II
La casa
...Entremos. Las puertas son de roble, fornidas puertas con puntiagudos clavos y complicadas guarniciones: plaza parece el zaguán por lo anchuroso. Pasemos al recibidor; guarda la entrada el criado de escalera arriba, el primero en la jerarquía de los domésticos; adornan sus paredes pinturas diversas: aquí la Magdalena orando de rodillas, juntas las manos, apoyado el codo izquierdo en unos sillares de piedras; más allá un viejo que, atadas las manos a la espalda, chupa la blanca teta de una mujer; en otras partes, tal vez un mapa de América o una tablilla con el plano del edificio.
Subamos por la ancha escalera de rojo mármol: el primer piso es para el dueño, el otro para sus huéspedes. Entra la luz por vidrieras que representan evangélicas historias y escenas amorosas; o muestran severos varones, tales como Homero o Mucio Scévola, con leyendas que salen de sus bocas. El salón está colgado de tapices riquísimos, cubierto el piso por mullida alfombra. Llenan la estancia escritorios de oro y concha, grandes espejos, tallados sillones, fornidos braseros de plata, con la caja de ébano y marfil; escaparates con preciosas chucherías de oro, de nácar, de ámbar, de relumbrantes piedras. De trecho en trecho, y en el suelo, vense almohadones de roja seda para sentarse las damas.
Vienen después los dormitorios, con sus camas de pesado cielo, los aposentos para guardar joyas, la alhacena, la despensa, la cocina…
Grande es todo en la casa; espacioso, limpio, suntuosamente abastado, de paredes aljofifadas y lucientes mármoles, es el comedor. Deslumbra el pulido aparador por la brillantez y riqueza de sus pertrechos. Hay en él, cuidadosamente acomodados, copia de vasos de oro, de plata, de cristal, de marfil, de búcaro, y otros de materias más viles, que deben su estimación a los primores del arte, como estaño, hueso, boj, barro. Hay aguamaniles grandes de plata, dorados los bordes y las armas de las fuentes, dorados los picos de los jarros; de vidrio otros, con los lavamanos de brilladora obra de Málaga. Garrafas de toda forma y calidad encierran los vinos: las de vidrio los recios y comunes; las de plata los exquisitos y olorosos.
Facilitan las maniobras de los domésticos varias mesitas con los aprestos necesarios al servicio: vajilla, cubiertos, tajadores, trinchantes, saleros, servilletas. La mesa es grande, redonda, taraceada; los sillones de caoba con caprichosos guadamaciles de oro.
Salgamos, finalmente, al balcón, y admiraremos la maravillosa labor de sus dorados hierros… Miremos a la calle: un apuesto gentilhombre pasa ahora, azulado y abierto el cuello, calza entera de obra, sombrero con plumas, espada dorada, ferreruelo aforrado en felpa, guante de ámbar y sobre los hombros una vuelta de cadena de oro. Caminan detrás unas mujeres de las que hacen maldad de su cuerpo. Llevan monterillas de plumas, tocas con grandes puntas de Flandes, guardapiés de chamelote con seis pasamanos de oro, jubón de raso de flores, el cabello suelto y lleno de lazos, manillas de aljófar y áureas joyas.
A lo lejos las vienen siguiendo dos estudiantes: sobre la negra loba resaltan los blancos cuellos y la asimismo blanca insignia de San Juan que traen al pecho; flotan al viento sus largas capas…
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Fuentes:
Vives. Diálogos ; traducción de Cristóbal Coret y Peris. (Valencia, 1785).
Juan de Zabaleta. «El estrado», en El día de fiesta.
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