Es curioso que en un tiempo de abusos, de injusticias, de robos, como el nuestro, de total desprecio de las normas de conducta, de atropello de las leyes, todo ello alimento usual de la sátira, sea tan pobre el panorama satírico y tan desdibujadas, tan faltas de valor, las figuras de los dedicados a ella. Cierto que son muy pocos, y no se ve claro si se debe a la ausencia de grandes satíricos, o a que el ambiente sea menos propicio. Debe de haber ambas cosas, pero más quizá de la época, del cambio total que se ha verificado en las costumbres, en las relaciones entre los hombres.
Parece que el medio no resulta propicio; quizá fallen los hombres, pero también las circunstancias, el tono de los tiempos. Nunca, es verdad, ha habido tiempos favorables para la sátira; se ha necesitado siempre un cierto valor, y más de uno ha sido víctima de ataques, odios y persecuciones, pero nunca los peligros han sido como en el tiempo moderno. Hay, por ejemplo, el caso del griego Aristófanes que no podría hoy concebirse; con menos le harían a uno la vida imposible. Aristófanes fue un maestro —quizás el único—de la comedia, un maestro inspirado, con una vena satírica poderosa, y un humor de ley, y que todavía hoy se mantiene vivo. Todavía se le representa con éxito.
Aristófanes ha sido el que ha fustigado con más cólera—y con más gracia, hay que decirlo— los vicios de los hombres de su tiempo y, sobre todo, en ataques directos a las personas. En una de sus comedias Aristófanes atacó sin consideración a Cleón, como hizo burla de Sócrates, y la emprendió con Eurípides, en lo que creyó digno de censura en los personajes. La anécdota es conocida: Cleón era un político destacado, un hombre influyente, un demagogo muy popular, muy amado del pueblo, como ocurre en nuestros días con los vocingleros de puño cerrado y del discurso de tres horas. De éstos era Cleón; un hombre poderoso, adorado por el pueblo, respetado por todos y, sobre todo, temido. Sabido es que en aquel tiempo, en las representaciones, se usaban máscaras con el rostro del personaje representado, con que se aumentaba la impresión de verdad. En esta comedia, los ataques a Cleón eran tan violentos, se ensañaba de tal modo con sus burlas con el personaje, que ningún actor se atrevió a representarle, a endosarse la máscara y presentarse con ella ante el público. Entonces fue el propio Aristófanes, el que se endosó la máscara y se presentó en escena, representando el papel del demagogo.
Esto, en Roma, ya no habría sido posible, y no hablemos de nuestros días... un Juvenal, un Persio, un Marcial, un Voltaire, en Francia, un Quevedo, entre nosotros, hoy no podrían vivir; no serían desterrados o encarcelados... sería todavía peor.
La sátira sana fue la cultivada por los grandes: por Aristófanes, por Luciano en Grecia; por Marcial, Persio o Juvenal, en Roma; por Quevedo entre nosotros; por Voltaire, por el propio Erasmo, por Swift, uno de los más grandes en el género. Se trata de aquellos en quienes la sátira nació inspirada por una santa indignación contra la maldad, por una ira santa contra un vicio, un abuso, una injusticia, despertada también por la estupidez natural de los hombres, su egoísmo o su malicia.
En cuanto a los españoles, todavía a los citados, a este cortejo de figuras ilustres, se puede citar a Cervantes, a Mateo Alemán, al propio Gracián, a la mayoría de nuestros clásicos, que si no hicieron de ella su oficio, no dejaron ocasión para volverse contra los vicios, las tonterías, las corrupciones de su época en el tono aparentemente festivo de la sátira.
Pero hay otra sátira, baja y miserable, de carácter personal, inspirada, sobre todo, en el resentimiento, nacida de la envidia y que resulta, en su motivación, tan baja y miserable, tan digna de desprecio, como los vicios que critica.
Es un hecho confortador que, en ésta, pocas veces se ha alcanzado un gran renombre; es posible, tal vez sí, que alguno de los grandes satíricos, por ejemplo Juvenal, allá en el fondo, la respirase, pero siempre, y aun en él, dominó la visión de los vicios, de la descomposición, de la miseria moral a que se había llegado, y de la cólera que le suscitaba.
Fue en Roma donde la sátira se elevó a su mayor perfección, su plenitud; Juvenal, Marcial y Persio fueron las grandes figuras del momento.
La sátira tuvo cultivadores mucho antes y en muchos y diversos países; es de creer que desde que hubo hombres sobre la tierra la sátira debió de reinar, como reinaron la injusticia; el abuso, el robo ]y el fraude; el atropello del débil por el fuerte, la injusticia y el latrocinio, típicos de la sátira en todos los países y en todos los tiempos; de aquí su florecimiento mayor en épocas de decadencia, de corrupción, de malicia y de bajeza.
En la Grecia antigua, antes ya de la gran época, floreció el género; la sátira tuvo cultivadores de la talla de un Piteo, un Biante que, por los fragmentos que de ellos nos han quedado, no desmerecieron de los grandes satíricos de después; aparte de ellos, se puede señalar a Simónides, a Menipo.
