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Tema: La misericordia cervantina

  1. #1
    Avatar de Hyeronimus
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    La misericordia cervantina

    La misericordia cervantina (I)

    Juan Manuel de Prada



    Un muy sagaz lector me reprocha que en un artículo reciente, en el que me atrevía a adentrarme en la entraña de la misericordia divina a través de la lectura de nuestros escritores clásicos, no aludiese en cambio al Quijote
    , «que es la obra que usted más cita». Y se preguntaba maliciosamente mi sagaz lector si acaso esta omisión no se debería a que Cervantes es escritor que postula un entendimiento benigno de la misericordia que no interesaba a la tesis de mi artículo. Pero lo cierto es que el concepto cervantino de misericordia es cuestión de muy delicados matices, demasiados para despacharlo en apenas un párrafo, como aquel artículo exigía. Vamos ahora a dedicar a esta cuestión algo más de espacio, aunque desde luego no todo el que se merece.


    Entre los consejos que don Quijote dirige a Sancho, cuando su escudero ya se apresta a ser gobernador de la ínsula Barataria, leemos: «Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia».
    Con esta máxima Cervantes no contrapone misericordia y justicia, ni cree que la primera deba anular a la segunda, sino que (además de condenar la prevaricación) establece que la justicia debe ser dulcificada por la misericordia. Cervantes habla de «doblar» la vara de la justicia, no de quebrarla; postula que la misericordia suavice la aplicación de la justicia, no que se anteponga a ella, bajo la forma de un perdón discrecional. De igual manera deben interpretarse otros consejos de don Quijote a Sancho que leemos en el mismo trance: así, por ejemplo, cuando le recomienda que «al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones», donde vuelve a probarse que la misericordia cervantina no debe interpretarse -como a veces interesadamente se ha hecho- como una abolición de la justicia, o como una especie de emplasto que reblandezca su vigor, sino como un suave bálsamo que evite la tentación del ensañamiento, del rigor gratuito, de la humillación y la ofensa superfluas. En una línea plenamente congruente, don Quijote recomienda también a Sancho: «Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción, considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y, en todo cuanto fuera de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstrate piadoso y clemente». Donde volvemos a comprobar que Cervantes, además de excelsa pluma, tenía óptima teología: pues reconoce que el hombre está herido por el pecado original («la depravada naturaleza nuestra»); y considera, en consecuencia, que la piedad y la clemencia deben guiar el veredicto del juez, sin «hacer agravio» nunca a la justicia, sin que tal mirada misericordiosa afecte a la calificación del acto reprobable.


    Pero tal vez, para descartar del todo si la misericordia cervantina es una de esas «virtudes cristianas que se han vuelto locas» a las que se refería Chesterton (y que tanto gustan a nuestra época), debamos reparar en los personajes o episodios del Quijote que resultan más controvertidos. Y siempre descubriremos que Cervantes es autor cristianísimo, capaz de humillar y ensalzar a un tiempo a sus personajes, pues -como escribió Thomas Mann- «humillación y ensalzamiento son un par de conceptos de pleno contenido en sentimientos cristianos; y precisamente en su unión psicológica, en su humorístico entrecruzamiento, se manifiesta en qué alto grado el Quijote es un producto de la cultura cristiana, de la psicología y humanidad cristianas, y de lo que el Cristianismo significa para el mundo del alma, de la creación poética, para lo específicamente humano y para su audaz ensanchamiento y liberación». Aunque habría que precisar que donde Mann escribe «Cristianismo» habría que escribir específicamente «fe católica»; pues esa finísima capacidad cervantina para humillar y ensalzar a un tiempo a sus personajes, para rebozarlos en el barro y hacerlos resplandecer a un tiempo, requiere -aparte de unas dotes únicas para la captación de almas- estar inmunizado contra las nieblas luteranas, que entenebrecieron nuestra naturaleza, pretendiendo endiosarla. Para ser a un tiempo tan sublime y tan ridículo, tan irrisorio y tan admirable como don Quijote, para mostrar la grandeza inmarchitable que anida en nuestra alma y anima nuestra débil carne, hace falta la luz de Trento.


    Y para que no pueda decirse que rehuimos los pasajes más peliagudos del Quijote, analizaremos el concepto de misericordia cervantina en tres personajes que siempre han planteado gran controversia (y servido a los malandrines para tergiversar a Cervantes): el morisco Ricote, la pastora Marcela y el malhechor Ginés de Pasamonte.

