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Tema: Ricardo de la Cierva: de guardián de la Historia a historiador erradicado

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    Re: Ricardo de la Cierva: de guardián de la Historia a historiador erradicado

    3. Por la reforma: el ideólogo de una transición

    Con la decadencia física de Franco y su ulterior desaparición, las fuerzas sociales y políticas que apoyaban al régimen nacido de la guerra civil fueron buscando el mejor acomodo posible a la nueva situación. Agotados todos los recursos, no cabía ya más que la escisión de las derechas. De un lado, iba a marchar una derecha utópicamente continuista y, por otro, una realísticamente reformadora. Pero, con el paso del tiempo, los reformadores, a su vez, terminaron por escindirse. De la Cierva fue muy consciente de esta situación. Nunca creyó, como sabemos, en la continuidad del régimen, sino en una transición ordenada desde arriba, en un “cambio sin traumas” hacia la democracia liberal; y desarrolló una campaña en diversos periódicos y revistas en defensa del proyecto reformista. A su entender, se trataba de un proceso que no arrancaba del asesinato de Carrero Blanco. “un hecho que quizá aceleró el cambio; pero sobre todo reveló la profundidad del cambio”. “Porque el cambio se hubiera producido de forma parecida –es una firme convicción de este historiador– aún sin la trágica desaparición del almirante”. En ese nuevo contexto, volvía a producirse la permanente contradicción entre “el país real” y el “país oficial”
    {115}.

    A ese respecto, no dudaba en criticar las tesis y posiciones continuistas de Jesús Fueyo y Gonzalo Fernández de la Mora: “el continuismo no tiene posibilidades de racionalización –porque se basa en el momento de inercia histórica de toda una época–, ni consistencia posible fuera de los efectos considerables de esa misma inercia”. En ese sentido, no dudaba en establecer un paralelo histórico entre la situación actual y la que precedió a la muerte de Fernando VII. Por ello, estimaba que podía producirse el cambio “bajo la misma corona y mediante una profunda evolución institucional que evitó la ruptura”
    {116}. La figura de su antiguo mentor Manuel Fraga comenzó a defraudarle. El político gallego se había convertido, sin duda, en “referencia universal para el horizonte político”; pero no parecía ser capaz de ofrecer una “definición”, una alternativa viable a la nueva circunstancia. Y era, además, “un autoritario nato”. Con todo, Fraga le parecía un político “incombustible”; y no parecía concebirse sin él el “futuro de España”. Tampoco confiaba excesivamente en Carlos Arias y en el llamado “espíritu del 12 de febrero”. Y es que Arias era más “continuista que evolutivo”{117}.

    Para De la Cierva, la clave del proceso político era la institución monárquica y la figura del Rey. De ahí que juzgara necesario “preservar, por encima de todo, la inviolabilidad y la sacralidad de la persona del Rey, de acuerdo con los usos y convenciones de las monarquías europeas”. Confiaba, además, en el apoyo de las Fuerzas Armadas y de la Iglesia católica
    {118}. Y en lo que ya se denominaba “franquismo sociológico”, es decir, “millones de españoles que han vivido más o menos conscientemente en el régimen; que aceptan los valores de origen y ejercicio del régimen; que, sin embargo, no ven clara hoy su representación en el régimen”{119}.

    Su valoración del sistema político era cada vez más crítica, y en el fondo coincidía con la de ciertos sectores de la oposición. Ante todo, le desagradaba su permanente recurso a un lenguaje que falseaba la realidad cotidiana: “Vivimos todavía inmersos en esa hipocresía totalitaria de las palabras. En el terreno de las palabras es donde menos hemos conseguido alejar el remordimiento de nuestro inicial y jamás confesado parafascismo (…) Decimos justicia social, debemos decir miedo social. Llamamos asociaciones a los partidos políticos y elecciones a lo que de momento son sólo selecciones. No hemos avanzado mucho en sinceridad a pesar de nuestro repudio oficioso de los productores y de los conflictos. Los historiadores definirían los aspectos retóricos de nuestra época como la antología del eufemismo. Somos, en terminología política, el país más victoriano de Occidente”
    {120}.

    Denunciaba igualmente los planes de ciertos sectores del régimen, agrupados en torno a Unión del Pueblo Español, para organizar una especie de PRI a la española, “atemperado quizá con unos acentos de peronismo clásico y sin descartar, en última instancia, las posibilidades de un trasplante político desde el reducto militar-desarrollista brasileño”. Se trataba de un “redescubrimiento del populismo”, “un populismo seudodemocrático”. Una alternativa que De la Cierva rechazaba de forma elocuente: “No cabe en la España actual un populismo virtualmente totalitario a la sombra, activa y pasiva, de las Américas; porque éste sólo es posible cuando el analfabetismo cubre a la mitad de la población, cuando la diferencia entre nivel urbano y nivel rural en todos los parámetros culturales y políticos es completa; cuando la situación económica es de subdesarrollo, la presión demográfica incontenible y las relaciones externas yacen dominadas por una influencia neocolonial. Ni una sola de estas condiciones se da en la España cuasi-europea y predemocrática de 1975. No sé si pudo ser la salida provisional para el Portugal de Salazar y Caetano; jamás el portillo de escape histórico para la España de Franco”
    {121}.

    En aquellos momentos, De la Cierva había participado en el lanzamiento de FEDISA –Federación Democrática Independiente– y luego en el Partido Popular
    {122}. De ahí que juzgara necesario era que la derecha española asumiera la necesidad no sólo del cambio político, sino del social y económico, aceptando, de una vez por todas, una auténtica reforma fiscal “tan generosa como progresiva y abierta”, y “una fuerte matización regional en lo administrativo, en lo cultural y en lo político”, porque “la España del inmediato futuro deberá superar regionalmente el enclaustramiento centralista del régimen provincial, que equivale políticamente al fomento de la incomunicación y al caciquismo institucionalizado desde Madrid”{123}.

    En cualquier caso, De la Cierva era consciente de que este proyecto reformista no podría llevarse a cabo en vida del “fundador” del régimen
    {124}. No obstante, era necesario superar “la etapa moderada-tecnocrática que ha sido el ámbito durante un siglo y su modelo durante dos”. “Ya no le basta a la derecha configurarse como un conservadurismo británico; necesita ahondar en su experiencia histórica populista –Maura, Canalejas, Cambó, Aguirre, Gil Robles– para nacionalizar así el inevitable modelo giscardiano”. En aquellos momentos, apostaba de nuevo por Pío Cabanillas, “un representante auténtico del futuro de España”{125}. Otro político al que veía un horizonte de futuro era José María de Areilza, por “su conocimiento profundo del problema vasco, el reconocido prestigio de sus servicios a los más delicados engranajes de la institución monárquica y su capacidad para trasmitir a Europa una dosis suficiente –y vital– de credibilidad exterior en caso de una transición de signo positivo”{126}.

    De la Cierva censuró el contenido de uno de los últimos manifiestos de Juan de Borbón, cuyos ataques al régimen consideró un error, ya que suponían la deslegitimación de su hijo Juan Carlos. El Pretendiente se había convertido así en “el principal obstáculo para la restauración de la Monarquía”. Negaba que el heredero de Alfonso XIII hubiese sido siempre demócrata; en realidad, su exilio había sido “indeciso y contradictorio”. Vaticinaba que Juan de Borbón nunca sería rey de España: “El retorno de la Monarquía sólo puede hacerse desde el futuro, jamás como desea don Juan en su manifiesto, desde el pasado. La única Monarquía posible es la de Juan Carlos, gravísimamente dañada en algunas de sus raíces indiscutibles por la reacción antinatural de esa misma raíz (…) El pueblo español, que no es monárquico, va a serlo menos desde cierto sábado. Si vuelvo a equivocarme, y don Juan llega, a pesar de todo, a ceñir la corona de sus mayores, no tendrá tiempo para alegrarse. Porque será sólo el rey efímero y abandonado de nuestra tercera república”
    {127}.

    Tampoco se tomaba excesivamente en serio a la oposición, que, en algunos de los casos, parecía ir “en auxilio del régimen”; y es que grupos como las denominadas Junta y Convergencia derivaban “peligrosamente hacia Romas utópicas”, “entre los temores del colaboracionismo y las alergias –o las nostalgias– del Frente Popular”. Algo que resultaba muy peligroso porque “la humanización de la derecha” sólo podría venir de la colaboración de una izquierda moderada
    {128}. No confiaba excesivamente en la posibilidad de una democracia cristiana. En parte por la desunión y heterogeneidad de sus distintos sectores y en parte “por el desencanto de la Iglesia ante la actual crisis profunda de la DC en Italia”{129}. Menos porvenir tenía aún, en su opinión, la extrema derecha. La Confederación de Ex-Combatientes, bajo la dirección de José Antonio Girón, era una organización absolutamente minoritaria. El contenido del llamado “gironazo” demostraba esa debilidad: “Sus autores, incapaces de ofrecer soluciones reales al país, desahogan su propia frustración en la caza de brujas”. Y lo mismo ocurría con Fuerza Nueva: “Numéricamente la extrema derecha es insignificante. Su influencia potencial por el contrario es considerable, a través de sus irreductibles representantes en ciertas instituciones que todo el mundo conoce y donde los extremistas de derecha resultan tan minoritarios como provocadores”{130}.

