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Tema: “El alma castellana” (Azorín): espíritu y vida de la España del siglo XVII (Austrias)

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    “El alma castellana” (Azorín): espíritu y vida de la España del siglo XVII (Austrias)



    "El alma de Castilla en su literatura (1600-1800)"



    Hay que advertir que el pensamiento de Azorín (1873-1967), escritor de la generación del 98, es ajeno al tradicionalismo; aun así, frente a la España del siglo XVII, su postura es ambivalente: estéticamente, en numerosos textos plenamente literarios, la evoca y la admira, al menos estéticamente (así como a los "clásicos" escritores del Siglo de oro); mientras que en escritos de carácter crítico, Azorín lamenta la decadencia social, económica y política de entonces.

    En su obra de juventud (1900) “El alma castellana” (1600-1800), se adentra en la vida y espíritu español de los siglos XVII (correspondiente a los Austrias) y XVIII (Borbones), con aspectos extraídos de textos literarios de dichas épocas.


    Separo en dos hilos los siglos XVII y XVIII, que en la obra figuran juntos.

    (Dado que juzgo el Capítulo I (“La Hacienda”) como poco relevante literariamente hablando, y que, además, recalca el aspecto crítico, lo postergaré, para no contribuir a desanimar a la lectura de este delicioso libro)

    ****

    Siglo XVII:

    I La Hacienda;
    II La casa;
    III La vida doméstica;
    IV El amor;
    V La moda;
    VI La vida picaresca;
    VII La Inquisición;
    VIII El teatro;
    IX Los conventos;
    X El misticismo;
    XI Los literatos;
    XII La prosa castellana.
    Última edición por ALACRAN; 21/04/2022 a las 21:37
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  2. #2
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    Re: “El alma castellana” (Azorín): espíritu y vida de la España del siglo XVII (Austr

    II
    La casa

    ...Entremos. Las puertas son de roble, fornidas puertas con puntiagudos clavos y complicadas guarniciones: plaza parece el zaguán por lo anchuroso. Pasemos al recibidor; guarda la entrada el criado de escalera arriba, el primero en la jerarquía de los domésticos; adornan sus paredes pinturas diversas: aquí la Magdalena orando de rodillas, juntas las manos, apoyado el codo izquierdo en unos sillares de piedras; más allá un viejo que, atadas las manos a la espalda, chupa la blanca teta de una mujer; en otras partes, tal vez un mapa de América o una tablilla con el plano del edificio.

    Subamos por la ancha escalera de rojo mármol: el primer piso es para el dueño, el otro para sus huéspedes. Entra la luz por vidrieras que representan evangélicas historias y escenas amorosas; o muestran severos varones, tales como Homero o Mucio Scévola, con leyendas que salen de sus bocas. El salón está colgado de tapices riquísimos, cubierto el piso por mullida alfombra. Llenan la estancia escritorios de oro y concha, grandes espejos, tallados sillones, fornidos braseros de plata, con la caja de ébano y marfil; escaparates con preciosas chucherías de oro, de nácar, de ámbar, de relumbrantes piedras. De trecho en trecho, y en el suelo, vense almohadones de roja seda para sentarse las damas.

    Vienen después los dormitorios, con sus camas de pesado cielo, los aposentos para guardar joyas, la alhacena, la despensa, la cocina…

    Grande es todo en la casa; espacioso, limpio, suntuosamente abastado, de paredes aljofifadas y lucientes mármoles, es el comedor. Deslumbra el pulido aparador por la brillantez y riqueza de sus pertrechos. Hay en él, cuidadosamente acomodados, copia de vasos de oro, de plata, de cristal, de marfil, de búcaro, y otros de materias más viles, que deben su estimación a los primores del arte, como estaño, hueso, boj, barro. Hay aguamaniles grandes de plata, dorados los bordes y las armas de las fuentes, dorados los picos de los jarros; de vidrio otros, con los lavamanos de brilladora obra de Málaga. Garrafas de toda forma y calidad encierran los vinos: las de vidrio los recios y comunes; las de plata los exquisitos y olorosos.