No puede decirse, pues, que fueran los latinos, los verdaderos creadores del género; pero en ellos tomó su carácter peculiar y su forma más acabada.
Todos ellos fustigaron las costumbres, los males de su tiempo, dentro de las naturales limitaciones que les imponía el medio y la época; el poder omnímodo de los viejos dictadores o de los emperadores de la decadencia, en cuyo reinado tuvieron la desgracia de vivir.
No fue oficio grato y siempre comportó riesgos: el caso de Aristófanes, en Grecia.
En Roma la cosa iba peor y los peligros multiplicados; ninguno escapó a esta regla, salvo quizá Horacio, pero éste es un caso aparte. De los otros, pocos escaparon a la persecución, o a la cárcel, o el destierro, que fue el castigo más usado.
Algunos de ellos, como Marcial y Juvenal, procuraron atraerse la protección de los poderosos, del propio emperador; miraron ponerse así a salvo de ofensas y persecuciones mayores, pero no todos lo consiguieron, y parece que Juvenal acabó en el destierro pese a sus precauciones, a su intención de criticar sólo a los muertos, a «los que durmieron a lo largo de la vía Flaminia y en la Latina».
Otros, más afortunados, gozaron de la protección de los poderosos, de manera más segura, por ejemplo, Marcial. Lo mismo puede decirse de Lucilio, en razón de la mayor independencia de que disfrutó, con la protección de poderosos personajes, y sobre todo de su posición de hombre rico.
El que obró con más independencia fue Persio. Persio pertenecía a una familia ilustre: fue el que se atrevió más; atacando incluso al emperador; la oscuridad de sus versos, su fama, y sobre todo su temprana muerte, le evitaron el fin de tantos que osaron oponerse al tirano, lo que habría ocurrido con toda seguridad.
En general, los otros, y sobre todo Marcial, se detuvieron ante el emperador y le hacían la reverencia; le dedicaban sus alabanzas y así podían permitirse atacar, bajo esta fuerte protección, personajes menos importantes de su tiempo, uso adoptado después por Moliere en Francia ante Luis XIV, que, aun así, no dejó de pasar sus apuros; sobre todo, en el estreno de su «Tartufo», o el «Hipócrita», en el que muchos de ellos se vieron retratados.
Fue éste un defecto general aunque justificable, y en el que en grado mayor o menor incurrieren todos.
Es evidente que Marcial, por ejemplo, quedaría mejor sin sus adulaciones a Domiciano; quizá sea verdad que no tenía necesidad de ello, como se ha dicho, pero también es posible que, en hacer lo contrario, hubiera tenido problemas. A fin de cuentas, era una limitación; y los epigramas al emperador son lo más flojo de la producción de aquel poeta, cosa natural, ya que no había convicción ni sinceridad.
La cosa se repitió con Juvenal, aunque con otro carácter; Juvenal, llegado
de provincias, se había sentido asustado ante el panorama: ¿Qué haré en Roma, si no sé mentir? Procuró atraerse el apoyo de aquellos a quienes debía favores, o de los que esperaba favores. Tuvo que poner freno a sus crudezas, a sus excesos de lenguaje y a la violencia de sus ataques, o de sus denuncias, sobre todo, ante los poderosos; de aquí que se dijese de él que hacía la vista gorda ante los cuervos y se ensañaba con las palomas.
Pasado algún tiempo, ya hombre maduro, se hacía aconsejar por un amigo que se ocupase en sus sátiras, con preferencia, de los que dormían en la Vía Flaminia y en la Vía Latina... es decir, de los muertos.
Era preferible, sí, censurar los vicios en los muertos, que en los vivos y sobre todo saludable. Pero tampoco le valió; tampoco esto pudo librarle de los peligros que amenazan siempre al satírico, porque si es verdad que atacaba a los vicios en los muertos, también lo es que en ellos atacaba los vicios de los vivos y todos en aquéllos podían reconocerse.
El oficio no tenía nada de fácil; no era, desde luego, y menos en Roma, un oficio para dormir tranquilo, y ni siquiera, a veces, para dormir.
En realidad, los peligros, para el satírico, como para todo censor, estuvieron en todos los tiempos y en todas partes. Estuvieron en España, con Quevedo; ya se sabe: «Con la Inquisición chitón», sin contar con otros «chitones» no menos peligrosos y amenazantes: Marcial se deshacía en alabanzas al emperador, mucho más justificadas, desde luego, que las de Cervantes al Duque de Sessa, que eran puras adulaciones.
Juvenal decidía ocuparse principalmente de los ya fallecidos, y Voltaire, mucho después, en la Francia de Luis XIV, tan peligrosa casi como la Roma de Nerón o de Domiciano, se hacía construir una casa en la frontera, y pasaba a Francia, o a Suiza, con sólo cruzar de una parte a la otra de la casa, y según que, con sus escritos, hubiese suscitado las iras de la una o de la otra contra su persona, cosa que ocurrió más de una vez.
