por lo que se refiere a su principio, una violación de la libertad reconocida a los «vasallos» indios de la Corona, como a su práctica, pudiendo ciertos conquistadores aprovecharse de manera desvergonzada.

    Vasco, consagrado a los indios, se preocupó activamente por lo que se referia al principio, pero sin dar al hecho una importancia que no tenía.
    Ahora bien, en medios religiosos el rumor hinchaba considerablemente el tamaño de tal desvergonzada granujería. Incluso el obispo Ramírez de Fuenleal, presidente de la Audiencia de México, cifraba ya al principio en «más de diez mil» los indios que habían sido reducidos a esclavitud en su jurisdicción.
    Después de haber permanecido en vigor más de diez años, la facultad otorgada a los esclavistas será revocada, no encontrándose más que unos tres mil. Para ser precisos, el 0,05% de la población, estimada en 6,5 millones de habitantes por Cook y Simpson.

    Aquí tenemos otro ejemplo de las exageraciones concebidas y transmitidas con buen corazón, convicción o pasión por los religiosos, ya constatadas en Montesinos y que más tarde volverán a aparecer en Las Casas.
    El dominico Minaya no tuvo, por lo tanto, ningún problema en convencer de la existencia de un peligro horroroso y desmesurado a su hermano de orden Julián Garcés, junto al que se encontraba en aquel momento. Nombrado obispo en 1526 de una imprecisa diócesis de Tlaxcala en México, Garcés era de edad avanzada: en 1536 tenía 84 años. Amigo de Las Casas, le faltó tiempo para creer que acababa de cometerse un terrible atentado contra la libertad de los indios, que desde entonces se había decidido tratarlos como a bestias que se podía esclavizar a voluntad y que se negaba su capacidad para recibir la fe y ser tratados como cristianos.
    En 1536 redactó una carta de apasionada protesta dirigida al Sumo Pontífice reinante, Paulo III. En ella escribió que «los cristianos [españoles] no tenían cuidado de librar las criaturas racionales hechas a imagen de Dios de las rabiosas manos de su codicia».

    Esto era aún más desproporcionado y hasta absurdo porque los tlaxcaltecas, fieles combatientes junto a Cortés, habían sido recompensados por el rey de España, quien les había concedido la limitación del servicio personal, la nobleza universal, la exención de tributos que no fuesen sino simbólicos y el autogobierno. Los historiadores saben que tenían derecho reconocido, que usaban a menudo, a venir a España para exponer sus deseos a los Consejos reales. Dado que tenían con qué afrontar los gastos de semejantes viajes trasatlánticos, quedaba probado hasta la saciedad que no estaban, ni material ni mentalmente, miserablemente sojuzgados.

    Por lo demás, la Recopilación de leyes de Indias enumera con detalle sus privilegios, confirmados en 1538 por el exiguo tributo exigido a los tlaxcaltecas por el virrey Mendoza.
    El anciano Garcés, obispo de Tlaxcala, no había echado raíces allí: era dominico, mientras que la cristianización, la vida, las fiestas (brillantes) eran enteramente franciscanas.
    Además, la bula Omnímoda de Adriano VI de 1522, reforzada más aún por la bula Alias felicis de 1535 del propio Paulo III, había reducido considerablemente los poderes de los obispos de América, dando a las órdenes religiosas activas sobre el terreno una independencia casi completa.

    El obispo Garcés, muy poco efectivo, firmó su carta acusatoria. Y el viajero Minaya fue designado para llevar la carta a su destinatario. La llevó, atravesando el Atlántico, después de haber atravesado toda América. Una vez en España se encontró con algunas dificultades: el presidente del Consejo de Indias le negó la autorización para continuar hasta Roma. Pero un consejero de Indias «liberal», el doctor Bernal, obtuvo para él esta autorización de la emperatriz Isabel de Portugal, «liberal» también ella, que llegó a añadir a la carta de Garcés para el Soberano Pontífice otra dirigida al embajador español ante la Santa Sede.

    Así, Minaya, a pesar de la prohibición de las autoridades españolas competentes, llegó a Roma. Fiado en el llamamiento episcopal y en el respaldo de la emperatriz, añadiendo detalles seguramente de su cosecha apropiados para convencer a Paulo III, Minaya obtuvo del Papa un breve, Pastorale officium, de 29 de mayo de 1537, y una bula, Sublimis Deus, de 2 de junio de 1537.
    La bula, aunque muy importante en tanto que declaración de principios, no causaba ningún problema. Se repetía, esta vez de pluma del Soberano Pontífice, lo que ya habían dicho Isabel y numerosos documentos reales tras ella, especialmente los principios reafirmados, como matriz de las Leyes de Burgos.

    El Papa decía: «Declaramos, con autoridad apostólica, que los indios [...] no pueden ser privados de su libertad ni del dominio de sus cosas; más aún, pueden libre y lícitamente estar en posesión y gozar de tal dominio y libertad y no se les debe reducir a esclavitud. Habrá que invitar a estos indios [...] a recibir la fe cristiana mediante la predicación de la palabra de Dios y el ejemplo de una vida virtuosa».
    Sin embargo, también había en la bula, precediendo a esta declaración apostólica, consideraciones virulentas inspiradas por Minaya en la línea de Montesinos, ante las que el rey de España podía legítimamente sentirse herido al percibirlas como una agresión. Se leía en ella: «Los 'satélites' del Enemigo del género humano [es decir, Satán] tienen la audacia de afirmar en todas partes que es necesario reducir a los indios a servidumbre [...] bajo pretexto de que son como bestias incapaces de recibir la fe católica. Efectivamente los reducen a servidumbre, los abruman con más trabajos que a los animales irracionales que utilizan».
    Como los repartimientos de mano de obra india se decidían por los gobernadores en nombre del rey de España, era éste, por tanto, a quien en definitiva se designaba como «satélite» del «Enemigo del género humano». En cuanto a la imputación de que «en todas partes» se afirmaba que era necesario «reducir a los indios a servidumbre», era tendenciosa a más no poder aplicada al conjunto de los poderes de la monarquía española puestos así en entredicho, que afirmaban globalmente lo contrario sin cesar.
    Para concluir, era evidentemente inaceptable que el Papa se permitiera intervenir públicamente, y tan violentamente, en los asuntos de España sin consultar con los Consejos del rey de España. Con esto no hacía ni más ni menos que violar la soberanía y la vicaría apostólica sobre América que sus predecesores, desde Alejandro VI a Julio II y Adriano VI, habían concedido y confirmado a los reyes de España.



    LA ABERRACIÓN Y LA INTROMISIÓN .
    Aún peor: el breve Pastorale officium, que al igual que la bula y cuatro días antes trataba sobre el tema indiano, decretaba las mayores penas canónicas contra los responsables españoles de América, incluyendo los más altos, pasando así por encima del rey de España, de sus Consejos e, incluso, de todo el episcopado americano elegido por estos últimos e instituido por los mismísimos Papas. Preveía y estipulaba «la aplicación de la pena de excomunión latae sententiae (automática) a toda persona, de cualquier dignidad, edad, condición, grado y excelencia» que hubiera hecho esclavos a los indios o que les hubiera privado de sus bienes.

    Esto alcanzaba no al Perú, donde no había esclavos indios, pero sí a México, donde Su Excelencia el virrey Mendoza había autorizado la esclavitud de algunos prisioneros de guerra, considerado sin embargo por los especialistas como particularmente justo y preocupado por el buen trato a la multitud de indios restante, cuyas quejas recibía personalmente dos días de cada semana.

    Y el breve, en una aberración canónica, se dirigía para su ejecución al cardenal-arzobispo de Toledo, que como tal no tenía ninguna competencia ni de hecho ni de derecho, ni religiosa ni política, sobre los asuntos de América.
    Más aún: este arzobispo recibía del Papa poderes exorbitantes a los cuales «ninguna persona, quienquiera que sea, podía oponerse» como «ejecutor y comisario» revestido de la «autoridad apostólica» y de «plenísimos poderes». Esto equivale a decir que en este asunto la vicaría apostólica de los reyes de España sobre América le había sido unilateralmente transferida, y que las protestas reales se habían considerado nulas y desautorizadas de antemano, al igual que las de cualquier obispo de América.
    Todo esto sucedía como si la bula y el breve hubieran sido forjados por personas irresponsables del Vaticano a instigación de Minaya, sin pasar jamás por los dicasterios responsables de la Curia, quienes jamás habrían aceptado la responsabilidad de semejantes aberraciones diplomáticas y canónicas. Puede imaginarse cuál habría sido la reacción de un Luis XIV ante una intromisión discrecional como ésta en los asuntos del Estado y en las libertades de la Iglesia nacional.



    LA REACCIÓN Y LA RETRACTACIÓN
    Evidentemente, la reacción en España fue violenta. Se elevó una tempestad de protestas, primero por parte del Consejo de Indias y después por la de Carlos V, que exigió la revocación de la bula y del breve. Minaya, portador de ambos documentos, fue encarcelado a su regreso a España, y la bula y el breve secuestrados. Se prohibió la difusión de copias en España y en América pero Minaya consiguió difundir algunas, con lo cual se reavivó el fuego.
    Finalmente el Papa, dándose cuenta de la situación imposible a la cual le había conducido Minaya y furioso a su vez contra él, revocó la bula y el breve mediante un nuevo breve de 19 de junio de 1538, Non indecens videtur. En el breve de revocación escribía el Papa: «Rescindimos, reprobamos con cólera (irritamus) y anulamos las cartas en forma de breve que nos han sido arrancadas (.extortas)-.

    Ciertos historiadores lascasistas, como Lewis Hanke y Manuel María Martínez, dominico, opinan que solamente se revocó el breve Pastorale officium, pero no la bula Sublimis Deus.
    Pero Ángel Losada, latinista de renombre, insiste en que, por una parte, la fórmula latina que define estos documentos en el breve de revocación se refiere de forma manifiesta a ambos; y, por otra, la interpretación oficial quedó inmediatamente aclarada: una cédula de Carlos V de 6 de septiembre de 1538 confirmaba la revocación de ambos documentos.
    Por su parte, el Papa jamás protestó contra esta interpretación, en tanto que la oficialísima Recopilación de leyes de Indias la retomó y mantuvo durante más de dos siglos.
    Por otro lado, Lewis Hanke reconoce que «ambos documentos habían sido arrancados al Papa y podían perturbar la paz en el Nuevo Mundo».

    El efecto positivo de todo esto fue la confirmación definitiva de la competencia primordial del rey de España sobre los asuntos de América. Confirmación a la vez de su soberanía y de su vicaría apostólica sobre el nuevo continente. El Papa reconocía no poder actuar en los asuntos americanos sin el rey de España y, menos aún, contra él.

    En cuanto a la esencia de la bula Sublimis Deus, que afirmaba la aptitud y los derechos de los indios, España ya la había suscrito y Carlos V la confirmaría con su prohibición absoluta de la esclavitud en la legislación de 1542.
    La confirmación que dieron por su parte el papa Urbano VIII en 1739 y el papa Benedicto XIV en 1741 no dieron lugar a ninguna protesta por parte de España. El incidente estaba cerrado, pero había mostrado los desórdenes y querellas que podían provocar las agitaciones en buena parte absurdas de ciertos religiosos.

    Se había hecho un mal que permanecería irreparable por los siglos de los siglos. Las cartas arrancadas al Papa fueron rescindidas por su propio autor, pero hubo quien se apresuró a recuperarlas a sus espaldas para exhibirlas en el primer plano del escaparate de la polémica. La idea de que España no era más que un caldero negro en el que diablos con tridente, el primero de ellos el rey de España, no dejaban de maltratar a los pobres indios, y la idea de que esos horribles españoles habían llegado a inventarse una teoría racista para justificarse se impusieron en todas partes y se hicieron inexpugnables, ¿No es eso, más o menos, lo que Minaya había hecho decir al Papa?

