Serie : La Controversia de Valladolid, Origen de los Derechos Humanos.
Parte II : LA CRISIS DE CONCIENCIA.
La crisis de conciencia de los españoles en cuanto a sus derechos y deberes para con los habitantes de la América que acababan de descubrir no se produjo de forma inmediata, ni tampoco se desarrollaron de una sola vez todas sus implicaciones, sino que, de manera progresiva, la crisis fue haciéndose cada vez más profunda, hasta que todo quedó en tela de juicio.
Con el primer viaje de Colón no se había ido más allá del agradable idilio de un encuentro sorprendente, pintoresco y pacífico, con los rústicos indios tainos de Santo Domingo.
Ya entonces, las primeras instrucciones de los Reyes Católicos a Colón, fechadas en Barcelona el 29 de mayo de 1493, no expresaban sino la alegría y las felices perspectivas de una nueva amistad fraternal.
En primer lugar, la alegría cristiana de constatar que los indios estaban «muy aparejados para se convertir, ya que no tienen ninguna ley [religiosa] ni secta».
En segundo lugar, las perspectivas de una nueva amistad fraterna a la que Colón tenía instrucciones de despejar el camino. En tanto que hacían todo lo posible por lograr la esperada conversión, Colón y sus hombres debían, según las
instrucciones, tratarles «bien y amorosamente [a los Indios], sin que les hagan enojo alguno y procurando que tengan los unos con los otros mucha conversación y familiaridad, haciéndoles las mejores [buenas] obras que se pueda».
En ellas queda expresada con gran fuerza la habitual caridad de Isabel para con los más débiles, tiñendo de amor el poder sobre las nuevas tierras que su marido Fernando había obtenido del Papa. Pues Alejandro VI, mediante la bula Inter cetera de 1493, había otorgado a los reyes de España la soberanía sobre las nuevas tierras que habían descubierto para que las sometieran (subiicere, dice el texto latino) pero a cambio de la obligación de evangelizarlas. En efecto, el Papa recibía el reconocimiento general de los soberanos cristianos de la época como dispensador de la soberanía temporal sobre territorios infieles en los que no estaba establecida por ningún derecho anterior, a título de lo que los canonistas llamaban su «jurisdicción inmediata y universal».
Con el segundo viaje de Colón empezaron a crear conflictos estas primeras disposiciones. Para empezar, Colón se encontró con que el fortín que había construido apresuradamente en Santo Domingo había sido destruido y exterminados todos los españoles que dejó en él. O bien, como aseguraron los indios a Colón, los españoles no habían respetado el trato bueno y amoroso para con los indios prescrito por Isabel, provocando así que los indios se
defendieran; o bien los indios se habían aprovechado de la debilidad de los españoles, en razón de su pequeño número y sus pocos medios, para matarlos sin ni siquiera hacer prisioneros, dado que la matanza total de los españoles sobrepasaba lo que habría sido el resultado de una simple defensa.
Fuera como fuese, las relaciones puramente amorosas habían recibido un duro golpe, y la necesidad de someter realmente a los indios a la soberanía española, como preveía la donación pontificia, pasaba a un primer plano.
LA ASTUTA IDEA DE COLÓN.
Además, al mismo tiempo, las miras e intereses de Colón entraron en conflicto aún mayor con la visión isabelina del encuentro amoroso. El genovés había obtenido de los Reyes Católicos los medios necesarios para el descubrimiento por el procedimiento de encandilarles con las riquezas que esperaba encontrar en lo que él creía las fabulosas Indias Orientales.
Ahora bien, por lo que se refiere a este respecto le esperaba una decepción en las Antillas, donde no se encontró ni el tesoro más pequeño. Todo lo más, alguna pepita de oro o unas perlas.
Para que los reyes pudieran resarcirse de las considerables cantidades que les había hecho gastar (para su segundo viaje reunió no menos de 17 barcos y 1.500 hombres) necesitaba a todo trance hacerse con alguna riqueza auténtica. Así es como tuvo la repugnante idea de transformar a los propios indios en riqueza, haciéndolos esclavos y mandándolos como tales a Europa.
Él mismo nos lo cuenta en una abominable carta a los reyes en la que presenta la esclavitud de los indios como una idea brillante que permitiría enriquecerse a los reyes y a él mismo. ¡Qué términos de insensibilidad total y qué repugnantes apreciaciones financieras las de la carta! Escribe Colón: «... y creo que de Guinea ya no vengan tantos, y que veniesen, uno d'estos vale por tres, según se vee.
E yo estos días que fue a las islas de Cabo Verde, de donde la gente d'ellas tienen gran trato en los esclavos y de contino enbían navios a los resgatar y están a la puerta, yo vi que por el más rain demandavan ocho mili maravedís, y estos, como dixe, para tener en cuenta y aquellos no para que se vean. Del brasil dizen que en Castilla y Aragón y Génoa y Venecia y grande suma en Francia y en Flandes y en Inglaterra. Así que d'estas dos cosas según su parecer, se pueden sacar estos cuarenta cuentos, si no oviese falta de navios que viniesen por esto; de los cuales creo con el ayuda
de Nuestro Señor que no avrá, si una vez se <jevan en este viaje... Así que aquí ay estos esclavos y brasil, que parece cosa biba, y aun oro, si plaze a Aquel que lo dio y lo dará cuando viere que convenga... Acá no falta para aver la renta que encima dixe, salvo que vengan navios muchos para llevar estas cosas que dixe; y yo creo que presto será la gente de la mar gevados en ello, que agora los maestros y marineros de los cinco navios avrán de dezir van todos ricos y con intinción de bolver luego y levar los esclavos a mili e quingentos maravedís la piega, y dales de comer y la paga sea d'e Uos mesmos, de los primeros dineros que d'ellos salieren. Y bien que mueran agora, así no será siempre d'esta manera, que así hazían los negros y los canarios a la primera».
