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Tema: La epopeya castellana

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    Re: La epopeya castellana (II): Castilla y León

    DON RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL: LA EPOPEYA CASTELLANA A TRAVÉS DE LA LITERATURA ESPAÑOLA
    (Conferencias del año 1909)

    2 - CASTILLA Y LEON (I)

    A) La unidad política de España rota con la invasión árabe

    La unidad política de España, sólo realizada completamente por los reyes visigodos y, a destiempo, por los de la casa de Austria, tuvo alternativas muy profundas; anhelada por los espíritus más elevados, y combatida por inmediatos intereses de las partes mal unidas, fue preocupación frecuente de unos u otros.

    Estos dos nombres, Castilla y León, que hoy nos suenan como indisolublemente unidos, tardaron mucho en soldarse así. Los vaivenes de su acercamiento y repulsión dejaron honda huella en la historia de los siglos X al XIII, y es por demás interesante ver cómo este aspecto de la fermentación nacional se refleja en la literatura antigua, en dos poemas cuyo diferente espíritu quiero mostrar aquí.

    Los pueblos germanos que se establecieron en España profesaban la herejía de Arrio y un altivo exclusivismo de raza; y ambas cosas les mantuvieron muy aislados de la población romano-española que era católica. Más de siglo y medio tardaron los visigodos en abjurar el arrianismo, y más de dos siglos en abolir la prohibición de matrimonios entre sí y los hispano-romanos. Después de estos dos importantes acontecimientos, la unificación nacional parecía ya constituida; mas apenas habían pasado sesenta años, fue arruinada tan laboriosa obra con la invasión de los árabes.

    Este nuevo pueblo, antes desconocido de la Historia, se levantaba ahora con un vigor increíble; en un empuje conquistaba gran parte de Asia y de África y se arrojaba irresistible sobre Europa. España recibió este choque y sucumbió, sufriendo la crisis más grave de su historia, a que le condenaba su situación geográfica entre los pueblos europeos. La cordillera cantábrico-pirenaica fue el manto protector que amparó los pocos hombres de ánimo independiente que pudieron huir de la invasión árabe.

    Sólo al abrigo de estos montes van surgiendo pequeños núcleos de resistencia, empeñados en una empresa común, unidos por el antiguo nombre de España y por el de Cristo, pero materialmente aislados y con distinto carácter. Así van creciendo el reino de Asturias y León, tradicionalista, heredero de todo el ideario y mecanismo político de la extinguida monarquía visigoda; Castilla, rebelde a ese tradicionalismo, innovadora y llena de aspiraciones; Navarra, resurgiendo con el espíritu indomable y apartadizo de los vascos; Cataluña, nacida como una prolongación de la Aquitania, antes de tener la conciencia de su personalidad hispánica. Simplificando mucho las cosas podríamos decir que mientras León, lo mismo que la mayor parte de Aragón y Cataluña, renacen sobre un fondo de población ibérico, Castilla se reconstruye sobre un fondo cántabro-celtíbero.

    B) Orígenes del condado de Castilla en antagonismo con León.

    Acaso es ésta la causa de la fisonomía especial con que Castilla aparece en la historia y de la hegemonía decisiva que ejerció en la trabajosa reconstrucción de España; acaso pudiera deberse también a la acumulación en esa tierra celtibérica de ciertos germánicos, diversos de los que prevalecían en Toledo y demás partes de la monarquía goda. Lo cierto es que Castilla fue, entre todos los pueblos de la Península, el único que heredó la poesía heroica de los visigodos. A primera vista parece haber contradicción entre la aceptación de esta herencia poética y la repugnancia que Castilla mostró, en el siglo X, hacia la legislación visigoda mantenida en León; pero tal contradicción es sólo aparente.
    Sabido es que el código visigótico se dejó influir demasiado por el derecho romano y el eclesiástico, de modo que contrariaba las costumbres más arraigadas de los germanos, como la venganza privada, que alienta en el fondo de toda la epopeya, y el duelo judicial; claro es que éstas y otras costumbres análogas habían de mantenerse y retoñar preferentemente en la región que rechazaba el código que las proscribía, es decir, en Castilla, más bien que en León.

    Estas dos regiones tenían en sus orígenes un sello bien distinto: el reino astur-leonés nació fortalecido con los restos de la nobleza goda de Toledo, que ante la increíblemente rápida invasión musulmana se refugiaron en Asturias. A Alfonso I, entronizado al abrigo de las montañas asturianas, se le daba el título de “descendiente del rey godo Recaredo” (de stirpe regis Recaredi et Ermenegildi). Así León fue en los primeros cuatro siglos de la reconquista mirado por los otros estados cristianos de la Península como legítimo heredero del imperio visigodo toledano.

    En los documentos públicos de Castilla casi siempre, y en los de los otros estados cristianos algunas veces, al lado del nombre del conde o del rey propio, se registra también el nombre del rey de León, como superior jerárquico de toda España, y a veces dándole el significativo título de imperator. León, fiel a su herencia y a su alta representación, era una monarquía arcaizante, empeñada en conservar en vigor el código visigodo, y aquel fuerte carácter clerical del destruido reino, que se manifiesta bien, ora en los concilios de León y Coyanza, resurrección de los antiguos concilios visigóticos de Toledo, ora en el señorío temporal de obispos y abades, que pesaba sobre las grandes poblaciones del reino leonés.

    Castilla se levantó enfrente, con una tendencia revolucionaria e innovadora. Era una de tantas provincias o condados del reino leonés, gobernada por varios condes que nombraba el rey de León. Pero estos condes se volvían a menudo rebeldes, llevando siempre mal las dos grandes sujeciones del condado respecto del reino: la obligación de todo vasallo de acudir a la corte del rey cuando éste le llamase; y la necesidad de todo litigante de ir en alzada a los jueces de León, que tenían su tribunal a la puerta de la iglesia catedral de aquella ciudad, y juzgaban por el código visigótico, llamado Fuero de los jueces de León (Forum judicum, Fuero judgo).

    El espíritu autonomista de Castilla fue a veces ahogado en sangre. El rey de León, Ordoño II, a principios del siglo X, llamó a su palacio a los condes castellanos, y cuando éstos, cumpliendo su deber de vasallos, se le presentaron, los hizo encadenar y los llevó a León, donde la leyenda dice que fueron muertos. Los castellanos entonces eligieron dos jueces que, teniendo su tribunal en Burgos, les librasen de acudir al tribunal de León; y pronto un conde, Fernán González, de singular energía y habilidad política, y de gran talento militar, dio cuerpo a esta autonomía y logró en algún modo su reconocimiento por parte de León.

    Entonces se dice que los castellanos recogieron por toda su tierra cuantos manuscritos del código visigótico pudieron encontrar, y los quemaron en Burgos; sus jueces dieron libre acogida legal a las nuevas costumbres civiles y políticas, que no eran en muchos casos sino supervivencia de antiguas costumbres germánicas; los condes se aplicaron a dictar pequeños códigos para cada ciudad según los usos propios de cada una (fueros), concedieron privilegio y exención de caballeros a cuantos servían en la guerra con un caballo de batalla, aunque por su nacimiento no perteneciesen a la casta de hidalgos, suavizaron la servidumbre hasta extinguirla, y pronto Castilla se distinguió de León, adelantándose en una variada y nueva legislación municipal y en una constitución democrática de la caballería, que en todas partes era esencialmente nobiliaria.

    De este modo nació Castilla como región bien caracterizada dentro de las demás de España.

    C) “Poema de Fernán González”

    Literariamente se distinguió también Castilla de todas las demás regiones por haber sido, como ya dijimos, la única dentro de la Península que heredó la poesía heroica de los visigodos. Esta limitación es análoga a la que ocurre en Francia, donde la epopeya es de origen franco y radica primitivamente sólo en la parte norte del territorio, en especial en la parte lindante con Alemania, donde el germanismo fue más vigoroso; en la antigua Austrasia (en la Lorena) y en las regiones limítrofes de Neustria (en Flandes y Picardía).

    Ahora bien: esta epopeya española, en sus principios absolutamente castellana, nos cuenta de modo novelesco los orígenes políticos del Condado de Castilla bajo el gobierno de Fernán González.