    Con la muerte de Franco terminaba “toda una época”: “La historia contemporánea encomendada a mi generación se abre en los primeros días de 1875, con el advenimiento de la Restauración, que trataba de cancelar los ciclos excluyentes y agónicos del siglo XIX; se cierra el 20 de noviembre de 1975, con el final de una época que es a la vez el principio de otra”. “La Historia ha muerto, viva el rey”, dirá
    {131}.

    La continuidad de Arias Navarro tras la muerte de Franco fue interpretada por De la Cierva como “la trampa Arias”. Era “el último Gobierno creado según las acreditadas técnicas de pasillo”. Arias se había convertido en “el máximo aliado del búnker”. Se trataba del “error Arias”. Su gobierno era “un conjunto de individualidades incontrolables y de rellanos anodinos”. Consideraba la presencia de Fraga como un gran error, no sólo por integrarse en el ejecutivo, sino por haber aceptado la peligrosa cartera de Gobernación: “El impetuoso lucense cayó en la trampa de Gobernación, y encima encantado”
    {132}. En cambio, valoraba positivamente la figura de Torcuato Fernández Miranda: “Inteligente político que ya se ha hecho con esas Cortes y ese Consejo del Reino donde quienes conocen menos su habilidad y su dialéctica le auguraban vía crucis y calvarios”{133}. Celebraba, además, la unión de las Fuerzas Armadas como “un patrimonio providencial para la transición; es quizá la herencia más limpia que nos deja el régimen anterior”. “Derechas, izquierdas y centro necesitamos la unidad de las Fuerzas Armadas como suprema categoría arbitral –bajo el engarce asegurado por la Corona como institución– para la difícil articulación concreta del futuro”. La sustitución del general Fernando de Santiago por Gutiérrez Mellado era la garantía de una “reforma profunda” del Ejército{134}.

    La aparición en el ruedo político de Alianza Popular, bajo el liderazgo de Fraga, fue muy mal recibida por De la Cierva, porque, según él, favorecía “la guerra civil” y significaba “el abandono de las posiciones de centro que ha perpetrado el señor Fraga y parte de sus amigos políticos”. Por el contrario, resultaba vital una “alternativa de centro, para lo que es necesario salir de la atomización de grupúsculos”. Uno de los políticos más atacados por el historiador era Gonzalo Fernández de la Mora, “el hombre con menor porvenir político en la España actual”
    {135}.

    Recibió positivamente la salida a la luz del diario El País, en cuyas páginas colaboró durante algún tiempo. Lo consideraba un “heredero directo de los afanes de José Ortega y Gasset y el testamento intelectual por él presidido”
    {136}.

    Demandó una definitiva reconciliación militar: “No hay razón para perpetuar, cuarenta años después, las huellas de aquel suicidio. Cientos de aquellos oficiales del Ejército de la República viven hoy entre nosotros. Muchos no sabían ser otra cosa que militares; necesitan ahora una ayuda material para esperar con dignidad la muerte; pero sobre todo necesitan el reconocimiento moral de que al permanecer fieles a la República optaban por España, aunque se equivocaran de sector y de victoria”
    {137}.

    Censuraba el comportamiento de la familia de Franco, en particular de Carmen Polo y del marqués de Villaverde, tras el asesinato de Carrero Blanco: “La tensión entre El Pardo y la Zarzuela sólo podía conllevarse gracias a la prudencia que reinaba en este último palacio ante algunas actitudes diríase seniles que se originaban en el otro”
    {138}. Su bête noire seguía siendo la extrema derecha representada por José Antonio Girón y Blas Piñar. Fuerza Nueva era, a su modo de ver, “simplemente un conato de fascismo a la española”. “Se disolverá antes de un año de partidos y libertades democráticas. Sucumbirá probablemente a sus propios excesos, como parece demostrar el reciente y gravísimo error de su intervención en Montejurra”. El plano Girón era “bastante más serio”. El antiguo ministro de Trabajo de Franco había sido “el primer representante del populismo franquista”. Sin embargo, denunciaba sus intentos de “implicar políticamente a las Fuerzas Armadas”. De la misma forma, los diversos sectores falangistas carecían de horizonte. Sus intentos de unidad resultaban, tras la experiencia franquista, completamente antihistóricos, “y no les queda más futuro que dedicarse a la crítica autofágica de sus propios antecedentes”{139}. Con posterioridad, llegó a sostener una interpretación distinta. Ante la crisis social, económica, política y la amenaza del terrorismo en el País Vasco, De la Cierva llegó a sostener que en España el “fascismo empieza ahora”{140}

    Siempre dio por desahuciado políticamente a Carlos Arias; era “el hombre de la primera transición”, y se encontraba “quemado por su tremendo esfuerzo personal, por las frustraciones de la nación y por la propia Historia, que es la más noble hoguera con que pueden y deben quemarse los políticos”
    {141}. Ante su evidente fracaso, se abrían distintas posibilidades. En su opinión, Fraga ya no era “el número uno”. Y es que su arriesgada apuesta por el ministerio de la Gobernación le había desgastado. Además, su grupo político había “fracasado en casi toda la línea, y le ha comprometido a él con su fracaso”. “No se puede crear, ni siquiera inspirar a un partido nonnato desde un Poder confuso”. Por ello, habían ganado puntos Fernández Miranda y Adolfo Suárez. Sin embargo, De la Cierva apostaba por Areilza, que representaba, según él, “la moderación interna, el sentido de puente y comparte –casi sólo él– con el Rey toda la credibilidad exterior de la reforma, de la que Fraga participa, a pesar de TVE, en mucho menor grado”{142}. Finalmente, la caída del presidente del gobierno no fue, para De la Cierva, una dimisión, sino una clara “destitución”. “Arias no quería irse de ninguna manera, hasta que su patriotismo bien e intensamente venció a su obstinación”. Y lo relacionaba con el viaje de Juan Carlos I a Norteamérica. Sin embargo, la designación de Adolfo Suárez como sucesor de Arias fue recibida por el historiador con el ya célebre “¡Qué error, qué inmenso error!”, que atribuía, no sin razón, a los manejos y estrategias de Fernández Miranda, su “evidente muñidor” y “triunfador profundo”. Tampoco contaba con su apoyo el nuevo gobierno, que no tenía dentro “a las regiones, a las clases inferiores y a las mujeres de España”. Era fruto del “Movimiento dividido” y del “frente político-conservador vinculado al Opus Dei”{143}. Posteriormente, reconoció equivocarse con Suárez y su gobierno{144}. No en vano sometió a una crítica radical el libro de Gregorio Morán, Adolfo Suárez: historia de una ambición. A su modo de ver, el autor era sólo un “experto en libelos, típico submarino del partido comunista”{145}.

    Entonces, su enemigo por antonomasia, mucho más que la poco significativa extrema derecha, fue Alianza Popular. Criticaba que Fraga hubiese abandonado, tras la victoria de Suárez, el centro, “para quedarse al frente de la desbordada derecha franquista”. El proyecto fraguista tenía la virtud de “desplazar a la extrema derecha fascistoide; aunque la inclusión de Gonzalo Fernández de la Mora es para echarse a meditar”. Y es que al líder de Unión Nacional Española le atribuía nada menos que la jefatura del “ala neofascista de la gran alianza de derechas”
    {146}.

    Ahora, el hombre del futuro era Adolfo Suárez, “irrevocablemente decidido a coronar su proyecto de reforma, sean cuales sean los obstáculos que se encuentre”. Ante su éxito en la aprobación de la Ley de Reforma Política, sostuvo: “Con todo y con eso, las Cortes de Franco, nacidas en 1943 como fachada contra la democracia, han sabido morir con patriotismo y con honor. En el día de hoy actuaban como si fueran Cortes representativas. Como nacieron para no serlo, han muerto en el trance. Pero no sin prestar un gran servicio al futuro”
    {147}.

    http://www.nodulo.org/ec/2018/n183p11.htm
    Última edición por ALACRAN; 01/10/2020 a las 19:35
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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    Re: Ricardo de la Cierva: de guardián de la Historia a historiador erradicado

    4. Entre la Historia y la Política

    A partir de aquellos momentos, De la Cierva volvió a combinar su labor de historiador con la de político en activo. De un lado, consiguió consolidar su situación en la Universidad. Fue nombrado Profesor Agregado, por oposición, de Historia Contemporánea de España en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense de Madrid. Posteriormente, opositó con éxito a la cátedra de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Granada. Y, finalmente, logró, por oposición, la cátedra de esa misma asignatura en la Universidad Complutense de Alcalá de Henares. Celebró la brillantez de los discípulos de Carr: “Con la reciente revelación de Juan Pablo Fusi, la tesis-libro de Varela Ortega confirma el inmenso servicio de Raymond Carr a la joven historiografía española”
    {148}. Y procuró, en la medida de lo posible, desvincularse de su pasado franquista. Desde su óptica conservadora, hizo un balance más bien crítico de la trayectoria histórica de las derechas españolas; y es que sus dos grandes defectos habían sido “prescindir excluyentemente de la izquierda como alternativa y recurrir ante las crisis de la nación al arbitraje dictatorial de la espada”. Incluso reiteró su interpretación de Manuel Azaña como una especie de liberal-conservador.