Dicho y hecho, ya en 1495 envió Colón a España un primer navio cargado con 400 esclavos indios para ser vendidos en Europa. Isabel, sorprendida al principio, pronto reaccionó violentamente. El 6 de junio de 1495 promulgó una cédula exigiendo la restitución inmediata y puesta en libertad en América de todos los indios enviados a Europa para su venta. Y aún fue más lejos cuando Colón volvió a intentarlo, enviando en 1499 a España no menos de tres buques cargados de esclavos indios.
Confirmó, por una parte, la obligación de restituir y liberar en América a los esclavos indios enviados a Europa, esta vez «bajo pena de muerte». Por otra parte, destituyó a Colón de sus funciones como virrey de las nuevas tierras, funciones que, sin embargo, le garantizaban al genovés los acuerdos firmados por los reyes y Colón antes del descubrimiento.
Los herederos de Colón fueron indemnizados más tarde por esta ruptura de los primitivos acuerdos.
Pero evidentemente, en las Antillas, los españoles, tanto colonos como religiosos evangelizadores, necesitaban del concurso de la mano de obra indígena. Como los tainos, un pueblo paleolítico recolector, no prestaran su concurso con la suficiente diligencia, el gobernador decidió obligarles ordenando repartimientos de mano de obra. ¿Cómo iba a resolver este nuevo caso de conciencia Isabel, reina de Castilla durante la década de 1500 y que ya luchaba con la problemática india tras !a destitución de Colón? ¿Cómo hacer una ensalada de amor e imposición? ¿Cómo proteger la libertad de los indios y la evangelización de las consecuencias de la colonización'
EL EQUILIBRIO DE ISABEL
Isabel actuó en dos etapas. Para empezar, en 1501, dio al nuevo gobernador de las Antillas, Nicolás de Ovando, comendador de la orden de Calatrava, una de las tres órdenes militares de Castilla, «instrucciones netas que respaldasen en todo momento lo que hoy día llamamos los derechos de la persona humana».
En efecto, Isabel insistía en que los indios eran hombres libres, súbditos naturales de la Corona de Castilla, como los españoles. En consecuencia, debían ser protegidos. Sus mujeres y sus hijas debían ser devueltas al lugar en que habían sido capturadas, así como todo lo que les había sido arrebatado indebidamente.
El tributo que se les podía exigir, como a los demás súbditos de la Corona, debía fijarse de acuerdo con sus caciques.
Debía pagárseles el trabajo para el que se les podía requerir, entregándoles un salario razonable.
Por último, en cumplimiento de sus obligaciones con el Papa, la reina establecía: «Es menester que sean [los Indios] informados en las cosas de nuestra santa fe, para que vengan al conocimiento della».
Por consiguiente, los religiosos debían informarles y amonestarles en mucho amor, «sin les hacer fuerza alguna».
Pero esta orden de respetar la libertad de los indios no dio los resultados esperados ni en la aportación a la civilización de los indios ni en lo que toca a su evangelización. Los indios seguían dispersos y subalimentados en la manigua y en la selva, inalcanzados por la civilización.
«Los Indios [de Santo Domingo, Cuba y Puerto Rico tenían] un nivel de vida bajísimo. Eran vegetarianos. Las madres amamantaban a sus chicos hasta los cinco o seis años, porque los chicos se alimentaban de otro modo muy mal. [...] El Hispánico no pudo evangelizar realmente, porque el bajísimo nivel cultural [del Indio] no permitió el diálogo».
Así lo ha señalado Enrique D. Dusse, historiador y teólogo de la liberación. En consecuencia, para evangelizar a los indios era necesario empezar por civilizarlos. Por su propio bien, como no dejará de constatarse en América durante tres siglos, especialmente por los evangelizadores más desinteresados. Por increíble que nos parezca hoy en día los indios desconocían los metales y hasta la rueda.
A continuación se produce la segunda etapa de la actuación de Isabel. En 1503 y 1504 redactó unas nuevas instrucciones para Ovando. Estas instrucciones, de importancia capital, estipulaban que los indios debían quedar reunidos en pueblos en los que serían gobernados y civilizados por una «persona buena» española, encargada también de protegerles contra los posibles abusos físicos, financieros o comerciales perpetrados por los españoles.
Por tanto, los indios quedaban encomendados a esta «persona buena». En los pueblos, cada indio jefe de familia debía disponer de una casa y de campos para el cultivo y la crianza de animales, de lo que sería propietario en exclusiva. Cada pueblo tendría asignado un sacerdote, quien se ocuparía de enseñar a leer y escribir, así como de la iglesia. En cuanto al trabajo al servicio de los españoles que podía pedirse a los habitantes de estos pueblos, Isabel repetía que los indios debían ser requeridos a realizarlo «como personas libres como lo son, y no como siervos», recibiendo «el jornal y mantenimiento que debiere haber», y que debían ser «bien tratados».
Isabel no se olvidaba de la protección sanitaria, la seguridad social. También ordenó a Ovando que estableciese en las grandes poblaciones o donde lo juzgase necesario hospitales-hospicios en los que se recogiese y curase a los pobres, tanto indios como españoles. En el Perú español había en los hospitales una ratio de camas por habitante que no la tiene, ni siquiera hoy, el Estado de California (EEUU).
Ovando dio cumplimiento creando tres hospitales-hospicios, uno en la misma ciudad de Santo Domingo, otro en Buenaventura y un tercero en Concepción de la Vega, con cuyos gastos corrió en buena medida recurriendo a su propio patrimonio. Es digno de señalar que éste es el origen del magnífico hospital de San Nicolás de Bari, en la ciudad de Santo Domingo, cuyas impresionantes ruinas aún pueden verse a pesar de la demolición parcial de 1911.
UN PRIMER PASO POSITIVO : LA ENCOMIENDA.