    El poema consagrado a este famoso conde fue escrito hacia 1250 por un monje de San Pedro de Arlanza, ilustre monasterio de Castilla. Es, pues, un poema más erudito que popular; pero inspirado indudablemente en otro poema popular anterior, como se ve bien por el tono de muchos episodios.

    …poetiza las luchas de la naciente Castilla con los musulmanes…

    El poema (1) cuenta detenidamente las guerras incesantes que el conde Fernán González sostiene contra el gran rey de Córdoba, Almanzor, contra el rey de Navarra y contra el conde de Tolosa. Apenas acababa de vencer una batalla, emprendía otra guerra, sin dar a sus vasallos tiempo para reposar, ni siquiera para desvestir sus armas.

    En vano ellos murmuraban: “Esta vida no es sino propia de demonios, que jamás tienen un punto de reposo; mientras para todos los seres creados hay un descanso, nuestro conde parece Satanás y nosotros la hueste infernal (cuyas azuladas lumbres se ven de noche vagar en los cementerios y en los montes); nuestro único solaz es arrancar almas de los cuerpos combatiendo.”
    Pero el conde les sabía animar con un oportuno discurso moral y sus vasallos le seguían llenos de entusiasmo a buscar otra victoria.
    Así el incansable guerrero castellano, tan arrogantemente pintado en el poema, quedó en la imaginación popular como el campeón eterno del cristianismo, que ni en su sepulcro de Arlanza quería descanso, pues en todas las grandes guerras de la Cristiandad los huesos del héroe se agitaban inquietos dentro del sepulcro y su alma volaba sobre los campos de batalla, atraída por la matanza de musulmanes. Esto aseguraban testigos presenciales; cuando Juan Hunyada venció en Belgrado a Mahomet II, o cuando los Reyes Católicos empezaron la última guerra de Granada, se oyeron ruidos de huesos y golpes en el sepulcro de Arlanza; y la noche antes de romperse la tremenda batalla de las Navas, pasó sobre la ciudad de León gran fragor, como de un ejército, que fue a golpear la puerta del panteón real de San Isidoro: eran el conde Fernán González y el Cid, que iban a despertar en su tumba al rey Fernando I, para que acudiese con ellos a la batalla.

    …y en antagonismo con el reino de León…

    Menos fácil fortuna que en las guerras tuvo el conde en la paz. El rey de León don Sancho le llamó a su corte, y el conde tuvo que obedecer, aunque de mala gana; deseando ser independiente, se veía obligado a ir a besar la mano del rey al saludarle, reconociéndose así públicamente vasallo. Iba el conde en un hermoso caballo árabe, que había sido de Almanzor, y llevaba en el puño un azor mudado, que no había otro mejor en toda Castilla.

    Tan buenos eran el caballo y el azor del conde, que el rey de León se acodició de ellos y se los quiso comprar. El conde, generoso, no quiere sino regalárselos; pero el rey, no menos generoso, juzga incorrecto aceptarlos si no es en venta, y ofrece mil marcos como precio. Éste es aceptado por el conde, pero con la condición de que el rey había de pagar en día fijo, y si se retrasaba el pago, se duplicase cada día el precio.
    El rey de León consintió; y luego, sin saber a cuanto se había obligado, no se volvió a acordar más de tal convenio.

    Fernán González cae víctima de una venganza

    El conde se despidió de su rey; pero la reina, al despedirle, le tendió una red peligrosa: ofrecióle el casamiento de una sobrina de ella, princesa de Navarra, y escribió secretamente al rey de este país para que, en vez de consentir el matrimonio, prendiese al conde y vengase en él viejos agravios de familia. El buen conde cayó en el lazo, y convino una entrevista con el rey de Navarra; cada uno debía concurrir al lugar de Cirueña sólo con cinco caballeros; pero el navarro llevó más de treinta, y prendió al conde sacrílegamente en una ermita donde se había refugiado. Un grito del cielo mostró la indignación de Dios por tal atropello, y el altar de la ermita se partió de arriba abajo, y partido se ve hoy en día, dice el poeta; mas a pesar de tal prodigio, el conde fue aherrojado y metido en un castillo de Navarra.

    Fernán González caía así víctima de una venganza; él había matado al anterior rey navarro, y la hermana y el hijo del rey muerto quieren vengarle. Los medios que para ello emplean no son aprobados por el poeta, quién, sin embargo, aprueba el propósito como irreprochable: “La reina de León –dice- buscaba siempre a los castellanos la muerte y la deshonra; quería vengar a su hermano y por eso nadie podrá culparla.”

    era de castellanos enemiga mortal,
    de buscarles la muerte nunca pensaba en al,
    non la debíe por ende ningún omne reutar.

    He aquí una muestra típica del que el poema de Fernán González, de acuerdo con otros textos jurídicos y literarios, llama “odio viejo guardado”; este odio es el instigador de esas venganzas familiares en que desahogaba su energía el alma bárbara de aquellos señores del siglo X, protagonistas de los poemas épicos. Los hijos del conde Vela, que heredan el odio guardado por su padre, y después de muchos años lo hacen caer sobre la persona inocente del descendiente del ofensor, son el ejemplo más típico. A veces el rencor viejo, disimulado con falsas reconciliaciones, no retrocede ante la traición contra los parientes, contra la patria y contra la fe, como en el caso de Ruy Velázquez que entrega sus sobrinos a los moros.


    Las mujeres del poema
    Y aun la epopeya nos presenta más rencorosas a las mujeres; ellas enardecen para la venganza el odio adormecido en el corazón del hombre; y eso hacen, no sólo aquellas ricas hembras que la poesía trata de pintar desfavorablemente, como la reina de León, enemiga de Fernán González, o doña Lambra, la mujer de Ruy Velázquez, sino también la heroína del poema, como la madre de los Infantes de Lara, que quiere inclinarse para beber la sangre que manan las heridas de su enemigo hermano; o la primera reina de Castilla, que, como presente de boda, recibe amarrado al conde que la agravió, y ella misma le despedaza haciendo de verdugo. Ni las unas ni las otras tienen nada que envidiar en ferocidad a los más exagerados tipos de barbarie que nos da, por su parte, la epopeya francesa.

    Pero el poema de Fernán González nos da también, en contraste, la nota delicada de otra mujer, que olvida ese bárbaro deber familiar, vencida por el amor que en ella despierta el héroe de quien debiera vengarse. La joven infanta de Navarra oyó a un peregrino lombardo alabar al conde Fernán González, supo además que estaba preso por amor de ella, y entre curiosa y enternecida, se decidió a visitarle, a escondidas en la prisión.

    Al entrar habló así al asombrado prisionero: “Buen conde, esto hace el noble amor, que quita a las damas vergüenza y miedo y las hace olvidar a sus padres por su amante”.
    Buen conde, dixo ella, esto faz buen amor,
    que tuelle a las dueñas vergüenza e pavor…
    “A causa mía, que nunca os hice el menor bien, sufrís esta prisión; de ella quiero libraros, si, tocando mi mano, me hacéis homenaje de tomarme por mujer”.

    Liberación del conde Fernán González

    El conde promete, y la infanta le saca secretamente del castillo. Ambos caminaron toda la noche, y por el día se esconden en un monte para no ser vistos. Un mal arcipreste, que por allí cazaba, descubrió con sus perros a los dos fugitivos ocultos; y viendo al conde aherrojado, habló inconvenientemente a la princesa; pero ésta, defendiéndose con ánimo varonil, dio lugar a que el conde llegara y matase al agresor. Se pusieron en camino la siguiente noche, y al amanecer ven venir gente armada contra ellos.
    La dama se da ya por perdida, pues el conde apenas podía moverse con sus cadenas.

    Mas pronto el sobresalto se convirtió en alegría cuando vieron que los que venían eran los castellanos, decididos a libertar a su señor. Traían por capitán, en un gran carro, una estatua del conde, en cuyas manos de piedra habían jurado todos no dar un paso atrás si ella no lo diere, contentos de llevar un señor fuerte como el que iban a rescatar. Al reconocer a los fugitivos, la alegría de los castellanos fue inmensa; y allí mismo, en el monte, se apresuraron a reconocer por señora a la princesa que tanto bien les había hecho, y le besaron la mano. Luego se dirigieron al primer pueblo de Castilla, donde un herrero rompió las cadenas del venturoso conde.