    Su opinión sobre el régimen de Franco tampoco resultaba excesivamente alagadora. El franquismo había sido “por encima de todo la elaboración de Franco sobre el sustrato formado por la derecha militar y la derecha tradicional en todas sus formas”. “La famosa FET de las JONS no era más que el artilugio fascistoide y operativo para que funcionase con un mínimo de apariencia y coherencia todo este sustrato. En este sentido puede decirse que el general Franco ha sido el más derechista de toda la historia contemporánea española; y el Movimiento ha sido, a la vez, ya la sombra constituyente de Franco, el estuario donde han desembocado, aunadas todas las corrientes y tendencias de la derecha española, tradicional, clásica y moderna”
    {149}. En otra ocasión, afirmó: “Es evidente que no me interesa la defensa política de Franco, el hombre que me mandó a la calle desde la dirección de Cultura Popular por fiarse de dossiers truncados y testigos medrosos. Pero me interesa la defensa de la historia de España, incluida la historia del franquismo. Ni fui servil en el franquismo ni ahora pienso aparecer como un renegado”{150}. Incluso llegó a negar que sus cargos en el régimen de Franco hubiesen tenido un carácter político: “Fui director general de Cultura Popular, pero las direcciones generales en mi propio ministerio (del cual era yo técnico de Información y Turismo) no eran cargos políticos; se designaba a los funcionarios más destacados, como ha sucedido después también en la democracia. Por tanto, yo no tuve absolutamente ningún cargo político en el franquismo. Y no tuve más que una condecoración menor: la encomienda del Mérito Civil. Franco no me dio ninguna condecoración por mi biografía, por ejemplo, seguramente porque era algo crítica”. Creía, además, que “una dictadura es injustificable”. En cambio, se sentía orgulloso de “haber sido diputado, senador y ministro de la democracia, no del franquismo”{151}.

    Defendió la publicación de los estudios de Ángel Viñas sobre el famoso “oro de Moscú” en Editora Nacional. Su valoración de la obra de Viñas era, en aquellos momentos, ditirámbica. Calificó de “espectacular” la aparición de su libro La Alemania nazi y el 18 de julio. Era “uno de los primeros expertos en los más vidriosos y escondidos temas de nuestra historia económica reciente”. Y el dedicado al “oro de Moscú” era “el mejor de todas sus publicaciones hasta hoy”
    {152}. Calificó el libro de Francisco Franco Salgado-Araújo, Mis conversaciones privadas con Franco como “la venganza del ayuda de cámara”, porque estaban escritas desde el resentimiento. No obstante, creía que su publicación, en la que nada había tenido que ver, resultaba positiva: “El Caudillo está de cuerpo entero en estas páginas. Franco Salgado no inventa nada; reproduce con fidelidad magnetofónica cuanto oye. En esto radica el enorme valor histórico de estas confidencias, que son las memorias de Franco: las únicas memorias de Franco”. Y señalaba: “Los consejos de administración; este libro es la más decisiva prueba de cargo contra la corrupción del régimen de Franco conocida y permitida, cuando no alentada, por el propio Franco”{153}.

    De la Cierva se mostraba comprensivo con Laín Entralgo a raíz de la publicación de su obra Descargo de conciencia. Lo comparaba con las Antimemorias de André Malraux; y señalaba que era una especie de autobiografía de los “hijos de la muerte”, víctimas de la guerra civil. “Toda la vida del pensamiento y la anticultura española contemporánea –su libro es pura contemporaneidad-quedan reproducidos en su libro…”. Y concluía: “Este libro acaba de situarle ya en el plano magistral de los Azañas y Madariagas: dentro de todo, al margen de todo. Sus palabras son comunes, comunitarias. Sus posibles culpas, ahora lo vemos, nunca destruyeron su inocencia esencial. Es un ejemplo vivo de lo que pudo sin una guerra civil, la cultura española que venía imparable de una Edad de Plata. Desde el fondo de la tragedia es un restaurador; un reanudador”
    {154}.

    De la Cierva aceptó la legalización del PCE, calificando de “irracional” la represión a que le sometió el régimen de Franco, “encarnación e institucionalización de lo que se ha llamado gran derecha, y realmente es pequeña derecha, la cegata derecha tradicional española”. Y concluía: “Quienes deseen oponerse al comunismo dentro de una sociedad democrática –que para serlo tiene que aceptar el hándicap de admitir al comunismo en su seno– no deben procurar eliminarle con procedimientos totalitarios más o menos encubiertos –como el comunismo, eso sí, utiliza en los países donde domina, sin una excepción hasta hoy– sino reconociendo, emulando y superando su vigor doctrinal, la dedicación de sus militantes, la capacidad política de sus dirigentes y el largo alcance de sus apoyos estratégicos”
    {155}.

    Entre 1976 y 1978, publicó, en dos tomos, una Historia del franquismo, que careció, en realidad, de repercusión historiográfica. El primer tomo, subtitulado Orígenes y configuración (1939-1945), incidía en temas ya tratados anteriormente, aunque narrado desde una perspectiva más crítica, fruto del nuevo contexto político y cultural. Franco aparece como un representante de un “autoritarismo paternalista y a la vez tradicional”, “el sucesor directo de un rey absoluto, Carlos III, en las entrañas de una época en la que brotan probablemente en España las raíces del regeneracionismo”. “Franco es un populista de inspiración militar primero y luego cristiana”. De la Cierva reprocha a Franco el “gran error inicial del régimen en 1939 de cerrarse a los innumerables vencidos que estaban dispuestos –como Julián Besteiro– a olvidar la guerra y a trabajar juntos por una paz común”. En su opinión, hasta 1945 no se llega al “franquismo definitivo”. Denunciaba el fracaso de la lucha contra la corrupción; y que no supiera conservar el apoyo de los intelectuales. A ese respecto, calificaba a la censura de “lunática”. Consideraba la entrevista de Hendaya como un éxito para Franco, que, durante un tiempo, tuvo la “tentación” de entrar en la guerra mundial. Su “viraje atlántico” se produjo en 1942
    {156}.

    El libro fue presentado en sociedad por el exministro de Franco, Ramón Serrano Súñer, quien calificó a De la Cierva como “historiador oficial del Régimen”, señalando algunas puntualizaciones al libro, sobre todo sus discrepancias respecto a la entrevista de Hendaya, el cese de Dionisio Ridruejo, su relación con la Alemania de Hitler, etc. Según parece, Serrano asistió al acto algo enfermo, lo que no le impidió extenderse largo rato en su intervención. Tanto es así que De la Cierva afirmó: “Menos mal que no se encontraba bien, porque si llega a venir en plenas facultades…”
    {157}. Algunos críticos como Manuel Adrio, reprocharon al historiador “ciertas pasiones y no pocas autocensuras”, al igual que sus “alabanzas a personajes actuales de la vida española”. Además, tampoco profundizaba en la situación política y social de los primeros momentos del régimen antes del estallido de la Guerra Mundial. Y la entrevista de Hendaya no estaba bien tratada. Lo más positivo era su descripción de la personalidad de Franco y de su capacidad para resolver problemas{158}.

    El segundo tomo, bajo el subtítulo de Aislamiento, transformación y agonía (1945-1975), hubo de esperar hasta dos años después. Se trataba de una síntesis mucho más apresurada y coyuntural que la anterior. De nuevo, el autor repetía, aunque de una forma más matizada, lo ya defendido en libros anteriores. Hacía referencia al aislamiento posterior a la Segunda Guerra Mundial, los éxitos del régimen a partir de los años cincuenta en los pactos con Estados Unidos y la Santa Sede, la transformación económica del país, el fracaso político de las tendencias liberalizadoras, las consecuencias del Concilio Vaticano II, el inmovilismo de Carrero Blanco y del propio régimen, etc. A ese respecto, hacía referencia, desde una óptica manifiestamente presentista, a los “Anales de la degradación”: “terminar como época, pero dejar varios problemas envenenados a la época siguiente”. Igualmente, calificaba de “alucinación tecnocrática” el período comprendido entre 1957 y 1967. Carrero Blanco era “la prueba de la regresión del propio Franco. “Por eso, el 1967 –cuando la barrera tomó cuerpo y nombre propio, Luis Carrero Blanco, vicepresidente e indiscutible número dos– se pudo ver que la tecnocracia, además de un equipo y un espíritu, era también una alucinación; el pueblo español que votó la Ley Orgánica porque Franco se la presentó como un método democratizador, se sintió defraudado y estafado, aunque no lo manifestó de forma airada y visible”. Carrero era “la cerrazón y el inmovilismo”.

    Tomaba nota de la corrupción existente en el régimen, en particular con el asunto Matesa. Interpretaba ETA como consecuencia de “un nuevo reflejo subcarlista a manos de una parte importante del clero joven de Euzkallerría, que concentró buena parte de la permanente vocación trabucaire de tantos curas españoles de misa y olla, incapaces de adaptarse espiritualmente a una sociedad secularizada de talante europeo”. Frente al estancamiento del régimen, De la Cierva presentaba “un oculto ritmo positivo, una eclosión –desde luego no espontánea– de nuevas posibilidades de futuro, que descansaban en las tensiones convergentes de una joven generación más que política en la que confluían, aparentemente dentro de la ortodoxia o de la tolerancia del régimen, personas símbolo como Juan Carlos de Borbón, que por entonces recibe la plena aceptación atlántica; Adolfo Suárez González, cuyo ascenso singular e irresistible no se debe solo a la casualidad política ni solo a sus tremendas cualidades políticas muy superiores a su hábil ambición personal; Felipe González, que se afirma bajo una lenta y magistral creación secreta de imagen con evidente cobertura atlántica también; y Vicente Enrique y Tarancón, que empuña por entonces con sentido de futuro las sendas de una Iglesia española que, como revelaría la Asamblea Conjunta de 1971 había anticipado su transición a la general transición del país”.