Isabel acababa de inventar nada menos que la encomienda, una institución distinta del repartimiento de mano de obra con la que se la suele confundir demasiado a menudo, cuando originalmente se trató de una institución específicamente pensada para la civilización-protección-evangelización.
Es verdad que ambas realidades estarán asociadas durante algún tiempo. Pero en tiempos de Isabel eran independientes la una de la otra y más tarde volvieron a serlo por completo. Esta encomienda, que iba a durar hasta finales del siglo XVIII, sufriendo entre tanto una profunda evolución, sería la institución básica de la colonización española, no sólo en las Antillas sino en todo el continente americano.
Será violentamente denunciada por Las Casas, quien la confundirá, de hecho, con el repartimiento. Pero en su propia realidad, independiente de éste, será defendida con firmeza por otros muchos religiosos.
En todo caso, nadie niega que, gracias a Isabel, el primer paso de la colonización fue positivo para los indios. En vida de la Reina Católica, y una vez cerrado por iniciativa de ésta el horrendo paréntesis esclavista abierto por Colón, la suerte de los indios no fue abominable, sino más bien al contrario. Lo atestigua el mismo Las Casas, llegado a las Antillas en 1502: «Su Alteza no cesaba de encargar que se tratase a los Indios con dulzura y se emplearan todos los medios para hacerlos felices».
Y hoy en día Antonio Rumeu de Armas, presidente del congreso Descubrimiento 92, organizado por la Real Academia de la Historia española, constata en diciembre de 1991: «La concesión en 1500 por la Reina Católica de la libertad absoluta para los indígenas fue un paso de gigante en un tiempo en el que la esclavitud era moneda corriente».
Por lo demás, a fin de sostener sus posiciones, Las Casas no cesará de referirse al codicilo del testamento de Isabel, que, a finales de 1504, pedía que «no consientan ni den lugar a que los Indios vecinos y moradores de las dichas Indias y Tierra Firme ganadas y por ganar reciban agravio alguno en sus personas y bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados. Y si algún agravio han recibido lo remedien y lo provean».
EL OTRO DESCUBRIMIENTO .
Estas constataciones representan un descubrimiento tan inesperado que la noticia aún no ha llegado a la televisión francesa, que nos mostró con todo lujo de detalles en su Controversia de Valladolid de Jean-Claude Carrière, que el objetivo del debate de 1550-1551 era determinar si los indios eran hombres y si tenían alma. Cosa entonces tan ignorada, según esta emisión, como América antes de Colón.
Pues bien, el descubrimiento ya estaba hecho: Isabel había descubierto al hombre y al alma en los indios al mismo tiempo que Colón descubría las Nuevas Tierras, en 1492-1493- Había sido inclso más sagaz que Colón, que creía haber llegado a las Indias Orientales. Ella, por el contrario, no había cometido este error de aterrizaje. Se trataba de hombres confiados a su soberanía, de hombres que tenían un alma y a los que había que «informar de las cosas de nuestra santa fe», con una dignidad que había que respetar «amorosamente».
Hombres en todo semejantes en esto a los «demás súbditos naturales» de su Corona, y «hombres libres» como ellos.
Su descubrimiento valía mucho más que el de las arenas y cocoteros de Santo Domingo por el esclavista Colón. Un descubrimiento más, sencillamente. Este descubrimiento lo era tanto que se comprende que haya permanecido ignorado por nuestra cultura laicizada, donde la espontaneidad cristiana se ha convertido en algo inconcebible.
Por el contrario, en 1550-1551, cada uno de los miembros de la junta lo conocía: el debate no trató sino de los medios para la evangelización de los indios y su promoción a la civilización, que se derivaban de este descubrimiento, vale la pena recuperar este secreto perdido.
UN RESBALÓN .
Si Isabel hubiera vivido veinte años más, cosa de todo punto posible dado que murió con cincuenta y tres años, y hubiera podido, por tanto, mantener la política colonial en la línea de la protección efectiva de los indios hasta la época de la conquista de México en la década de 1520, la crisis de conciencia española no se habría manifestado más que dentro de límites estrechos. Ni habría desembocado en los enfrentamientos polémicos que culminaron con la Controversia de Valladolid.
Por desgracia, muerta Isabel, se abrió en España un largo período de inestabilidad y desgobierno. Hasta los años 1518-1520 sus sucesores no ejercieron más que un poder fugitivo, distante o delegado. Su yerno, el flamenco-borgoñón Felipe el Hermoso, poco al corriente de los problemas hispanoamericanos, murió tras menos de dos años de reinado.
Su marido, Fernando de Aragón, volvió a tomar el poder en tanto que regente de Castilla, pero rodeado por aragoneses a menudo ambiciosos, a los que con frecuencia daba rienda suelta. Finalmente, muerto Fernando en 1516, el cardenal Cisneros le reemplazó, haciéndose cargo de la regencia de España solamente hasta tanto que Carlos V, el jovencísimo nieto de Isabel, tomara efectivamente el poder. Para entonces los intereses de los conquistadores tendían a imponerse, en connivencia con los colaboradores y favoritos ambiciosos, primero de Felipe y después de Fernando. Tanto más cuando por fin se descubrieron minas de oro de cierta importancia en la isla de Santo Domingo. De ello resultó un desarrollo considerable de los repartimientos de mano de obra india, fuente permanente de verdaderas riquezas mediante la explotación de las minas.
Repartimientos de los que se beneficiaban escandalosamente a través de intendentes sobre el terreno los mismos colaboradores y favoritos reales. Y, como el control se había debilitado considerablemente, el buen trato a la mano de otra india, por entonces puesta en masa a trabajar, tendió a ceder frente a la dureza, e incluso a la crueldad. En cualquier caso se había dado un resbalón.
LOS SERMONES DE MONTESINOS .