    Nueva prisión y liberación del conde

    Las fiestas de las bodas se ven turbadas, como era de esperar, por una guerra con Navarra, a la cual siguen otras varias guerras que ocupan la vida del héroe, hasta que sobreviene la ruptura de éste con su rey.
    He aquí lo sucedido:

    El rey don Sancho envía un mensajero al conde, exigiéndole que vaya a las cortes de León o que le deje el condado libre, si no quiere prestarle vasallaje. Fernán González, cumpliendo su deber, se presenta al rey y le va a besar la mano; pero el rey no se la da a besar y le manda prender. De esta nueva cárcel le libra por segunda vez su esposa, que se presenta en León vestida de peregrina, como que va camino de Santiago, y obtiene del rey permiso de ver al conde.

    Dentro de la prisión cambia sus vestidos con el prisionero, el cual, disfrazado, sale por entre sus guardias (modo de evasión varias veces poetizado y que la historia cuenta del conde de La Vallette en 1815). El rey, avergonzado, deja libre a la condesa y la manda acompañar hasta que se reúna con el conde. El cual, entonces, no satisfecho aún, envía mensajeros a pedir al rey el precio que le debía por el caballo y el azor vendidos; pero el rey no le responde.

    El conde, en opinión de clérigos y de juglares

    Aquí el monje de Arlanza, que compuso el poema, borró en esta reclamación cuanto pudo parecerle inconveniente en un caballero cristianísimo, “omne sin crueldat”, como él lo califica. El conde, a quien la tradición llama “bienaventurado” en todas las empresas, tuvo no obstante una gran desventura poética, cual fue el tener varios biógrafos clérigos que se empeñaron en hacer de él un espejo de perfección verdaderamente insoportable por lo comedido y correcto; con este propósito, otro abad de Arlanza, Arredondo, dedicó al emperador Carlos V una Crónica del Conde, presentándolo como ejemplo de todas las virtudes teologales, cardinales y caballerescas, entre las cuales asegura tuvo la de ser “pacientísimo”. Claro es que los juglares no opinaban igual que los clérigos, y no estimaban la paciencia como virtud caballeresca; para ellos la ruptura del conde con su rey había tenido mucho de agrio y violento, como podemos ver reconstruyendo el perdido poema popular, con ayuda de la llamada Crónica de 1344, que lo prosifica.

    El rey don Sancho despacha con mala respuesta a los mensajeros del castellano, y entonces ellos desafían al rey en nombre del conde. Éste entra por el reino de León robando ganados y cautivando hombres en prenda de la deuda, y luego hace ver al mayordomo del rey, encargado al fin de pagarle la suma debida, que habiéndose pasado con mucho el plazo del pago, y debiéndose de duplicar cada día la cantidad, no había dinero en el mundo para pagarla, “ni siquiera podía ser sumada por bocas de hombres”. El rey no se dejó convencer de estas matemáticas; sin duda tenía mal sentido aritmético como aquel rey de India, que creía poder pagar en semejante progresión cada una de las casillas del tablero del ajedrez.

    Entrevista del conde con el rey Sancho de León

    El leonés quiso acallar la reclamación del conde con un ejército; y ya ambos iban a pelear, cuando el abad de Sahagún y otros prelados que allí había, impidieron la batalla y concertaron una entrevista en un vado del río Carrión, límite entre el reino y el condado. Esta entrevista formaba una de las escenas más animadas del poema perdido, llena de brío y brusquedad. Según la prosificación que seguimos, el conde, al llegar al rey, le va a besar la mano, pero el rey se la niega.

    “Conde –le dice- no os doy mi mano a besar, pues os rebelasteis con Castilla; y si no fuese por el abad y los prelados, os cogería por la garganta y os echaría en las torres de León, donde os guardarían mejor que la otra vez”.
    “Callad, Rey, que mal cumpliríais vuestras amenazas. Si no fuese por las treguas de los prelados, yo sí que os quitaría la cabeza de los hombros y teñiría el agua de este río con vuestra sangre; vos venís en gruesa mula y yo en ligero caballo; vos traéis sayo de seda, yo traigo un arnés trenzado; vos con guantes olorosos, yo con los de acero claro; vos con la gorra de fiesta, yo con un casco afinado; yo tengo esta espada en cinta, vos traéis ese azor en la mano.”
    Y diciendo esto, hincó espuelas a su caballo, y de la arrancada que el bruto dio en el río, salpicó al rey con el agua y la arena.

    Esta escena final es un cuadro de época muy exacto. Entrevistas borrascosas como la del vado del río Carrión eran frecuentes; en una semejante, a orillas del Pisuerga, Alfonso VII, oyendo del conde Rodrigo González palabras descomedidas, le echó las manos al cuello, y ambos cayeron de sus caballos a tierra; por eso, para evitar una parecida ocasión, el cauto D. Juan Manuel no se quiso avistar con Alfonso XI ni aun teniendo ambos un río por medio.
    La insolencia del conde Fernán González está pues, perfectamente dentro de la época, y solo a un piadoso biógrafo eclesiástico se le pudo ocurrir explicar aquel brusco separarse el conde del rey en el vado del río, diciendo que, como el conde sintiese que su ira se iba encendiendo, por no pecar contra Dios, volvió la rienda al caballo, y éste “levantó muchas aguas por encima del rey”.

    D El poema como reflejo de la rivalidad entre Castilla y León

    Sin estas atenuaciones ridículas y las otras a que ya hemos aludido, el Poema de Fernán González refleja bien la época de acritud irreconciliable en la rivalidad entre Castilla y León; el poema es de origen castellano y por eso mira al rey de León sin simpatía, es más: sin respeto alguno.
    Es una muestra de esa epopeya feudal de los vasallos rebeldes, la cual produjo en Francia muchas obras como Les quatre fils Aymon o Girard de Russillon, donde se cuentan las guerras de poderosos barones contra la monarquía.

    En España el género apenas arraigó, a causa de la escasa fuerza que en ella tuvo el feudalismo, especialmente en Castilla, cuyo espíritu democrático fue siempre acentuado, y en cuyo seno no pudo desarrollarse una epopeya feudal una vez terminadas las reyertas, que podríamos llamar exteriores, con el rey de León. Además nunca el vasallo rebelde fue tipo predilecto en la poesía castellana, y es bien de notar que Fernán González mismo consigue su independencia, más que por una guerra por un contrato.

    Ahora bien, este contrato pudiera ser uno de esos lazos inescrutables, arriba aludidos, que traban la epopeya castellana con las tradiciones de los visigodos. Castilla, en servidumbre de León, libertada en nombre de un caballo y un azor, recuerda la leyenda, recogida por Jordanes, de cómo los godos, padeciendo servidumbre en una isla, fueron liberados mediante el pago de un caballo. Además, para que se aplicase a Fernán González esta vieja leyenda gótica, pudo dar ocasión cualquier documento notarial entre el rey leonés y el conde castellano.

    En la Edad Media el que recibía una donación entregaba en cambio al donante cualquier objeto de pequeño valor para dar a la donación, en vez de su carácter de acto gratuito, el indispensable carácter de una compra o de un cambio, y a esto se llamaba roboratio o corroboración. Los objetos usuales para esta roboratio eran muchos: una pequeña suma de dinero, un par de guantes, una capa, cierta cantidad de vino o de trigo, una mula, un caballo, un azor. El caballo y el azor juntos se hallan sirviendo de roboratio en varios documentos de los siglos X y XI, y podemos suponer que sirvieron para una donación, verdadera o apócrifa, en que el rey de León cediese a Fernán González varios derechos sobre el condado, por lo cual pudo decirse que el rey había cedido el condado a cambio de un caballo y un azor.

