(CONFERENCIA DE DON RAMON MENENDEZ PIDAL EN CORDOBA; AÑO 1951)
(y III)
(…) Por lo demás, el ambiente que envuelve la primera parte de la gesta de los infantes es de una verdad histórica bien extraña, que no se repitió en la historia de España con los caracteres que se dan en la segunda mitad del siglo X. Ese Ruy Velázquez tan amigo del moro de Córdoba que puede pedirle dinero para los gastos de las bodas; que le encomienda una venganza exigida por la novia; ese ricohombre castellano que después de cometida la traición de acuerdo con el moro, sigue honrado en la corte de Castilla, refleja perfectamente un singular período, no sólo la larga paz y amistad entre los cristianos del Norte y el califato cordobés, sino de sumisión, de mediatización sufrida por todos los Estados cristianos, intervenidos y casi gobernados por los califas Abderramán III y Alhakén II, desde 959, en que Sancho el Gordo de León y la orgullosa reina Toda de Navarra van a humillarse ante Abderramán III para obtener su auxilio, hasta el año 974 en que el conde Garci Fernández rompe inesperadamente la paz, agrediendo en Deza. Son quince años de majestuosa hegemonía de Córdoba sobre todos los Estados cristianos del Norte.

Éstos, sumisos a una poderosa mediatización, acuden continuamente a Córdoba ante el trono del califa en el palacio de Azahara. Se suceden frecuentes embajadas, cuyo rendido acatamiento se complace en destacar Aben Hayán. Embajadas de los reyes de León, de Sancho el Gordo o de Ordoño el Malo, o del niño Ramiro III y su tutora la monja Elvira; embajadas del rey de Navarra, García Sánchez y su tutora la reina Toda; embajadas varias del conde Borrell de Barcelona; embajadas del conde de Galicia Rodrigo Velázquez, o del conde Fernán Laínez de Salamanca, o de Fernando Ansúrez, conde de Carrión, etc.

Del embajador Gonzalo Gustioz ninguna historia árabe dice una palabra, pues nunca dan el nombre de los enviados. Que una historia latina hablase de él, ni pensarlo siquiera. Las concisas crónicas latinas, pobrísimas de pormenores, no se permiten nombrar más que la persona del rey y la de los enemigos con que el rey tiene que combatir.

Sólo será posible hallar el nombre de ese emisario en algún documento notarial de los conservados en los archivos eclesiásticos. Y en efecto, diez documentos de los monasterios de Cardeña y de Arlanza, y de la catedral de Burgos, nombran al padre de los infantes y a su hijo mayor Diego. Por esos documentos sabemos que Gonzalo Gustioz fue poblador de Salas, y que fue potestad o gobernador de la tierra de Juarros, incluida al Norte en la Alfoz de Lara.

Los diez documentos pertenecen a los años 963, 969, 970, 971,972, 974 y 992. La presencia de Gonzalo Gustioz es, pues, frecuente en la docena de años que va desde 963 a 974, en que el nombre se repite en nueve documentos; después, contrastando con tanta frecuencia, hay un vacío de dieciséis años en que el nombre no reaparece, hasta que en 992 se halla en el décimo y último documento. Reparemos ahora que la ocultación de Gonzalo Gustioz en esta colección diplomática que he podido reunir ocurre a partir del documento fechado en 974; fecha reveladora: es el año de la embajada pacífica de Garci Fernández, seguida de la acometida bélica contra la frontera de Soria.

Todo, pues, sucede en nuestros diez documentos como si Gonzalo Gustioz hubiera ido con los embajadores de Garci Fernández y hubiera sufrido en Córdoba una larga prisión de todos o parte de esos dieciséis años en que no tenemos de él noticia documental ninguna. Por desdicha, la Historia de Aben Hayán ha llegado a nosotros incompleta, y quedando interrumpida después de contarnos la prisión de los embajadores castellanos, no sabemos la suerte ulterior de los prisioneros. Lo más probable es que sufrieron un largo encarcelamiento, toda vez que a la injustificada ruptura de paz por Garci Fernández siguió un largo periodo de guerras del que forman parte las tan reiteradas incursiones de Almanzor.