    Celebraba ahora, frente a lo sostenido cinco años antes, los planteamientos de la Asamblea Conjunta de 1971. Y se ponía de parte de monseñor Añoveros en contra del régimen. Y es que, en su homilía, “todo era verdad y sería asumido después por los Gobiernos de la Corona”, porque resultaban “evidentes las discriminaciones culturales de un régimen que había utilizado absurdamente la política anticultural como cobertura de un pacto oligárquico que a tan triste restricción se reducía el vacío político del régimen respecto a una de sus más conflictivas entre las Españas”. Y concluía: “Todos los problemas de España quedaban en flor tormentosa, sin resolver o mal planteados; o con simples parches de expectativa (…); pero también una España diferente, sobre la que, después de la transformación realizada durante el mando de Franco iba a ser posible intentar con éxito la operación política definitiva que nunca pudo cuajar desde el hundimiento de la Ilustración, y del horizonte marítimo, y de las Américas y Filipinas españoles como consecuencia de la desintegración del Antiguo Régimen en la estela de Trafalgar; y por la simultánea agresión exterior”
    {159}.

    En otro de sus libros, años después, sostuvo que el régimen era ya, a la altura de 1967, “un cadáver de pie; se desmoronaba desde dentro, sin que los embates de la oposición exterior, excepto en el caso de la Iglesia, influyesen para nada en su decadencia”. “El franquismo como tal murió en 1967; Franco sobrevivió, gracias a su peso histórico, durante ocho años, al franquismo y la oposición apenas se enteró de ello”
    {160}.

    Su labor se fue centrando cada vez más en la política. A finales de 1977, corrió el rumor de que iba a presidir la Agencia EFE
    {161}. Durante apenas un año, dirigió la revista Nueva Historia, que contó entre sus colaboradores con Ramón Salas Larrazábal, Juan Antonio Vallejo Nájera, Gregorio Gallego, Horacio Salas, Josep F. Valls, Ricardo Blasco, Xavier Moreno Lara, Javier Domingo, Emilio Temprano, Francisco Agramunt, Luis Gasca, Mario Hernández Sánchez-Barba, Jesús Salas Larrazábal, etc, etc. En la revista, existió una sección denominada “La Torre de Londres”, en la que solía ponerse en solfa a políticos, historiadores y partidos que no eran del agrado de su director: Gonzalo Fernández de la Mora, José María Gil Robles, Gabriel Jackson, el PCE, etc. De la Cierva solía escribir una crónica. Cada vez más próximo a Suárez, alabó la legalización del PCE y valoró positivamente el significado de sus viajes a Méjico y Estados Unidos: “La entrevista de Suárez con Carter fue especialmente cordial; y el presidente norteamericano pareció incorporarse a la ya larga lista de políticos fascinados por la simpatía y la sinceridad del presidente español”{162}. De la Cierva fue pronto sustituído por Antonio Padilla Bolívar, que dio a la revista un sesgo más izquierdista. Sin embargo, la revista no pudo competir con Historia 16 y Tiempo de Historia, y desapareció al año siguiente.

    Afiliado ya a Unión del Centro Democrático, De la Cierva logró un escaño en el Senado por su feudo familiar de Murcia; y participó en la redacción del texto constitucional. Junto al filósofo Julián Marías, introdujo el término “Nación española” y “Comunidad Hispánica de Naciones” en la Constitución
    {163}.

    Por entonces, afirmaba que al PSOE le convenía “pasarse una generación en la oposición, UCD va a estar mucho tiempo en el poder y no existe la más mínima posibilidad de que nos desintegremos”. En su opinión, quien se estaba desintegrando era Alianza Popular, cuya situación era “tan mala que se han inventado esa aberración llamada Nueva Mayoría”
    {164}. Posteriormente, fue designado consejero para Asuntos Culturales del presidente Suárez{165}, cargo del que dimitió para presentarse a las elecciones de 1979, resultando elegido de nuevo diputado por Murcia. A comienzos del siguiente año, fue designado, en sustitución de Manuel Clavero Arévalo, ministro de Cultura. Periodistas como Pedro J. Ramírez y políticos como Leopoldo Calvo Sotelo le acusaron de conspirar contra el político andaluz{166}. Según Leopoldo Calvo Sotelo, su situación política nunca fue estable: “Su perihelio no le acercó mucho al Sol-Presidente: Ricardo de la Cierva se quedó en el otro extremo de la mesa ovalada, cerca de mí, donde solían aparcarse los ministros raros: Cultura, Relaciones con las Comunidades Europeas, Adjuntos al Presidente; Ministros que hoy son y mañana van al horno, como los lirios del Evangelio, muy lejanos de las grandes Carteras estables: Hacienda, Interior, Exteriores”{167}.

    Su gestión fue muy discutida. En un primer momento, manifestó que sería un “ministro continuista”, en la línea de Clavero y Cabanillas; y que huiría del “dirigismo cultural”: “Para mí, y no sólo para mí, sino para el programa cultural de UCD, la política cultural ha de ser eminentemente subsidiaria. Es decir, el Estado tiene que acudir allí donde la sociedad y los entes políticos y sociales no llegan en lo cultural y donde la sociedad quiere que el Estado llegue”
    {168}. De ahí que considerara que la prensa del Estado resultaba “incompatible con la sociedad democrática”{169}. La salida a la luz de El libro rojo del cole fue calificada por De la Cierva como “intolerable”; se trataba, además, de una obra “clandestina”{170}.

    Su nombramiento fue recibido de una manera ambigua por el nuevo diario de referencia nacional, El País, para quien, por un lado, destacaba su vinculación al régimen y a la figura de Francisco Franco; y, por otro, su labor al frente de Editora Nacional y de Cultura Popular, “un estimable esfuerzo en favor de la liberalización, la concordia y la apertura”. No obstante, valoraba de forma negativa su “papel de espadachín del Gobierno precisamente en asuntos relacionados con la vida cultural de este país”. A ese respecto, el editorialista demandaba neutralidad política y capacidad para superar “la larga, lúgubre y oscura noche de la cultura española que dura ya casi medio siglo”
    {171}.

    Intentó, en principio, una aproximación al mundo intelectual nombrando una serie de “consejeros culturales”, algunos no precisamente de derechas, como Santiago Amón, Julio Caro Baroja, José María Castellet, Palacio Atard, Baltasar Porcel, José Luis Borau, Mario Hernández Sánchez-Barba, Ángel María de Lera, Francisco García Pavón, Pedro de Lorenzo, Martín de Riquer, Camilo José Cela, Nuria Espert, Cristóbal Halffter, etc. La mayoría de los cuales rechazó el nombramiento
    {172}. Entre sus proyectos, se encontraban la educación física y deportes, la clasificación de las salas cinematográficas, el patrimonio artístico, la propiedad intelectual, las bibliotecas, el fomento de la cultura, la apertura de archivos, el fomento y la defensa de la lengua española, la reforma del sector del libro, etc{173}. Unos proyectos que chocaron con las críticas de socialistas y comunistas. El portavoz socialista Rafael Ballesteros los calificó de “surrealistas y dadaístas”. Por su parte, De la Cierva calificó a Ballesteros de “infantil”. La comunista Pilar Brabo denunció su inconcreción{174}.

    De la Cierva hubo de enfrentarse al espinoso tema de la censura a la película de Pilar Miró, El crimen de Cuenca. “Todos los que me han dicho lo que yo debía haber hecho sobre el tema de la película El crimen de Cuenca, saben perfectamente que no puedo hacer nada”. Y es que su ministerio carecía de competencias jurídicas sobre ese problema
    {175}. Se comprometió a garantizar el respecto a las culturas minoritarias, como la gitana{176}. Muy dura fue la posición de los partidos parlamentarios y extra– parlamentarios vascos pidiendo su dimisión en un acto de conmemoración del 43 aniversario del bombardeo de Guernica, donde se demandó la apertura de los archivos militares para esclarecer el hecho. La petición en contra del ministro de Cultura venía dada “por el cúmulo de argumentos tergiversados y gravemente hirientes para el pueblo de Guernica y de Euskadi que en torno al bombardeo se han dado en las últimas décadas y en razón de la considerable aportación a los mismos de aquél”{177}.

    Entre sus críticos más acerbos se encontraba el escritor Francisco Umbral, que le tachó de “ministro espectáculo”
    {178} y de “ministro de contracultura”{179}.

    Para colmo, tampoco contó con el apoyo de su partido, sobre todo de su sector liberal y socialdemócrata. El secretario de la UCD murciana Juan Martínez Meseguer denunció públicamente a De la Cierva por sus críticas al comité ejecutivo del partido, próximo a Joaquín Garrigues Walker
    {180}. Finalmente, De la Cierva cesó como ministro el 8 de septiembre de aquel mismo año; y lo que resulta significativo con gran alegría de la UCD murciana, que vio en su caída un éxito de los sectores más izquierdistas del partido{181}. Cada vez más aislado, el historiador madrileño propugnó una alianza con Fraga{182}. Pero a comienzos de noviembre de 1981, presentó su baja en la UCD{183}. En una entrevista, señaló: “No me he ido de UCD, a mí me han echado”{184}. Fue sustituido por el democristiano Iñigo Cavero.