    Bastaba con releer las cartas de este último: en ellas se señalaba con el dedo al «Enemigo del género humano» como español. Lo que es más, estas cartas presentaban una gran ventaja suplementaria: exculpaban a Roma de lo que se decía pasaba en América. Roma, que no había hecho nada por los indios, ni gastado un céntimo de sus substanciosos ingresos del Renacimiento para pagar su evangelización y su protección, se encontraba con las manos limpias. Minaya había jugado muy bien: gracias a él, Roma, donde los esclavos de guerra islámicos eran proporcionalmente mucho más numerosos (siendo como era el «principal mercado» italiano de esclavos, nos dice la Grande Encyclopédie) de lo que lo eran los esclavos de guerra indios en América, se encontraba con la hermosa función de excomulgar por estos últimos a los responsables españoles, y de denunciarlos a la indignación universal.

    Desde entonces las cartas reprobadas, anuladas y rescindidas por haber sido arrancadas con malas artes resurgieron y siguen resurgiendo por todas partes, aún hoy en día, gracias a la pluma de autores varios:
    · Las Casas las exhumará con insistencia durante la Controversia de Valladolid,
    · el cardenal Etchegaray y su Comisión Justicia y Paz se inspirarán en ellas.
    · La Histoire de l'Église par elle-même del padre Loew, que reproducirá la reprobada, anulada y rescindida bula, incluyendo sus virulentas conclusiones,
    · la Histoire vécue du peuple chrétien de Jean Delumeau afirmarán que los españoles habían establecido sobre los indios «una esclavitud mantenida con rudeza». y
    · el cardenal Lustiger, en su Choix de Dieu, escribirá: «Los religiosos lucharon contra los príncipes españoles, a veces hasta la muerte, para defender a los indios».

    Del 0,05% de esclavos en México y 0% en el Perú se hará así el 100%.

    Los desgraciados príncipes españoles que, al revés que Roma, lo habían hecho todo y pagado todo para la evangelización, incluso con sangre y hasta el aceite de la lámpara del santuario, y se habían preocupado sin cesar por la suerte de los indios (véase Isabel, véase Fernando, véase inmediatamente después Carlos V) se ven arrojados a las tinieblas de la historia.

    Habrá que esperar al final del año del V centenario del descubrimiento de América, el 28 de noviembre de 1992, para que el papa Juan Pablo II, dirigiéndose al nuevo embajador de España ante la Santa Sede, vuelva a poner en hora el reloj de la historia sobre este asunto recordando que, medio siglo antes de Paulo III y la Sublimis Deus, «la reina Isabel de Castilla había deseado sinceramente que sus hijos los indios (como ella los llamaba) fueran reconocidos y tratados como seres humanos, con la dignidad de hijos de Dios, y como hombres libres, al igual de los demás ciudadanos de sus reinos».

    Por lo demás, ¡qué contraste entre la actitud de la reina de Castilla y la de Roma, la Roma real, en tiempos de Paulo III! Pues esta Roma, entre otras derivas esclavistas, tras la conquista de Capua en 1501 por las armadas conjuntas de Luis XII, rey de Francia, y de Cesar Borgia, hijo del papa Alejandro VI, había toma como esclavas a un gran número de mujeres de esta ciudad «entregadas a estos ejércitos». Los hombres habían sido exterminados.
    El historiador italiano del siglo XVI Guicciardini, lo observa en estos términos: «Las mujeres de toda calidad fueron víctimas miserables de los vencedores; muchas de entre ellas fueron vendidas por un precio vil en los mercados de Roma». Así, en Roma, además de numerosos esclavos de guerra islámicos, esclavos-réplica semejantes a los escasos esclavos de guerra indios, había numerosos esclavos de guerra cristianos, en condiciones de pura explotación social o política.
    Por el contrario, ahí está la actitud del mismo Fernando el Católico para con esas mujeres que había protegido en América de manera especial. El católico Jacques Heers, recién nombrado director del departamento de estudios medievales de la Sorbona de París, nos recuerda este hecho romano en su Moyen Age, une imposture, publicada el
    mismo año 1992 en que el recuerdo de Juan Pablo II hacía justicia a la reina de Castilla. Y, en ella, a sus sucesores, quienes, como hemos visto, permanecieron fieles a sus orientaciones.



    EL PENSAMIENTO INICIAL DE VITORIA
    La crisis de conciencia española se verá fuertemente influida a consecuencia de este asunto de las bulas de manera inmediata, sobre todo por efecto de la victoria obtenida sobre los ataques que el Papa había hecho momentáneamente suyos.
    El resultado del asunto de las bulas hizo justamente que la discusión del derecho de la Conquista de América sufriera un claro retroceso. De una elaboración doctrinal fuertemente negativa a este respecto se pasará a continuación a una elaboración doctrinal fuertemente positiva.
    Esta evolución neta y rápida queda patente en el pensamiento del maestro de la teología moral y del derecho internacional, que enseñó en la universidad de Salamanca durante los años clave de 1537-1539: el dominico Francisco de Vitoria.
    Esto no se ha sabido hasta hace relativamente poco: los textos que revelan su pensamiento inicial no fueron descubiertos y publicados hasta 1931 por el padre Beltrán de Heredia, en tanto que el pensamiento definitivo de Vitoria, que data de 1539, se conocía a través de la edición original de Lyon de 1557 y no había dejado de ejercer en el mundo entero una influencia considerable sobre la reflexión en esta materia.

    La poderosa reacción nacional contra los ataques provenientes del exterior tuvo el efecto habitual: se cerraron filas. Y no sólo porque fuera más peligroso que antes debatir acerca de la Conquista y poner en tela de juicio los derechos y la soberanía del rey de España sobre América. Sí se produjo esta inhibición, pero también se produjo una toma de conciencia de aquella experiencia religiosa y nacional por parte de los españoles, que volvieron a solidarizarse con ella. El mero ejercicio crítico ya no era satisfactorio. Deseaban entrar en lo positivo, construir.

    Nada ilustra mejor esta mutación que la evolución de Vitoria. Su pensamiento temprano, expresado en sus relecciones de 1537 De temperantia, descubiertas hace poco, representa una demolición casi completa de las justificaciones de la Conquista, que llega a desembocar en un llamamiento a una reamericanización de América, cuyo destino y personalidad se verán separadas casi por completo de España y del modelo español, concebido como un despropósito.
    Los españoles, escribe entonces Vitoria, tienen derecho a hacer la guerra a los indios para extirpar los crímenes de antropofagia y de sacrificios humanos, pero una vez extirpados éstos no tienen derecho a «ir más allá y aprovecharse de la ocasión para apoderarse de los bienes de los indios y de su país». Pues «cualquiera que sea el motivo por el cual se hace la guerra a los indios, no es lícito hacer más que aquello a lo que tiene derecho un príncipe cristiano en guerra justa contra otro príncipe cristiano, que no está autorizado por esta guerra a quitarle su propio reino. De donde se sigue que no es lícito despojar a los indios de sus reinos y de sus bienes». Si sucediera que un príncipe cristiano reinara legítimamente sobre paganos, «no podría tomar en consideración el interés de otros subditos, como los españoles, sino sólo el interés de los paganos, de manera que éstos conservaran sus bienes y no fueran despojados, en provecho de otros, de sus riquezas y de su oro».
    No basta, añade Vitoria, que el príncipe cristiano promulgue buenas leyes en este sentido. Debe «dar poder a sus ministros para que efectivamente esas leyes sean observadas. Si no es así, el rey no está libre de culpa»



    CONDENA SIN RESERVAS
    Por lo tanto, Vitoria condena sin reservas la apropiación de los reinos indios por parte de los españoles a la vez que la aprehensión de sus riquezas, su oro en particular, y la buena conciencia que puede procurarse el rey de España promulgando leyes que no se aplican. Y que no se justifique esto por el deber de evangelización, continúa Vitoria sin piedad: «No es argumento pequeño en favor de la religión cristiana el que no se imponga por la fuerza. Esta gloria se oscurecería si comenzáramos a violentar a los hombres para que recibieran la ley de Cristo».
    Incluso en el único caso lícito reconocido de empleo de la fuerza, con el fin de extirpar los crímenes de antropofagia y sacrificios humanos, Vitoria precisa con rigor los límites de esta única guerra justa: es lícito liberar al inocente, pero no vengar o castigar los crímenes pasados. La intervención debe tener exclusivamente una misión civilizadora, proyectada hacia el futuro y relegando el pasado al olvido y al perdón.
    Pero, se dirá, todo eso está muy bien: lo cierto es que los españoles se han adueñado de América. ¿Qué es lo que tienen que hacer ahora? Restituir América a sí misma, responde Vitoria; hacer de ella una confederación de pueblos libres dirigida espiritualmente por el rey de España; tratarla como un conjunto de comunidades perfectas en sí mismas, según su propio y específico bien; darle leyes útiles pero distintas de las de la metrópoli y ajustadas a sus propias estructuras políticas y costumbres; en el sentido del progreso cristiano, pero según la propia naturaleza americana, sin recurrir al rigor ni a la compulsión. Todo lo que Vitoria, en la decimoprimera conclusión de sus relecciones De temperantia resume en esta admirable y clara fórmula: «La república de los indios no es parte de España, sino ordenada a sí misma: Illa respublica [indiorum] non est pars hujus [Hispaniae], nec ordinatur ad istam».


    ENTONCES, ¿HAY QUE ABANDONAR?
    En suma, Vitoria desarrollaba ya en 1537 el conjunto de la tesis indiocéntrica a la que Las Casas no llegará completamente hasta veinticinco años después con sus Tesoros del Perú y Doce dudas , de 1563-1564. Pero Vitoria también anunciaba, presentía lo que será de hecho la América de los reyes de España durante los tres siglos siguientes: no colonias, sino reinos confiados a virreyes con su propia y copiosa legislación, las Leyes de Indias. Reinos organizados en dos «repúblicas»: la india y la española, tan yuxtapuestas como jerarquizadas, fundadas sobre el Patronato real eclesiástico y apostólico que hacía de la Iglesia de América una Iglesia y un reino en sí mismos, particulares, ordenados a sí mismos y fuertemente indianizados; con su catequesis y su liturgia hechas sistemáticamente en lenguas indias, sus innumerables concilios y sínodos enteramente indianistas.

    Pero, tomado al pie de la letra, el análisis de Vitoria podía conducir al rey de España a decirse que no le restaba más que una opción justa: abandonar América como tierra de soberanía directa y dejarla entregada a sí misma. No era pequeño el riesgo en aquel año de 1537 en el que Carlos V estaba exasperado por las violentas críticas y disputas a las que el Papa servía de sonoro medio de transmisión.
    Podía pensar que en el fondo, en efecto, no tenía nada que hacer en América, que no hacía más que aumentar sus problemas y comprometer su honor de príncipe cristiano. Es cierto que le había proporcionado oro y plata; en particular la parte de los tesoros de los emperadores aztecas e incas que correspondía a la corona; pero le costaba mucho en mantenimiento de flotas y financiación masiva de la evangelización, por no hablar del coste de su administración y defensa.
    En aquel momento las riquísimas minas de plata de México y del Perú aún no habían comenzado a producir. Ni siquiera habían sido descubiertas: las minas de Zacatecas y de Potosí no serán descubiertas ni su explotación se iniciará hasta 1545, y las de Guanajuato a partir de 1557.
    Se podía considerar negativo tanto el pronóstico como el diagnóstico. De hecho, Garlos V se planteó la cuestión. Bataillon lo niega, pero García-Gayo, profesor de la universidad de Madrid, ha demostrado en contra de la opinión de Bataillon que existen numerosos indicios, incluso declaraciones, en este sentido. Precisamente, en relación con Vitoria. Al que Carlos V consulta y le ordena que elija evangelizadores que sean sus «discípulos». Y éste, dando pronto marcha atrás, cree necesario precisar, en una conclusión de sus Relecciones de 1539, que «no sería conveniente ni lícito al príncipe [rey de España] abandonar por completo la administración de aquellas provincias [americanas]».