    La misericordia cervantina (I)

  2. #2
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    Re: La misericordia cervantina

    La misericordia cervantina (II)


    Juan Manuel de Prada


    Nadie podrá dudar que Cervantes gusta de mirar con caridad a quienes han sido despreciados, vapuleados y arrojados a los márgenes; pero esta mirada misericordiosa nunca es delicuescente ni posturera. Lo comprobamos, por ejemplo, con el personaje del morisco Ricote, vecino de Sancho, con el que el escudero se encuentra al abandonar mohíno la ínsula Barataria (capítulo LIV, parte II).Tener el cuajo de dar protagonismo (¡y tomar partido por él!) a un morisco que ha entrado disfrazado de peregrino en España, cuando Felipe III acaba de dictar (en 1609 y 1613) sendos edictos de expulsión contra ellos, demuestra que en efecto Cervantes es un escritor de una humanidad privilegiada, pues sólo los hombres de auténtico temple se inclinan hacia el débil y el perseguido. Ricote, como otros muchos moriscos, ha tenido que salir («con justa razón», precisa, pues considera que mantener a los moriscos era «tener los enemigos dentro de casa») al destierro dejando abandonado cuanto poseía; y, después de entrar en Francia, pasar a Italia y llegar hasta Alemania, ha decidido volver a España, dejando a su familia en Berbería, porque -y la afirmación, puesta en labios de un exiliado, nos emociona- «es dulce el amor de la patria». Pero la misericordia cervantina nada tiene que ver con la filantropía hipocritona de nuestra época, que ama a la Humanidad (y cuelga cartelitos de la fachada de los ayuntamientos, dando la bienvenida a los «refugiados») y desprecia al hombre en particular; y lo comprobamos cuando, después de exponer su tribulación, Ricote especifica que «la Ricota mi hija y Francisca Ricota, mi mujer, son católicas cristianas; y aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro, y ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo le tengo de servir». Cervantes, pues, se compadece de Ricote porque ama la patria y se ha convertido a la fe católica. Y el mismo amor que Cervantes muestra a Ricote lo muestra por la mora Zoraida: pero su misericordia no es abstracta, sino que se encarna en las circunstancias concretas de cada hombre; y a Zoraida, como a Ricote, Cervantes los acoge amorosamente porque antes se han convertido. Escamotear este hecho fundamental constituye una mistificación de la peor calaña.

    También lo es presentar a Cervantes como un «feminista pionero» que se apiada de Marcela, la bella y esquiva pastora, insensible a toda seducción y causante indirecta de la muerte del joven estudiante Grisóstomo (capítulos XII, XIII y XIV, parte I). Todos recordamos el discurso de Marcela, por ser uno de los pasajes más sublimes y conmovedores de la novela, en el que defiende su derecho a rechazar a sus pretendientes y «poder vivir libre» en la soledad de los campos, sin tener que soportar que la culpen sus pretendientes despechados. Al lector ingenuo (y al malandrín) tales argumentos le parecerán novedosos, pero lo cierto es que Cervantes no hace sino repetir lo que podemos leer en los Diálogos de León Hebreo o en los tratados de Marsilio Ficino. Marcela no es, desde luego, una mujer convencional; pero Cervantes no le dedica una hagiografía, sino que nos muestra a una mujer algo fría que -como ella misma admite- «ni quiero ni aborrezco a nadie», una mujer que, sin llegar a ser malvada, prefiere la soledad a la vida en sociedad (y que, incluso, se delata como una narcisista, pues celebra su belleza sola y gusta de contemplar su reflejo en los arroyos). Tampoco es la «mujer independiente» que algunos pretenden: huérfana desde niña, de su tutela se encarga un tío suyo... ¡sacerdote!, que ha permitido que su sobrina permanezca soltera y en ningún momento la ha obligado a aceptar a tal o cual pretendiente. Y es que el tío sacerdote es hombre que entiende que la libertad exige responsabilidad; y Marcela, al aceptar las dificultades de su vida solitaria y agreste, no hace sino aceptar las consecuencias de la decisión que ha tomado. No pide Marcela que le subvencionen la soltería, ni proclama su derecho a tener hijos sin padre, arrastrándolos a su vida solitaria y agreste, ni pretende gozar de las ventajas de la vida social en su apartamiento, como haría el feminismo de hogaño, sino que apechuga con las consecuencias de su decisión. Cervantes no es un misericordioso a la violeta, tan sólo nos muestra con lucidez que el ejercicio de la libertad es un acto responsable que requiere asumir las consecuencias de una decisión, que en el caso de Marcela incluyen la incomprensión de muchos y una vida áspera que imaginamos llena de zozobras y vicisitudes adversas.


    Y aún nos queda referirnos al episodio de los galeotes, tal vez el más espinoso del Quijote, donde la misericordia cervantina parece rebelarse contra la justicia.