Precisamente este resbalón, esta dureza y crueldad atestiguadas, fueron los que provocaron la primera y sonora manifestación pública de la crisis de conciencia española con respecto de la cuestión india: los sermones del dominico Montesinos pronunciados en el transcurso del Adviento de 1511 en la iglesia provisional, con techumbre de guano, de la comunidad dominica de Santo Domingo, en presencia del sucesor de Ovando, el gobernador Diego Colón, hijo del descubridor, y de otros funcionarios reales.
En su primer sermón Montesinos dirigió a los titulares de repartimientos de mano de obra india y a las altas autoridades de Santo Domingo las siguientes preguntas:
«Estos [Indios] ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a aquestos Indios? [...] ¿Cómo los tenéis tan apresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que, de los excesivos trabajos que les dais, incurren y se os mueren, y, por mejor decir, los matáis por sacar y adquirir oro, cada día?»
En su segundo sermón Montesinos lanzó a los titulares de los repartimientos y a las autoridades: «Debéis saber que manteniendo oprimidos y fatigados a estos indios no podréis alcanzar la salvación de vuestra alma, ni nosotros podremos absolveros en confesión más que a los criminales que asaltan y matan por los caminos. Hacedlo saber o escribídselo a quien os plazca en Castilla».
Montesinos fue aún más lejos al hacer dos preguntas que anunciaban directamente la Controversia de Valladolid: «Los reyes de España ¿han recibido sobre las Indias el poder de un gobierno despótico? Los que utilizan a los indios como esclavos, ¿no están obligados a restitución?»
Tales son al menos los sermones de Montesinos tal como los cita Las Casas en su Historia de las Indias escrita entre 1552 y 1559 ¡ es decir, más de cuarenta años después de los hechos.
Aunque su contenido está atestiguado por la abundante correspondencia y por las confrontaciones entre Santo Domingo y España producidas por la emoción o indignación que suscitaron, ninguna otra fuente directa nos los da a conocer.
No faltan hoy en día especialistas, como García García y Borges, que opinan que la verdad es que estos sermones, en su versión lascasiana, no son sino una puesta en escena de temas lascasianos posteriores, reconstituida a posteriori mediante numerosas interpolaciones y anticipaciones. Losada, el otro especialista en Las Casas, duda asimismo de su autenticidad.
Pero ¿es cierto el cuadro pintado por Montesinos? ¿Eran los repartimientos de mano de obra india el completo horror que nos pinta?
Parece claro que no, y que Montesinos-Las Casas exagera pasablemente. Ciertamente había abusos, pero de ninguna manera tan generalizados ni abominables.
El propio historiador reciente de la comunidad dominica a la que pertenecía Montesinos, Miguel Ángel Medina, dominico también, señala a propósito de los repartimientos que tuvieron lugar en 1514: «Los encomenderos primitivos se consideraban perjudicados la nueva distribución, habiendo tratado bien a los Indios que les habían encomendado».
El mismo Las Casas indica en su Historia de las Indias, que los dominicos, llegados sólo poco antes a Santo Domingo, disponían de poca información sobre lo que allí ocurría, Borges recuerda que los numerosos religiosos franciscanos que les habían precedido durante casi veinte años habían participado activamente en la concesión de los repartimientos de 1510 con el fin de asegurar el buen trato, cosa que, se respetó de hecho.
Recuerda que habían recibido repartimientos para ellos mismos ya en 1503 y hasta en 1510, habiendo tratado, por supuesto, muy bien a sus indios. Por ello los franciscanos mejor informados rechazaban lo extremado de las acusaciones de Montesinos y aceptaban defender a los colonos ante el rey, cosa que los dominicos montesinistas les reprochan aún hoy día.
Cuando el director de los archivos de Santo Domingo, Rodríguez Demorizi, publicó en 1971 el documento original de los repartimientos de mano de obra de 1514, se supo que los dominicos, que denunciaban los repartimientos con tanto ardor, habían recibido y aceptado uno aquel mismo año, es decir, tres meses después de los sermones de Montesinos.
Con el fin de que se hicieran cargo de su servicio doméstico y de la reconstrucción en materiales sólidos de su convento de paja, habían recibido una sirvienta india, mujer del cacique, de nombre Magdalena, y trece obreros indios.
Y lo que es aún peor, el 27 de mayo de 1517, estos mismos dominicos que tenían indios a su servicio dirigieron una carta solemne a los regentes de España exigiendo que se prohibiera «cualquier tipo de trabajo [de Indios] al servicio de algún cristiano». Un trabajo que era, sin embargo, inevitable y natural, pudiendo asociarse al buen trato, caso de los titulares de antes de 1514, de lo que con seguridad daban fe el caso de los franciscanos y el suyo propio.
Lo cierto es que estos dominicos decían y escribían muchas cosas poco convincentes. En 1519 escribieron a Chiévres, favorito de Carlos V, que «todos los que conocieron al Almirante [Colón] dicen dél que conoscían tener a los Indios amor como a sus propios hijos». ¡Colón! ¡El esclavista sin recato!
En resumen, todo indica que para un juicio global, no podemos apoyarnos enteramente en las denuncias de los dominicos, denuncias que se habían hecho sistemáticas, alejándose cada vez más tanto de la realidad en la que los dominicos vivían como de la del pasado cercano.
Otro tanto puede decirse del testimonio de los demás religiosos y del clero secular que les era también «hostil». Su portavoz e historiador, Medina, lo deja entrever: nos dice que se entregaron la evangelización de Venezuela en com-
pañía de los franciscanos franco-borgoñones recién llegados, con el fin de eliminar los recelos a que habían dado lugar y las «apariencias partidistas» que habían dado.
Es necesario señalar que este mismo portavoz e historiador, aun citando unas veintiocho veces (páginas referenciadas en su índice) al director de los archivos de Santo Domingo, Rodríguez Demorizi, omite citar en la publicación de su obra los documentos que dan fe del repartimiento del que se beneficiaron los dominicos en 1514.