    Ante el riesgo de un abandono completo, Vitoria anuncia en 1539 que ha decidido relegar al pasado, por reciente que sea, sus apreciaciones negativas de 1537. Y que, por el contrario, consciente de sus responsabilidades respecto de la propia América, destinada al caos y a la regresión hacia la práctica de sacrificios en caso de abandono, ha decidido resaltar las justificaciones que permiten mantener en América la presencia española. La crisis de conciencia referente a América alcanzaba a la vez su cima y una pacificación provisional en sentido positivo.

    A continuación vienen las famosas relecciones De Indis de 1539, consideradas por muchos como lecciones inmortales en razón de su equilibrio y del valor que conservarán como fundamento de toda colonización e incluso, de forma más general, de las justas relaciones entre las naciones. Desde el comienzo, en las tres primeras proposiciones de su primera lección, Vitoria insiste significativamente en la obligación que tiene el príncipe en toda materia dudosa de consultar sus dudas y atenerse sin discutirlas a las conclusiones que se le den. A continuación argumenta y justifica largamente, con toda suerte de referencias doctrinales y de hecho, los títulos ilegítimos pero también los legítimos de la presencia y de la soberanía española en las Indias.

    Los TÍTULOS ILEGÍTIMOS son los siguientes:
    1. La donación pontificia porque, no poseyendo él mismo ningún poder temporal fuera del Estado pontificio, el Papa no ha podido conceder de forma válida ningún poder temporal a los reyes de Castilla sobre las Indias. E incluso, aunque hubiera poseído tal poder, no habría tenido derecho a alienarlo. La única cosa que el Papa ha podido conceder a los reyes de Castilla es la obligación en exclusiva de predicar la fe en el Nuevo Mundo, con la compensación del derecho exclusivo al comercio y a la explotación de las riquezas.

    2. La conversión de los indios a la fe cristiana: «Si los indios permiten a los españoles que prediquen el Evangelio libremente y sin obstáculos, tanto si aceptan la fe cristiana como si no, no es lícito hacerles la guerra para evangelizarles y ocupar sus tierras». Por lo tanto, los indios no están obligados en absoluto a reconocer por motivos religiosos la soberanía del rey de España, ni siquiera en el caso de que se conviertan a la fe cristiana.

    3. La idolatría de los indios desde el punto de vista del derecho natural: El poder político se funda sobre el derecho natural, en el consentimiento del pueblo, independientemente de la religión. Por lo tanto, las naciones europeas no pueden fundar su soberanía sobre los indios en la infidelidad que los separa de la civilización cristiana, incluso si esta infidelidad se mezcla con idolatría y otros pecados contra el orden natural. Los pueblos indios y España son miembros iguales de la comunidad internacional.

    4. La idolatría de los indios desde el punto de vista de la doctrina cristiana: «Los indios, antes de tener el menor conocimiento de la fe de Cristo, no cometen ningún pecado al no creer en Cristo». Lo que se encuentra «literalmente en santo Tomás de Aquino», recuerda Vitoria. Por tanto, no está permitido a los españoles el castigarlos o someterlos a este título. Incluso «cuando la fe cristiana les haya sido anunciada de manera adecuada y suficiente y no hayan querido recibirla, no es lícito hacerles la guerra y apoderarse de sus bienes». Porque no puede exigirse por la fuerza un acto de fe, que es libre. Vitoria llega a añadir esta dura consideración: «Si estuviera permitido castigar a los indios por las injurias que hacen a Dios, aún con mucha más razón debería castigarse a los príncipes cristianos, que, a menudo, pecan más gravemente que los mismos infieles».

    Los TÍTULOS LEGÍTIMOS, son los siguientes:
    1. Sociedad y comunicación natural: -Lo que puede denominarse sociedad y comunicación natural», que une a todos los hombres, abriéndoles todo el universo, justifica de hecho y de derecho la llegada e instalación de los españoles en América con el fin de comerciar con los indios y explotar con ellos las riquezas del país, obteniendo el beneficio que se produzca mediante sus actividades, tal como el oro que extraigan o las perlas que pesquen. Si los indios se oponen a la realización de esta -sociedad y comunicación natural» los españoles pueden alcanzarla haciéndoles la guerra, si no hay otro medio de conseguirlo. Pero a condición de que no causen a los indios más que el menor daño, no utilicen engaño ni fraude, ni busquen causas de guerra fingidas. Observemos que en este primer título Vitoria es el primer teórico en afirmar el principio de la libertad de los mares, del que su discípulo Grocio hará en el siglo XVII uno de los principios del derecho internacional.

    2. Derecho de evangelización: O «derecho que tienen los cristianos de predicar el Evangelio a los infieles». «Si éstos, sean los jefes o el pueblo, se lo impiden, los españoles pueden, tras un requerimiento previo, predicar contra su voluntad. Y si es necesario, aceptar por ello la guerra, o declararla, hasta que obtengan la seguridad de la predicación». Vitoria añade, sin embargo, que esto no lo afirma más que «en principio y en teoría, porque puede suceder que las guerras lleguen a obstaculizar, más que fomentar, la conversión de los indios».

    3 y 4. Derecho a proteger a los convertidos: Si los convertidos al cristianismo son subditos de un señor infiel que los persigue y les pone en peligro de apostatar, y si esos convertidos son numerosos y grande la persecución que sufren, es lícito quitar su poder al señor que los persigue y reemplazarle por un señor cristiano. Observemos que este derecho ya lo había afirmado en 1510 John Meyr o Mayor, profesor de la universidad de París, en su obra In primum et secundum Sentenciarum. Como liberal en sentido político que era, Mayor fundaba este derecho en el que tiene el pueblo de elegir su señor o rey. «Los reyes indignos», afirmaba, «pueden ser depuestos por sus pueblos». Y Mayor aplicaba explícitamente este principio a la América india, donde, en su opinión, los reyes indios que toleren las prácticas idolátricas pueden ser depuestos por los españoles con todo derecho.
    Vitoria no acepta esta opinión. Para él la idolatría no es un pecado. Por tanto, no justifica la instauración forzada de una soberanía cristiana. La deposición de un señor o rey indio no es lícita a su parecer más que si se trata de un violento perseguidor de numerosos convertidos al cristianismo.

    5. Represión de crímenes contra la humanidad: Vitoria afirma aquí un «derecho de injerencia» para la protección de los derechos del hombre que ha adquirido carta de naturaleza en nuestras convicciones corrientes de hombres del siglo XX. Los españoles, dice, pueden intervenir por la fuerza y declarar la guerra para «defender a los inocentes amenazados de muerte injusta», cual es el caso si señores perseguidores o costumbres inhumanas «mandan matar a los hombres para comer su carne o sacrificarlos a sus dioses». Cosas ambas que eran una y la misma en el caso de los aztecas, pues sus sacrificios humanos masivos y casi cotidianos se asociaban a la antropofagia ritual a expensas de los cuerpos de las víctimas.
    Cortés y sus hombres quedaron horrorizados por el sangriento espectáculo de estos sacrificios antropofágicos, y que destruyeron inmediatamente en México los templos en los que se practicaban. En un debate, en junio de 1992, publicado por France Catholique, Bartolomé Bennassar, gran hispanista, presidente hasta hace poco de la universidad de Mirail en Toulouse, insistió en que la comunidad internacional no reaccionaría de modo diferente si se descubriera hoy en día alguna tierra desconocida donde se practicaran sistemáticamente semejantes sacrificios humanos antropofágicos.

    6. Elección voluntaría de los indios-. La soberanía española puede establecerse sobre las Indias si los indios «hacen una elección verdadera y libre, a través de sus señores o de sus pueblos, a favor de recibir como príncipe al rey de España». Vitoria precisa bien que la elección de los indios no debía ser fruto «del miedo o de la ignorancia» si, por ejemplo, «lo requieren gentes armadas a una muchedumbre desarmada y asustada a la que rodean»; o si los indios «no saben lo que hacen o incluso si no comprenden lo que dicen los españoles». Estas condiciones de «elección verdadera y libre» se dieron en el caso, entre otros, de dos importantes pueblos de México: los tlaxcaltecas y los tarascos.
    Los primeros dieron abundantísimas muestras de la sinceridad de su elección con la nutrida aportación de hombres tlaxcaltecas que combatieron junto a los de Cortés. Incluso, y casi sobre todo, cuando éstos no eran más que el grupo reducido y mal pertrechado de los vencidos de la Noche triste. En cuanto a los tarascos, su rey había enviado a su hermano y después se había dirigido él mismo a México en 1524 «para prestar obediencia al emperador y ofrecerse a profesar el cristianismo».
    En el Perú sucedió lo mismo, entre otros, con los importantes pueblos de los cañarí y los huancas. Los primeros aseguraron su concurso militar a los españoles tras la toma de Quito y luego participaron en la defensa de Cuzco al lado de los españoles, casi vencidos cuando el sitio de la ciudad por el nuevo Inca, Manco II.
    Los segundos permitieron la victoria sobre este mismo Inca al constituir, según señala Henri Favre en su obra Los Incas, «la inamovible muralla al abrigo de la cual los españoles podían matarse unos a otros con toda tranquilidad».

    7. Amistad o alianza de los indios con los españoles-. La soberanía española también puede establecerse lícitamente en el caso de que «un pueblo indio solicite la ayuda de los españoles». Este era el caso de los primeros indios que Cortés encontró en México: los cempoaltecas. Y el de los tlaxcaltecas, expuestos a las incesantes tentativas de los aztecas para sojuzgarlos.
    Vitoria cita explícitamente a estos últimos. Estas alianzas son para los españoles, señala Vitoria, «causa de justa guerra». Añade que parecen haberlo sido también para los romanos, habiendo sido tal alianza la principal causa de la extensión de su imperio. Ese imperio romano reconocido como legítimo, precisa, por san Agustín, el papa Silvestre, san Ambrosio y santo Tomás de Aquino.

    A estos siete títulos legítimos que propone sin reserva o casi, Vitoria añade un octavo título que propone con reserva: Donación de humanidad por los pueblos más desarrollados. Para Vitoria este es posible aunque lo considera dudoso a este respecto.
    Aunque se encuentra entre las futuras posiciones de Sepúlveda contra Las Casas en la Controversia de Valladolid. Aristóteles reaparece en las teorías de Vitoria ... y con él sus seguidores: Ptolomeo de Lucca, John Meyr, el padre Gregorio y fray Bernardo de Mesa, sobre todo, a cuyas posiciones estaba próximo Vitoria. Y poco tiempo después, Sepúlveda. También Vasco de Quiroga, no contaminado por el concepto de servidumbre aplicado a los indios, pero que lo fundaba todo en el gobierno y la caridad de los españoles. Y con Quiroga, todo el movimiento de evangelización educadora que, de Isabel a las reducciones jesuítas del Paraguay, concibe y confirma que es necesario que los españoles civilicen primero a los indios para poder evangelizarlos realmente.
    Se da por tanto un nuevo impulso al debate general sobre la problemática india, enlazando el punto de llegada pon el de partida.

    ¿Qué piensa sobre esto, Las Casas, este hijo y discípulo de los dominicos extremistas de Santo Domingo, uno de los cuales, el padre Córdoba ha recomendado calurosamente como el hombre «elegido por la mano de Dios- en una carta al joven Carlos V fechada el 28 de mayo de 1517?
    Podemos figurarnos que Las Casas no está en absoluto de acuerdo con Vitoria salvo por lo que se refiere al título 6, relativo a la elección voluntaria de los indios, y eso con graves reservas, pues no cree que esta elección pueda ser sincera. Tacha a Vitoria de «timidez», por no decir de falta de valor e incluso de cobardía, en lo tocante a unas tesis que juzga colonialistas. Y le reprocha haber dicho “cosas muy falsas” sobre los indios al hacer de menos sus capacidades mentales y morales.
    Por otra parte, se coloca en una posición mucho más tranquila que le evita la difícil búsqueda de títulos legítimos en los que pueda fundamentarse la soberanía española, basándose en la realidad americana. Pues para él la
    cosa es muy sencilla: la donación papal es suficiente. Como escribirá en su Tratado comprobatorio de la soberanía de los reyes de España sobre las Indias,1549 (publicado en Sevilla en 1553): «Los reyes de Castilla tienen un título legítimo a ejercer un imperio sobre esta parte del mundo que llamamos Indias Océanas [...] en virtud de la donación que les ha sido hecha, bajo cierta condición (de evangelización), por la Sede apostólica».

