(Conferencia de don RAMON MENENDEZ PIDAL en Córdoba, año 1951 )
Córdoba me honra queriendo que sea yo quien os hable en esta ocasión inaugural de la calleja de los Infantes de Lara…(I)
Los cordobeses tenían olvidada esa calleja. ¿Desde qué fecha? Parece ser que fue en el pasado siglo cuando se cerró su entrada por la calle Cabezas. Tenemos un dato que fecha la ocultación de la calleja muy a principios del siglo XIX o algo antes.
Cuando el insigne cordobés don Angel de Saavedra, futuro duque de Rivas, escoge, para iniciar la revolución romántica, la leyenda tan cordobesa de los infantes de Lara, y en el destierro de 1823 escribe El moro expósito, los recuerdos sacados de la patria acuden a la mente del poeta siempre insistentes y gratos. Habla mucho de su ciudad natal, de Córdoba, en los versos y en las notas que les añade, pero en el romance cuarto refiere que Giafar, el rival de Almanzor, el que tienen prisionero al padre de los infantes, después de mostrar a éste las cabezas de sus hijos, las coloca como bárbaro trofeo a las puertas de su alcázar, de donde Zaide, el ayo de Mudarra, las recoge para enterrarlas en el jardín de su castillo. No hay aquí nota alguna que aluda a la tradición cordobesa.
Parece, pues, que don Angel de Saavedra, en su primera juventud, que va del último decenio del siglo XVIII al primer cuarto del XIX, no había oído nada de la calleja, ni se había fijado su atención en los arquillos que pudo leer en la Historia escrita por Morales.
Ambrosio de Morales nos informa que en su tiempo, es decir, hacia 1580, cuando escribe su Historia, era señalada la antigualla que hoy nos ocupa. “En Córdoba, escribe Morales, hay hasta agora una casa que llaman de las Cabezas, cerca de la del marqués del Carpio, y dicen tomó este nombre por dos arquillos que allí se ven todavía, sobre que se pusieron las cabezas de los infantes” (libro XVI, capítulo 46). Se conoce que la callejuela estaba muy obstruida con añadidos que impedían ver más de dos arcos...
La calleja, pues, en sus siete arcos (actuales, una vez derribados los obstáculos) muestra el origen de la tradición: cada arco, según la imaginación popular, habría de tener una de las siete cabezas, y esta invención es anterior al siglo XVI, en que Morales no veía más que dos arcos. Estamos, pues, en presencia de una tradición medieval, quién sabe de qué antigüedad; tradición que en tiempos del gran historiador comenzaba a perder fuerza, ya que había perdido el apoyo numérico en los arcos visibles que no llenaban la mágica cifra impar. La obstrucción de la calleja debió de comenzar en los primeros decenios del año 1500, cuando la casa llamada de las Cabezas sufrió una gran reedificación.
En la niñez de Morales, poco más o menos hacia 1520, cuando el gran historiógrafo tenía siete años, dicha casa era toda ella de tipo árabe: “Agora todo aquello está labrado de nuevo, mas siendo yo pequeño, edificio había allí antiguo morisco, harto rico, y decían haber sido allí la prisión y cárcel donde Gonzalo Gustioz estuvo.”
Pero ¿quién era este Gonzalo Gustioz y quiénes estos infantes de Lara?
Córdoba me da… el recuerdo de uno de los primeros y más emocionantes de mis hallazgos literarios…; estudiando las numerosas crónicas guardadas en la Biblioteca Nacional, al tomar un gran infolio, digno de extender sus tapas sobre las espaldas de un facistol catedralicio, se abre al azar el voluminoso tomo por un capítulo encabezado… con grandes letras góticas de a pulgada que decían: “Alicante… comenzó de andar por sus jornadas fasta que llegó a Córdoba, e esto fue un viernes, viéspera de sant Cebrián.” El nombre de Córdoba y la fecha, víspera de San Cipriano, trajeron a mi memoria un hermoso romance de los Infantes de Lara que comienza:
Pártese el moro Alicante
víspera de San Cebrián;
ocho cabezas llevaba,
todas de hombres de alta sangre…
(…) La vieja leyenda, tal como la contaba un cantar de gesta prosificado en la Crónica General iniciada por Alfonso el Sabio, comenzaba contando que en tiempos del conde Garci Fernández (finales del siglo X) se celebraron en Burgos las magníficas bodas del ricohombre Ruy Velázquez con doña Lambra. La alegría de las fiestas se ve malamente turbada por una disputa sobre los deportes caballerescos allí ejercitados; se llega a palabras ofensivas entre la novia y su cuñada, la madre de los siete infantes; ocurren también homicidios; con otras graves injurias que dan origen a una mortal enemistad entre las dos familias. Los llantos desesperados de la novia hacen que Ruy Velázquez, fingiendo reconciliación, envíe a su cuñado Gonzalo Gustioz, señor de Salas, padre de los siete infantes, como embajador a Córdoba, so pretexto de pedir a su gran amigo Almanzor ayuda pecuniaria para atender a los desmesurados gastos que las bodas le habían ocasionado.