LA JUNTA DE 1512
De todas formas, el problema se había planteado públicamente a la conciencia española. El mismo rey-regente Fernando el Católico se despertó. No sólo se había denunciado una situación de infidelidad grave a las instrucciones y al testamento dejados por su esposa Isabel la Católica, sino que la responsabilidad del poder real en sí mismo, e incluso, su justificación, se ponían en tela de juicio.
Según la costumbre de los señores, virreyes y reyes españoles, que recibían directamente y tomaban en consideración toda queja, Fernando tomó el asunto en sus propias manos. Para empezar, rechazó la decisión tomada por su Consejo de expulsar a España a los dominicos de la isla de Santo Domingo. Después recibió personalmente a Montesinos, que había venido a España para justificarse. Escuchó atentamente las primeras justificaciones presentadas por el dominico y benignamente le respondió: «Decid, padre, lo que deseéis- (Las Casas).
A continuación, Montesinos leyó al rey- regente un Memorial que había preparado y que exponía detalladamente su visión de las atrocidades de los repartimientos. Y terminó con esta pregunta: «¿Vuestra Alteza ordena que se haga esto?»
El rey-regente volvió a tomar la palabra, diciendo que estaba decidido a poner el remedio necesario a los riesgos y abusos mencionados y que ordenaría que el asunto se tratara con diligencia.
De hecho, Fernando convocó inmediatamente una junta especial a la que encargó de proponerle las medidas solicitadas. Esta junta es el antecedente, el modelo casi completo, de la que se reunió en Valladolid treinta y ocho años más tarde.
De entrada, por su composición. Los once miembros de la junta se repartían de la siguiente manera: tres miembros del Consejo real, entre ellos su presidente, el obispo de Falencia; cuatro juristas, incluyendo el famoso doctor Palacios Rubios, quien se mostrará muy favorable a Las Casas cuando éste intervenga más tarde ante los Consejos, y tres licenciados; un sabio sacerdote secular, Gregorio, predicador del rey; tres religiosos, entre ellos el dominico Matías
Paz o de Paz, antiguo profesor de teología en el Colegio de San Gregorio de Valladolid y a la sazón profesor de la universidad de Salamanca.
Esta junta envió al rey su informe tras tomar en consideración, además de las informaciones aportadas por los dominicos, las proporcionadas por los franciscanos y los representantes de los colonos de Santo Domingo.
Este informe contenía los siguientes principios y proposiciones:
1. los indios son personas libres y como a tales debe tratárseles, como ha ordenado la reina Isabel;
2. debe instruírseles en la fe cristiana, como ha ordenado el Papa;
3. el rey puede pedirles que trabajen, a condición de que este trabajo no estorbe su instrucción en la fe y les sea útil a ellos y a toda la sociedad;
4. este trabajo debe ser tal que puedan soportarlo y se les deje tiempo para descansar cada día y cada año;
5. deben disponer de casas y tierras personales, y se les debe dejar tiempo para cultivar estas últimas a su manera;
6. debe asegurarse que se mantengan en contacto con los colonos, a fin de que progresen y se cristianicen mejor;
7. deben recibir por su trabajo el salario que sea conveniente, no en dinero sino en ropas y otras cosas necesarias.
LAS «LEYES DE BURGOS» DE 1513 .
Por lo tanto, quedaba reafirmada la legitimidad de los repartimientos de mano de obra india, concedidos por el gobernador en nombre del rey, en contra del extremismo de la postura de los dominicos de Santo Domingo, aunque, atendiendo a los deseos de los religiosos, quedaban regulados en beneficio de los indios y a fin de evitar abusos.
Así lo confirmaron las Leyes de Burgos promulgadas por Fernando en enero de 1513. Con la intención de regular estos asuntos y para hacer que los interesados aceptaran plenamente la responsabilidad, unieron en una única persona a la -persona buena- de la encomienda isabelina de protección y al beneficiario de mano de obra india titular de repartimiento. De este modo nacerá, según fórmula empleada por Silvio Zavala, especialista en esta institución, lo que no había existido hasta entonces: la «encomienda de servicio personal».
Servicio personal que se irá extinguiendo paulatinamente, en México por completo hacia 1550 y en la década de 1600 en el Perú.
A partir de este momento la encomienda no será ya sino un señorío fiscal de protección y evangelización sin otra contribución de los indios que el tributo que de todas formas debían pagar al rey, como lo pagaban los indios a sus señores prehispanos (o como hacían los españoles de la Península)
Además, en aplicación del punto 6, las Leyes de Burgos estipulaban que los pueblos indios de encomiendas debían estar cerca de ciudades o pueblos españoles, con el fin de favorecer la comunicación con éstos y su influencia de progreso y cristianización.
Estas leyes hacían que también aflorara una amplia y precisa sensibilidad isabelina. Los titulares de encomiendas debían tomar la evangelización bajo su cargo y a su costa, contratando, remunerando y controlando a los religiosos disponibles o encargándose de que la evangelización se hiciera de otra forma, incluso por ellos mismos. Esto se hacía especialmente a través de los jóvenes hijos de los caciques indios a los cuales debían enseñar a leer, escribir y la doctrina cristiana, para que ellos enseñaran a los otros indios.
Los titulares debían también proporcionar a los indios los alimentos, detallados con precisión, y las casas que les fueran necesarias, hamacas para que dejaran de dormir en el suelo y ropas para cubrir su desnudez. Aún con mayor precisión disponía la ley 24: «ordenamos que nadie ose dar de baston azos o latigazos a un indio, ni llamarle 'perro' ni por ningún otro nombre, si no es el suyo propio».
Las cargas de transporte excesivas estaban prohibidas. Su trabajo en las minas no debía sobrepasar los cinco meses, seguidos de un reposo de cuarenta días. A las mujeres embarazadas no debía imponérseles ningún trabajo. Para
concluir, dos inspectores por pueblo, elegidos cuidadosamente entre las personas de probadas integridad y caridad, debían encargarse de que esta legislación se respetara de forma efectiva.