    Castilla, hecha reino, aspira a la hegemonía política de España

    Hecha esta hipótesis en atención al carácter altamente histórico de la epopeya castellana, observemos, sin embargo, que con Fernán González, Castilla triunfó en muchas de sus aspiraciones, pero no se hizo del todo independiente como supone el poema. Los condes sucesores continuaron reconociendo la suprema soberanía de los reyes de León, hasta que uno de éstos, Bermudo III, concedió al condado el título de reino, como dote de su hermana Sancha, al casarla con el último conde.

    Castilla, hecha reino y unida a León en la persona de Dª Sancha y de su marido D. Fernando, se sintió desde luego superior al antiguo reino, su rival, y concibió el pensamiento de ser ella el centro de la unidad política de la mayor parte de España.

    El entusiasmo popular que despertó en Castilla la unión de los dos reinos produjo un canto lírico antes famoso y hoy perdido, del cual, sin embargo, aun podemos percibir cierto eco en un breve fragmento conservado en dos poemas del Cid y en un romance del siglo XVI. Pero esta unidad tan deseada por Castilla, no era firme, y por espacio de dos siglos vemos que cuando ambos reinos se reunían en la mano de un rey poderoso, éste, en su testamento, los volvía a dividir, atendiendo tanto al deseo paternal de coronar las cabezas de varios hijos, como a los encontrados intereses de las tierras mal unidas.

  2. #2
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    Respuesta: La epopeya castellana (I): sus orígenes

    La epopeya castellana (II): El cantar del cerco de Zamora
    (De Don RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL: LA EPOPEYA CASTELLANA A TRAVÉS DE LA LITERATURA ESPAÑOLA, año 1909)

    EL CANTAR DEL CERCO DE ZAMORA

    Guerras entre los hijos de D. Fernando I

    El primer rey de Castilla y León, D. Fernando I, dividió así sus estados aun en vida. Dio a su hijo mayor, Sancho, la Castilla, que ya se consideraba como reino principal y mejor porción de la herencia; a su hijo segundo, Alfonso, dio León; al tercero, García, el reino de Galicia; a las hijas también les formó un pequeño estado eclesiástico o monacal con el título de infantazgo, que la leyenda decía tener por capital para Urraca la ciudad de Zamora, y para Elvira la de Toro.

    Esta repartición fue desacertada y funesta, pues, muerto el padre en 1065, Sancho, en quien encarnaba el pensamiento de la hegemonía castellana, se rebeló contra la voluntad paterna, no tolerando la disgregación del gran reino, y empezó una serie de guerras contra los hermanos, las cuales duraron lo que el corto reinado del ambicioso: ocho años. En estas guerras ayudó al rey de Castilla el famoso caballero D. Rodrigo Díaz, llamado el Cid. Con tan buen vasallo, Sancho atacó a Alfonso, le prendió, le despojó del reino de León, y le permitió buscar un refugio en la corte del rey moro de Toledo; venció también a García, y le quitó la Galicia y Portugal, y por último, sitió a Urraca en Zamora.

    No le faltaba ya a Sancho más que esta ciudad para ser dueño de todo el reino del padre, cuya voluntad desacataba, cuando fue muerto por un caballero de los sitiados, llamado Vellido Adolfo.

    El joven rey moría sin sucesión; al saber su muerte, Alfonso se escapó del poder del rey moro de Toledo, y, viniendo a Zamora, se unió con su hermana, a quien veneraba como madre, y se ciñó la corona. Siendo Alfonso originariamente rey de León, realizaba a gusto de este reino la unidad tan deseada por Castilla, y así terminó la gran postrera enemistad de ambas regiones.

    El Cantar del cerco de Zamora

    Un poema enteramente histórico cantó estas guerras más que civiles: El Cantar del cerco de Zamora. No se conserva sino reducido a prosa en las crónicas de los siglos XIII y XIV (En la Primera Crónica General de España que mandó componer Alfonso el Sabio y se continuaba bajo Sancho IV en 1289); así que no podremos dar idea de sus pormenores de ejecución, pero sí de su plan y pensamiento. El análisis de esta obra exigirá toda nuestra atención más especial, por tratarse de una poesía que, versando sobre costumbres sociales y políticas del siglo XI, anda a veces muy lejos de los sentimientos, móviles y temas que hoy nos son familiares. El poema tiene por esto gran valor arqueológico; pero al mismo tiempo, habremos de notar que reúne condiciones artísticas de primer orden.

    Servíale como prólogo la solemne escena de la muerte del rey D. Fernando el Magno. Cuenta la Historia llamada Silense que el rey Fernando I, ya viejo y lleno de gloria, habiendo enfermado en una excursión militar que dirigió sobre Valencia, se hizo llevar a León; allí pasó la vigilia de Navidad del año 1065, en la iglesia de San Isidoro, cantando con los monjes los maitines, aunque enfermo. Al día siguiente vistió las regias insignias, y, postrado ante el altar, exclamó con clara voz: “Tuyo es el poder y el reino; a ti, rey de los reyes, devuelvo yo ahora el reino que me diste, pidiéndote que mi alma vea la luz eterna”. Y dicho esto, se quitó la corona adornada de pedrería y la puso sobre el altar, desnudóse los vestidos reales, vistió cilicio, esparció ceniza sobre sí, y vivió dos días en penitencia, al cabo de los cuales entregó su alma sin mancilla a Dios.

    Esta larga agonía que los autores eclesiásticos nos cuentan, consagrada a la fervorosa penitencia, era de muy distinta manera concebida por los juglares, que la describen rodeada de pasiones y tumulto.

    El Cantar del cerco de Zamora colocaba la muerte del rey no en León, sino en Castil de Cabezón. Allí llamó a sus hijos y les repartió los reinos, dando a Sancho, la Castilla; a Alfonso, León; a García, Galicia; olvidándose de la suerte de su hija Urraca. Entonces Sancho, que era el hijo mayor, dijo al padre que no podía hacer aquel reparto, porque los godos habían establecido que nunca se dividiese el imperio de España, mas que estuviese siempre bajo un señor; y como el padre insistiese en su propósito, el hijo le dice: “Haced lo que queráis, pero yo no lo otorgo”.

    Llegada del Cid y lamentación de doña Urraca

    Entonces llegó el Cid, que había estado ausente cuando la partición. El rey moribundo preguntaba a menudo por él, y tuvo gran alegría al verle llegar, diciéndole: “¿Dónde os habéis tardado tanto, Cid, que nunca rey tuvo mejor consejero que vos? Yo os ruego que aconsejéis siempre bien a mis hijos. Tarde llegáis, pues ya no os puedo dar nada de mi herencia, porque ya he repartido mis reinos”.
    Pero don Sancho, queriendo ganarse tan buen vasallo, dijo al padre: “Dadle al Cid lo que quisiereis en mi tierra”. Y el rey le señaló entonces un condado en Castilla.

    Ellos estando en esto, doña Urraca entró en palacio, llorando a voces; avisada por su ayo Arias Gonzalo del peligro en que estaba el rey, había ido precipitadamente a Castil de Cabezón, acompañada de cien damas nobles; al llegar a la villa todas bajaron de las mulas, quitaron las tocas de su cabeza en señal de duelo, y comenzaron a llorar. La infanta entró por el palacio, diciendo: “¿De qué me sirve ser hija de tan noble rey, si quedo desheredada y abandonada a quien me quiera deshonrar?”

    El moribundo batallaba entretanto con la muerte, poseído de agónica pesadilla: “Vete, vete; ¿por qué me estrechas tanto, que ya me has herido uno de los ojos? Cuando yo estaba sano, pensaba que a todo el mundo podía resistir en batalla.”
    A las quejas de la infanta, el rey recobra el sentido, y pregunta: “¿Quién llora así?” “Es- dice el Cid- vuestra hija doña Urraca, que queda desheredada.” Y el rey se lamenta: “Por el abandono de esta hija se perderá mi alma.”

