(Conferencia de don RAMON MENENDEZ PIDAL en Córdoba, año 1951 )
...Esta leyenda, contada en esta crónica del siglo XIII, según un cantar de gesta anterior, tiene un aspecto histórico; dos de sus personajes, el conde Garci Fernández y Almanzor, son conocidamente históricos; como narración histórica la consideran las crónicas medievales, y lo mismo hicieron los principales historiadores desde los primeros tiempos modernos hasta Berganza, a comienzos del siglo XVIII. Después Ferreras, Masdeu, Lafuente, etc., hablan del suceso, pero negándole crédito. La cuestión parecía resuelta en este sentido. Sin embargo, en el estudio que hice de este tema en 1896, volví a abogar por un considerable fondo histórico en el relato legendario.
La afirmativa o la negativa tienen un interés científico de gran alcance. Una de las cuestiones que con más ardor se discuten desde comienzos del presente siglo en el campo de la crítica literaria es la historicidad de la epopeya, como que de esa cuestión depende el concepto que sobre la esencia de este gran género de poesía cabe formar.
La crítica que podemos llamar tradicionalista afirma la poesía épica de la Edad Media como un género tradicional, esto es, un género cuyas producciones nacen coetáneamente a los sucesos que celebran, y luego se elaboran, mucho o poco, en el curso de su transmisión a las generaciones subsiguientes, revistiendo así el carácter de una poesía popular o nacional. De este modo, con matices muy varios, piensan Gastón Paris, Milá y Fontanals, Pío Rajna, Ferdinand Lot y tantos otros, yo entre ellos.
La crítica que llamaremos individualista afirma, por el contrario, que los cantares de gesta nacen mucho después de los sucesos tratados, inspirándose en alguna antigua crónica, en algún poema latino o en una leyenda oral, ni más ni menos que Walter Scott se inspiraba para escribir cualquier novela histórica, y son obra de un solo individuo. Así, en una u otra manera, piensan Philippe Auguste Becker, Joseph Bédier, Camille Julien y muchos otros modernos.
Las gestas, según este individualismo, carecen de todo interés histórico, son juegos de imaginación fraguados por poetas tardíos. Por el contrario, según el tradicionalismo, la epopeya tiene un profundo valor histórico, pues arrastra siempre consigo materiales de la coetaneidad en que nació.
Para el individualismo, la epopeya no ofrece cualidades singulares de estilo y factura que la distingan, y debemos aprender a estudiar las obras del siglo XII con el mismo criterio con que estudiamos las del siglo XX. A esto replicamos, en nombre del tradicionalismo, que aprender a mirar las obras del siglo XII como las modernas, es aprender a ignorar que los tiempos y los pueblos son siempre distintos, inconfundibles; es ignorar que hubo épocas de producción literaria generalmente anónima y de gustos colectivos, y que se lleva camino falso queriendo juzgar genéticamente y gustar estéticamente una obra del siglo XII como una del XX, sin penetrarse del esencial primitivismo que anima las producciones de aquellos remotos siglos.
Debemos, pues, escrutar en particular la historicidad de la leyenda de los Siete Infantes, a pesar de la común opinión de los historiógrafos modernos que, sin especial examen, la trataron como leyenda totalmente ficticia. Ya, según he indicado, cuando la estudié por primera vez, en 1896, sugerí algún fundamento real, haciendo notar la identificación del moro Galbe de la leyenda con el célebre Gálib, muerto en 981, gobernador de la frontera castellana durante la vida del conde Garci Fernández, y a cuyo lado hizo Almanzor sus primeras armas contra los cristianos. Hacía valer también otros rasgos, como el hecho de colocar la frontera al norte del Duero, cosa que no podía ocurrírsele a un poeta del siglo XII o XIII, sino viéndose constreñido a ello por una tradición ya consagrada.
Bastantes años después, leyendo al gran historiador cordobés Aben Hayán, me salió al paso la solución precisa del problema.
En el largo resumen que la Crónica General del siglo XIII da del cantar de gesta, se distinguen claramente dos partes. La primera mitad es de fuerte sabor realista: las fiestas, las disputas, los altercados, los homicidios en las bodas y en las tornabodas de Ruy Velázquez, la íntima amistad de este ricohombre castellano con Almanzor en las rencillas de los cristianos, los agüeros, superstición militar muy medieval, los largos incidentes de la cabalgada en la frontera del Duero, la presencia de Garci Fernández y de Galbe…, todo rebosa exacto particularismo de la vida hispana en los últimos decenios del siglo X. Por el contrario, la segunda mitad de la leyenda es de tono abiertamente novelesco: la princesa guardiana de un prisionero y enamorada de él, episodio que figura en numerosas ficciones de varios pueblos; el anillo partido en señal de reconocimiento, tema de muchos cuentos; el hijo bastardo vengando el honor de la familia legítima, asunto de varias gestas, como la de la Reina calumniada, y otros temas así que se repiten en diferentes relatos.
Almanzor en esta segunda parte ya no figura con sus rasgos históricos, sino con el rasgo novelesco de mandar a su hermana que cuide del prisionero Gonzalo Gustioz, y con el de amar paternalmente al bastardo Mudarra.
A pesar de todo esto, hay algo en la primera mitad que parece, más que real, invención caprichosa y lo que es peor, invención inhábil. ¿Cómo Ruy Velázquez y sus sobrinos los siete infantes, teniendo en Córdoba ante Almanzor un mensajero amistoso, atacan sin motivo ninguno la frontera musulmana? ¿Cómo los sobrinos no ven que, al entrar en cabalgada devastadora por la frontera de Almenar, comprometen la situación de su padre y el éxito de la embajada que el padre había llevado a Córdoba? Con razón Gastón Paris no comprendía la imprudencia de tal ataque fronterizo, y suponía malamente que la embajada de Gonzalo Gustioz debía de ser un torpe añadido posterior a la primitiva leyenda.
