Tirso, “segundo ingenio de nuestro teatro” (Menéndez Pelayo)
La grandeza cada día creciente de la figura del egregio mercedario, (pasada aun en Alemania la fiebre calderoniana), pocos le niegan el segundo lugar entre los maestros de nuestra escena, y aun son muchos los que, resueltamente, le otorgan el primero y el más próximo a Shakespeare; como sin duda lo merece, ya que no por el poder de la invención, en que nadie aventajó a Lope (que es por sí sólo una literatura), a lo menos por intensidad de vida poética, por la fuerza creadora de caracteres y por el primor insuperable de los detalles.
Tan altas virtudes y cualidades—dice—que le ponen al nivel de los más grandes artistas de todos los tiempos y naciones no bastaron, sin embargo, para salvarle de aquella especie de oscuridad en que yacieron sus obras por espacio de siglo y medio, comenzando a contar desde los días inmediatos a su muerte (Menéndez Pelayo, 1894, CHL, III 47-48)
***
Tirso no me parece de distinta casta que los demás dramáticos nuestros, aunque generalmente les aventaja por el picante desenfado de su lenguaje, por la franca objetividad, por el nervio dramático, por el vigor en la pintura de caracteres. Pero es tan desigual como cualquiera de ellos, no sólo en obras distintas, sino dentro de una misma obra. No es la intriga únicamente, sino el plan lo que flaquea en muchas de sus comedias. Pero todo lo salvan su fuerza cómica, digna de compararse con la de Molière, y sin ningún otro rival en el mundo, y, lo que vale más, su risueña fantasía poética, que nos transporta a un mundo encantado, donde los dardos de la sátira se embotan en el cáliz de las flores.
No es Tirso de los ídolos que exigen en sus aras sacrificios de víctimas humanas. Puede campear solo y ser admirado por sí mismo, sin que su gloria ofusque a la de nadie, y mucho menos a la de aquel a quien siempre veneró como maestro. No es Tirso el Príncipe del Teatro Español, porque no le representa él solo, como Calderón tampoco. Si en un gran naufragio histórico, como el que sepultó tanta parte de la cultura grecolatina, pereciese su repertorio, perderíamos un tesoro de poesía y un buen número de obras maestras; pero la fórmula de nuestro drama nacional podría estudiarse íntegra en las comedias de Lope de Vega que hoy tenemos. Por el contrario, si éstas sucumbiesen a los estragos del tiempo, y todas las demás se salvaran, la historia de nuestro Teatro resultaría manca y sin sentido, por faltarnos la clave de sus evoluciones. Con ningún otro poeta es posible tal sustitución.
Pero al mismo tiempo es cierto que Lope no se halla, respecto de sus contemporáneos españoles, en aquella relación de abrumadora superioridad en que está Shakespeare respecto de Marlowe, Ben Jonson, Beaumont y Fletcher, y demás ingenios del tiempo de la Reina Isabel. Aquí la distancia es mucho menor, y Tirso (para no hablar de otros) es tan genial como Lope en sus mejores momentos. Y considerado meramente como escritor y hablista, es el primero de todos. Alarcón, que es el que más se le acerca en estas condiciones, parece frío y prosaico comparado con él. Pero Alarcón rara vez cae en los extravíos de gusto que es tan fácil señalar en Tirso de Molina. Cada cual tiene sus dotes propias, y hay algunas que recíprocamente se excluyen por forzosa ley estética. (Edad de Oro del Teatro. Pról. A Del Siglo de Oro, de Blanca de los Ríos, 1910. Menéndez Pelayo CHL. III 21-22)
***
Marcadores