    Por entonces publicó un anodino libro sobre la entrevista de Hendaya, en la que basándose en los estudios de los historiadores Donald S. Detwiler y Raymond Proctor, y sin consultar documentación primaria, intentó demostrar que Franco nunca pretendió entrar en la Segunda Guerra Mundial, aunque experimentó un cierto vértigo beligerante tras la victoria de Alemania frente a Francia. “En medio de semejante vorágine, cuando de verdad parecía surgir de esa Europa atónita un orden nuevo, la nueva España de Franco vio como cambiaba dramáticamente su circunstancia exterior, hasta abocar a una auténtica inversión estratégica; no debe extrañar, pues, que el rumbo español vacilase, se atemperase a intuiciones contradictorias y llegase al borde de la intervención. Pero la gran tentación, que parecía suprema e invencible durante escasas y eternas semanas, cedió al final. España notó que, tras la inmensa amenaza, seguía sobre su precario, pero firme sendero y que la misma mano empuñaba, tras las sombras y hacia las sombras, un timón reforzado”
    {185}.

    http://www.nodulo.org/ec/2018/n183p11.htm
    Última edición por ALACRAN; 01/10/2020 a las 19:43
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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    Re: Ricardo de la Cierva: de guardián de la Historia a historiador erradicado

    5. Entre la Historia y la polémica: retorno a los orígenes

    En enero de 1982, abandonó UCD, junto a Miguel Herrero y Francisco Soler, para pasarse al grupo de Alianza Popular, capitaneado por su antiguo mentor, Manuel Fraga. Según el sarcástico Leopoldo Calvo Sotelo, Soler procedía del grupo socialdemócrata, mientras que De la Cierva pertenecía al de “la Luna, como el almirante Aznar”
    {186}. En Alianza Popular, el historiador madrileño fue rechazado por los representantes del partido en Murcia, pero Fraga consiguió que ocupara el primer lugar en la lista por Melilla en las elecciones de 1982{187}, que resultó derrotada. Muy comentada fue su colaboración en el diario católico YA, en una sección titulada significativamente “La Quinta Columna”, muy crítica con la izquierda socialista y con la actuación de Suárez y de los restos de la UCD capitaneados por Leopoldo Calvo Sotelo y Landelino Lavilla por su negativa a coaligarse con Alianza Popular. Sus compañeros de página eran el periodista Emilio Romero y el sociólogo Salustiano del Campo. Una de sus preocupaciones, aparte de las estrictamente políticas, fue la ya perceptible influencia universitaria y mediática, con los socialistas ya en el poder, de la escuela marxista de Manuel Tuñón de Lara. Y es que a mediados de 1983 comenzó a emitirse por televisión la serie “Memoria de España (Medio siglo de crisis, 1898-1936)”, a la que luego siguió “España en guerra, 1936-1939”. Su director era Ricardo Blasco, con quien De la Cierva había trabajado anteriormente; y era presentada por el conocido actor Fernando Rey. El equipo era asesorado por un grupo de historiadores como Tuñón de Lara, Josep Benet, Antonio María Calero, José Manuel Cuenca Toribio, Gregori Mir y Alfonso Cucó. La mayoría de ellos, salvo Cuenca Toribio, pertenecían a la izquierda historiográfica o militaban en formaciones nacionalistas{188}. Entre otras cosas, De la Cierva acusó a los guionistas de minimizar el “crimen de Estado que acabó con la vida de Calvo Sotelo”; y señaló que en la primavera de 1936 el papel de las derechas “no fue de agitación, sino de denuncia”{189}. Ç

    Independientemente de la veracidad o falsedad de sus alegatos, lo que estaba ya muy claro es que Ricardo de la Cierva había perdido su rol de historiador de referencia mediática; que otros ocupaban ahora ese lugar; y que con ellos se divulgaba otra interpretación de la historia contemporánea de España. Además, De la Cierva nunca perdonó, como tendremos oportunidad de ver, a Cuenca Toribio, cuyos libros sobre la historia de la Iglesia española contemporánea tanto había utilizado, su participación en dichos programas televisivos.

    Por aquellas fechas, salió a la luz la revista de pensamiento político Razón Española, cuyo fundador y guía era Gonzalo Fernández de la Mora, uno de los intelectuales de la derecha a quien De la Cierva había criticado con mayor saña a lo largo de la transición. Sin embargo, su nombre aparecía en el consejo de redacción, al lado de otros intelectuales afines al franquismo como Jesús Fueyo, José García Nieto, José Luis Comellas, Dalmacio Negro Pavón, Juan José López Ibor, Carmen Llorca, Francisco Puy, Juan Velarde, Luis Suárez, Antonio Millán Puelles, etc. El hecho no dejaba de ser significativo a la hora de analizar la evolución ideológica del historiador madrileño. De la Cierva no sólo había criticado a Fernández de la Mora, sino que, además, desconocía su trayectoria intelectual, atribuyéndole, en el segundo tomo de su Historia del franquismo, una militancia en la “democracia monárquica” y “liberal conservadora”
    {190}, que nunca existió{191}. Además, supuso que Fernández de la Mora era el autor de uno de los manifiestos publicados en el diario El Alcázar bajo el pseudónimo de “Almendros”{192}, algo que el interpelado siempre negó. Así lo señaló en una carta a De la Cierva, y éste se comprometió a corregir “mi error” en futuras ediciones del libro{193}. Por otra parte, nunca compartió las críticas de Fernández de la Mora a la Monarquía constitucional de Juan Carlos I, ni su apuesta por un modelo de República presidencialista{194}. No obstante, participó en el homenaje tributado al director de Razón Española al cumplir sus setenta años{195}. En aquellos momentos, consideraba a Fernández de la Mora el sucesor de Ramiro de Maeztu, “podador de la yedra, custodio de la encina”{196}.

    En cualquier caso, su estrella historiográfica estaba ya en declive. Ninguneada fue su oportunista Historia del socialismo en España, 1879-1983 –mero remake de su Historia perdida del socialismo español, publicada al socaire de la victoria de Felipe González y su partido en 1982–, que fue calificada de mera “historieta” por parte de una nueva figura de la historiografía de izquierda, Santos Juliá
    {197}. Claro que en sectores más afines, como Razón Española, tampoco se le dio excesiva importancia. Para Juan Luis Calleja, era un libro de circunstancias, meramente coyuntural{198}.

    De la Cierva nunca perdonó a Juliá su desdeñosa crítica. Y tanto en el diario YA como en algunos de sus últimos libros sometió a una radical criba el conjunto de la producción del historiador gallego. A su entender, Juliá se había convertido en “el historiador oficial del PSOE”. Y le recordaba su libro juvenil Introducción a la Historia (Hombres, clases, pueblos), burlándose de su metodología marxista, que pretendía aplicar al conjunto de la trayectoria histórica de la Humanidad: “Es lo que pasa por querer encorsetar la Historia viva en las pautas férreas que ni siquiera Marx se atrevió a aplicar a todas las épocas de la Historia”
    {199}.

    Como en el caso de UCD, Fraga encargó a De la Cierva la dirección cultural de Alianza Popular, pero no tardó excesivo tiempo en abandonar el cargo, aduciendo que quería irse “a su cátedra y dejar la política cultural de AP; está metido en varias e importantes obras historiográficas”
    {200}. La verdad es que consideraba a la Fundación Cánovas del Castillo un ente inoperante, que “no contribuye prácticamente en nada a revivir entre los españoles la memoria histórica de la gran derecha española, aunque su fundador y su actual presidente hayan sido destacados colaboradores de Franco en vida de Franco”{201}.

    En 1986, De la Cierva publicó una nueva biografía de Franco, presentada nada menos que como “una obra definitiva sobre la figura más polémica de la historia de España”. Su valoración última del biografiado seguía siendo más que positiva o ditirámbica, providencial: “Consiguió –en admiración y odio– la equiparación con las primeras figuras políticas de su tiempo; Pétain, Mussolini, Hitler, Roosevelt, Einsenhower, Nixon, De Gaulle, Stalin, Oliveira Salazar, Alfonso XIII, don Juan de Borbón, Pío XI, Pío XII (….) Pretendió dejar a España fuera de la guerra y lo consiguió. Ganó antes su guerra civil, y venció en España al que consideraba el enemigo supremo de España: el comunismo internacional. Resistió con éxito y contra todo pronóstico al mundo unido contra él entre 1944 y 1948. Vio que el mundo que le había rechazado le dio la razón durante la guerra fría. Recibió una España deshecha, en trance de extinción, y entregó una España convertida en la décima potencia industrial del mundo, en la que por vez primera podría ensayarse con garantía de éxito la experiencia democrática. No dio a España la democracia; pero si la posibilidad y la infraestructura económica, social y cultural para la democracia. La síntesis de su preocupación y su doctrina se resume en una sola palabra: unidad”. “Murió invicto, mientras vivió nadie pudo dudar de su permanencia”. Y concluía: “El historiador piensa con sinceridad que si se consolida definitivamente, Dios lo quiera, la democracia en España, Franco habrá tenido razón, la gran razón de su vida”. De la Cierva hizo mención a dos de las biografías escritas sobre Franco por aquellas mismas fechas, la de Juan Pablo Fusi y la de Luis Suárez Fernández. A la primera la consideraba un “estimable ensayo biográfico desde una perspectiva política adversa”. La segunda era tachada de “acrítica”
    {202}.