    Exactamente lo que Vitoria rechaza desde el primer momento. Ahora bien, Las Casas se va a encontrar singularmente cercano a Carlos V y va a convertirse en su paladín, pues Carlos V se tomó muy mal que Vitoria rechazara de plano la donación papal, cuya validez y alcance negaba. Este rechazo tira por tierra toda la cobertura que la soberanía española ejercía en América, tanto respecto del propio Papa reinante, que se había mostrado tan poco respetuoso hacia ella, como del resto de las naciones europeas, a la espera de la menor fisura en este entramado de privilegios.
    La cólera de Carlos V se expresa en la orden que da, 10 de noviembre de 1539, al prior del convento de San Esteban de Salamanca, lugar de residencia de Vitoria, de incautarse de las «lecciones en las que algunos maestros religiosos de este convento han tratado sobre el derecho que Nos poseemos sobre las Indias» y enviarlas al Consejo real, lo cual no puede referirse sino a los manuscritos de Vitoria y a las notas tomadas por sus oyentes. La ruptura del emperador con Vitoria queda consumada.
    No le consultará más, ni le pedirá que elija los evangelizadores para América, como había hecho aún en el enero y abril anteriores.



    LAS CASAS SUCEDE A VITORIA
    Además, el gran proyecto al que se entrega en cuerpo y alma Las Casas por esos en Guatemala, el de la evangelización llevada a cabo exclusivamente por religiosos, y su reivindicación de que se retire de América la mayor parte de los españoles para que no perturben la evangelización, le venía como anillo al dedo a Carlos V.
    Con Las Casas, el emperador conserva la donación pontificia en su valor fundamental, plenamente lícito. Asimismo cumple la condición de evangelizar exigida por la donación, y la cumple sin el concurso de los colonos. De esta forma podría abandonar sin demasiados escrúpulos de conciencia el proyecto de colonización de América, algo que continúa rondándole por la cabeza.
    Por último Las Casas prepara la eliminación del principal obstáculo que se opone a la descolonización con su persistente campaña contra la encomienda, para él la más temible forma del arraigo de los españoles en América. Esta campaña podría culminar con la supresión de esta institución gracias a Carlos V.


    A partir de entonces se produce una recomposición radical de los frentes. Las cosas van a precipitarse. Carlos V, que ha roto con Vitoria, apoya ahora decididamente a Las Casas. En cierto modo, hace de él su sucesor americano. Se está a dos pasos de una América española reducida, o vuelta a su primitiva pureza, a su exclusiva dimensión lascasiana. Carlos V escribe a Las Casas en Guatemala que lleve a cabo la evangelización puramente religiosa que allí ha comenzado, excluyendo a los españoles laicos. Y Las Casas le responde el 15 de diciembre de 1540 que ha tenido que volver a España para pedirle una ayuda más decisiva, y que está esperando la llegada del monarca a la Corte.
    De estos dos hechos va a salir, con la participación y las orientaciones de Las Casas, la nueva junta especial de 1542 sobre la problemática americana. De ella nacerán las Leyes Nuevas del mismo año que van a disponer la supresión de la encomienda.
    Como si tal supresión fuera una necesidad vital y urgente, que no lo es en absoluto, bien al contrario. Pero los demás miembros de la junta pondrán el granito de arena que frenará la máquina dispuesta a desplegar su impulso. Y América misma, con sus religiosos antilascasianos en su inmensa mayoría, la hará irse a pique definitivamente.
    Última edición por donjaime; 11/01/2016 a las 17:41
    ReynoDeGranada dio el Víctor.

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    Re: Serie : La Controversia de Valladolid, Origen de los Derechos Humanos

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    Serie : La Controversia de Valladolid, El Origen de los Derechos Humanos




    Parte IV : LA JUNTA DE 1542
    La extraordinaria agudeza e impetuosidad de las exposiciones de Las Casas, o sus capacidades de propagandista que aprovecha toda suerte de elementos, como dirían sus detractores, lograrán imponerse gracias a la especie de exclusividad que le procurará Carlos V y a su propia aptitud para la intervención insistente, incesante y multiforme.

    Las Cortes de Castilla se reúnen en Valladolid en 1541 y dirijan a Carlos V una declaración típicamente lascasiana en la que piden al emperador «mande remediar las crueldades que se hazen en las Indias e contra los Indios».
    Carlos V les responde: «A esto, vos respondemos que lo mandamos proveer como convenga».

    En efecto, en ese mismo mayo de 1542 el emperador convocó una nueva junta de estudios y de preparación de decisiones sobre la problemática americana, junta que retomaba el modelo de las convocadas en 1512-1513 por su abuelo Fernando el Católico, aunque con una diferencia considerable.
    En las juntas fernandinas intervinieron participantes religiosos de tendencias diversas y aun opuestas (como el padre Gregorio y el dominico Matías Paz) frente a los consejeros reales. Esta vez no habrá más que un participante religioso, que no encontrará oposición y será el único en tomar la palabra. Naturalmente, se llama Bartolomé de Las Casas.

    Carlos V no convocó a esta «congregación reformadora» a otros expertos indiscutibles, que sin embargo estaban disponibles, como Vitoria y Vasco de Quiroga. Solamente Las Casas, que había estado en las Indias hasta poco antes. Donde estaba aún Quiroga, que habría podido tomar uno de los barcos siguientes y que intentará hacerlo así por propia iniciativa en 1543, lográndolo en 1547. Por consiguiente, la «congregación reformadora» fue unilateral deliberadamente.



    UNA ATMÓSFERA HIPNÓTICA.
    Tan unilateral que los consejeros reales (cinco del Consejo de Indias, dos del Consejo supremo de Castilla, dos del Consejo de Órdenes, los comendadores mayores de Castilla y León y el presidente de la Chancillería de Valladolid) quedaron incapaces de juzgar con objetividad ante el peso y la virulencia de la intervención de Las Casas, que les impondrá la larga lectura de dos de sus más violentos tratados: la Brevísima relación de la destruición de las Indias y el Memorial de remedios.

    Ningún especialista actual, ni siquiera lascasista, acepta como relación histórica objetiva la Brevísima, pintura exclusivamente negra y angustiosa de las atrocidades imputadas a los conquistadores. Las Casas «exagera hasta el extremo».
    Lewis Hanke habla de su «intemperancia»,
    Américo Castro de su «fantasía esperpéntica»,
    André Saint-Lu de su «prejuicio de terror»,
    Robert Ricard y Marianne Mahn-Lot de sus «exageraciones» y sus «inexactitudes», etc.
    Este chorreante baño de horrores produjo en los consejeros el resultado esperado por Las Casas: «una manera
    de éxtasis y suspensión de ánimos».

    En medio de esta atmósfera hipnótica leyó Las Casas su Memorial de remedios, el principal de los cuales era el Octavo remedio, contra la encomienda, a la que hacía responsable de todos los males de América.
    Comienza por plantear esta cuestión: ¿quién es el insensato que (sin mandato alguno de los Reyes Católicos) ha podido ima-ginar una invención tan hipócrita, tan condenable y nefasta? Esta cuestión está en oposición diametral a la verdad histórica, pues la encomienda es una creación de Isabel la Católica de 1503, modificada por Fernando el Católico mediante las Leyes de Burgos de 1513.
    Las Casas prosigue con una serie de imputaciones inexactas e injustas por su carácter de generalización. Por ejemplo, lanza la afirmación de que los titulares de encomiendas no pueden «enseñar la fe (¡ellos que no la conocen!)» como es su obligación. Cuando los religiosos de México (excepto él) defenderán unánimemente la encomienda como pieza clave de la evangelización tanto por los propios encomenderos como por religiosos por ellos alistados y retribuidos.
    Las Casas continúa con una sarta de imprecaciones más que de hechos: «tiranía imperiosa y cruel», «inocentes a los que chupan, junto con la sangre, todas las riquezas», «yugo de una esclavitud infernal», «se condena así a muerte a un mundo entero», institución «injusta, inicua, tiránica y de todas las leyes divinas, naturales y humanas reprobada y aborrescida».
    De hecho, se trata de nuevo de la letanía de horrores de la Brevísima, esta vez dentro de la pintura de las encomiendas y renovando su efecto hipnótico.

    André Saint-Lu alcanza una doble conclusión acerca de este planteamiento: por lo pronto permite «medir la intransigencia sentenciosa de fray Bartolomé, sin duda irrealista»; porque, además, «Las Casas continúa sacando sus ejemplos del período 1510-1520, el de las islas y Tierra Firme, signo de un desfase con la realidad americana que irá creciendo hasta su muerte». No hace más que repetir, en 1542, a Montesinos, o, cosa ya por demás, lo que puso en su boca en 1511, y lo dice cuando ya Fernando había regulado la encomienda de manera considerable en 1513, alejándose ésta del servicio personal de forma gradual y convirtiéndose en algo netamente positivo.


    FALSO, PERO HÁBIL.
    Pero si Las Casas exagera y falsea, lo hace con habilidad. Para empezar, finge creer que los Reyes Católicos no han tenido nada que ver en la creación de la encomienda, que sin embargo es obra suya.
    Así queda a salvo la Corona y él puede destruir la encomienda sin contradecirse aparentemente, pues ésta no es sino la obra horrible de un anónimo «insensato».
    A continuación lanza un llamamiento en perfecta sintonía tanto con la fibra regalista de los consejeros como con los intereses reales: el llamamiento a destruir en América lo que podría ser mediante la encomienda un nuevo feudalismo, propiamente americano, capaz de oponerse a muchos proyectos de la corona, el del abandono real especialmente.
    Sobre todo, añade Las Casas sin el menor rubor, si los encomenderos se ponían a «tractar bien a los Indios y a hacellos a su mano». ¡Pues claro, a dónde iríamos a parar! El efecto hipnótico ha preparado el toque de alarma para conjurar un peligro inminente.
    Los titulares de las encomiendas, esgrime Las Casas, «como es gente soberbia, serian muy señores y menos domables y obedientes a Vuestra Majestad y a sus reales justicias, y tanto podrían crecer, teniendo manera de tractar bien a los Indios y hacellos a su mano Í...J, [que] perdiesen a Vuestra Majestad la obediencia, el tiempo andando. Y si no lo pudiese hacer uno, poderlo han hacer muchos».

    Se observa que el estilo de letanía e imprecación se ha vuelto de repente frío y penetrante. Y que Las Casas bien sabe que los encomenderos ya han encontrado «manera de tractar bien a los Indios», de otra forma no utilizaría esta cuestión como un grave peligro que hay que denunciar. La operación de la junta unilateral se ha llevado bien. Precisamente porque la encomienda había funcionado bien, su suerte estaba echada.


    EL GRANO DE ARENA.
    Pero entre los miembros de la junta había personalidades fuertes y competentes, cuya lucidez no había quedado completamente inhibida por efecto del tratamiento hipnótico. Así, entre los consejeros de Indias se encontraban el obispo Suárez de Carvajal, que era, dice Carande «severo censor, de tenaz criterio», y a quien Carlos V hará presidente de su Consejo de Hacienda; el propio presidente del Consejo de Indias, cardenal García de Loaisa, que había sido diligente confesor de Carlos V en asuntos políticos; y finalmente el comendador mayor de León, Francisco de los Cobos, «el más asiduo y más fiel de los nuevos colaboradores» directos del emperador.
    Viendo claramente por dónde les querían llevar introdujeron en la máquina que se había puesto en marcha el grano de arena.
    Un hombre tan ponderado e informado como el gobernador del Perú, García de Castro, que desempeñaba la función de virrey, recordará que hicieron declarar a la junta que «Su Majestad está obligada a sustentar América tanto en el gobierno como en la evangelización, y pecaría mortalmente si la abandonara». Sigue diciendo García de Castro: «Como se determinó en la junta de teólogos y juristas del año 1542».
    Un año después un hombre tan bien informado como Castro, el licenciado Falcón, recordará las mismas declaraciones en un Aviso dirigido al segundo concilio del Perú. El hecho tiene aún más interés por ser Falcón más bien favorable a la restitución del Perú a sus primitivos «señores» indios. Sin embargo añadirá: «Como soy informado que le ofreció el Emperador, nuestro señor, de gloriosa memoria; y que, justa y cristianamente, le fue respondido que no era lícito dejarlos».