    La misericordia cervantina (II)

  3. #3
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    Re: La misericordia cervantina

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    La misericordia cervantina (y III)

    Juan Manuel de Prada

    Tal vez sea el episodio de la liberación de los galeotes (capítulo XXII, parte I del Quijote) el que más ha servido a los malandrines para afirmar que el concepto de misericordia cervantina desafía y hasta conculca las exigencias de la justicia. Valera afirmaba que «casi siempre hay algo de valentía o de travesura en quien se burla de las leyes o desafía la autoridad; y Cervantes, sin poderlo remediar, se pone de su parte». Algo de esta simpatía con el burlador de las leyes encontramos en este episodio en el que don Quijote, antes de libertar a unos forzados, afirma que «parece duro acaso hacer esclavos a los que Dios y la naturaleza hizo libres». Observemos, sin embargo, que Cervantes tiene la precaución de no incluir entre los forzados a ningún reo de delitos de sangre. Uno de los galeotes ha robado una canasta de ropa blanca, otro ha actuado como alcahuete, un tercero ha sido burlador de mujeres... En cuanto a Ginés de Pasamonte, el más característico del grupo, el lector descubre enseguida que es un criminal neto, un malhechor sin arrepentimiento que, cuando se ve sin cadenas, en lugar de mostrarse agradecido con su liberador, yendo a postrarse a los pies de Dulcinea, lo apedrea sin piedad y escapa, temeroso de ser nuevamente apresado por la Santa Hermandad.


    Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho, se detiene a glosar este escabroso episodio de la liberación de los galeotes, donde el hidalgo manchego se comporta más como un justiciero que como un caballero piadoso. Y llega a la conclusión de que «la última y definitiva justicia es el perdón». Según Unamuno, don Quijote entiende el castigo al modo en que lo entiende Dios, «en naturalísima consecuencia del pecado», pero sin ensañarse con el culpable, frente a lo que a veces hace la justicia positiva. Para Unamuno, «castigo que no va seguido de perdón, ni se endereza a otorgarlo al cabo, no es castigo, sino odioso ensañamiento». Y tiene razón; pero le falta añadir que perdonar a quien no muestra arrepentimiento -como es el caso de Ginés de Pasamonte- es algo que ni siquiera Dios puede hacer, como se prueba en el pasaje evangélico en el que Cristo se niega a hablar con Herodes.Cervantes tal vez no creyese demasiado en la justicia terrenal; mas no por esto negaba la justicia divina: «Dios hay en cielo -afirma sin ambages don Quijote-, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno». Sin duda, un hombre como Cervantes, que padeció mil penalidades en Argel y que en más de una ocasión se las tuvo tiesas con la justicia del Rey, tenía que apiadarse, inevitablemente, del sufrimiento de los galeotes; y tal vez en la locura de don Quijote que los libera haya algo de rebelión ante el sufrimiento del prójimo. Pero de inmediato Cervantes nos especifica que don Quijote quedó «mohinísimo» de verse tan mal parado por los mismos a quienes tanto bien había hecho: «Si yo hubiera creído lo que me dijiste -reconoce ante Sancho-, yo hubiera excusado esta pesadumbre». Las consecuencias nefastas que la liberación tiene para el propio don Quijote nos demuestran que Cervantes consideraba que la misericordia sin justicia es una virtud loca que no hace sino desatar más aciagas catástrofes. De hecho, don Quijote ya no dejará de justificarse de su error, en un intento de acallar su escrúpulo de conciencia. En el capítulo XXX, cuando Sancho le afea lo que hizo, don Quijote se enoja sobremanera, aduciendo que «a los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos van de aquella manera o están en aquella angustia por sus culpas o por sus gracias: sólo le toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas, y no en sus bellaquerías». Y todavía en el capítulo XLV, cuando los cuadrilleros de la Santa Hermandad lo quieren prender por la fechoría de la liberación, llamándolo salteador de caminos, don Quijote se encoleriza y los increpa: «Venid acá, gente soez y mal nacida: ¿saltear de caminos llamáis al dar libertad a los encadenados, soltar los presos, acorrer a los miserables, alzar los caídos, remediar los menesterosos?». Salta a la vista que tales reacciones no son sino aspavientos de una conciencia torturada.


    Que este episodio desazonaba al propio Cervantes lo prueba que luego se preocupase de pintar al liberado Ginés de Pasamonte como un desalmado que roba el rucio de Sancho; y cuando Ginés de Pasamonte vuelva a aparecer, convertido en titiritero, obtendrá su merecido, pues don Quijote desbarata el tabladillo de sus marionetas. Y es que Cervantes era consciente de que la justicia exigía que la misericordia desnortada de don Quijote fuese rectificada y reparada de algún modo.




    La misericordia cervantina (y III)

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