    En más de una ocasión, De la Cierva criticó la obra de Luis Suárez, Francisco Franco y su tiempo, a la que tachó de ser “puramente apologética, no introduce elementos críticos sobre la figura y la obra de Franco y está prácticamente incompleta; nada describe ni sugiere sobre la decadencia de Franco y la degradación de su régimen”. Y no dudó en acusar a los dirigentes de la Fundación Francisco Franco de tener una “visión alicorta” y de impedirle “el acceso a sus archivos en nombre de estúpidos pretextos y sin esa documentación, libremente estudiada, no puedo abordar el proyecto hasta que la propia Fundación se libre de tan ineptos rectores de la Historia y de la propia figura de Franco”
    {203}.

    De la Cierva recurrió a Fernández de la Mora para que intercediera en su favor. En un primer momento, sospechaba que el veto procedía de Cristóbal Martínez Bordíu, marqués de Villaverde. En una carta a Fernández de la Mora, afirmaba: “Mil gracias por tu gestión ante la Fundación Francisco Franco. Me temo que cometen los mismos errores que Franco en su fase final y con menos estilo. Sigo dolido e indignado de que frente a los ataques de Preston y Vázquez Montalbán (vengo de ver los originales y son terribles) sólo saquen el librito de documentos inconexos ya publicados, sin la menor armadura, y el librito de Ángel Palomino, gran amigo mío, pero no es especialista. ¿Es que manda Cristóbal Villaverde en ese cotarro? (…) Cerrarme el camino a mí porque soy crítico y no confundo a Franco con Cristóbal es una memez insondable. Con su pan se lo coman quienes pretenden convertir la Fundación en mausoleo. Franco jamás me puso cortapisas. Estos no son testamentarios de Franco, sino enemigos de Franco, pequeños, rastreros, gilipollas”
    {204} . En opinión de Fernández de la Mora, el marqués de Villaverde nada tenía que ver con el veto que sufría en la Fundación Francisco Franco: “En la Fundación Francisco Franco creo poder asegurar que Cristóbal no tiene arte ni parte alguna, jamás le he visto por allí, ni siquiera como público en las conferencias”{205}. Fernández de la Mora intervino a favor del historiador madrileño, pero sin éxito. Y es que Luis Suárez estaba “profundamente dolido porque, según él, le difamas y calumnias (…) En todo caso, como viejo amigo y admirador tuyo, he de reiterarte que Luis es un caballero de pies a cabeza y que las discrepancias historiográficas no pueden atenuar el respeto que su persona y su obra merecen. Y siempre caridad, como reza la consigna cristiana”{206}. A lo que De la Cierva contestó: “Luis Suárez es una de las poquísimas discrepancias que tengo contigo, pero es profunda. Desde hace muchos años, he elogiado sus libros medievales y sus trabajos sobre Franco, de los que ahora reniega al no mencionarlos jamás en la Academia de Historia (…) ha impulsado al pobre Gutiérrez Cano para que de hecho me cierre el paso al archivo, pero es él quien lo impide. Lo voy a desenmascarar mucho más. Perdona mi sinceridad”{207}.

    No obstante, con posterioridad, el 3 de diciembre de 2011, le fue otorgado el título de Caballero de Honor de la Fundación Nacional Francisco Franco
    {208}.
    Sin embargo, en esta etapa de su trayectoria la política primó sobre la producción puramente historiográfica. Y es que De la Cierva consideraba que la derecha liderada por Fraga y luego por Antonio Hernández Mancha era incapaz de articular un auténtico proyecto político-cultural frente a la ya apabullante hegemonía de los socialistas Era “la derecha sin remedio”. “España es ahora-políticamente– una coña medio sofocada por la estupidez de la derecha y por la merecida prepotencia del socialismo, que a este paso nos gobernará durante el próximo siglo”
    {209}. En ese contexto, su retrato de Felipe González no carecía de mérito: “Felipe González ha sido un notable hallazgo del socialismo interior y de la estrategia atlántica progresista para la transición española (…) Es un extraordinario vendedor que a veces degenera en las técnicas del charlatán de feria. Es un líder ideal para una sociedad con escasa cultura y confusa experiencia política, amén de casi nula experiencia democrática. Líder ideal para un partido en el que domina la praxis sobre la teoría, el disfrute del poder sobre el cultivo de las raíces, la prepotencia e incluso la chulería política sobre la solidaridad democrática y la buena educación, la actitud hortera sobre el señorío, el cinismo sobre la lógica”{210}. Y es que el PSOE pretendía convertir el proceso de reforma en ruptura mediante un auténtico proyecto de hegemonía –el Programa 2000–, cuyo objetivo era controlar al conjunto de la sociedad civil y de las instituciones tradicionales: la Iglesia, las Fuerzas Armadas, la escuela, la cultura, las universidades, el poder judicial y el sistema económico. Sus raíces ideológicas eran, pese a las apariencias, auténticamente marxistas; y bebían en las fuentes de Jurguen Habermas, la Escuela de Frankfurt y Antonio Gramsci{211}.

    A ese respecto, concedía una gran importancia no sólo a la masonería, sino a lo que denominaba “Frente Popular de la Cultura”, al que pertenecían no sólo historiadores e intelectuales de izquierda como Santos Juliá, Ángel Viñas, Julio Aróstegui, sino de derechas como Cuenca Toribio. Al ministro Jorge Semprún le acusaba de llevar a cabo una política cultural, no ya de “amiguetes, sino de amigotes”. Frente a tal ofensiva, la derecha se rendía ante los socialistas. Por ello, De la Cierva abominaba de “la ramplonería y las incoherencias de Génova 13, y especialmente de la hirsuta y alicorta delegación española de la Fundación alemana Seidel”
    {212}.

    En ese sentido, De la Cierva llegó a hacer referencia a la pervivencia del franquismo en el régimen demoliberal, señalando “las profundas semejanzas e incluso vinculaciones del populismo socialista con el populismo franquista”. “Hasta en sus métodos, el gobierno socialista de 1982, sus métodos y sus nuevas costumbres institucionales, recuerda al franquismo por sus cuatro costados”. “La infraestructura histórica del franquismo está dentro de la democracia española. Que no hubiera llegado nunca sin la previa transformación básica de España en lo económico, en lo social y en lo cultural, que es la obra histórica del franquismo. La conjunción de franquismo y de antifranquismo en la transición es lo que da a la transición su carácter excepcional y original. Como proceso de síntesis y no como golpe de antítesis, como han sido la inmensa mayoría de las transiciones históricas del mundo”
    {213}.

    El historiador madrileño fue muy crítico con la alianza de Fraga con los democristianos de Oscar Alzaga, en quien veía el arquetipo del traidor. Igualmente, censuraba las posiciones de la Banca y de la Iglesia. Además, la derecha desconocía su historia. En esta ocasión, De la Cierva se mostraba mucho más apologético de la trayectoria histórica y doctrinal del conservadurismo español. A su entender, los orígenes del conservadurismo liberal se encontraban en Jovellanos, cuyos planteamientos influyeron posteriormente en el moderantismo y en el canovismo. El carlismo era presentado ahora como “la derecha popular”. De la misma forma, exaltaba a Bravo Murillo y Donoso Cortés. Consideraba a la Unión Liberal como “el gran antecedente centrista”, “un disfraz de la derecha moderada”. El krausismo era interpretado como un germen de “la llamada modernización socialista”, de la LODE y del diario El País. Cánovas era calificado de nuevo como “genio político”, e incluso llega a sostener De la Cierva, contra toda evidencia, que el político malagueño “invocó el apoyo de la clase obrera; era una Monarquía de todos”. La Restauración fue un “momento creativo de paz, progreso y convivencia”. De nuevo, Maura aparece como “teórico de la democracia” y defensor del nacionalismo económico. En el ámbito intelectual no sólo defendía la actualidad de Ramiro de Maeztu, sino que interpretaba a Ortega y Gasset como liberal-conservador. Acusaba a la derecha monárquica de traicionar a Alfonso XIII. Valoraba positivamente la figura de Gil Robles, aunque reconocía que la derecha, a lo largo de la II República, no fue democrática. De Acción Española hacía hincapié en su “hondura doctrinal, su nuevo espíritu de equipo, en su lúcida defensa de los valores de la derecha española, en su sincera preocupación por los problemas de la cultura”. Significativa era igualmente su defensa de la vertiente populista de Gil Robles y del general Franco. Ya en la actualidad, contemplaba a Fraga como víctima de la “derecha de intereses”. Ante su dimisión, confiaba en que su sucesor Antonio Hernández Mancha fuese un continuador de la “derecha de ideales” y populista representada históricamente por Maura, Gil Robles y Franco. Igualmente, manifestaba su esperanza de que tomase “la medida política a Felipe González”
    {214}.

    Sin embargo, Hernández Mancha no sólo no le hizo, como era de esperar, el menor caso, sino que su figura política no tardó en fagocitarse.