LA CONTROVERSIA EN MARCHA.
Pero Fernando no estaba aún satisfecho. Deseando tener opiniones más desarrolladas y motivadas sobre el problema de los indios, pidió cuatro informes escritos que trataran el problema de forma sistemática a expertos cuyas opiniones sabía divergentes.
En cierto modo, como se hará en Valladolid en 1550, añadió a la junta la Controversia, pero una controversia indirecta esta vez.
Los cuatro expertos eran tres miembros de la junta: el doctor Palacios Rubios, el padre Gregorio y el dominico Matías Paz, a los cuales sumó otro dominico, predicador famoso: Bernardo de Mesa.
Dado que el informe de Palacios Rubios no llegaba a ninguna conclusión clara, no le prestaremos mayor atención, pero los otros tres merecen una exposición én razón de que abarcan ya en este momento casi todo el campo de la problemática india.
El primer informe, el del padre Gregorio, predicador del rey, constituye la exposición más dura, además de la más erudita y coherente, de lo que serán a partir de entonces las tesis colonialistas. Para comenzar recuerda lo que, según él, escribió santo Tomás de Aquino en su Gobierno de los príncipes. El ilustre teólogo, filósofo y moralista señalaba en esta obra que Ptolomeo constataba en su Quadriparti que los hombres son diferentes según la diversa influencia de los astros sobre su país; que, como constataba por su parte Aristóteles, hay hombres inferiores en cuanto a la razón que son siervos por naturaleza; y que conviene que los otros hombres, superiores en razón, les gobiernen como tales.
Este sacerdote encontraba confirmación a esto en la obra del gran teólogo y filósofo Duns Escoto, quien había escrito: «El príncipe justamente señor de un pueblo, que sabe vicioso y a quien la libertad perjudica, puede en justicia reducirlo a la servidumbre».
Ahora bien, “el indio es de naturaleza- más bestial que humana, - muy vicioso, con malos vicios, perezoso, sin ninguna inclinación a la virtud».
Y el Papa ha concedido señorío a los reyes de España sobre los indios, de forma válida, en virtud de su jurisdicción inmediata y universal, puesta de manifiesto por el canonista Agustín de Ancona.
Por lo tanto, el rey de España podía, y debía, en interés de los indios, mantenerlos en servidumbre «con puño de hierro». Según la práctica de la época, no teniendo los indios nada más que sus personas y no pudiendo pagar al rey el tributo que le debían, debían servirle con sus personas.
Toda vez, claro está, concluía el sacerdote, que los servidores indios debían recibir buen trato, volviendo así a las exigencias isabelinas. Y el rey debía encargarse de ello haciendo que los servicios que se les ordenaban fueran controlados por visitadores.
FUENTES ANGLOSAJONA Y PARISIENSE .
Empecemos por decir que, aunque erudito, el padre Gregorio se equivocaba: el texto del Gobierno de los príncipes, que se refiere a Ptolomeo y a la «servidumbre natural» según Aristóteles, no es obra de santo Tomás de Aquino. Es, a partir del libro II, capítulo IV, obra de un continuador del Aquinate, Ptolomeo de Lucca, muerto en 1326 o 1327. Pero, dicho sea en descargo de este sacerdote, esto no se sabía en su época.
El padre Gregorio tenía todas las razones para referirse a la «servidumbre natural» según Aristóteles, como había hecho un teólogo de renombre aplicándolo a los indios en el mismo sentido tres años antes, en 1510.
Dicho teólogo se llamaba John Meyr, latinizado como Juan Mayor, dominico, escocés y profesor en la universidad de París. El también se refirió a Ptolomeo y a Duns Escoto en este sentido. En su libro In primum et secundu Sentenciarum, publicado en París en este año de 1510, había dicho de los indios del Nuevo Mundo: «Este pueblo vive de manera bestial. Ya Ptolomeo ha dicho en su Quadriparti que de un lado al otro del ecuador viven hombres salvajes: eso es precisamente lo que la experiencia confirma. De ello se deriva claramente que el primero que ocupe esas tierras puede, con pleno derecho, someter a los pueblos que habiten en ellas, puesto que son siervos por naturaleza».
De este modo, al contrario de lo que creen muchos no españoles, (y españoles), especialmente religiosos o militantes cristianos franceses bien intencionados, la tesis colonialista y racista no tiene orígenes españoles, sino anglosajones y parisienses en la persona de John Meyr.
Se equivocan, por ejemplo, el cardenal Etchegaray y su Comisión 'Justicia y Paz», quienes, en su documento de 1988, La Iglesia ante el racismo, escriben: «Los conquistadores comenzaron a elaborar una teoría racista para justificarse».
¿Es necesario recordar también que el franciscano Duns Escoto, al que Meyr se refiere como su maestro, era igualmente escocés, como su nombre indica, y que fue también profesor en París, así como en Oxford y Cambridge, ya a finales del siglo XIII?
Esto es, muy lejos de España y mucho antes de los conquistadores españoles.
LA APERTURA
El segundo dictamen pericial enviado al rey-regente Fernando fue el del predicador dominico Bernardo de Mesa, que retoma muchas de las justificaciones del gobierno de los indios por los reyes de España aducidas por el padre Gregorio. También él se refiere a Aristóteles y a su idea de la servidumbre por naturaleza, que, según precisa, «es carencia de entendimiento y de capacidad, y falta de firmeza para perseverar en la fe y las buenas costumbres».
Los indios, «según el Filósofo, son siervos por naturaleza, porque hay tierras a las que el aspecto del cielo ha hecho siervas y no podrían ser regidas si no se estableciese alguna suerte de servidumbre».
También él señala que los indios, no poseyendo riquezas, deben pagar mediante su trabajo. Y continúa: «Los indios han sido entregados al rey para su bien (de los indios)... pues aunque la ociosidad sea la madrastra de todas las virtudes en todas las naciones, lo es mucho más en los indios acostumbrados y criados en el pecado de la idolatría y en otros pecados».