El profesor Angelo Monteverdi, a nombre de la crítica individualista, objetó sobre la identificación de la cabalgada legendaria contra Almenar con la cabalgada histórica contra Deza, preguntando extrañado: si ambas pertenecen a un mismo suceso, ¿por qué la acción desdichada de los siete infantes en Almenar hubo de ser cantada por los castellanos, y en cambio la acción gemela, pero victoriosa, de Garci Fernández en Deza no mereció ser recordada?
La objeción es injustificada de todo punto. Con sobrada razón se ha dicho que la derrota es la musa épica por excelencia.

El desastre militar inspira las más famosas gestas francesas, la Canción de Roland, el Aliscans. La derrota y prisión del príncipe Igor es el tema de la más famosa gesta rusa. La infausta batalla de Kossovo constituye el más popular canto servio.

La mayoría de nuestros romances fronterizos cuentan derrotas sufridas por los cristianos en la guerra de Granada, y tan grande es la propensión de esos romances a los temas trágicos, que las victorias cristianas prefieren mirarlas desde el campo moro, como derrotas; así cantan el dolor del rey de Granada por la pérdida de Alhama o por la de Antequera, y no la alegría de los cristianos por tales conquistas. La aflicción de la desgracia tiene una fuerza purificadora (desde Aristóteles era sabido), tiene un valor poético de que carece el orgullo del éxito.

La victoria de Garci Fernández en Deza es muy probable que fuese cantada, pero ese canto, si existió, no se mantuvo en la tradición. En cambio, es preciso suponer que a fines del siglo X un poeta anónimo de Castilla compuso un canto noticiando la muerte de los jóvenes caídos en la frontera de Almenar con la prisión de Gonzalo Gustioz en Córdoba, y que ese canto fue impresionante y muy repetido en aquellos lúgubres días en que el poderío de los ejércitos musulmanes tenía abrumada, subyugada toda la cristiandad hispana. Ese canto noticiero se refundió, con la adición de un complemento, la invención de Mudarra, nacido en Córdoba para vengar la muerte de los siete infantes castellanos; con ese epílogo se redondeaba poemáticamente la trágica acción.

El poema, el cantar de gesta, se propagó por todas partes:
“arte de ciego juglar
que canta viejas fazañas
y con un solo cantar
cala todas las Españas”.

Las Crónicas Generales de la nación, desde el siglo XIII, acogieron el martirio de los siete infantes y la venganza de Mudarra como parte esencial de los fastos nacionales; los historiadores de la Edad Moderna, Garibay, Morales, Mariana y sucesores, incluyeron también el relato épico; lo tomó como tema escénico el teatro, desde Juan de la Cueva a Lope de Vega, Hurtado Velarde, Matos Fragoso y varios otros; trataron esta leyenda a comienzos del siglo XIX el conde de Noroña, Altés y Gurena y Joaquín Francisco Pacheco; el duque de Rivas, desterrado, entre todos los recuerdos de su amada Córdoba, escoge el de los infantes de Lara como tema de su revolucionario manifiesto romántico; después el padre Arolas, Somoza, García Gutiérrez, Fernández y González y otros renuevan en varios modos el viejo tema.

Por su parte, Córdoba cultivó siempre como propia la lúgubre y dolorosa leyenda. La atrajo así cuanto pudo. El paso más audaz fue el prescindir de la frontera del Duero. Esa frontera era bien real en el siglo X, pero resultaba inconcebible cuando la reconquista avanzó hasta el sur de España, de modo que fue inevitable el colocar la acometida y la muerte de los infantes en Andalucía.