    Facilitan las maniobras de los domésticos varias mesitas con los aprestos necesarios al servicio: vajilla, cubiertos, tajadores, trinchantes, saleros, servilletas. La mesa es grande, redonda, taraceada; los sillones de caoba con caprichosos guadamaciles de oro.

    Salgamos, finalmente, al balcón, y admiraremos la maravillosa labor de sus dorados hierros… Miremos a la calle: un apuesto gentilhombre pasa ahora, azulado y abierto el cuello, calza entera de obra, sombrero con plumas, espada dorada, ferreruelo aforrado en felpa, guante de ámbar y sobre los hombros una vuelta de cadena de oro. Caminan detrás unas mujeres de las que hacen maldad de su cuerpo. Llevan monterillas de plumas, tocas con grandes puntas de Flandes, guardapiés de chamelote con seis pasamanos de oro, jubón de raso de flores, el cabello suelto y lleno de lazos, manillas de aljófar y áureas joyas.
    A lo lejos las vienen siguiendo dos estudiantes: sobre la negra loba resaltan los blancos cuellos y la asimismo blanca insignia de San Juan que traen al pecho; flotan al viento sus largas capas…

    ******

    Fuentes:
    Vives. Diálogos ; traducción de Cristóbal Coret y Peris. (Valencia, 1785).
    Juan de Zabaleta. «El estrado», en El día de fiesta.
    Última edición por ALACRAN; 21/04/2022 a las 14:40
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    Re: “El alma castellana” (Azorín): espíritu y vida de la España del siglo XVII (Austr

    Consumo de chocolate, tabaco y café, proveniente de América

    III
    La vida doméstica

    ... A las ocho, todos los días, invariablemente, fatalmente, el hidalgo sale de casa, el rosario en la mano, la capa limpia, engomado el bigote, y encamínase a oír misa. Óyela devotamente, ambas rodillas en tierra, las manos levantadas pecho arriba, el sombrero encima de las manos. Luego, gravemente, majestuosamente, el hidalgo charla un rato en las gradas de San Felipe; asiste, acaso, a las cuatro esquinas de las calles del Lobo y Prado, uno de los famosos mentideros; discurre sosegadamente, si el día es bueno, por las orillas del río.

    La hora de comer se acerca; la señora aguarda; el hidalgo regresa a su posada. Los caballeros nobles no tienen nada por junto en sus casas; hay que comprar al día las vituallas. Torna a salir el hidalgo y compran para los tres —amo, señora y criado— un cuarto de cabrito, fruta, pan y vino.

    Modestísima es la comida; no alcanza a más la hacienda de un caballero castellano. Por «prodigio increíble» tiene Gracián, en su Criticón, el ver un real de a ocho en Castilla. Cáele un escaso caudal en las manos a Lázaro —en la novela de Luna— y dice: «El tiempo que los veinte escudos me duraron, si el rey me hubiera llamado primo, lo tuviera por afrenta».

    Cuarenta y cuatro reales daba el alcalde de Córdoba a su criado Alonso para gasto de toda la semana, en El Donado hablador, de Jerónimo de Alcalá. Un real allega por acaso el escudero de Hurtado de Mendoza y cree que tiene «el tesoro de Venecia». «Toma, Lázaro —dice regocijado—, que Dios ya va abriendo su mano; ve a la plaza y merca pan, y vino, y carne; quebremos el ojo al diablo». En Valencia, en casa de una honestísima viuda, dice Alonso: «Los más días se cocían acelgas; otras veces, granadas y membrillos eran nuestro sustento, y tal vez nos aprovechábamos de las garrofas».