Pero el dominico Bernardo de Mesa concluye de una manera más abierta que el padre Gregorio. Propone un gobierno de los indios intermedio entre la libertad y la servidumbre, pues, dice, a pesar de la servidumbre natural que toca a éstos de alguna forma, todos los hombres son libres por naturaleza. Retornando él también a las exigencias isabelinas, declra que los indios son, en último término, no siervos sino vasallos del rey, como lo son los españoles mismos, se sobreentiende.
No debe haber en su caso sino una suerte de servidumbre que no sea tal que pueda convenirle el nombre de siervo. La afirmación de que todos los hombres son libres por naturaleza no pasará desapercibida a Las Casas, que reclamará poco más tarde la difusión y la lectura del informe de Bernardo de Mesa, al que criticará vivamente en todo lo demás.
LA INNOVACIÓN DE MATÍAS PAZ
El tercer informe remitido al rey-regente Fernando agrandará considerablemente esta apertura, hasta el punto de imponer una innovación radical en comparación con el tratamiento aristotélico de la problemática india. Tiene por autor al dominico Matías Paz o de Paz, profesor de la universidad de Salamanca, personaje particularmente importante por ser uno de los discípulos preferidos del cardenal Cayetano, maestro general de los dominicos y gran comentarista de santo Tomás de Aquino.
Comienza por afirmar que los indios constituyen una categoría especial de infieles a la que no puede hacerse la guerra para someterles o despojarles, sino sólo para propagar la fe cristiana si se resisten a dicha propagación. Es justa también, por otra parte, la guerra defensiva que opondrían los indios incluso a esta justa guerra para la propagación de la fe, si ésta no hubiera sido precedida por una amonestación pacífica. A continuación Paz afirma que los indios no pueden ser hechos esclavos o siervos a menos que persistan en negar la obediencia debida al rey o en rechazar la propagación de la fe cristiana.
La soberanía del rey de España sobre los indios se fundamente tan sólo en la concesión que de ella le hace el Soberano Pontífice, y «no en otra cosa» (sobreentendido: no en la servidumbre natural). Solamente mediante esta concesión del Soberano Pontífice puede el rey de España gobernar a los indios, en régimen político paternal «pero no despótico». Sólo cuando los indios se hayan convertido será lícito, como en todo gobierno político de cristianos, ordenarles algunos servicios por su parte.
Servicios que podrían ser un poco más extensos que los ordenados a los cristianos en España, pero que deberían ser siempre moderados. «Y los que hayan oprimido despóticamente a los indios, una vez que se hayan convertido éstos, deberán restituirles, de manera apropiada, el producto de esta opresión».
Para terminar Paz concluye con dos afirmaciones de importancia capital: «Los indios tienen también sus poderes, aunque de forma distinta de la que estamos acostumbrados. Y hay entre ellos, de lo que tenemos pruebas, hombres amables, ni ambiciosos ni avaros, dóciles y sumisos a la fe cristiana si se les trata con caridad».
Así aparecen por primera vez en la problemática americana dos nociones fundamentales que Las Casas enarbolará en la Controversia de Valladolid: por una parte, la existencia de los legítimos «señores naturales» indios y la bondad natural de los indios fundamentan el derecho de éstos a la justa resistencia; por otra, la donación papal se entiende como único fundamento de la soberanía española en América, ambas afirmadas también por Matías Paz ya en 1513.
Es, por lo tanto, de toda justicia que este informe de Matías Paz se haya publicado en nuestros días, como documento básico que es en la materia .
“¡QUE LES MANDE DEJAR!”
Nos equivocaríamos si pensáramos que Fernando el Católico pudo disfrutar de descanso alguno por lo que se refiere al asunto de las Indias tras recibir a Montesinos y tras la convocatoria de la junta de 1512, la promulgación de las categóricas Leyes de Burgos y la larga lectura de los cuatro informes que había ordenado.
Pues llega hasta España y se presenta ante él el padre Córdoba, prior o vicario del grupo de dominicos de Santo Domingo al que pertenece Montesinos, el hombre de los famosos sermones. Y he aquí que Córdoba y sus religiosos no están satisfechos. Su justa exigencia, o su extremismo, según el punto de vista, les hacen decir que las Leyes de Burgos no tienen nada de bueno e incluso que confirman «la perdición de los indios». «Perdición» que, para estos religiosos, no es la perdición religiosa.
Llegarán hasta escribir, en una Carta-aviso al rey, omitida también por su historiador dominico actual, Medina: «Que Vuestra Majestad les mande dejar [los Indios], que mucho mejor es que ellos solos se vayan al infierno, como antes, que no que los nuestros y ellos».
Para estos religiosos, la condenación de los colonos, de la colonización, llega a anular su amor por los indios en tanto que destinados a la Salvación: «¡Que les mande dejar!» Su posición es antes que nada anticolonialista.
Otra vez se encuentra el rey-regente frente a frente con un religioso con el hábito blanco de los dominicos. “De nuevo le oyó benignísimamente.Tanto más porque el padre Córdoba «era de grande auctoridad y persona reverenda en sí, que fácilmente, quienquiera que lo vía y hablaba y oía hablar, cognoscía morar Dios en él, y tener dentro de sí adornamiento y ejercicio de santidad» (Las Casas).
El padre «habló durante largo tiempo, dando cuenta al rey de todo, tanto de hecho como de derecho».
Impresionó tanto a Fernando el Católico que inmediatamente tuvo éste la sensación de haber encontrado la solución que buscaba desde hacía tanto tiempo y con tantas dificultades. Cuando volvió a tomar la palabra ordenó al padre, como rey y vicario apostólico de las Indias, que «se encargara él mismo de remediar el mal», para lo que le revestiría de plenos poderes.