    El propio Vitoria había dicho lo mismo públicamente a Carlos V en 1539. Bataillon pretende que las dos primeras evocaciones que mencionamos carecen de, toda validez fuera de la intoxicación y el alegato pro domo, pues datan de los años 1566 y 1567, más de veinte años después de la junta de 1542.
    Pero el motivo es que sólo con el transcurso de los años rebulleron en América los religiosos, sobre todo los dominicos, para obtener la restitución del Perú con la mira puesta en una teocracia cuyos jefes serían ellos. Esto será consecuencia de los llamamientos de Las Casas, sistematizados en sus Tesoros del Perú y Doce dudas de 1563 y 1564, que reclaman esta restitución.

    También lo señalan otros testimonios de entonces perfectamente informados.
    En el Perú, los comisarios-inquisidores enviados por Felipe II escriben ya en 1562: «Ha llegado a tanto que [los religiosos], con más libertad de la que convenía, en púlpitos y fuera dellos [...] han querido apropiar el derecho del govierno de los naturales destos Estados al Sumo Pontífice, y a ellos en su nombre».
    Situación confirmada en 1569, casi en los propios términos, en una carta del padre Luis López, SJ, al general de la Compañía de Jesús, san Francisco Borja.

    El licenciado Valderrama, comisario-inquisidor enviado por Felipe II a México, zona a la que también alcanzaba la ola lascasiana, abiertamente extremista por aquel entonces, escribe en 1564 que un prior de los dominicos le ha dicho: «Su Majestad no tiene aquí más que lo que el Papa le dió, y el Papa no le pudo dar esa tierra sino para el bien espiritual de los Indios. Y el día que tuvieren gobierno y estuvieren instrutos en las cosas de la Fe, es obligado el Rey a dexar estos reinos a sus naturales».

    Las cosas habían ido tan lejos que Martín Cortés, hijo del conquistador Cortés y mestizo, había intentado en 1565 hacerse con el poder en México, en un sentido indianista y de ruptura con el rey de España, en cuyo proyecto le sostuvieron activamente los religiosos.
    Como los franciscanos milenaristas, que soñaban con una nueva era del Espíritu establecida entre los indios de América, iban derechamente esta vez hacia la organización de un golpe de estado, fue necesario expulsar a España a su provincial Olarte.
    Volviendo a los años 1537-1542, no hay duda de que Carlos V se había planteado la cuestión de un posible abandono de las Indias.

    El cronista Gomara subraya que por aquel entonces el emperador había pedido al doctor Figueroa, su hombre de confianza en el Consejo real y miembro de la junta de 1542, que le informara sobre la legitimidad de la conquista del Perú.



    EL DESIGNIO REAL.
    Ya se ve que la abrumadora intervención de Las Casas ante la junta de 1542 tenía mucho trasfondo y preparaba mucho más de lo que Las Casas dejaba adivinar. Su denuncia de la encomienda y su exigencia de la supresión total de esta institución eran sólo el primer paso de una larga marcha hacia horizontes subversivos en cuanto a la soberanía efectiva de España.

    La propia evangelización tenía mucho que perder, si no todo. El licenciado Falcón, su discípulo, tendrá la honestidad de no ocultar este riesgo en su Aviso al concilio de Lima. En él escribirá que los que habían declarado (en 1542) que el rey de España no tenía derecho a abandonar las Indias lo habían hecho «justa y cristianamente», porque de este abandono se producirían «los grandes daños que, a los [indios] mesmos, se les seguiría de ello, tornándose a la infidelidad, y a la ofensa que se hiciera a Dios nuestro Señor, y injuria a la religión cristiana».

    La especialista cristiana Marianne Mahn-Lot, (Symposium internacional en exaltación de Las Casas con motivo del quinto centenario de su nacimiento), a aquellos de nuestros lectores cristianos que se sorprendan con toda razón ante estas perspectivas de los verdaderos objetivos de Las Casas: «El carisma personal [de Las Casas] es, no tanto el de un misionero preocupado por salvar las almas, sino el de un hombre apasionado por la justicia temporal» tal como él la entendía.
    Los tres miembros de la junta competentes y de marcada personalidad (que por cierto votaron contra la supresión de la encomienda) añadieron algunos granitos de arena más a la declaración fundamental de que el rey de España pecaría mortalmente si abandonara América.
    A fin de combatir la dirección en exclusiva que se había dado a Las Casas hicieron pedir opinión sobre los asuntos tratados a otros dos religiosos de convicciones opuestas a las de aquél. Primero a Vitoria, y a continuación, al doctor franciscano Luis de Carvajal. Este antiguo profesor de la universidad de Salamanca, que sería más tarde convocado como experto al concilio de Trento, era autor de dos obras teológicas importantes, además de ser amigo íntimo del teólogo franciscano Alfonso de Castro, contrario a Las Casas. También era amigo íntimo de Sepúlveda, el gran adversario de Las Casas en la Controversia de Valladolid.

    Aunque oficialmente estas opiniones no se tomaron en cuenta, existieron, minando el magisterio reservado a Las Casas. Aunque el lascasista Giménez Fernández sostenga que estos textos, confidenciales, se aproximan a las tesis de Las Casas, Menéndez Pidal asegura que les fueron contrarias, lo que parece bastante más verosímil.

    Estos tres contrincantes consiguieron que entre los seis miembros de la comisión reducida que redactó definitivamente las Leyes Nuevas en otoño de 1542 no figurara ninguno de los tres únicos consejeros que habían votado a favor de la supresión total de la encomienda y sí, en cambio, dos de entre ellos: García de Loaisa y Cobos.



    EL DESASTRE DE LAS LEYES NUEVAS.
    Pero tan decidido estaba Carlos V de antemano que impuso su voluntad: las Leyes Nuevas, que promulgó el 20 de noviembre de 1542 suprimieron efectivamente la encomienda en lo venidero, aunque la mantenían, muy a menudo, mientras vivieran sus titulares.
    Contra esto expresó Las Casas su decepción y su cólera. En su opinión debería haberse ido mucho más lejos, hasta suprimir inmediatamente todas las encomiendas. Así lo dirá en los Avisos que remitirá al Consejo de Indias, especialmente en 1543. En ellos recomienda el envío de esclavos negros a América, veintisiete años después de su primera recomendación en 15l6.
    Este tesón es en él menos contradictorio de lo que parece, porque los indios y mestizos utilizaban frecuentemente esclavos negros, como podía verse en las Antillas y el Perú. Él mismo se hizo conceder para su servicio cuatro esclavos negros al partir en 1544 para su diócesis india de Chiapa.
    Muy pronto fue patente que el defecto de las Leyes Nuevas no era que no fuesen lo bastante lejos, como decía Las Casas, sino que iban demasiado lejos. Suprimir la encomienda, en lugar de regularla progresivamente, era el error más grande que se podía cometer en América, hasta el punto de que poco faltó para que este error le costara a Carlos V (y a España) la pérdida del Nuevo Mundo, involuntariamente esta vez. Pues toda América se alzó contra esta decisión: firme pero pacíficamente en México, con las armas y la violencia en el Perú.

    Al entregarse a Las Casas y rechazar las llamadas a la prudencia de García de Loaisa, presidente de su Consejo de Indias, Carlos V se había apartado de la realidad por completo. La crisis de conciencia, extraviada en los prejuicios y la pasión lascasiana, desembocó en un desastre que a poco estuvo de ser irreparable: si los conquistadores sublevados en el Perú hubieran vencido y les hubiera seguido México, ya no habría habido crisis de conciencia, al menos de esta forma mayormente metropolitana. Ni, por lo mismo, ninguna Controversia de Valladolid.

    Los dos coautores de las Leyes Nuevas no tuvieron más remedio que abrir los ojos. Para apagar el incendio Carlos V tuvo que anular los textos que había firmado, como el Papa tuvo que hacer con las bulas que le habían sido arrancadas por una pasión similar menos de diez años antes.
    En cédulas dadas en Malinas el 20 de octubre de 1545 y en Ratisbona el 6 de abril de 1546, revocó sus Leyes Nuevas en lo concerniente a la supresión de la encomienda. De aquellas Leyes «la tinta aún no enjuta no estaba», según escribirá Las Casas a su amigo Carranza de Miranda. Las Casas, alejado de la Corte mediante su consagración como obispo de Chiapa, en México, llegó a su diócesis en marzo de 1545 y tuvo que volver a partir ya en febrero de 1546, de forma precipitada y definitiva, sin pedir autorización y abandonando a sus fieles. No había podido imponerse como obispo de Chiapa y le habían rechazado todos los demás religiosos mexicanos, reunidos en asamblea en México. Volvió a España y jamás regresó a la ingrata e incomprensible América.


    EL AÑO 1550.
    Las Casas, se encuentra en su mejor momento en este año de 1550 en el que se abre la Controversia. Su muerte temporal había hecho que todos se diesen cuenta del apego que se le tenía. Es un fénix que renace de sus cenizas. No hay sobre ella la menor crisis de conciencia, especialmente entre los religiosos.
    El dominico Jerónimo de Loaisa, arzobispo de Lima, recibió este mismo año del sacerdote La Gasea, presidente de la Audiencia, que acababa de derrotar a los sublevados, tres encomiendas: las de Tantacaxa, Lurigancho y Yauyos. Y, como para demostrar que podían ser una cosa muy diferente de una explotación, Loaisa redujo a menos de la tercera parte el tributo que correspondía al arzobispado y le daba por fin los medios necesarios para desarrollar su misión, algo de lo que entonces carecía por completo.


    PROVECHO ESPIRITUAL Y TEMPORAL.
    Los franciscanos y dominicos de México escribieron en 1543 a Carlos V oponiéndose firmemente a la supresión decretada y reclamaron en estos términos la perpetuidad de las encomiendas: «Vuestra Majestad debe proveer cómo en breve se dé orden en el asiento perpetuo y estabilidad de los Españoles en esta tierra [...] que mientras estabilidad no hubiere, ni estuvieren arraigados y perpetuados como naturales en ella, habrá menos provecho espiritual y temporal».

    En lugar de morir, la encomienda se encaminaba hacia la inmortalidad. Ante todo porque, usando los términos de la carta de los religiosos, había en ella «provecho tempral», como ha señalado el especialista Silvio Zavala, que escribe específicamente: «La defensa de la propiedad de los Indios coincidía entonces con el interés del encomendero, y éste, de buen grado, reconocía el derecho de propiedad indígena».
    A lo que añade en demostración de que la encomienda representaba un progreso en comparación con Europa: «Desde el punto de vista de la propiedad perteneciente a los vasallos, se observa en los señoríos y encomiendas de Indias una protección que mejora el derecho limitado de los labradores medievales».
    El mismo derecho limitado que seguían teniendo en Europa en la época de la Conquista americana.
    En cuanto al «provecho espiritual», también era evidente.
    Desde las Leyes de Burgos de 1513 los encomenderos tenían a su cargo la obligación legal de enseñar la fe a los indios o de ocuparse de que se les enseñara. De este modo aportaban una ayuda considerable, tanto material como moral, a los religiosos evangelizadores.
    A esto se refería Zumárraga, el obispo franciscano de México, en la asamblea del clero mexicano de 1544: sin las encomiendas «los Indios no serán bien doctrinados [...] e, no teniendo los españoles las dichas encomiendas, no se podrán sustentar muchos pobres e religiosos frayles [...], de que sub^ederá mucho detrimento en la doctrina cristiana».
    En el Perú sucedía lo mismo.