No era oficio, ni mucho menos, para dormir tranquilo.
Última edición por ALACRAN; 24/02/2009 a las 13:32
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
La sátira halló grandes cultivadores, aunque, ni entre nosotros ni en parte alguna, se dio ya el carácter exclusivo que tuvo en Roma.
Se manifestó casi invariablemente en casos aislados, en verdaderos genios. En Inglaterra, fue Swift, uno de los más grandes; fustigó a la Inglaterra de su tiempo; a los hombres y a las costumbres de Inglaterra, y en los hombres, y en las costumbres de Inglaterra de su tiempo, a los del mundo y dejó la obra cumbre del género: los «Viajes de Gulliver». Swift escribió en esta obra la sátira más enconada y feroz, y por una extraña paradoja, lo hizo en forma de cuento, a la verdad, delicioso y casi para leerlo los niños.
En Holanda, fue Erasmo haciendo burla de la locura de los hombres —con un sentido más universal—, en su «Elogio de la locura»; fue Voltaire en Francia, uno asimismo de los grandes; no la cultivó tan exclusivamente, pero fue donde se mostró con más aptitudes; fue, entre nosotros, Quevedo; fue Cervantes, y mucho más, y quizá mejor, Mateo Alemán.
En estos no tuvo, el carácter exclusivo que tuvo los romanos, y se dio en manifestaciones aisladas, en episodios breves, o en sentencias diseminadas por su obra. Larra lo hizo ya en otro nivel, demasiado español, tal vez, con demasiada literatura en su lenguaje, pero con una vena que le sitúa, a pesar de todo, entre los primeros, y fue Clarín, todavía moviéndose más en el dominio de las letras. Tampoco entre nosotros floreció libre de trabas; lo hizo rodeada, como en todas partes, de peligros.
La verdad es que el oficio de satírico de atacar los males de una sociedad, de un Gobierno, de unas personas, ha sido siempre y en todas partes —y continúa siéndolo— un mal oficio; de vez en vez, las precauciones tuvieron que ser mayores como fueron mayores los peligros, aunque de otro orden.
Cervantes, que manejó asimismo la sátira, y no sin brío, nunca aludió a personas conocidas, ni a instituciones de su tiempo; si lo hizo fue disfrazándolas y poniendo sordina a la voz; en cambio se deshizo en alabanzas a los grandes del tiempo, procuró por todos los medios atraerse sus protecciones; le sirvió de poco, pero, cuando menos, le puso a salvo de persecuciones, lo que no logró siempre Quevedo, luchando más sin escudo, con más aptitudes para la sátira.
Los tiempos tampoco eran propicios, y Quevedo, ya se sabe, se imponía también el freno: «Con la Inquisición, chitón», pero había muchas cosas que reclamaban «chitones».
Quevedo ha de situarse entre los primeros; también las sátiras de este maestro llevan el sello del gran satírico; hacen sangre. Fue una lástima que hubiera de imponer silencio tantas veces a su pluma; fue una lástima, porque aquí sí que limitó el alcance, redujo la eficacia de sus tiros; tuvo sí que imponerse un freno, so pena de verse encerrado en los calabozos de la Inquisición, o del Estado, para no ver más la luz del sol, cosa que les había ocurrido a otros, y que terminó, en poco o en mucho, por ocurrirle a él.
En nuestra época, la sátira se ha manifestado escasa y desvirtuada, temerosa, tal vez, ya que el valor iba en oposición a los peligros, que, aunque de otro orden, han sido cada vez mayores. Sin duda hay entre nosotros escritores que se han empleado en la sátira con acierto; siempre les ha faltado —¿o sobrado?— algo, comparados con aquellos maestros.
No han podido nunca llegar adonde llegaron ellos —y ni siquiera pueden compararse con Baroja, que fue uno de los últimos y de los mejores cultivadores de la sátira—; por caso excepcional, este novelista atacó a las personas directamente y por sus nombres; lo hizo, sobre todo, en un sentido vindicativo, ya sin intención moralizadora, esa intención que constituía la sustancia y el valor principal de la vieja sátira, y movido, sobre todo, por motivos personales. No ha podido, por ello, figurar entre los grandes maestros del género.
El cinismo es la negación de la sátira, casi lo opuesto, y no deja de proyectar su sombra en la obra de un Voltaire, como lo hace, en Roma, en la de Marcial, dejando de lado en éste su verbo procaz y las licencias de lenguaje, intolerable, incluso, a veces, para oídos modernos, o cuando menos, mal sonante, de un gusto bajo y plebeyo.
La sátira, es verdad, no deja espacio al cinismo; la verdadera, la digna de este nombre, nace de la cólera, y se alimenta de los abusos, las corrupciones, las injusticias; es la «lírica de la indignación», como se le ha llamado, y mal puede compaginarse con el cinismo que se ríe de todo y hasta de sí mismo, y menos con la indiferencia o el escepticismo.
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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