Cuál no sería la decepción del rey Católico cuando el padre emprendió una retirada sin paliativos. Con las siguientes palabras devolvió de un golpe a Fernando al huracán del que creía haber escapado: «Señor, no es mi profesión ocuparme de asuntos tan arduos. Suplico a Vuestra Alteza que no me lo ordene».
Así, tal como escribió el editor y especialista en Las Casas, Pérez de Tudela, la doctrina o ideología dominica se confesaba incapaz de traspasar sus exigencias a la realidad política.
Y no fue así en razón de circunstancias particulares: el sacerdote Las Casas actuará de la misma forma que el padre Córdoba, rehusando también, incluso en Santo Domingo, poner manos a la obra con los plenos poderes que le ofrecerá en 1518 el joven rey Carlos V.
El rey, sin embargo, le concedió la ayuda de un excelente administrador reformador. Y el argumento de «no es mi profesión» no encaja con la época. Había entonces una osmosis permanente entre la religión y la responsabilidad política, estando con gran frecuencia los Consejos reales presididos por religiosos.
Será un religioso quien responda a la confusión retrospectiva del padre Córdoba y de Las Casas. Será el eficacísimo y santo obispo Ramírez de Fuenleal quien, sin hurtar el cuerpo, a la cabeza de la Audiencia (gobierno de jueces) de Santo Domingo y después de la de México, realizará en los años 1520-1540 por aproximaciones sucesivas pero efectivas la evolución de la desaparición del servicio personal de los indios en la encomienda. Y sin destruir esta institución tan útil. Pero él no era, antes que nada, anticolonialista.
NUEVA JUNTA, NUEVAS LEYES
En el futuro inmediato, Fernando tenía que volver a la tarea. Él, que comenzaba a sentir el peso de los años, ya en la sesentena, debía echarse de nuevo sobre los hombros aquel fardo americano -tan arduo», como lo había definido el padre Córdoba al negarse a llevarlo. El rey-regente estaba entonces en Valladolid, donde volvió a lo que había iniciado en Burgos un año antes.
Convocó una nueva junta, compuesta ahora por dos miembros de su Consejo y dos dominicos: su confesor Matienzo y el padre Bustillo, profesor en la universidad de Valladolid. La junta estudió -el hecho y el derecho» que el padre Córdoba había expuesto ante Fernando, es decir, la insuficiencia, en opinión de aquél, de las leyes promulgadas en Burgos a principios de año.
Ya el 28 de julio de ese mismo año de 1513 Fernando pudo promulgar unas nuevas leyes siguiendo las recomendaciones de la junta: las Leyes de Valladolid.
Estas leyes reforzaban la protección de las mujeres indígenas casadas, las jóvenes indias, los niños indios y los trabajadores indios de las minas. Algo importante: abrían también la posibilidad de una libertad india plena fuera de las encomiendas:
1. no debía obligarse a las mujeres indias casadas a trabajar en las minas con sus maridos, ni en ningún otro lugar, salvo en sus tierras o en las tierras de los españoles, a condición de que recibiesen, en este último caso, el salario correspondiente. Quedaba confirmado que ningún trabajo podía imponérseles caso de que estuviesen encintas;
2. no se podía imponer ningún trabajo a los jóvenes indios e indias de menos de catorce años, salvo pequeñas tareas como arrancar las malas hierbas en la tierras de sus padres;
3. no podía imponerse a las jóvenes indias solteras trabajo alguno que no fuese sino en las tierras de sus padres o de otros, debiendo recibir en este último caso el salario exigido por sus padres;
4. el trabajo de los indios en las minas quedaba limitado a un total de nueve meses por año, pudiendo dedicar los tres meses restantes a trabajar sus tierras, o las de otros si recibían el salario correspondiente;
5. debían recibir la libertad plena, fuera de las encomiendas, los indios a los que se consideraba capaces de vivir políticamente en sus propios pueblos.
IMPOSIBLE UN ANTICOLONIALISMO MAYOR .
Fernando escribió al gobernador Diego Colón, en buena situación para controlar la veracidad de estas afirmaciones, que había ordenado al padre Córdoba y a los que le había acompañado en su viaje a España que volvieran a Santo Domingo, mostrándose éstos «satisfechos y contentos» por estas nuevas disposiciones.
Pero, según Las Casas, el padre Córdoba le dijo diez años más tarde que mientras Fernando viviera no había que esperar nada «de eso que vos deseáis y nosotros deseamos». Algo que no era contradictorio: los deseos de los dominicos sobrepasaban, como ya hemos visto, la simple mejora de la suerte de los trabajadores indios.
Es necesario recordar aquí que la primera ley que reguló en Francia el trabajo de las mujeres y los niños fue la ley Villeneuve Bargemont-Gérando-Montalembert de 22 de marzo de 1841, más de tres siglos después que la española. Lo hecho por Fernando el Católico no ocupa tan mal lugar en la historia de la protección social.
En cuanto a los dominicos de Santo Domingo, ocupan un lugar de honor, fundacional, incluso inigualado e inigualable dentro del anticolonialismo. Realmente no querían más que una cosa («que les mande dejar»): hacer desaparecer la colonización en sí, y todavía más la presencia europea, aunque fuese al precio del abandono de los indios a su condenación de «antes».
Entre sus sucesores, ni los más anticolonialistas irán nunca tan lejos.
Todos querrán salvaguardar la presencia europea en lo relativo a su impacto y miras espirituales o, al menos, eso dirán. La opinión de los dominicos de Santo Domingo referente a los indios es, estrictamente, la siguiente: «que mucho mejores que ellos solos se vayan al infierno». Más anticolonialismo, imposible.
Una puntualización a este respecto: la expresión de esta opinión no puede negarse ni relativizarse. A ella se refieren, entre otros, los dos especialistas menos discutidos: A. Ybot León y Paulino Castañeda Delgado, profesor de historia de América en la universidad de Sevilla.
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