    Muerte del rey D. Fernando I

    El rey llamó entonces a todos y dio un infantado a Urraca: “Yo te dejo a Zamora, que es una fuerte ciudad. Quien os la quitare, hija, tendrá mi maldición. Y todos, hijos míos, juradme que no pelearéis uno contra otro, pues bien os dejo con qué vivir en paz cada uno con lo suyo.” A estas palabras, todos juraron y dijeron “amén, amén”, salvo don Sancho, que guardó silencio. Silencio famoso en los romances, ideado por el poeta castellano para disculpar la conducta posterior de don Sancho.
    También el moribundo hizo jurar a sus hijos que se guiasen todos por consejo del Cid y le favoreciesen. Luego, pidiendo el cuerpo de Cristo, recibió la comunión postrado en el suelo; y vuelto a la cama, puestos los pies hacia el oriente, expiró teniendo en la mano el cirio que todo moribundo debía tener como símbolo de la “luz eterna” que espera.

    Muerto don Fernando, todos le lloran amargamente, y más que nadie el buen viejo Arias Gonzalo, el ayo de la infanta Urraca, a quien el rey, moribundo, había encomendado su hija como a varón prudente y abnegado. Él veía en torno al lecho mortuorio del rey fraguarse el nublado tormentoso, el trágico sino de sus herederos: “Señor, no lloro yo por vos, mas por nosotros, tristes, que quedamos sin amparo. La guerra que vos solíais hacer a los moros se tornará ahora sobre nosotros, y nos mataremos hermanos con hermanos, parientes con parientes, y todos los de España seremos destruidos.”
    Lúgubre profecía que no tardó en cumplirse.

    El hijo menor, García, arrebató a Urraca la mitad de su herencia, y esto despertó la codicia del hermano mayor, Sancho, quien al ver cómo el menor quebrantaba la jura prestada al testamento paterno, se propuso castigarle en provecho propio. En vano el Cid le aconseja que respete la voluntad del difunto; Sancho le responde que él no es perjuro, pues no aprobó la partición del reino ni juró nada a su padre. En consecuencia, entra en guerra con su hermano García, le prende y le mete en cadenas dentro del castillo de Luna, donde vivió aherrojado veinte años.
    El desgraciado prisionero no consintió que, ya para morir, le quitasen los hierros, sino que mandó enterrarse con ellos, encariñado con su larga desdicha.

    Sancho acometió luego a Alfonso, le venció con ayuda del Cid, le prendió y le envió desterrado a Toledo.

    Sancho intenta apoderarse de Zamora

    Luego despojó a Urraca de su infantado; y queriendo quitarle la fuerte ciudad de Zamora, envía cartas por toda la tierra para que todos sus vasallos se juntasen en Sahagún. Nadie desobedeció, porque el rey era muy duro, aunque tan mozo que entonces le empezaba a apuntar la barba.

    Reunida la hueste, acampa junto a Zamora, y el rey cabalga alrededor del rey para reconocerla; y cuando la vio erguida sobre una peña tajada, rodeada de muros fuertes con torres espesas, y cercada por la otra parte por el curso del río Duero dijo a los suyos: “Mirad cuan fuerte es; bien creo que no la pueden combatir moros ni cristianos. Si mi hermana me la vendiese o me la cambiase, me creería ya rey de toda España”.
    Don Sancho luego se volvió al Cid y le dijo: “Cid, acordaos que mi padre os crió en su casa y que yo os di en mi tierra un condado; ahora os pido, como amigo y vasallo leal, que vayáis a decir a mi hermana doña Urraca que me dé Zamora por dinero o por cambio, que yo le juraré con doce vasallos míos el pacto que quiera hacer”. El Cid se resiste: “Señor, para mí es muy duro ese mensaje, pues fui criado en Zamora, en casa de Arias Gonzalo, con la misma doña Urraca”.
    Pero el rey es inflexible, y el Cid se dirige, aunque de mala gana, a la ciudad.

    Al verle entrar en su palacio, Urraca siente gran alegría, reconociendo en él un amigo de la infancia; pero el Cid olvida la amistad para cumplir con su deber de vasallo y expone el duro mensaje, que hace romper en lágrimas a la infanta: “¡Mezquina de mí! ¡No veo más que desdichas desde que murió mi padre! Sancho tiene preso a nuestro hermano García, como si fuese un ladrón; tiene desheredado y huido entre moros a Alfonso, y a mí me quiere quitar Zamora. Más me valiera que la tierra me tragase”.
    Y en un arranque de saña llega a decir: “Mujer soy, y bien sabe que no lidiare con él; pero yo le haré matar a escondidas o a la faz del mundo”.
    El viejo Arias Gonzalo la reporta y la aconseja que reúna todos los de Zamora en la iglesia y les consulte. Todos le prometen su vida y sus riquezas, visto lo cual la infanta despide al Cid, negando la entrega de la ciudad.

    Cuando el rey Sancho oye la respuesta que trae el buen vasallo, se deja arrebatar de la ira: “Cid –le dice- vos fuisteis quien aconsejó a mi hermana eso, porque os criasteis aquí con ella. Os doy de plazo nueve días para que salgáis de mi reino”.
    Y ya el Cid se marchaba para cumplir la orden, cuando los condes y ricoshombres hicieron comprender al rey su injusticia; pero sólo con grandes promesas logró el rey que el Cid se decidiese a volver.

    La traición de Vellido Dolfos

    Siguen asaltos y matanzas; sin embargo, la ciudad parecía inexpugnable. Los sitiadores acuden al asedio, que se prolonga siete años, con gran hambre y miseria de los sitiados; hasta que al ver tanto sufrimiento, Arias Gonzalo aconseja a doña Urraca que abandone la ciudad. Ella entonces junta a todos los de Zamora y les dice: “Amigos, por vuestra lealtad sufrís tantos trabajos; pero bastante habéis hecho ya, y os mando que entreguéis la ciudad a don Sancho dentro de nueve días, y yo me iré entre moros, a Toledo, con mi hermano Alfonso”.

    Todos se contristaron y pensaban muchos acompañar a la infanta a tierra de moros; mas entonces un caballero llamado Vellido Adolfo se presenta a Urraca:
    “Señora, yo vine a Zamora con treinta caballeros, mis vasallos, y os serví largo tiempo, y no me habéis hecho ninguna merced. Si ahora me la concedieseis, yo os quitaría a don Sancho de sobre Zamora y haría descercar la villa”. La infanta le contesta con un refrán: “Vellido, bien merca el hombre con el apenado o con el torpe, y así haces tú conmigo. No te mando que hagas nada del mal que piensas; pero te digo que al que me quite a mi hermano de sobre Zamora y me la descerque, le daré cualquier cosa que me pida”.
    Entonces Vellido, sin hablar más palabra, besó la mano a la infanta en señal de aceptación y de agradecimiento, y se fue. Dirigiéndose a la puerta de la ciudad, dijo al portero que si le viese en apuro, que le abriese, y en recompensa le dio el manto que llevaba.

    Luego, montando en su caballo, paróse ante la casa de Arias Gonzalo y le insultó groseramente aludiendo a trato ilícito del ayo con la infanta. Los hijos del viejo defensor de Zamora se lanzaron en persecución de Vellido. Éste huyó a la puerta, que el portero le abrió, y saliendo al campo presentóse al rey don Sancho, le besó la mano en señal de hacerse vasallo suyo, y le dijo: “Señor, porque aconsejé a los de Zamora que os entregasen la villa, los hijos de Arias Gonzalo me quisieron matar. Por eso vengo a vos, a hacerme vuestro vasallo; yo os entregaré a Zamora; y si no lo consigo, matadme”.
    El rey, desde luego, depositó en el traidor una confianza ciega. En vano un leal caballero zamorano, subido al andamio del muro, gritó para prevenir cualquier traición:
    ¡Rey don Sancho, rey don Sancho!, no digas que no te aviso,
    que de dentro de Zamora un alevoso ha salido;
    Llámase Vellido Dolfos, hijo de Dolfos Vellido,
    si gran traidor fue el padre, mayor traidor es el hijo.

    cuatro traiciones ha hecho, y con esta serán cinco.
    Si te engaña, rey don Sancho, no digas que no te aviso.