    El último libro de Ricardo de la Cierva que suscitó polémica y tuvo cierta repercusión historiográfica fue 1939. Agonía y victoria (El protocolo 277), que obtuvo el Premio Espejo de España de la editorial Planeta en 1989. En la obra, De la Cierva describía el final de la guerra civil, el papel de la quinta columna, de Julián Besteiro y del coronel Casado frente a la táctica de Juan Negrín de resistencia a ultranza. De un lado, se encontraba el bando republicano, que experimentaba una auténtica agonía, acabando en desintegración, en guerras civiles interiores, algunas muy sangrientas como en Madrid; y en cambio en el bando nacional dominó la cohesión, lo que le condujo a una victoria total. Alababa la actuación del coronel Segismundo Casado, de Julián Besteiro y de los anarquistas. En las últimas páginas del libro, De la Cierva criticaba a Franco por no haber comprendido “las esperanzas de amnistía” de los republicanos en general y de Julián Besteiro en particular. “Probablemente se equivocó; probablemente era necesario entonces, fuera de la utopía, que se equivocase. He ahí la cita de la tragedia”. Con todo, a su juicio el 1 de abril de 1939 no marcó el final de la democracia en España, porque la República no se había “planteado más que formalmente como una democracia, le faltaba un rasgo esencial de la democracia, el sentido profundo del pacto para la convivencia”. Y concluía: “La media España que no se había resignado a morir, como dijo Gil Robles en mayo de 1936, estaba ahora decidida a transformar la nación con el impulso regeneracionista de Franco y la garantía de un ejército vencedor y joven, con el ansia de vivir que brotaba de una Iglesia salvada de la aniquilación y de una sociedad ilusionada con ganar el futuro”
    {215}.
    La concesión del Premio a De la Cierva provocó fuertes críticas del historiador democristiano Javier Tusell y del ministro de socialista de Justicia Enrique Múgica, que calificaron el libro de abiertamente profranquista, “neofascista” e incluso “neonazi”. Tras el escándalo, el editor Juan Manuel Lara afirmó: “Estos dos no vuelven por aquí”
    {216}.

    Su ira se concentró entonces en la figura y la obra de Javier Tusell, a quien no dudó en calificar de “cómico de la Historia, que no parece leer casi nunca los libros sobre los que opina, ni siquiera, dicen, los firmados por él”
    {217}. De la Cierva acusaba al historiador catalán de haber boicoteado y vilipendiado su libro para promocionar al joven José María Toquero, autor de una tesis sobre las relaciones de Franco y Juan de Borbón, en la que se defendía que el carácter democrático y liberal de la oposición monárquica al franquismo{218}. Desde entonces, se dedicó, sin demasiada dificultad, a demoler las tesis de Toquero, defendidas en sus libros Franco y Don Juan. La oposición monárquica al franquismo y Don Juan de Borbón, el Rey-Padre{219}. No menos agresivo y mordaz se mostró con el libro de Tusell, Juan Carlos I, la restauración de la Monarquía, en la que vio un intento de adulación del historiador al monarca, una “pseudobiografía”{220}.

    No sin razón, De la Cierva descalificó igualmente la biografía de Franco escrita por el hispanista británico Paul Preston, al que calificó de “beatle de la Historia”. Sin embargo, cometió el error de relacionar a su autor con la masonería, con “la Gran Logia de Inglaterra”. Calificó la biografía de “mendaz”, porque mantenía sobre Franco las tesis de “la secta masónica y la línea internacional socialista, que ofrece signos esenciales de identidad masónica en nuestro tiempo”. Acertaba, sin embargo, al considerar aquella obra como “una regresión” respecto a las de Thomas y Carr; era “un libro de intención política y de venganza histórica, no una investigación histórica”. Lo que le causaba una mayor hilaridad es que Preston hubiese confundido, en la edición inglesa, a la Virgen de Fuencisla, patrona de Segovia, con un inexistente “San Fuencisla”
    {221}.

    Sin embargo, cuando los conservadores españolas retornaron, ya de forma irreversible, sobre todo a la llegada de José María Aznar a la dirección del Partido Popular, a lo que he denominado la tradición liberal-conservadora
    {222}, nadie recurrió ya a los servicios del Ricardo de la Cierva. Lo hicieron a los discípulos de Raymond Carr y a las viejas glorias de la historiografía liberal: Miguel Artola, Jover, Seco Serrano, Juan Pablo Fusi, Carlos Dardé, José Varela Ortega, etc{223}. Y lo mismo ocurrió cuando la editorial Rialp publicó, bajo la dirección de José Andrés Gallego, la Historia de España y América.

    Ricardo de la Cierva se quedó literalmente sólo, sin aliados, ni discípulos. Buena prueba de ello fue el contenido de su alucinante novela histórica Decamerón 90. Cien figuraciones escabrosas de la Transición, en cuyas páginas se ofrecían una serie de retratos satíricos de algunos representantes de la historiografía española: “Putell” (Javier Tusell), “Guadalajara Novillo” (Cuenca Toribio), “Pompón de Pana” (Tuñón de Lara), “Mojado” (Seco), etc, etc
    {224}. La mayoría le ignoraron. Con gran escándalo por su parte, algunos jóvenes historiadores lo consideraron “erradicado”{225}.

    Finalmente, De la Cierva rompió con las editoriales Planeta y Plaza y Janés, a las que acusó de censurar sus libros
    {226}; y fundó su propia editorial, Fénix, sin duda para resurgir de sus cenizas, y en la que reeditó la mayoría de sus libros, además de otras obras de vulgarización, incluso novelas históricas. En muchos de aquellos libros destacaba la obsesión antimasónica y la crítica a la teología de la liberación: Los signos del AntiCristo, La palabra perdida: constituciones y rituales de la masonería, La masonería invisible, Zp. Tres años de gobierno masónico, La infiltración. La infiltración marxista y masónica en la Iglesia católica del siglo XX, La hoz y la cruz. Auge y caída del marxismo y la teología de la liberación,etc. Especialmente polémico fue su libro Carrillo miente, en cuyas páginas acusaba al dirigente comunista de ser el responsable de la matanza de Paracuellos del Jarama, donde había muerto su padre{227}. Publicó, además, libros del general Casas de la Vega, de Ángel Martín Rubio, José Manuel Otero Novas y Julio González Iglesias. En sus últimos años, se identificó con el pseudorrevisonismo histórico representado por Pío Moa y César Vidal{228}.

    En cualquier caso, no volvió a investigar; y en sus últimos años se sobrevivió a sí mismo, con una cierta clientela de incondicionales, pero sin influencia real, no ya en la Universidad, donde nunca la tuvo, sino en la sociedad civil.

    Ricardo de la Cierva falleció el 19 de noviembre de 2015. La prensa no fue excesivamente benevolente en sus necrológicas. El País se limitó a denominarlo “historiador franquista”, lo que, en el contexto semántico del momento, tenía un profundo sentido peyorativo
    {229}. Con su habitual brutalidad, el periodista Gregorio Morán, que nunca le perdonó la crítica a su biografía de Adolfo Suárez, le tachó de “matarife de la Historia”{230}. Con más espíritu cristiano, José Manuel Cuenca Toribio, lo consideró el “más popular historiador del franquismo”; y manifestó que “nunca lo consideró un enemigo”; y que, a su juicio, seguiría “ocupando, por títulos propios, un puesto descollante que hará que su obra permanezca como hito indispensable de referencia en dicha temática”{231}. La Fundación Nacional Francisco Franco lo recordó como defensor del legado de Franco y como admirador de José Antonio Primo de Rivera{232}.

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    Última edición por ALACRAN; 02/10/2020 a las 17:59
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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    Re: Ricardo de la Cierva: de guardián de la Historia a historiador erradicado

    Conclusión

    Según puede deducirse de nuestra exposición, la obra de Ricardo de la Cierva, con las salvedades a que luego haremos referencia, ha sido escasamente fecunda. Y no puede ser considerado como un clásico de nuestra historiografía. En eso, y sólo en eso, coincide con Manuel Tuñón de Lara. Su producción se encuentra circunscrita a un contexto muy determinado de la vida cultural, política y social de nuestro país; y es incapaz de trascenderlo. Su falta de sistematismo, las insuficiencias en la argumentación, los zigzagueos y las contradicciones internas, el presentismo, y, en general, la ausencia de ethos científico, independientemente de la mayor o menor verosimilitud o plausibilidad de algunas interpretaciones e hipótesis, explican, por sí solos, su marginación final. Y es que, en el fondo, su evidente ambición política se impuso, sin duda, a su vocación intelectual e historiográfica. De la Cierva no tuvo influencia alguna, por ejemplo, en el descrédito de la historiografía marxistoide defendida, entre otros, por Manuel Tuñón de Lara y sus acólitos, una sana labor que corrió a cargo de izquierdistas y liberales como José Álvarez Junco, Manuel Pérez Ledesma, Juan Pablo Fusi, Joaquín Romero Maura o José Varela Ortega. El impacto de su obra entre las jóvenes generaciones universitarias, y hablo por experiencia propia, fue prácticamente nulo. La mayoría se encontraba alienada en el hórrido y esquemático marxismo tuñonesco, muy distinto al defendido por Edward Thompson, Antonio Gramsci, Raymond Williams o Perry Anderson. Según todos los indicios y testimonios, su cátedra alcalaína era de las menos frecuentadas; y resulta significativo que cuando solicitó, tras su jubilación, una plaza de emérito, le fue rechazada.