    El especialista Guillermo Lohmann Villena escribe que allí: «Consta documentalmente con qué celo [muchos encomenderos] se preocuparon de contratar religiosos que doctrinasen a sus indios, y cuando esto no fue posible, asalariaron a legos para que hicieran las veces de los tonsurados». Igualmente, los que se han tomado la molestia de leer las cartas de los primeros evangelizadores jesuítas del Perú habrán comprobado que su evangelización partía de las encomiendas. Por ejemplo, de la encomienda del conquistador Valera, en Chibalta, que describen como un modelo de república cristiana y donde recibieron, dicen, mucha caridad.

    Por lo demás, los encomenderos, antiguos conquistadores, pertenecían al mismo pueblo cristiano y, frecuentemente, a las mismas familias cristianas que los religiosos. De su matrimonio con una india tuvo un hijo el conquistador Valera: el jesuita Blas Valera, que con su Historia occidentalis será el gran historiador de las tradiciones incaicas.
    Y el jesuita Martín Pizarro, el religioso evangelizador más querido por los indios del Perú porque hablaba maravillosamente su lengua, no será otro que el sobrino del conquistador Pizarro.

    Todo esto no podían ignorarlo Las Casas y sus continuadores. Si denunciaban la encomienda tan violentamente como lo hacían era más bien por otras razones, con miras distintas del mero interés de los indios y de la propagación de la fe.


    EJEMPLOS DE GUATEMALA Y YUCATÁN.
    La evangelización confiada únicamente a los religiosos por Las Casas en su Vera Paz de Guatemala durante los años 1540-1555 fue una cosa muy hermosa, pero tras 1555 se hundió en el baño de sangre de los ataques lanzados contra ella por los indios lacandones, que no dudaron en ofrecer a sus dioses a los jóvenes catecúmenos como sacrificio humano.
    Los propios dominicos que Las Casas instaló allí tuvieron que llamar en su ayuda a los conquistadores para poder sobrevivir y salvar a los indios convertidos. Ellos mismos declararon la guerra a los indios agresores, que habían martirizado a dos de ellos.
    Fue una suerte para la intervención de Las Casas en la Controversia de Valladolid que esta demostración no se produjera antes de 1550, sino sólo algunos años más tarde. ¡La prueba que hubiera representado para Sepúlveda, que afirmaba que era necesario empezar por someter a los indios, en su propio interés y en el de la evangelización!
    Y si después de dirigir la mirada hacia la Guatemala de la Vera Paz, convertida en verdadera guerra, nos volvemos hacia el Yucatán mexicano, ¿qué se ve? Se ve que los encomenderos podían ser mejores protectores de los indios que los religiosos por su misma función que, al confiarles la responsabilidad concreta de los poblados o tribus indias, les hacía naturalmente, por su propio interés de beneficiarios locales del tributo, más respetuosos que los religiosos con las iniciativas y condiciones de vida de los indios, y con su bienestar, que garantizaba su buena capacidad contributiva.
    Así lo atestiguan las Relaciones geográficas del Yucatán, de 1569-1579: son los encomenderos, particularmente los de Chuaca, Chechimila, Sucopo, Popola y Sinsimato quienes defienden a sus indios del celo excesivo, irresponsable en lo temporal, de los religiosos franciscanos. Éstos realizaron sus «reducciones» para el reagrupamiento de los indios, para evangelizarlos, sin contar con la delicada personalidad o la idiosincrasia que liga a los indios a sus lugares de residencia, y «con demasiado bárbaro rigor», escriben los titulares de estas encomiendas. Muchos indios murieron así, por una especie de desaliento vital.

    Además, como subraya Germán Latorre, quien ha publicado estos textos extraídos de los archivos de Indias de Sevilla, los encomenderos no actuaban movidos solamente por su interés material: se mostraban igualmente atentos a la cultura maya de sus indios. A ellos se debe la primera descripción directa conocida, junto con la del religioso Diego de Landa, escrita en 1566, de su estructura política, religión, templos, agricultura y artesanía.
    Uno de estos encomenderos llegará a preparar cuidadosamente el primer gran mapa escenografiado conocido de lo que después será el Estado mexicano de Tabasco.
    Lo mismo había señalado ya en 1892 el anglosajón Alfred P. Maudslay en su Antigua civilización de América central, subrayando que, contrariamente al extendido prejuicio sobre la falta de interés de los conquistadores por las antiguas culturas americanas, sus escritos nos ofrecen amplia información a este respecto.



    OTRAS CUESTIONES SOBRE LA ENCOMIENDA .
    El mayor número de encomiendas que llegó a alcanzarse en América no pasó de cuatro mil, lo cual estaba lejos de cubrir todo el territorio. Pero acabamos de ver que allí donde existían desempeñaban un papel positivo en la protección de la propiedad india, la organización y la financiación de la evangelización, la reducción del traumatismo existencial sufrido por los indios y el mejor conocimiento de sus civilizaciones.

    ¿Eran ilegítimas?
    En absoluto. Concedidas en nombre del rey para un máximo de tres generaciones primero por los adelantados (los primeros grandes conquistadores, como Cortés y Pizarro) y después por las Audiencias y virreyes, representaban el reembolso del precio de costo de la Conquista a las manos de los que la habían pagado con sus propios dineros y esfuerzos, sin que nada costara a la Real Hacienda.
    Era necesario que el rey, que se había quedado con la Conquista, pagara esta deuda de una manera o de otra. La manera elegida fue la encomienda en su tercera forma (la del continente americano propiamente dicho), por la cual el rey concedía a sus acreedores el tributo que le pertenecía por la parte correspondiente al número de indios cuyo señorío les confiaba. Por consiguiente, fue el darse cuenta de la injusticia y expolio hecho a sus acreedores mediante la supresión unilateral de las encomiendas por las Leyes Nuevas lo que impulsó a Carlos V a revocarlas. Y era el agudo sentimiento de injusticia y expolio lo que había vuelto en contra de las Leyes Nuevas a todos los conquistadores y descendientes de conquistadores de América.

    ¿Quedaban los indios despojados de sus tierras e instituciones en las encomiendas, como se repite de forma casi generalizada siguiendo los prejuicios lascasianos?
    En absoluto. Silvio Zavala ha demostrado que la propiedad india, a la cual los encomenderos no tenían ningún derecho y que era necesaria para permitir el pago del tributo, cubría prácticamente todo el territorio de las encomiendas. Además, en ella conservaban los indios sus propias instituciones comunitarias: caciques hereditarios, «principales» (nobles), municipios y «cajas de comunidad».
    Sí habrá desposesión y alienación de los indios, como ha demostrado también Silvio Zavala, pero eso ocurrirá tras la desaparición de las encomiendas, en lo que desde entonces se llaman «haciendas» de los nuevos dueños de América una vez independientes de España, liberales, jacobinos y laicistas del siglo XIX.

    ¿Eran las encomiendas especialmente costosas para los indios?
    En absoluto. Fuera de las encomiendas los indios también pagaban tributo, directamente al fisco real. Además, este tributo español solía ser inferior al que antes pagaban a sus señores prehispanos, como también sucedía en el Perú: «la cuantía era inferior a la que se erogaba en la época incaica».

    A pesar de esto, ¿podían los abusos de poder de los encomenderos hacer que el tributo que se pagaba en realidad fuese excesivo, en perjuicio de los indios?
    Esto había podido ocurrir al principio, durante el período de rodaje de la encomienda continental, pero en la década de 1540 y, en cualquier caso, en la de 1550 el tributo estaba rigurosamente fijado y controlado por las Audiencias tras una rigurosa investigación sistemática encomienda por encomienda.
    En el Perú, donde los abusos se daban más frecuentemente que en México, una troica constituida por el arzobispo Loaisa, el dominico Domingo de Santo Tomás y el juez de la Audiencia, Cianea13, había llevado a cabo una investigación sistemática similar en los años posteriores a 1545.

    ¿No estaban los indios además sometidos a servicio personal, aunque remunerado, en provecho de los encomenderos, lo que propiciaba otros abusos en perjuicio suyo?
    Este servicio personal, sistemático en las Antillas, donde no fue tan negro como lo han pintado, no era en el continente sino algo excepcional y en vías de desaparición.
    En México, tal servicio visto como algo debido a los encomenderos desapareció precisamente en 1550: cédula del 22 de febrero de 1549 e instrucciones al virrey de 155014.


    EL PROTECTOR
    En el Perú y en general en América del Sur, por aquel entonces bajo la jurisdicción del virreinato de Lima, el servicio personal se mantendrá durante más tiempo, hasta la década de 1600, pero es que allí se daban condiciones especiales. El atormentado relieve, con profundas gargantas y vertiginosas cimas, y los problemas de circulación en la jungla que rodea al Amazonas hacían necesario un sistema de transporte generalizado, dada la ausencia de animales de carga, a excepción hecha de las débiles llamas.
    Por otra parte y por las mismas razones, el servicio personal, conocido como mita en el imperio inca, había sido un elemento fundamental de la legislación y de la práctica de dicho imperio.
    Las encomiendas no hicieron más que seguir el ejemplo. Sin embargo, la Corona española no se despreocupó del asunto: el rey de España está representado personalmente en el Perú por un protector general de los indios. El primero de todos fue el obispo dominico Valverde, de quien nos ha llegado un informe detallado sobre sus actividades que envió a Carlos V en 1539.

    Se ve que el servicio personal de los indios en el Perú estaba muy controlado. «He querido visitar, en esta ciudad del Cuzco [entonces principal asiento español en el Perú] todas las casas de christianos a donde ay Indios, y todos los ranchos y buhíos de los Indios, y cavallerizas y cocinas, para saber si los doctrinan y enseñan cada noche, como se deve hazer [según el estatuto de la encomienda], E si curan los que están enfermos o los dexan morir, e si les dan los mantenimientos e cosas necesarias, e si los tienen atacados o encerrados. [Como] Vuestra Magestad me manda que haga esto en el principio de su Real provisión de la Protectoría [...]. Yo he querido, como Protector, amparar los Indios en su libertad viniéndome a pedir socorro, [incluso cuando] hánmelos sacado de entre las manos los tenientes y justicias quitándoles su libertad [ilegítimamente]».

    Lo cual confirman los archivos, que conservan huellas de las numerosas intervenciones de Valverde y de las condenas que obtuvo contra encomenderos abusivos. Posteriormente el protectorado general de los indios fue encargado al arzobispo de Lima, el también dominico Jerónimo de Loaisa, «inflamado por su amor a los aborígenes», como dice el especialista actual Lohmann Villena. El propio Loaisa era encomendero en 1550.

    Tan viva y general era la preocupación por defender y aliviar a los indios del Perú dentro del servicio personal que dio lugar, en este año de apertura de la Controversia de Valladolid, a una iniciativa deliciosa. En mayo de 1550 un tal Cristóbal Muñoz obtuvo del rey un contrato para introducir en el Perú cien camellos, a fin de evitar que los indios cargaran bultos pesados a través de los Andes. Llegó incluso a ordenarse en un momento dado la liberación de todos los indios en servicio personal, en aplicación desbordante de las Leyes Nuevas hecha por el virrey Núñez Vela a su llegada a Perú en 1544.
    El resultado fue trágico: «la acogida que les dispensaron sus caciques fue la de matarlos, porque eran cristianos», constató el segundo obispo de Cuzco, el dominico Juan Solano. Fueron los «mártires desconocidos» del Perú, cuyos nombres no nos han llegado. Posteriormente volvió a ponerse en funcionamiento el servicio personal por los motivos que se daban en el país, con el aval del sacerdote y presidente de la Audiencia La Gasea, enviado especial de Carlos V, que restableció plenamente las encomiendas a finales de la década de 1540, vigilándolas de cerca, en lo que se refería al monto del tributo, con el concurso de Loaisa, los dominicos y los jueces de la Audiencia.