    Llenas están las antiguas historias de ejemplos de tan épica pobreza. ¿Hay cosa más graciosa que el lance que cuenta Luna sucedió a su héroe en una venta? Un galancete, su dama y una venerable alcahueta, encuéntranse sin dineros para dar satisfacción a sus hambres; llega Lázaro, pide un poco de cabrito y pónese a comerlo. El cabrito parece piedra imán; todos miran con avidez tragar al mozo. Poco a poco se acercan a la mesa; por fin, no pueden contenerse. «La sinvergüenza cachondilla tomó un bocado y dijo: — Con vuesa licencia, hermano ; y antes de tenerla ya lo había metido en la boca. La vieja replicó: —No le quitéis a este pecador su comida. —No se la quitaré , dijo ella, porque yo se la pienso pagar muy bien ; y diciendo y haciendo, comenzó a comer con tanta prisa y rabia, que parecía no lo había hecho en seis días. La vieja tomó un bocado para probar qué gusto tenía; el galán, diciendo—: ¿Esto les agrada tanto?, se hinchó la boca con un tasajo como un puño…»

    Siete cuartos diarios le dan de salario al mismo Lázaro, y dice: «Comencé a comer espléndidamente, bebiendo no de lo peor».

    Los criados sirven generalmente de balde; daránse por satisfechos si logran alimentarse. Tal es, según Jerónimo de Alcalá, «el orden que suele guardarse ahora en algunas casas». Y los criados hurtan lo que pueden; escamotean de la cocina al comedor las viandas; dan lugar a que sus amos pongan candados en las ollas. Raros son los servidores que logran buen salario; D’Aulnoy habla de salarios de dos reales diarios; parécenos esplendidez inusitada. Tirso, en El amor y la amistad (acto III, escena V), asegura que treinta reales es soldada

    que a un lacayo siempre dan

    El citado Lázaro —de Luna—, maltratado de una señora a quien servía, dice, ponderando sus exigencias: «Quien la oía gritar y amenazar con tanto orgullo, sin duda creía me daba cada día dos reales, y de salario cada año treinta ducados».

    ****

    ¿Cómo es la mujer española de estos tiempos? ¿Sabemos, acaso, cómo es ahora?

    Seria, silenciosa, humilde y recogida, en las apariencias; levantisca y andariega, en el fondo. Cuando ama, ama con pasión ardorosa; cuando la humillan, se venga.

    Abundan los ejemplos. Fray Joaquín Compañy habla, en su Vida del beato Nicolás Factor de la pena que le produjo a doña Angela de Cardona, duquesa de Segorbe, la muerte de su esposo. «De suerte —añade— que por el espacio de más de dos meses después de la muerte de su marido no hubo arbitrio para sacarla de un cuarto obscuro, en donde, negada a toda comunicación, sólo permitía que, por una ventanilla que mandó hacer en la misma puerta, se le administrase el preciso alimento para vivir». (…)

    Seria y silenciosa, he dicho antes. Un personaje de Lorenzo me llamo, de Matos Fragoso, dice, y lo dice en Flandes:

    Además, que allá en España,
    usan las nobles mujeres
    una hermosura afectada
    que como melancolía
    a la vergüenza acompaña;
    pues sólo en gravedad fundan
    de su honestidad la gala;
    y no se alegran tan presto
    como aquí vuestras madamas.

    Sí, no se alegran tan presto; pero, al fin se alegran; y cuando se alegran, bien pueden henchirle las medidas al hombre más mohíno. Un literato extranjero lo confirma. El testimonio es irrecusable; lo dice una mujer. «Las españolas son más cariñosas que nosotras», escribe madame D’Aulnoy, «y para quien les agrada, tienen conmovedoras y tiernas expresiones».

    «Paz sea en esta casa», dice una pobre en la Eufemia, de Lope de Rueda; «paz sea en esta casa. Dios te guarde, señora honrada; Dios te guarde. Una limosnica, cara de oro, cara de siempre novia …» ¡Cara de siempre novia! ¿Hay más cariñosa expresión, más lisonjera, más original expresión?

    ****

    Por la tarde, mientras el marido refresca y charla en alguna tienda de aloja y cerveza, la señora recibe a las visitas y gasta rumbosamente en convidarlas a chocolate. Es entusiasta la pasión por el chocolate en el siglo XVII. Lo combaten unos por «opilativo», a causa del cacao, que es «frío y seco»; lo defienden otros, como Antonio Colmenero de Ledesma, y ciertamente muy por lo metafísico y con razones «sacadas de la fuente de la Filosofía». Este Colmenero tiene una obra preciosísima sobre el aromático brebaje; documento de inapreciable valor histórico. Se titula Curioso tratado de la naturaleza y calidad del chocolate; publicóse en 1631.