    Y es que nunca se preocupó por crear una red universitaria de recepción y aprendizaje o apoyo; mucho menos una escuela. Fue, además, un historiador ajeno al mundo exterior, que desconoció las aportaciones de la escuela revisionista italiana de Renzo de Felice, al igual que las obras de François Furet, George L. Mosse o Ernst Nolte. Básicamente, fue no tanto un historiador profesional sino un vulgarizador de la Historia y, sobre todo, un polemista extraordinariamente culto y corrosivo. De la misma forma, brilló como analista político muy apegado al terreno, sobre todo en los primeros momentos de la transición al régimen de partidos. Fue un prosista claro y brillante. Sin duda, fracasó como aspirante a intelectual orgánico de unas elites políticas y sociales que, en el fondo, desprecian la figura del intelectual. De su obra nos queda quizá el estímulo de centenares de opiniones inteligentes sobre la política española contemporánea, en especial las dedicadas al período de la transición. Y sus biografías del general Franco. ¿Fue franquista Ricardo de la Cierva?. Sin duda; pero de una forma muy distinta a la de Blas Piñar, José Antonio Girón e incluso Gonzalo Fernández de la Mora. A diferencia de éstos, nunca creyó en la viabilidad de un franquismo sin Franco o en la virtualidad histórico-política de las instituciones forjadas por el régimen. En eso, no se equivocó. Su franquismo consistió en la adhesión a una serie de valores sociales y políticos y, sobre todo, a la figura del general Franco, el hombre que acabó con la pesadilla republicana y revolucionaria. En ese sentido, las aportaciones de su biografía de Franco, de la que, como hemos visto, no estaban ausentes fuertes críticas al régimen nacido de la guerra civil, pueden ser todavía tomadas en serio, al menos como aproximaciones temáticas, juicios o hipótesis.

    Y es que no poseemos aún una biografía clásica, solvente, sobre la figura de Franco, análoga, por ejemplo, a la que Renzo de Felice dedicó a Mussolini. La historiografía española no parece todavía haber tomado en serio su figura. De la anglosajona no hablaremos aquí, porque la biografía de Paul Preston parece de broma, un mal chiste. Craso error. Y es que, como dijo el poeta Jaime Gil de Biedma –todo lo contrario de un franquista– en 1965: “No vale decir, como dicen algunos frívolos, que Franco es simplemente un individuo grotesco, que tiene buena suerte, porque eso no es más que la versión invertida de la imagen de Franco, hombre providencial, difundida por la propaganda. ¿Puede, en efecto, imaginarse nada más providencial que veinticinco años de buena suerte? Veinticinco años son muchos años. España y los españoles han cambiado, y aunque forzosamente hubieran cambiado también sin Franco, el hecho es que han cambiado con él. De la España que Franco deje han de partir quienes vengan, cuando él acabe, no de ninguna anterior”
    {233}. Para el poeta, Franco era el “arquitrabe”, la viga maestra sobre la que se sustentaba todo el edificio{234}.

    Por ello, Ricardo de la Cierva, por encima de todos sus errores, sus oportunismos, sus egolatrías y sus insuficiencias, todavía puede servir como referente historiográfico. Sencillamente, porque, a diferencia de otros, se tomó en serio la figura de Franco, cuya biografía sigue siendo una de las principales asignaturas pendientes de nuestra historiografía contemporánea.


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    Última edición por ALACRAN; 02/10/2020 a las 18:07
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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    Re: Ricardo de la Cierva: de guardián de la Historia a historiador erradicado

    Ricardo de la Cierva, la soledad de la verdad

    Pedro Fernández Barbadillo

    Desde hace más de 30 años, las universidades y los periódicos españoles están tomados por una tribu de apaches dedicada a arrancar la cabellera de todo aquel valiente que penetre en su territorio en busca de bisontes, de nuevas rutas o siquiera de agua.

    Ricardo de la Cierva (1926-2015) fue uno de esos aventureros a los que los apaches-funcionarios persiguieron, porque se enfrentó a la toma de las cátedras de Historia por Manuel Tuñón de Lara y su escuela y porque disponía de datos (fue ministro de Cultura en 1980) sobre las oposiciones que esta tribu ganaba. El historiador, catedrático de Granada y de Alcalá de Henares, llegó a acusar a sectores de la izquierda y del Opus Dei de repartirse los puestos (España: la sociedad violada, pág. 101):

    En estos últimos tiempos hemos asistido, desde los Departamentos de Historia, a un pacto inconcebible entre un grupo del Opus Dei y un grupo de la izquierda cultural para conseguir, mediante reparto, el mismo objetivo. Siento muchísimo tener que denunciarlo, pero no puedo silenciar lo que veo.

    La fiereza de esos apaches se puede calcular leyendo las páginas que Ángel Viñas dedica al presunto enriquecimiento de Franco en la guerra civil en su último libro: Viñas dedica más insultos y reproches a Stanley G. Payne y Jesús Palacios por su biografía del caudillo que a éste, porque el libro no se somete a su canon ni acepta su descubrimiento (ya desmontado por el historiador Moisés Domínguez) de que Franco hizo matar al general Amado Balmes en vísperas del alzamiento.

    Los apaches de El País no han podido contenerse y publican un
    obituario que quisiera ser un aventamiento de las cenizas del enemigo quemado. El autor del texto, que no se atreve a firmar, atribuye a Ricardo de la Cierva "ideología franquista". A la vez, oculta que en 1974 dimitió de su cargo en el Ministerio de Información cuando Arias Navarro destituyó a Pío Cabanillas y que fue una de las firmas principales de El País en sus primeros meses; sin duda esto último lo ha hecho el autor para evitar a los cada vez más escasos lectores el freído de sus sesos con la contradicción de que un franquista hubiese manchado las páginas del diario progresista. Y la verdad es que en El País había mucho, mucho franquista y falangista: Pedro Laín Entralgo, Antonio Tovar, José Luis López Aranguren y el propio Juan Luis Cebrián. Los no franquistas, como Ricardo de la Cierva, Julián Marías y Federico Jiménez Losantos, acabaron expulsados.

    En los años 70 y 80, De la Cierva estuvo
    atronadoramente solo en la universidad española. Y era el único académico que se atrevía a pronunciar una blasfemia como ésta: el socialismo español nunca fue democrático. Si hoy muchos conocemos esa verdad es porque él la difundió antes contra viento y marea. De la cobardía de la academia le compensó el cariño del público, que convertía sus libros en best-sellers y leía sus artículos en ABC y Época (también fue expulsado del Ya por una Conferencia Episcopal que en la década de los 80 estaba controlada por obispos progresistas).

    ¿Qué es lo que le llevó a esta posición tan poco prudente para los funcionarios que cuentan los sexenios como el avaro sus monedas? Muy probablemente el asco a
    esa "mentira antifranquista" descrita por Hermann Tertsch y el amor por la verdad que él había vivido y que conocía por los documentos.

    De autor a editor

    Ricardo de la Cierva disfrutó de una vida excitante para un profesor universitario español. Fue jesuita y se salió de la orden porque en 1964 se enamoró de Mercedes Lorente, a la que dedicó todos sus libros. Aconsejó a Adolfo Suárez, que le nombró ministro de Cultura (1980). Trató de organizar en AP un rearme cultural que diese la batalla al que él llamaba Frente Popular de la Cultura, pero Manuel Fraga fue el primero en rendirse. Fundó su propia editorial, Fénix, a causa de problemas con su editor habitual, Planeta, y también con Plaza y Janés (que él atribuyó a los masones en una
    entrevista en la revista Generación XXI):

    Creé la editorial porque tanto Planeta como Plaza y Janés me pusieron trabas por escribir sobre la masonería. Varios amigos me dijeron: vas a vivir el fracaso del autor que se hace editor.

    Durante los años siguiente escribió y publicó más libros sobre la leyenda rosa de Santiago Carrillo, las intimidades de los reyes borbónicos, las relaciones entre Franco y el Conde de Barcelona y, por supuesto, la masonería y su participación en la política española (decía que tan absurdo era atribuir todos los motines, magnicidios y guerras al poder masónico, como hacen los integristas, como escribir historia contemporánea de España sin citarla), así como su infiltración en la Iglesia católica. Incluso abrió una librería, Castellana 45, que cerró hace poco debido a la crisis del sector del libro.

    Como investigador, uno de sus grandes libros, 1939. Agonía y victoria, sobre los tres últimos meses de la Guerra Civil, recibió el premio Espejo de España en 1989. El político socialista Enrique Múgica y el historiador democristiano Javier Tusell abandonaron el jurado del premio y
    acusaron al libro de "neofascista"… únicamente por reproducir las Actas de la Junta de Defensa del coronel Casado y del socialista Besteiro. Una vez establecido el consenso académico, las partidas de apaches corren detrás de los que lo niegan dando gritos y agitando las lanzas.

    Su gran servicio a la Iglesia católica fueron los libros en los que desenmascaró la Teología de la Liberación como un movimiento marxista que buscaba destruir la fe de Cristo, cuando se difundía en la televisón pública y en muchos colegios y púlpitos religiosos. Los dos más resonantes fueron Jesuitas, Iglesia y marxismo: la teología de la liberación desenmascarada (1986) y Oscura rebelión en la iglesia: jesuitas, teología de la liberación, carmelitas, marianistas y socialistas (1987). Estoy seguro de que Dios se lo habrá recompensado.

    (¡Y yo que creo que en el fondo los apaches de la universidad odiaban a Ricardo de la Cierva por envidia, porque, sin entrevistas en la RTVE de José Calviño y Rosa María Mateo ni reseñas en El País, vendía miles de ejemplares de sus títulos, mientras que los primeros sólo colocaban un puñado en las bibliotecas públicas…!)

    https://www.libertaddigital.com/cult...-verdad-77323/
    Última edición por ALACRAN; 05/01/2021 a las 18:57
    DOBLE AGUILA dio el Víctor.
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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