    Pero Vellido dice al rey: “Señor, es Arias Gonzalo el que hace decir eso, porque sabe bien que yo os daré a Zamora”. Y fingiéndose enojado, pide su caballo, como queriéndose ir; mas el rey, lleno de confianza, le detiene, le colma de promesas y va solo con él a reconocer la muralla, para ver un postigo de ella que nunca se cierra y por donde el traidor ofrece meter cien caballeros de don Sancho. Éste llevaba en la mano el venablo de oro, que era el cetro real de entonces, y como una vez, para desembarazarse, lo entregase a Vellido, éste aprovechó ocasión favorable para hundir el venablo al rey por las espaldas, y volviendo enseguida la rienda al caballo, huyó a escape hacia la puerta de la ciudad, que se le abrió otra vez oportunamente.

    El Cid le vio huir, sospechó maldad, y pidió su caballo; pero con la prisa no esperó que lo calzasen las espuelas, por cuya falta no pudo alcanzar al traidor; al verle meterse por la puerta de la muralla, le arrojó la lanza, sin alcanzarle más que al caballo, y se volvió, rompiendo en una maldición famosa: “¡Oh, malhaya el caballero que sin espuelas cabalga!

    La traición carece de fundamento histórico

    Muchas circunstancias de esta muerte son absolutamente históricas, pero no lo es la traición que imaginaron los juglares castellanos.
    La traición, según el cantar, consiste en que Vellido besó la mano al rey don Sancho, reconociéndose su vasallo, y luego le hirió por la espalda; pero ambas circunstancias son falsas, según el relato histórico de la Historia Silense. Dice éste que los sitiados enviaron un caballero de gran audacia, quien entrando en el campo enemigo, con su lanza hirió de improviso al rey de frente, y luego, a todo correr de su caballo, se acogió sano y salvo a una puerta de la ciudad que le esperaba abierta, según estaba prevenido.

    Se comprende que este hecho, que tiene carácter de hazaña, se convirtió en traición por haberse hecho famoso en una narración de origen castellano. Si el heroísmo de Mucio Scevola, en lugar de haber pasado a la historia contado por los historiadores republicanos de Roma, se hubiera transmitido según el relato del campo etrusco, el nombre de Scevola sería odioso en la historia de Italia como el de Vellido en la de España.

    Continuemos con el análisis del poema:
    El traidor fue encadenado en Zamora por Arias Gonzalo, y el rey fue hallado moribundo por los suyos. Don Sancho acepta la muerte como castigo por haber violado el testamento paterno, y ruega a todos que pidan para él perdón a Alfonso, cuando éste vuelva de tierra de moros, y le piden también que reciban por vasallo al Cid. Luego, tomando la candela en la mano, entregó el alma al Creador.

    El desafío de los castellanos

    Los castellanos pensaron luego en vengar a su rey, desafiando a los de Zamora porque habían acogido a Vellido. El encargado del reto fue don Diego Ordóñez, quien armado de todas armas y cubriéndose con el escudo, llegó a la muralla, llamó a voces a Arias Gonzalo, y le dijo: “Vosotros habéis acogido al traidor Vellido, y es traidor el que tiene consigo un traidor. Por esto reto a los zamoranos, tanto al grande como al chico; reto al vivo como al muerto, al que ha nacido como al que está por nacer; reto a las aguas que bebieren, a los paños que vistieren; reto a las hojas del monte y a las piedras del río”.

    Esta curiosa fórmula de reto, que abarca a los seres animados e inanimados de una ciudad, no se nos conserva más que en este poema, pero debe ser bien auténtica; algunas partes de ella se repiten con otro motivo en los contratos medievales. Sin embargo, la fórmula del reto que responde a la solidaridad penal del derecho germánico, de que ya hablamos, sonaba a cosa arcaica e inaceptable para el poeta que dio la última redacción del poema, pues hace que Arias Gonzalo responda como quien no comprende y rechaza esa especie de entredicho en que el retador pone todas las cosas vivas y muertas de la ciudad: “En lo que los grandes hacen, ¿qué culpa tienen los chicos; ni los muertos en lo que no vieron? Pero quitando a los muertos y a los niños, por todos los demás acepto el reto y te digo que mientes”. El mentís era palabra sacramental del desafío.

    El combate

    Se nombran jueces entendidos en derecho, zamoranos y castellanos, los cuales hallan escrito que, el que reta a un concejo cabeza de obispado, debe lidiar con cinco, uno en pos de otro, cambiando el caballo y las armas para cada uno de estos cinco combates, y pudiendo descansar antes de cada uno para tomar tres sopas de pan mojadas en vino y beber vino o agua.
    Recibida esta sentencia, Arias Gonzalo se vuelve a Zamora, convoca a todos los de la villa y les dice: “Amigos, si entre vosotros hay alguno que supiese de la muerte del rey don Sancho antes que sucediese, yo le ruego que lo diga; pues antes quiero irme con mis hijos a tierra de moros que no quedar por alevoso siendo vencido en la lid”.
    Era costumbre que el que iba a sostener un reto se asegurase de la verdad de la causa que defendía, pues el reto se fundaba en la firme creencia de que Dios son consentía que jamás fuese vencido quien tuviese razón, y por eso era el reto una prueba judicial certera. Ahora bien: cuando los zamoranos respondieron a Arias Gonzalo que ninguno de ellos sabía de la traición, el viejo defensor de Zamora se sintió confiado; los despidió a todos, se retiró a su casa, y escogió cuatro de sus hijos que lidiasen; él sería el quinto, que lidiaría antes que los hijos: “Pues si fuese verdad lo que dijo el castellano, yo morirá primero y no veré vuestra desdicha; y si él dijo mentira, yo le venceré y os honraré”.

    Llegó el día del combate, que era un domingo. Aun no había amanecido, el cielo estaba estrellado, y todos dormían en Zamora, cuando el viejo Arias Gonzalo estaba vistiendo las armas a sus hijos, exhortándoles para la lid y dándoles su bendición. Luego ellos le armaron a él, y montando en sus caballos salían ya por el portón de su palacio, confiados en Dios y en la verdad de su causa.
    Pero no todos en Zamora estaban tranquilos y confiados, pues he aquí que la infanta Urraca se presenta acompañada de sus dueñas y detiene a los cinco caballeros que salían. ¿Era que no tenía la conciencia tan tranquila como los demás zamoranos? ¿Era el cariño a su viejo ayo lo que le quitaba el sueño?
    Toda llorosa dice: “Arias Gonzalo, acuérdeseos que jurasteis a mi padre don Fernando que nunca me desampararíais, y ahora me queréis abandonar; por lo cual os ruego que no vayáis a lidiar, ya que hay aquí tantos que os pueden excusar de ir”.
    El fiel vasallo obedeció; desvistió las armas, y aunque muchos se las pedían, sólo las entregó a otro hijo suyo, Pedro, que era niño de días, pero valiente, y había deseado mucho entrar en la lid. El padre, al despedirle, le santigua y le dice: “Ve en tal punto a salvar a los de Zamora, como Jesucristo vino al mundo a salvar a los hombres”.

    Diego Ordóñez mata a los hijos de Arias Gonzalo

    Pero el Cielo no oía estas bendiciones llenas de santa confianza, y el retador Diego Ordóñez mató a Pedro y luego a Diego, otro hijo de Arias Gonzalo; el poeta describe al pormenor los incidentes de estos combates, altamente interesantes para su público de caballeros y ricos hombres; nosotros podemos presenciar uno de esos episodios que nos muestre el despiadado encarnizamiento de la lid y las fórmulas legales que regían estos duelos.

    El retador Diego Ordóñez grita desde el medio del campo: “Don Arias Gonzalo, enviadme otro hijo, que, Dios sea loado, ya he vencido dos de ellos”. Entonces los jueces le advirtieron que el segundo hijo muerto no estaba aun vencido, pues yacía dentro de la raya que señalaba el lindero del campo; era preciso que el vencedor sacase el cadáver fuera de esa raya, cuidando de no poner él los pies fuera de la misma. Así lo hace Diego Ordóñez con gran dificultad, y luego, vuelto al medio del campo, en un poste que allí había, pone la mano en señal de victoria, quejándose de aquel requisito, pues más quiere lidiar con un vivo que sacar un muerto fuera de la raya. Después vinieron los jueces y por su mano le sacaron fuera para que descansase, tomase sus tres sopas y su vino y mudase de armas y caballo.
    El que sin ser sacado por mano de jueces ponía los pies fuera de la raya, sea por su voluntad, sea forzado por su contrario, quedaba al instante vencido.