    El autor, que residió largo tiempo en Indias, de donde nos vino la invención, ofrece al lector una fórmula del más puro y exquisito chocolate y reseña las distintas maneras en que se estilaba tomarlo. He aquí la fórmula, y yo, fiel cronista, la transcribo tilde por tilde, por si a algún repostero moderno le viene en gana echar un rato a dulce arqueología: «A cada cien cacaos se le mezclan dos chiles, de los que tengo dicho, grandes, que se llaman chilpatlagua, y en lugar de estos de las Indias, se pueden procurar los más anchos y calientes pimientos de España. De anís, un puño, orejuelas, que llaman vinacaxtlidos, y otros dos que llaman mecasuchil, si el vientre estuviere astrito. Y en lugar de éste en España, seis rosas de Alejandría en polvos. Vainilla de campeche, una; canela, dos adarmes; almendras y avellanas, de cada cosa una docena; azúcar, media libra. Achícate, la cantidad que bastare para teñirlo todo. Y si no se hallare algunas cosas de las Indias, se hará con lo demás». El autor dice que puede añadirse también pepitas de melón, de calabaza y de Valencia tostadas; y para olor, algo de ámbar o almizcle. (…)

    Algo también ha de decir el cronista de otra máquina e invención que asimismo nos vino de allende los mares; hablo con esto del tabaco. De sus misteriosas propiedades hablan los historiadores de Indias. Los indios llaman a esta planta pacielt; en Francia, hierba de la reina; otros, hierba santa; otros, nicociana; los españoles, tabaco, a causa de una isla mejicana así llamada donde se criaba en abundancia. Combaten unos su uso; lo exaltan otros. El famoso jurisconsulto Francisco Torreblanca Villalpando examina, en su obra Juris spiritualis (libro VIII, capítulo I, números 13, 14, 15 y 16), el aspecto jurídico de la cuestión, y dice del tabaco, entre otras lindezas, quae homines dementat et temulentos reddit .

    Lo mismo opinan los médicos: el doctísimo cirujano Pedro López de León, en su Práctica y teórica de las apostemas (libro I, capítulo VI), llama «invención de Satanás» el tomar tabaco en humo, y añade que «abrasa las partes interiores, como yo he visto en este reino con algunos que he abierto por mandado de la justicia, y halládoles el hígado hecho ceniza y las telas del cerebro negras como hollín de chimenea, que lavándolas salía el agua como tinta».

    Pero así como el chocolate tuvo un entusiasta defensor, tiénelo también el tabaco. Se trata de todo un catedrático de Medicina en la Universidad de Salamanca: Cristóbal Hayo, autor del siguiente libro, digno de que los impenitentes fumadores lo glorifiquen e impriman en letras de oro: Las excelencias y maravillosas propiedades del tabaco conforme gravísimos autores y grandes experiencias, agora nuevamente sacadas a luz para consuelo del género humano . (Salamanca, 1645).

    «Es ya tan abundante la copia de tabaco seco en estos reinos y el uso del y en los demás reinos extraños —escribe Hayo—, que se brindan los unos a los otros graciosamente con él en banquetes, conversaciones y fuera de ellas, haciendo sentimiento si no se recibe el ofrecimiento».

    Se toma el tabaco de tres maneras: en polvo, en hoja y en humo. Lo menos frecuente es en humo, «por la dificultad del aparejo evaporativo y del fuego que se requiere». «Suelen gastar en humo el tabaco seco en hoja gente regalona, eclesiásticos y señores».

    El docto catedrático va destruyendo uno a uno todos los cargos de los adversarios —entre los cuales adversarios está Fray Tomás Ramón, de cuya obra se da noticia más adelante—, y dice, entre otras cosas, que «usando del no se siente soledad», y que tiene la inapreciable «virtud de dar descanso al cuerpo trabajado y cansado…»

    Aquí daría por terminada el cronista su tarea si no fuera escrupuloso. Porque, ¿no falta, acaso, otra de las más famosas novedades indianas? ¿No falta el café? Graves debates ha motivado también este brebaje en los pasados tiempos. Cuéntase entre los impugnadores a Isidro Fernández Matienzo, que en 1693 publicó su Discurso médico y phisico, agradable a los médicos ancianos y despertador para los modernos contra el medicamento caphé .