    EL FIN DE LA ESCLAVITUD .
    Lo que acabamos de precisar demuestra hasta qué punto había sido artificial el ruido hecho en la junta de 1542 sobre el supuesto escándalo de las encomiendas, como también lo habían sido las Leyes Nuevas. Tan artificiales que en 1550 ruido y Leyes habían desaparecido por completo del horizonte, no ocurriéndosele a nadie la idea de incluir la encomienda en el programa de la Controversia de Valladolid.
    Lo mismo sucedía con el ruido real, pero muy aumentado en la época de la bula Sublimis Deus, de la esclavitud de los indios prisioneros de guerra, esclavitud que las Leyes Nuevas acababan de prohibir categóricamente. De ella no se hablará ya en la Controversia de Valladolid.
    Además en México, en 1550, la mayor parte de los pocos esclavos de guerra que de verdad había, por guerra o por rescate, ya habían sido liberados. Este proceso continuaría sin descanso hasta el final: los últimos casos se llevaron ante la Audiencia de México en 156l.

    No parece que en el Perú la esclavitud de los indios haya revestido jamás ninguna importancia. El informe de 1539 al rey de Valverde, el Protector de los indios, no se ocupa de ella, ni la trata más que como a un fenómeno que podía consistir en la importación de esclavos del exterior del país o en la exportación de esclavos capturados en Perú. Valverde informa: «visité o enbié a visitar, en los puertos, los navios que se parten, para ver si llevan Indios desta tierra; y los que vienen de otras tierras, para ver si traen Indios». Únicamente indica que, con carácter temporal, cuando la revuelta del Inca Manco II «se herraron» «algunos [Indios]» (tal como se hacía en todas partes con los esclavos, en las antiguas civilizaciones indias también). Como él recuerda, «al principio de la conquista desta tierra se pregonó [una cédula Real] en la qual Vuestra Magestad manda [...] que por ninguna vía se hagan esclavos».
    Así, el problema de los esclavos indios no existía en el Perú de 1550: en los años 1560-1580 las detalladas ordenanzas del gobernador García de Castro, y posteriormente las del virrey Toledo, no harán de ella la menor mención.


    SE ALCANZA YA LA MADUREZ.
    Ya en 1550, aparte de estas protecciones negativas de los indios contra el peligro que la encomienda podía representar para ellos y contra la esclavitud, florecían en la América española una protección positiva y una promoción multiforme en beneficio de los indios.

    Comienza entonces en México, por iniciativa de los virreyes, la promoción específica de sus propiedades
    inmuebles a través de concesiones de tierras hechas a sus comunidades o a sus personas. Estas concesiones alcanzarán una gran extensión durante la segunda mitad del siglo XVI, pues las propiedades de las comunidades indias estaban muy dispersas. Las tierras de regadío de las llanuras, en especial, estaban subexplotadas por los indígenas. Además, estaban mal delimitadas, al igual que las propiedades de indios particulares, ya fueran nobles o simples trabajadores agrícolas. Los indios recibieron mercedes, es decir, concesiones en propiedad de tierras agrícolas o de pasto, colectivamente o de manera personal.
    Así, junto a las encomiendas y además de éstas, cuyo territorio seguía siendo propiedad india casi al 100%, la propiedad indígena se consolidó de manera sistemática contra las usurpaciones de los colonos españoles. También se prohibió a los españoles apoderarse de las tierras de los indios que fuesen condenados por algún delito. De esta manera, escriben los especialistas, «la propiedad de los pueblos [indios] (en la que incluimos la de los macehuales [los simples campesinos individuales]) [...] mantúvose bastante indemne hasta las postrimerías de la colonia».
    Porque básicamente no se permitió la colonización agrícola de los españoles más que sobre las abundantes tierras que los indios no habían querido o podido ocupar ni explotar, dado su apego (que persiste hoy día) a su agricultura primitiva y mínima del palo usado para cavar y la azada, sin arado ni animales de tiro. En este caso, el progreso sólo quedaba asegurado por la «sociedad y comunicación» definida por Vitoria.

    Otra protección y promoción fue de orden sanitario. Igual que Isabel la Católica había hecho ya en 1503 en la Antillas, se planeó la creación de hospitales-hospicios para los indios, ya fuese en cada pueblo, como en el Michoacán de Vasco de Quiroga de 1538 en adelante, ya fuese en las grandes ciudades.
    El primero de estos hospitales-hospicios, abierto tanto a los indios como a los españoles, se creó en 1513 en el Darién (Panamá).
    En México dos hospitales especialmente reservados a los indios vinieron a sumarse al hospital general creado por Cortés ya en 1524. Uno de ellos, fundado en 1531 bajo la advocación de san José de los Naturales, estaba destinado a los indios de México y alrededores. El otro, fundado en 1534 bajo la advocación de san Cosme y san Damián, estaba destinado a los indios que llegaran de provincias. El primero, hospital real, llegó a ser digno de consideración. Con ocho salas de enfermería, una farmacia, una sala especial para los enfermos de rabia, otras salas especiales para los contagiosos y los convalecientes y alojamientos para los médicos y enfermeros.
    Será tan eficaz en el siglo XVIII que sus tasas de curación serán superiores a las del Hótel-Dieu de París.

    En Lima (Perú), comenzó a funcionar en 1549 otro hospital reservado a los indios, también considerable: el hospital de Santa Ana. Así se le describirá en el siglo XVII: «Enfermerías tan grandiosas que exceden a todo encarecimiento, con camas muy aseadas y limpias y su ropería tan abastecida que pueden dar lo necesario a mil camas».

    A esto se añadía una protección jurídica excepcional. Para puentear las posibles debilidades de los justicias locales, los virreyes establecieron el derecho de todos y cada uno de los indios a dirigirse a ellos directamente. Ya hemos visto que era así como Antonio de Mendoza, primer virrey de México precisamente entre 1535 y 1550, dedicaba dos días por semana a recibir personalmente las quejas de los indios. No sólo las recibía, sino que respondía mediante órdenes pronunciadas sin demora y que recibieron el nombre de «mandamientos de amparo», cuya ejecución se confiaba, si tal era necesario, a comisarios revestidos de poderes especiales.

    «Era constante en el palacio del virrey la presencia de numerosas delegaciones de indios que venían a suscitar y a desarrollar procesos», señalan los especialistas mexicanos en asuntos indígenas. Pues, como afirmará el viajero inglés Henry Hawks durante los años posteriores a 1570, “los indios, grandes andarines, no dudaban en acudir al palacio del virrey para presentar sus quejas «incluso habiendo hasta la capital veinte leguas de distancia». Así, dice Hawks, estaban «muy favorecidos» por los justicias.
    Ya se ve que el gobierno de los «reinos» particulares de las Indias, propiamente indianista, había alcanzado su madurez en muchos aspectos esenciales ya en 1550.



    LOS GRANDES VIRREYES.
    A todo esto había que sumar aún la promoción cultural.
    Los franciscanos, sostenidos y financiados por el rey, habían abierto ya en 1536 el colegio superior de Santa Cruz de Tlatelolco, barrio de México, reservándolo a los indios. Allí aprendían los jóvenes indios latín, retórica, lógica y filosofía, música y medicina. No se olvidaba a las jóvenes indias.
    En una iniciativa de una modernidad entonces excepcional por comparación con Europa, los mismos franciscanos abrieron a partir de 1529 una serie de colegios para ellas en México, Texcoco, Otumba, Tepepulco, Huejotzingo, Tlaxcala, Cholula y Coyoacán.
    En cada convento, o pueblo-hospital en Michoacán, o parroquia india había una escuela, y a veces dos. La asistencia era considerable: hasta trescientos y mil alumnos, señala el cronista franciscano de la época, Motolinía.

    También había grandes escuelas técnicas tanto en México como en Michoacán y Quito. Y en 1551, el mismo año de la segunda sesión de la Controversia de Valladolid, se abrían dos universidades en pleno funcionamiento: una en México y otra en Lima, abiertas tanto a indios (con becas) como a españoles.

    Este conjunto fue animado por los primeros grandes virreyes, entre ellos el Antonio de Mendoza que
    pasará en 1550 del virreinato de México al del Perú.

    Generalmente grandes señores españoles, de una valía intelectual, de organización y moral excepcional, abiertos sin reserva a las demandas de los más humildes, según costumbre peninsular, eran a la vez gobernadores generales, comandantes en jefe, superintendentes de las finanzas y vicepatronos de la Iglesia. Por consiguiente, reunían en sus manos todos los poderes, como los reyes de los verdaderos reinos.

    Por lo que se refiere a México, Lesley Byrd Simpson, historiador americano contemporáneo, les juzga así: «La
    capacidad media de los virreyes de México era tan alta que ningún país, en mi opinión, ha tenido mayor fortuna con sus gobernantes».

    Por lo que se refiere al Perú, Louis Baudin, historiador francés algo menos reciente y especialista en los incas, juzga de modo similar a los administradores españoles: «Raras veces han sido regidos los destinos de un pueblo por tan grandes administradores como fueron el presidente La Gasea o el virrey Francisco de Toledo».

    En consecuencia, como escribe otro historiador americano de nuestros días, Philip Wayne Powell: «España gobernó en América, durante más de tres siglos, sin soldados profesionales o fuerzas militares establecidas, excepto en algunas plazas {...] para repeler ataques extranjeros o protegerlas contra ataques indios [exteriores]. Durante este tiempo, no hubo rebeliones que indicasen un sensible grado de descontento con el gobierno de la Corona».

    Nadie discute esta indianidad y tranquilidad de gobierno de la América española ni la ausencia de descontento entre los indios.

    Incluso un historiador indigenista tan «avanzado» como el mexicano Gonzalo Aguirre Beltrán escribe que los indios «protegidos en el refugio de sus comunidades corporadas, formaban la [inmensa] mayoría», dándose el caso de que «la proporción de Indios destribalizados apenas pasaba del 10%»; y que al llegar la independencia de los países americanos con respecto a España, los indios «sólo les preocupó conservar el status colonial que les permitía la continuidad cultural».


    ¿ENTONCES, ¿POR QUÉ CONVOCAR UNA CONTROVERSIA?
    ¿Por qué, dadas estas condiciones, se estimó necesario en 1550 organizar en Valladolid una Controversia
    por todo lo alto sobre la presencia española en América?
    Al contrario de lo que se dirá (con lucidez y presciencia) de uno de los continentes de hoy, la América española de entonces «iniciaba su andadura con buen pie». ¿Para qué iba América a necesitar discursos por parte de intelectuales que van a contender, ideologizar y resecar datos que los virreyes poseen de primera mano y manejan mucho mejor que ellos al poder apreciarlos en su conjunto?
    Hay dos motivos para esta sorprendente convocatoria de una Controversia, aparentemente redundante e incluso nociva: Uno de orden general y otro relacionado con una persona.
    El primero es que de hecho queda un problema por resolver, una cuestión por dirimir, que no toca a la América española en sí, la cual no necesita discursos ni alimenta ya crisis de conciencia, sino a la continuación o no hasta el infinito del proceso que la hizo nacer y de qué manera debía hacerse caso de continuar el proceso. El problema que plantean los de los futuros descubrimientos y conquistas, cuestión en la que se unen profundamente de nuevo el hecho y el derecho.
    El hecho, porque si los descubrimientos y conquistas debían continuar hasta el infinito, se reconstituiría sin cesar el carácter privado y aventurero de la Conquista inicial, el impulso y el prestigio de los conquistadores. Y, por lo
    mismo, la legitimidad de la retribución de sus esfuerzos y gastos mediante la concesión de encomiendas, con la espada de Damocles de la posible formación de un feudalismo americano capaz de oponerse a la voluntad del rey de España.
    El derecho, porque las nuevas conquistas harían renacer todos los problemas de legitimidad ligados a la Conquista inicial.
    Ya lo habían entendido así las Leyes Nuevas de 1542 (leyes 33 a 38). Para complacer a Las Casas, que había declarado la palabra conquista «vocablo tiránico, mahometano, abusivo, impropio e infernal», la habían suprimido, siendo reemplazada desde entonces por la palabra «descubrimiento».
    Además, ios nuevos «descubridores», que no conquistadores, estarían bajo la estricta vigilancia de los jueces de las Audiencias: deberían estar por ellos autorizados, rendirles cuentas y actuar según sus instrucciones. A ninguno de los nuevos vasallos del rey de España debería arrebatársele su tierra, y nada se le podría quitar. Si se hacía trueque con alguno las condiciones debería fijarlas un representante de la justicia. Todo eso era santo y bueno, pero no hacía más que mostrar una imagen más púdica cara a la galería y sólo podría impedir los abusos más bárbaros. Seguía siempre abierta la vía a nuevas conquistas y, por consiguiente, a nuevas concesiones de encomienda.