Ya un Sumario de Crónicas de España, hecho a fines del siglo XIV, decía que los siete infantes “fueron muertos cerca de Córdoba”; y Ambrosio de Morales precisa que la muerte fue “en el campo de Albácar, castillo famoso a cuatro leguas de Córdoba, donde las sierras abren ancho llano para se poder dar una batalla”. Ese castillo de Albácar está efectivamente a cuatro leguas de Córdoba, sobre el río Guadiato, y allí se señala un campo de Arabiana, quizá nombre erudito colocado allí para competir con el Arabiana de Soria. En 1615, Ambrosio de Salazar, maestro de español en la corte de París, en una violenta discusión lexicográfica con el gramático francés César Oudin, también maestro de español, le corrige (muy sin razón por cierto) el significado de la voz tremedal, diciéndole “que es un montón de piedras como el que está en los campos de Arabiana, junto a Córdoba, no sé si pasaste por allí…, donde hay un calvario que es donde murió Gonzalvillo, el menor de los Laras”.

Salazar usa aquí la voz calvario en el mismo sentido que montículo; y a este propósito recuerdo que un erudito cordobés del pasado siglo, Luis Ramírez Casas-Deza, en un artículo publicado en el Semanario Pintoresco de 1849, sobre la muerte de los siete infantes, escribe: “en la misma Córdoba se designa otro sitio de sus muertes a una legua de la ciudad, cerca del santuario de Nuestra Señora de Linares, y allí se ven como señales siete montones de piedras que se han ido formando desde tiempos muy antiguos”. Esa misteriosa frase, “se han ido formando”, se refiere evidentemente a la muy vieja costumbre existente entre muchos pueblos, de señalar el sitio donde ha ocurrido una muerte violenta, arrojando el transeúnte en aquel lugar una piedra, acompañada de una oración o una maldición según la calidad de la víctima; de modo que los siete montículos en Nuestra Señora de Linares o en el campo de Albácar, formados desde tiempos muy antiguos, nos revelan un culto popular a la memoria de los jóvenes burgaleses caídos en defensa de la fe religiosa y de la fe civil de la España reconquistadora.

No sé si todavía hoy se conserva algún resto de esa piadosa práctica en la campiña de Córdoba. Muy interesante sería el indagarlo. En cuanto a la ciudad, bien sabemos que no ha olvidado el recuerdo y el cultivo de esa multisecular tradición nacional, a la cual ha dado la más alta expresión artística de los tiempos modernos el cordobés autor de El Moro expósito.

Y en esa tenaz recordación es bien de notar que con los escritores siempre colaboró el vecindario; lo que nos lleva a reincidir en la antigualla que hoy inauguramos, trayendo aquí un acuerdo del Cabildo de la ciudad tomado el 6 de octubre de 1553… referente a la calle de las Cabezas: “Su señoría dio licencia a Rodrigo Alonso, jurado, para que pueda hacer una portada y poner siete cabezas, y que diga que son las de los siete infantes de Lara, y que es la calle de ellos; que para lo hacer se le dio licencia en forma, para que la pueda hacer sin pena alguna.” Ignoro si esa portada se hizo efectivamente, pero podemos asegurar que el intento del jurado Rodrigo Alonso no fue el que originó la aplicación de la leyenda a la calle en cuestión.
Las palabras de Ambrosio de Morales referentes a la casa de las Cabezas con sus dos arquillos, nos dicen, según al comienzo expusimos, que el nombre remonta a tiempos muy anteriores en que se veían siete arcos, los siete con que la acertada restauración de hoy ha restituido esta olvidada calleja de la ciudad a un estado medieval que ya no era conocido en tiempo de Ambrosio de Morales.

(…) Este rincón de vuestra hermosa ciudad encierra en su estrechez grandes y valiosos recuerdos, que se extienden sobre muy esenciales aspectos de la historia política y de la historia cultural de España a través de siglos y siglos.

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