    Los jueces tomaron luego por las riendas los caballos de Diego Ordóñez y del tercer hijo de Arias Gonzalo, llamado Rodrigo Arias, y los metieron en el campo. Ambos se acometen. El zamorano atravesó con su lanza el escudo de Diego Ordóñez, pero éste pasó el escudo e hirió en la carne al zamorano. Una vez usadas ya las lanzas, ambos echan mano a las espadas, y el zamorano corta a Diego Ordóñez el brazo hasta el hueso.
    Al sentir la herida, Diego Ordóñez descarga su espada sobre la cabeza del zamorano, con tal golpe que le hiende el casco, la férrea capucha de la loriga y la mitad del cráneo. Pero aunque moribundo de tal herida, el zamorano aun puede acometer a Diego Ordóñez y partirle al caballo la cabeza, de modo que, desbocado el caballo, saca a su dueño fuera de la raya, mientras el zamorano, persiguiéndole, se desploma muerto dentro del límite.
    No quedaba vencedor Diego Ordóñez, pues estaba fuera de la raya, ni tampoco el zamorano, pues yacía dentro, pero muerto; y en vano quiso Diego Ordóñez volver a entrar en el campo para lidiar con el cuarto
    Y el quinto hijo de Arias Gonzalo; los jueces no se lo permitieron, y no quisieron juzgar si los zamoranos estaban vencidos o no.

    Epílogo del poema

    De este modo el poeta deja misteriosamente indeciso el duelo, sin que la acusación de los castellanos se pruebe, pero sin que la sombra de sospecha que pesa sobre Zamora se desvanezca por completo. Esta vaguedad, esta penumbra altamente artística, domina también la escena final del poema, que podíamos llamar su epílogo.

    Cuando Alfonso supo la muerte de su hermano se escapó de la corte del rey moro de Toledo y fue a plantar sus tiendas delante de Zamora, adonde vinieron a hacerle vasallaje todos los de sus reinos: primero los leoneses y gallegos, contentos de recobrar su antiguo rey; luego los castellanos, que le reciben por señor a condición que jurase no haber aconsejado él la muerte de don Sancho.

    Es de advertir que un juramento así, después que un rey moría asesinado, era garantía buscada desde antiguo contra los codiciosos del trono. La historia romana nos ofrece un ejemplo: cuando Diocleciano fue elegido emperador después del asesinato de Numeriano, sacando la espada juró por el sol que todo lo ve que no había tenido parte en la muerte de su antecesor; y luego, dirigiéndose a Arrio Aper, prefecto del pretorio, dijo: “Ved aquí al asesino”, y le pasó con la espada, como quien inmola una víctima a los dioses infernales.

    La jura de don Alfonso es sin duda un hecho histórico, aunque sólo la hallemos contada en historiadores del siglo XIII. La idealización de nuestro poema consistirá en olvidar el carácter obligatorio de tal juramento, presentándolo como una exigencia particular del Cid, y personificando en éste a toda Castilla, dejándole solo frente a su rey.

    El juramento del rey don Alfonso

    Así cuenta el poema que, pedida al nuevo rey la jura por los castellanos, fueron besándole al fin la mano todos, en señal de vasallaje, prelados, ricos hombres y concejos, sin atreverse ninguno a tomarle el juramento convenido. Faltaba el Cid. Entonces Alfonso dijo a la Corte: “Pues todos me habéis recibido por señor, os ruego que me digáis por qué no me ha besado la mano el Cid, pues yo le favorecería, ya que me lo encomendó mi padre don Fernando al morir.”
    Oyó estas palabras el mismo Cid y, levantándose, dijo: “Señor, cuantos hombres aquí veis, aunque ninguno osa decíroslo, todos tienen sospecha de que don Sancho fue muerto por vuestro consejo; por eso, si no os exculpáis con el juramento, nunca os besaré la mano”.

    Así habló el vasallo que más debiera solicitar la gracia del nuevo rey, ya que era el más comprometido de todos en las pasadas guerras de don Sancho contra don Alfonso. Éste se somete a jurar, acompañado de doce de sus vasallos, en la iglesia de Santa Gadea (Santa Ágata) de Burgos, que tal era el lugar consagrado en Castilla para estos juramentos públicos. Y todos cabalgan, poniéndose en camino para la ciudad.

    Llegado el momento solemne, el Cid tomó los evangelios y los puso sobre el altar de Santa Gadea; el rey colocó ambas manos sobre el libro, y el Cid empezó a conjurarle: “Rey don Alfonso, ¿venís aquí a jurarme que no aconsejasteis la muerte del rey don Sancho, mi señor?” El rey, acompañado de sus doce vasallos contestó: “Sí vengo”. Y el Cid pronunció la obligada maldición: “Pues si juráis mentira, permita Dios que os mate un traidor que sea vuestro vasallo, como lo era Vellido del rey don Sancho mi señor”.
    Entonces el rey Alfonso tenía que contestar “Amén”, y al pronunciar esta palabra sacramental, su rostro perdió el color. El Cid, no satisfecho, reiteró tres veces, según era su derecho, el conjuro y la maldición, que eran respondidos por el rey y sus doce vasallos; y cada vez que Alfonso asentía a la maldición confirmándola con un “Amén”, su cara palidecía.
    Acabada la jura, el Cid quiere besar la mano a don Alfonso, pero éste, enojado, no se la quiere dar a besar, y de allí adelante le desamó.

    Escena grandiosa del poema

    El poema, que tan magistralmente se abre con la muerte del rey don Fernando, termina con esta grandiosa escena de la jura de don Alfonso, admirable por la profundidad de concepción y por la intensidad con que concentra el interés dramático sobre la figura del Cid. La muerte de don Sancho deja al héroe sumido en el desamparo, entregado al rencor de Urraca y Alfonso, que le miran como causa de sus antecesores infortunios; nadie más necesitado de intercesores acerca del nuevo rey, y, sin embargo, cuando éste se presenta poderoso y Castilla entera se le postra antes de tiempo, el Cid se yergue delante para rendir, él sólo, el último tributo que la fidelidad castellana debía a su señor asesinado y para obligar al nuevo rey a humillarse ante las leyes del reino que iba a regir.

    La escena impresiona vivamente el espíritu, y en él queda indeleble aquella poética indecisión que el poeta nos descubre en el fondo misterioso de la conciencia del rey; el rey jura la verdad como buen cristiano, pero al jurar pierde el color. Esta palidez del regio rostro es la más feliz expresión que puede idearse del recelo invencible con que Castilla recibía a su nuevo soberano.


    Cualidades distintivas del Poema

    Tal es el poema del Cerco de Zamora, poema singular, donde se unen de modo admirable la historia y la poesía. Una fatalidad trágica pesa sobre esta familia heroica, discorde como la de los hijos de Edipo; contra ella las opuestas ambiciones desencadenan la maldición paterna, que a todos envuelve en una nube de males; y el juglar, poseído de la grandeza poética de su asunto, traza un cuadro histórico de muy complejo interés, donde nos ofrece, al lado de los retratos auténticos de las figuras principales, una pintura vivamente pormenorizada de las pasiones políticas, los deberes sociales y las costumbres caballerescas de los ricos hombres e hidalgos del siglo XI. Es un trozo de vida pública arrancado felizmente por el poeta al torbellino de los sucesos que condujeron a la unión definitiva de los dos reinos principales de la Península, e incluido hábilmente en una acción épica que conmovió por muchos siglos a las generaciones sucesivas.

    No hay asunto más veces repetido en crónicas, romances y versos líricos de la Edad Media; en comedias, desde Juan de la Cueva y Guillén de Castro, hasta el Duque de Rivas, Bretón de los Herreros y Donoso Cortés; en poemas de gusto clásico y académico; obras todas inspiradas en la prosificación del cantar contenida en las crónicas medievales. Pero creo que todas esas obras, si bien hacen resaltar la importancia histórica de los sucesos, el estrépito de la guerra, la gallardía de tipos y escenas, sin embargo ninguna de ellas alcanza a comprender la energía dramática y la habilidad artística que el juglar puso en el conjunto de su concepción.