Después, también parece contrario al realismo de la primera parte de la leyenda el que en Córdoba se aprisionase a un mensajero, atropellando la inmunidad del embajador, que en la cultísima corte califal era escrupulosamente respetada. Recordemos un ejemplo. El ya citado Aben Hayán, refiriendo una embajada de la monja Elvira, tutora del rey de León, cuenta que los embajadores, puestos ante el trono de Alhakén II en el palacio de Medina Azahara, comenzaron su discurso con palabras injuriosas (probablemente algún fanático concepto contra la religión islámica), palabras tan descomedidas que el califa, a voz en grito, arrojó de su presencia al intérprete, mandándole castigar muy mal, y arrojó también a los embajadores, haciéndoles saber que, a no haberle detenido la inmunidad del cargo que traían, hubieran sido castigados igualmente.
Por esto, la prisión de Gonzalo Gustioz, presentando la corte de Córdoba como bárbara conculcadora del derecho de gentes, parece novelesca, no histórica, y más cuando la vemos adornada con el detalle de la carta traidora, evidentemente ficticio: es la carta pérfida que figura en otras ficciones de otras literaturas. Y, sin embargo, esas dos acciones chocantes (el ataque militar cuando está pendiente una embajada amistosa y el encarcelamiento del embajador) se dieron en un preciso momento del siglo X: en Castilla, el mensaje pacífico, desmentido injustificadamente por un ataque guerrero, y en Córdoba, la violación de la inmunidad del mensajero.
Reduzcamos a esquema esencial la primera parte de la leyenda, la parte realista, y nos bastará esto: gobernando a Castilla el conde Garci Fernández, un ricohombre de su corte, Ruy Velázquez, envía a Gonzalo Gustioz con embajada de amistad a Córdoba. Estando pendiente la embajada, Ruy Velázquez, con sus sobrinos los siete hijos del mensajero, ataca la frontera de los moros por Almenar, en tierras de Soria. En aquella frontera, el moro Galbe mata a los siete infantes. El trofeo de sus cabezas llega a Córdoba la víspera de San Cebrián.
Ahora bien: Abén Hayán refiere que en agosto del año 974, el conde de Castilla Garci Fernández había enviado embajada al califa de Córdoba para afirmar la pacífica amistad que hacía años existía entre ambos Estados. Mientras los embajadores cumplían su misión, el conde Garci Fernández atacó inopinadamente la frontera de Deza, en tierras de Soria, y derrotó a los valíes de aquel distrito, subordinados de Gálib, gobernador de aquella frontera. Al saber esto, el califa, indignado, mandó expulsar a los embajadores castellanos, respetando su inmunidad; pero como ellos se resistiesen a la orden de expulsión, los mandó prender y los encarceló muy duramente.
La noticia del rebato de Deza, que causó la indignación del califa, llegó a Córdoba el 12 de septiembre.
Los sorprendentes puntos de semejanza en tiempos, lugares y personas entre una y otra serie de hechos son nada menos que siete:
1º Firme paz y amistad entre Burgos y Córdoba.
2º Embajada amistosa enviada a Córdoba por el conde Garci Fernández o por un ricohombre de ese mismo conde.
3º Esa embajada es desmentida extrañamente por un ataque guerrero de los castellanos.
4º El ataque se realiza por la frontera de Soria, por Deza o por Almenar.
5º En esa frontera actúa Gálib, según la Historia; Galbe, según el cantar de gesta.
6º Los embajadores o el embajador, a pesar de la inmunidad propia de su cargo, son presos en Córdoba...
Tantas semejanzas me habían bastado para identificar seguramente los dos sucesos cuando por primera vez aproximé los dos relatos en 1929; pero después, calculando fechas, caí en la cuenta de una semejanza más:
7º La noticia de la agresión dirigida por Garci Fernández sobre la tierra de Deza llegó a Córdoba el 12 de septiembre, y las cabezas de los siete infantes caídos en la frontera de Almenar llegaron a Córdoba la víspera de San Cebrián.
¡Cuál no sería mi sorpresa cuando, al hacer averiguaciones sobre la fiesta del famoso obispo de Cartago, San Cipriano, me encuentro con que, según el calendario del siglo X, se celebraba el 14 de septiembre, antes de que se trasladase al 16 para dejar su día a la fiesta de la Exaltación de la Cruz! De modo que, según el cantar de gesta, las cabezas de los infantes que llevaban la noticia de la cabalgada sobre Almenar llegaron a Córdoba la víspera de este santo, esto es, el 13 de septiembre, un día después que la noticia de la cabalgada sobre Deza.
Esa sorprendente coincidencia vino a remachar firmemente la certeza de la identificación, bien firme ya antes de apoyarse en esta última evidencia.
La cabalgada de los infantes sobre Almenar fue, pues, el incidente desgraciado de unos cuantos muertos cristianos, en la victoriosa cabalgada que sobre Deza dirigió el conde Garci Fernández, rompiendo la paz con el Islam. Deza y Almenar distan entre sí sólo 25 kilómetros, y las incursiones fronterizas abarcaban extensiones mayores de terreno. Hasta 80 kilómetros se extiende la incursión que describe el Poema del Cid por las riberas del Henares...
(continúa)
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