Le envía con una carta traidora escrita en árabe, en la cual decía al moro que hiciese matar al mensajero, y que después él le entregaría a los siete infantes, grandes defensores de Castilla, induciéndoles a ir en guerra sobre la frontera de Almenar, donde el capitán moro Galbe los podía sorprender y dar muerte. Vista por Almanzor la insidiosa carta, se compadeció de Gonzalo Gustioz y se limitó a hacerle echar en prisión, mandando a la princesa su hermana que guardase y atendiese al prisionero castellano. Y así acaeció que pasando los días se hubieron de enamorar la princesa mora y el señor de Salas, y de ambos nació un hijo, Mudarra, que después fue gran caballero, como la leyenda dirá.
Antes que estas aventuras se realizasen y sabiéndose sólo en Castilla que Gonzalo Gustioz cumplía su embajada, Ruy Velázquez invitó a sus sobrinos los siete infantes para ir con él en cabalgada contra tierra de moros en el campo de Almenar. En el camino, el ayo de los siete jóvenes les quiere disuadir de la guerra a que van, pues ve agüeros muy contrarios; pero los infantes se empeñan en seguir adelante y, según el traidor había dispuesto, les sorprende el capitán moro Galbe, les cerca, les rinde, y acuciado por el traidor Ruy Velázquez los degüella, y lleva las siete cabezas a Córdoba. Esta era la costumbre de los ejércitos musulmanes: sus victorias eran anunciadas siempre por carretadas de cabezas de los enemigos vencidos, las cuales eran expuestas sobre las almenas de los muros de Córdoba, y a veces llevadas después a otras ciudades, y hasta enviadas al África como testimonio del éxito militar.
Las cabezas de los siete infantes son presentadas por Almanzor a su prisionero Gonzalo Gustioz. Ésta es la escena de mayor fuerza trágica en la terrible leyenda. Gonzalo Gustioz coge una a una las desfiguradas cabezas de sus hijos, las limpia del polvo y de la sangre que las cubría y cumple con cada una el deber ritual hacia el difunto, dedicándole un lamento y un elogio fúnebre.
El Duque de Rivas, en su Moro expósito, desarrolló esta escena en muy hermosos endecasílabos:
Sin habla Gustios, o mejor, sin vida,
estuvo sin moverse una gran pieza:
luego un temblor ligero, imperceptible,
apareció en sus miembros, y en violenta
convulsión terminó; pero tornando
a la inmovilidad, gira y pasea
los ojos, cual los ojos de un espectro,
por una y otra de las siete prendas.
Sonrisa amarga agita un breve instante
sus labios sin color, y en tanto queman
sus mejillas dos lágrimas, y luego los tiernos
hijos a nombrar comienza,
los ojos enclavando en el que nombra,
y esperando tal vez, ¡ay! su respuesta:
“¡Diego!... ¡Martín!... ¡Fernando!... ¡Suero!... ¡Enrico!...
¡Veremundo!... ¡Gonzalo!...”, y cuando llega
a este nombre, dos veces lo repite;
y recobrando esfuerzo y vida nueva,
entrambas manos trémulas extiende
y agarra de Gonzalo la cabeza
y la alza; pero al verla sin el cuerpo,
un grito arroja, y súbito la suelta,
cual si hecha de encendido hierro fuese.
Empero torna a asirla, se la lleva
a los labios y un beso en la insensible
mejilla imprime… La frialdad horrenda,
la ascosa fetidez sufrir no pudo,
y como cuerpo muerto cayó en tierra.
Aquel resto infeliz del hijo suyo
cayó sobre su pecho y desde él rueda
por la alfombra, dejando sucio rastro
de sangre helada, corrompida y negra.
Toda Córdoba compadecía el dolor del prisionero, y Almanzor le dio libertad para que volviese a Castilla, llevando consigo las siete cabezas. Gonzalo Gustioz, al despedirse de la princesa mora, sueña en una posible venganza; se quita un anillo, y partiéndolo en dos, da a ella una mitad como señal por donde pudiera reconocer al hijo de ambos, cuando fuese crecido y se lo enviase. Allá en Salas, Gonzalo Gustioz arrastra una triste vida, viejo, sin amparo, sin poderse vengar de Ruy Velázquez, quien, a pesar de su traición en connivencia con Almanzor, seguía poderoso y honrado en la corte del conde Garci Fernández.
Así pasaron muchos años hasta que un día llega a Salas el hijo nacido en Córdoba, Mudarra, con 200 caballeros moros, y se da a conocer mostrando el medio anillo. Pasadas las primeras alegrías del reconocimiento, se dirigen Mudarra y su padre Gonzalo Gustioz a Burgos, y al entrar en el palacio condal, hallan allí, con el conde, al traidor Ruy Velázquez. Mudarra le desafía y le mata, vengando así la muerte de los siete infantes y la prisión del padre...
(continúa)
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