    Apenas promulgadas las Leyes Nuevas, Las Casas reemprendió el bombardeo del Consejo de Indias con repetidos Avisos, enarbolando su tema fundamental: «No ha de haber conquistas (Memorial de remedios) sino predicación del Evangelio de Cristo» {ídem)-, ni más guerras que las denominadas por el derecho como de defensa natural (Memorial de réplicas).
    Lo repetirá en sus Treinta proposiciones de 1547 a su calamitoso regreso de su diócesis mexicana: todas las conquistas son «tiránicas e ilegítimas».
    De ahí que buscara un balón de oxígeno en el cielo real que finalmente le llegó en forma de petición del Consejo de Indias de que se reuniera una junta en la que se trate y hable de cómo podían ser conducidas las conquistas en América justamente y con seguridad de conciencia. Esto, el 3 de julio de 1549, será causa directa de la convocatoria de la Controversia de Valladolid.

    Pero esta convocatoria no habría tenido lugar si una persona, la única con capacidad de decisión, no la hubiera querido y dado su forma solemnísima. Pues la junta solicitada habría podido no ser nada más que una discreta reunión de consejeros reales, un poco más extensa que la constituida tan sólo por el Consejo de Indias. Y esta persona podría no haber sancionado con su autoridad la suspensión de las conquistas, demandada por el Consejo de Indias. Ahora bien, lo hará el 16 de abril de 1550. Esta persona es el emperador Carlos V, que en este año de 1550 se inclina más que nunca a reducir sus compromisos con América. Y ante todo, a detener la expansión americana, que puede hacerse más
    incontrolable que nunca tras el restablecimiento de las encomiendas al que se ha visto obligado.

    Hay que reconocer que tiene muchas razones para ello aparte de las razones propias de la problemática americana.


    «YA NO PUEDO MÁS»
    En efecto, nada resulta más opresivo que el panorama español y europeo que se presenta al emperador en este año de 1550. Los rasgos de este panorama han sido ignorados, o en todo caso silenciados, por todos los biógrafos de Las Casas y comentaristas de la Controversia. A pesar de ello, se imponen como un sello indeleble plasmado sobre este acontecimiento.

    Justamente cinco años después obligarán a Carlos V a comenzar la serie de abdicaciones que le llevarán a su reclusión definitiva en el monasterio de Yuste. Lewis Hanke, citado en los epígrafes de esta obra, escribe que en este año de 1550 «el español [Carlos V] había alcanzado el cénit de su gloria». Es cierto, siempre que añadamos que este mismo año es también, para Carlos V, que es lo que aquí nos interesa, el año de las inquietudes más graves, demasiado justificadas por los desastres que marcarán el fin de su reinado inmediatamente después.

    Treinta años de esfuerzos extraordinarios necesitará su hijo Felipe II para borrar estos desastres y alcanzar el nuevo cénit español, mediante la batalla de Lepanto (1571), donde se pondrá un freno decisivo al expansionismo turco, y la de Terceira (1582-1583), en la que destruirá la flota francesa (de hecho franco-hugonote) después de haber destruido el ejército francés (también franco- hugonote) en San Quintín, después en Mons y finalmente en Amberes.

    Es necesario entender bien que a Carlos V, el hombre que en 1550 suspende todas las conquistas en América y manda convocar la Controversia de Valladolid, nos lo describen los historiadores de la siguiente manera: -Con un humor sombrío durante días enteros, una mano paralizada, una pierna encogida (por la gota), negándose a conceder audiencia a nadie».
    Y es este hombre el que escribe a su hermana María de Hungría en diciembre de 1550, en francés según su costumbre y como borgoñón que es: «Puedo aseguraros que no puedo más, que estoy a punto de reventar».

    Carlos V, enfermo y agotado, sabe en 1550 que está en grave peligro de perder el Imperio de Alemania, Austria, Hungría y Bohemia. En agosto de 1550, el mes mismo en que se abre la Controversia de Valladolid, se abre en Augsburgo la Dieta de este Imperio y Carlos V comienza en esta ciudad la negociación por la cual intentará infructuosamente conseguir la designación de su hijo, el futuro Felipe II, como su sucesor en el trono imperial, porque resulta entonces que todos, o casi todos, en Alemania se oponen a esta sucesión española sobre tierras germanas.
    El año siguiente, 1551, el mismo en el que se abre la segunda sesión de la Controversia de Valladolid, Carlos V tendrá que retirar de Alemania el ejército hispano-italiano que le ha dado en 1547 la gran victoria de Mühlberg sobre la Reforma, porque le cuesta demasiado.
    Desde ese momento, la Reforma tendrá vía libre en Alemania para imponerse definitivamente, cosa que hará.
    El desafío francés , peor aún: Francia, cuyas ambiciones había abatido Carlos V exterminando su ejército y haciendo prisionero a su rey en Pavía (1525), no sólo vuelve a levantar la cabeza sino que se lanza a la ofensiva contra España en todas partes. Un mes antes de la suspensión por Carlos V de las conquistas americanas se las ingenia para tener las manos libres firmando la paz con Inglaterra (marzo de 1550). Desafía directamente a Carlos V con la ocupación de los tres obispados de Lorena (Metz, Toul y Verdún), que pertenecen a la jurisdicción del Imperio.

    Carlos V intentará volver a tomarlos, pero el asedio a que someterá a Metz en 1552 terminará con un desastre mayor. Los ejércitos del emperador serán vencidos por el ejército francés, bajo el mando de Francisco de Guisa, y diezmados por las epidemias. Además, ya a principios de 1550 sabe Carlos V que las ambiciones francesas comprenden
    el conjunto del Mediterráneo.
    Enrique II, nuevo rey de Francia, incita a Solimán el Magnífico, el emperador turco, a reemprender la guerra contra el emperador español. Mientras Solimán atacará por el Mediterráneo, Enrique II atacará en la misma España, en Fuenterrabía, y en la Italia española a partir del Piamonte. Las armadas francesas se unirán en el Mediterráneo a las flotas turcas y berberiscas. El despliegue ha comenzado ya: el ejército francés, liberado por la paz con Inglaterra, parte para el Piamonte en abril de 1550. Pronto señalan los caballeros de Malta que velas y remos franceses llegan para reforzar a los berberiscos de Argel. El rey de Francia negocia con el jeque de Marruecos, ofreciéndole la ayuda de la flota francesa del Atlántico para atacar Málaga y Granada (abril de 1550).
    Enrique II no se olvida de Alemania: en Bremen, en 1550, y después en Lochaus, en 1551, ofrece durante once días su ayuda a los reformistas alemanes para que se liberen de la «bestial, insoportable y eterna servidumbre» hispano-católica.


    NI UN MARAVEDÍ MÁS
    ¿Puede Carlos V hacer frente a todo esto? No, porque las finanzas españolas, agotadas por los enormes gastos del poderío imperial, sin olvidamos de los de la evangelización americana, no pueden ni «atender lo más urgente» (diciembre de 1549).

    Un pequeño alivio lo proporciona la llegada, a fines de 1550, del oro y la plata recogidos a los conquistadores sublevados y vencidos del Perú, del que cuatro barras de plata se habían confiscado a Femando Pizarro. Gracias a este oro y plata de América, que se sabe excepcional y sin continuidad, se pueden pagar las deudas antiguas más acuciantes, pero «no bastaron para [permitir a la herida hacienda española] salir de apuros». En marzo de 1551 los Consejos de Carlos V le hacen saber que «carecen de lo indispensable para cumplir las obligaciones [...] del país; no saben cómo podrán desenvolverse; su situación les agobia».

    La Controversia de Valladolid se reanudará un mes después.
    Así, el enjuiciamiento por Carlos V de la Conquista americana, suspendida y sometida a reevaluación moral en Valladolid, se enmarca en el preciso momento del descorazonamiento, la inquietud y la impotencia, llevadas al extremo, del hombre y del monarca, al que abruma una América que viene a sumarse a todo lo demás. Pero Carlos V no es sólo un hombre y un monarca.


    UN ALMA, UN CRISTIANO.
    Carlos V es también un alma y un cristiano. En este año de 1550 no se angustia solamente por el peso cotidiano de su destino temporal, sino que está igualmente angustiado por su destino espiritual.
    La crisis de conciencia sobre la Conquista es ahora y ante todo la suya ante Dios. Siempre se ha tomado muy en serio sus responsabilidades como cristiano en relación con América, incluso hasta la minuciosidad.
    Al encomendar el 22 de septiembre de 1525 la misión de un viaje de descubrimiento en América al navegante Sebastián Caboto, le recomienda: -Velad con gran cuidado de no llevar en vuestra compañía ninguna persona conocida públicamente por su costumbre de blasfemar; pues no es mi voluntad que tales personas vayan en las cosas de mi servicio».
    Y unos años más tarde dice a los obispos que ha elegido para Panamá y Cartagena: «Considerad que os he encargado de estas almas, considerad que rendiréis cuentas a Dios, y descargadme a mí».

    En este año de 1550 en el que siente llegar su muerte y antes de decidirse a abdicar para retirarse a la oración en el monasterio de Yuste, Carlos V piensa también, y ante todo, lo siguiente: que rendirá cuentas a Dios de la Conquista americana. Esto es lo que le da su grandeza, y lo que se la da a la Controversia de Valladolid que él ha querido. Una Controversia convocada para algo único en la historia, como recuerda Lewis Hanke: «Probablemente nunca, ni antes ni después, ordenó como entonces un poderoso emperador la suspensión de sus conquistas para que se decidiera si eran justas».


    LA CRISIS PROFUNDA DE LOS DOS CONTENDIENTES -
    Esta necesidad de justificación, en el más elevado sentido cristiano, se hace patente incluso en la elección por Carlos V de los dos campeones que debían enfrentarse en la Controversia, de alguna manera para confesarle. Al elegir a Las Casas como uno de los dos campeones-confesores, pasa por encima del resentimiento que ciertamente tiene contra él por haberle hecho éste cometer la torpeza de suprimir las encomiendas, cosa que ha tenido que revocar no sin perjuicio para su prestigio. Pasa igualmente por encima del descalabro de Las Casas como obispo de Chiapa y teórico de la anti-Conquista rechazado por el resto de los religiosos de América. Pasa incluso por encima de la excesiva violencia del Confesionario (1546) del propio Las Casas, que ha tenido que hacer recoger y quemar en 1548. Porque, a pesar de todo esto, Las Casas sigue siendo, respecto a América, la exigencia de la conciencia cristiana.

    Igualmente, su elección del doctor Ginés de Sepúlveda para enfrentarse a Las Casas no se debe a que aquél, también sacerdote, sea un filósofo artistotélico con una brillante cultura clásica; sino a que es uno de sus confesores y Carlos V ya le está reconocido por haberle liberado de uno de sus escrúpulos de conciencia: el de la justificación cristiana de las guerras imperiales en el Mediterráneo y en Alemania, oponiéndose en este asunto a Erasmo y a los estu-
    diantes de la universidad española de Italia, él colegio mayor San Clemente de Bolonia, fundado por el cardenal Albornoz, que habían decidido proclamar, ya entonces, su objeción de conciencia a estas guerras. En esta misma Bolonia en la que Carlos V se había coronado emperador en 1530. Pues el rechazo motivado y cristiano de esta objeción de conciencia constituía el tema del Democrates primus de Sepúlveda, teólogo, canonista y también exégeta.


    El Democrates alter, consagrado a la defensa de la Conquista, no fue más que la continuación americana del Democrates primus. No podía elegirse más en conciencia, más profundamente, a los dos campeones que iban a entrar en liza.
    Última edición por donjaime; 13/01/2016 a las 13:52
    ReynoDeGranada dio el Víctor.

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