    Las guerras ocasionadas por el testamento de Fernando I llenaron de odio los ánimos. Los partidarios de Alfonso, como el coetáneo autor de la Historia Silense, veían en la fiereza inhumana de Sancho respecto de sus hermanos, un atavismo, el bullir de la “feroz sangre de los godos”, como decía el arzobispo Rodrigo de Toledo, recordando que en la monarquía goda los funerales de un rey se solían manchar con sangre fraterna. Por el contrario, los vasallos de don Sancho tuvieron en la muerte violenta de su rey un motivo más de odio contra León.
    Levantaron el cerco de Zamora precipitadamente y se llevaron el cadáver real al monasterio castellano de Oña, donde, al sepultarle, le pusieron un apasionado epitafio, medio en verso medio en prosa, el cual es una cruda y reiterada acusación a la hermana del difunto:

    “Yace en esta tumba el polvo y la sombra de Sancho; era un Paris por lo hermoso; un Héctor por lo fiero en las armas. Le quitó la vida su hermana, mujer de ánimo cruel que no le lloró. Fue muerto sobre Zamora el 7 de octubre de 1072, por el mal consejo de su hermana Urraca, y por la mano de Vellido Adolfo, gran traidor.”

    Otra memoria de cronicón, escrita sin duda en los mismos días de la muerte del rey, acusa a Alfonso de perjurio, pues imagina que estaba oculto en Zamora, y acusa a los zamoranos todos de fraude y parricidio.

    Cómo dignifica el poema la realidad que contempla

    Como se ve, estas guerras, por lo sañudas y fratricidas, se prestaban bien a servir de asunto a un poema en el estilo de los del siglo anterior, lleno de escenas de violencia y venganza. Pero nuestro poeta, aun mirando las cosas desde un punto de vista castellano, se supo librar de ese odio contra Urraca y contra León, que respiraban el epitafio de Oña y el cronicón citados, y evitó a su vez la aversión contra “el inhumano” Sancho, que, en general, expresan los historiadores. Lejos de todo, sabe dignificar la realidad que contempla, y envuelve a los dos bandos enemigos en una simpatía conciliadora y desapasionada.

    En Sancho vio el poeta al guerrero afortunado que cautivaba el ánimo por su hermosura juvenil, por su empuje irresistible, por sus grandes planes políticos, por su muerte temprana, que le ataja en su carrera victoriosa; pero vio también los defectos de su fuerte alma, el enojo impaciente, la impetuosidad ciega, la ambición insaciable, el desprecio de la maldición paterna.
    En Urraca ve la señora que sabe inspirar amor heroico a todos sus vasallos, la princesa de ánimo varonil, la mujer perseguida, que, acosada hasta lo último deja pasar por su mente la idea del fratricidio, sin bastante virtud para desecharla y sin bastante perversidad para acogerla.

    Existencia de una redacción anterior al poema.

    Sin duda, varios de esos rasgos no son invención del poeta que dio su última forma al poema; debió éste haber tenido una redacción anterior, hecha a raíz de los sucesos, la cual respiraría el odio del epitafio de Oña contra la infanta de ánimo cruel, y contendría la amenaza fratricida de Urraca, las promesas a Vellido y la impunidad de éste.
    Estos rasgos posteriormente hubieron de ser atenuados con el leal aviso que el caballero zamorano da a Sancho, con la prisión del traidor y con la ignorancia que los zamoranos tenían de la traición, ignorancia que no se pudo suponer a raíz del suceso, ya que la complicidad de los zamoranos en el hecho de Vellido es histórica, según se ve por el relato de la Historia Silense (véase RFE, X; 1923).

    Esta mezcla –a veces inhábil, es verdad- de elementos pertenecientes a varias épocas, no quita el mérito del poeta posterior, que trabajó sobre rudos materiales primitivos. Lejos de eso resalta más su originalidad si la saca a salvo por entre la doble influencia que sobre él ejercían un cantar anterior, y, más aun, la rutina general de la epopeya, que miraba el mundo dividido en dos bandos y era de regla que el bando de los traidores acabase siempre castigado a satisfacción de los leales.
    Apartándose de esta moral, el poema de Zamora no quiere ver en los zamoranos unos traidores, y por esto deja el relato final indeciso, cosa extraordinaria y creo que única en el desenlace de un poema épico; tampoco en el epílogo nos quiere dejar seguros sobre si Alfonso queda exculpado o no por su juramento. El poeta tenía el arte de las medias tintas, ignorado en la epopeya medieval.
    Nuestro juglar halló que la acción entrañaba necesariamente un traidor: Vellido; pero le bastó este solo y lejos de ensañarse en el castigo, no quiso preocuparse de satisfacer la curiosidad vulgar, informándonos de la suerte final del culpable.

    Sobre tan varios personajes que animan el poema, descuellan dos tipos singularmente nobles. Uno es Arias Gonzalo, el defensor de Zamora, que representa la prudencia, la lealtad, la abnegación y la lucha infortunada con el hado. Por redimir la ciudad de la nota de traición, sacrifica inquebrantable uno tras otro a sus hijos, siempre confiando en la justicia divina que no puede permitir que sea vencido el inocente.
    El otro es el Cid presentado, no como el Campeador, sino superando con su entereza política el entusiasmo guerrero. La última voluntad del rey D. Fernando lo eleva como consejero y guía de los príncipes enemigos, pero al mismo tiempo, es vasallo de uno de ellos y como tal, su deber lucha con sus afectos e intereses.
    Este conflicto dramático se presenta de forma conmovedora con doña Urraca, amiga de la niñez del héroe, a la cuál él tiene que combatir. Situación que luego la poesía desarrolló suponiendo a la infanta enamorada y quejosa de su antiguo compañero.

    Comparación con el Poema de Fernán González

    Si comparamos los dos poemas en que se reflejan las luchas de castellanos y leoneses vemos una diferencia notable.

    En el Poema de Fernán González, el rey de León, envuelto en una astucia del Conde de Castilla; el rey y el conde disputando brutalmente, todo ello forma un cuadro lleno de viva rudeza y de pasión, que retrata bien el momento de mayor acritud en la lucha de castellanos y leoneses. Todo lo injusto está en este poema de parte de León; toda la razón y valentía son de Castilla, a la que favorece el éxito final.

    Lejos de eso, en el Poema del Cerco de Zamora la lealtad y el valor brillan lo mismo entre leoneses que entre castellanos; la venganza que estos quieren tomar por muerte de su señor aparece ennoblecida bajo la forma de una acción judicial, y en ella, el poeta no quiere pronunciar el fallo por ninguna de las dos partes; no osa injuriar a León, y su indecisión arguye estima, precursora de la unión indisoluble de ambos reinos.

    La inspiración de la venganza y de la hostilidad contra León no podía hacer del poema de Fernán González un poema nacional. Pero la elevación artística que se descubre en el Poema del Cerco de Zamora, la armoniosa comprensión de los elementos que en él todavía luchan, nos anuncian que esa epopeya, olvidada de las discordias civiles, podrá llegar a producir una obra maestra, que más que castellana, pueda ser verdaderamente nacional. Esa obra es el poema del Cid.

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    Respuesta: La epopeya castellana (I): sus orígenes

    Magnífica aporte de esta cita extensa del gran Don Ramón. Este texto, a diferencia de otros que has publicado, ya lo conocía y nos hace un gran favor a los zamoranos pues aclara bien la verdadera historia de la presunta traición, cosa que ignora la mayoría de la gente, incuidos los habitantes de la Perla del Duero. Cuando relato este fragmento del Silense ante los atónitos zamoranos (y lo hago siempre que tengo ocasión), les produce alivio, pues estas cosas, aun con tantos siglos pasados, siempre causan escozor. Al final y según la Historia el honor de Vellido queda vindicado y más aun el de los zamoranos de aquel heroico tiempo pues tres valientes y jóvenes caballeros dieron su vida por la honra de su ciudad.

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