    Matienzo llama al café «desabrida y amarga bebida»; dice que, solo, no es útil a las enfermedades de las mujeres y dolencias comunicadas del útero; que con leche no aprovecha a las calenturas; y, finalmente, recomienda con insistencia que en vez de café se tome «agua caliente». Recomendación, ¡oh, buen Matienzo!, que los que se sientan en torno de los blancos mármoles ponen en práctica, bien a su pesar, ha largos años…

    Al anochecer, cansado de pasear por el Prado o de aplaudir en la comedia, torna a casa el noble hidalgo. Cena; sale acaso a alguna misteriosa aventura; vuelve a media noche; duerme; amanece; llaman las campanas a misa…

    *******

    Fuentes:
    Jerónimo de Alcalá. El donado hablador . (Madrid, 1624; Valladolid, 1626).
    Hurtado de Mendoza. El Lazarillo de Tormes .
    H. de Luna. Segunda parte de El Lazarillo de Tormes .
    Pedro Ordóñez de Cevallos. Viaje del mundo . (Madrid, 1614. Hay otra edición de 1691).
    Antonio Colmenero de Ledesma. Curioso tratado de la naturaleza y calidad del chocolate . (Madrid, 1631).
    Francisco Torreblanca Villalpando. Juris spiritualis . (Córdoba, 1631).
    Pedro López de León. Práctica y teórica de las apostemas . (Sevilla, 1618).
    Cristóbal Hayo. Las excelencias y maravillosas propiedades del tabaco . (Salamanca, 1645).
    Isidro Fernández Matienzo. Discurso médico y phisico contra el medicamento caphé . (Madrid, 1693
    ).
    Última edición por ALACRAN; 21/04/2022 a las 15:31
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  4. #4
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    Re: “El alma castellana” (Azorín): espíritu y vida de la España del siglo XVII (Austr

    IV
    El amor


    ...Calle arriba, calle abajo, gallardo y altivo, ronda el galán a su dama. Por manos de una criada le ha remitido un billete en que declara sus ansias. Resístese ella, insiste él. Después del billete, dale nocturnas músicas; mándale luego una riquísima joya. Contesta con dulces palabras la pretendida a tales muestras de rendimiento. Menudean los billetes; hablan una noche por una celosía, y acaba por enamorarse perdidamente la dama. Toda ensimismada anda en casa; no hace cosa a derechas; en tanto se muestra cariñosa, en tanto displicente. (…)

    Pero el amor no vive de palabras; necesita el amor que las obras certifiquen sus protestas. A los coloquios, síguese pedir el amante a su dama que le franquee la entrada. Duda ella; y el taimado, entre tiernísimos lamentos que ablandan el corazón de la doncella, dala, en fe de caballero y para que se decida prontamente, palabra de casamiento. Conciértanse por fin; convienen en que ella pondrá por señal en la ventana un lienzo blanco, y que él lanzará al aire agudo silbo.

    ¡Ay del honor de una casa
    cuando estando recogidos
    los criados, en mitad
    de la noche suenan silbos
    y las mujeres turbadas
    se quitan por no hacer ruido
    los chapines!

    ¡Ay del honor! Porque apenas ha sido advertida la seña, cuando ya tiene la dama apercibida la entrada, bien por la puerta principal, bien

    por una pequeña puerta
    de un patio que sale a un huerto.

    ¿Cómo pintar los dulces transportes de los dichosos enamorados? ¿Cómo ponderar su tristeza y enojo cuando, siendo imposible que el galán pase al cuarto de la amada, vense precisados a darse la más alta y definitiva prueba de cariño a través de los hierros de una reja, como en Amar por razón de Estado, del maestro Tirso? A la primera entrevista siguen otras. Gózanse de noche los amantes; se comunican por el día con billetes. Y si la vigilancia es rigurosa, recurren a los sutiles artificios del ingenio para participarse sus urgencias. Ya se mandarán libros en que haya ciertas palabras señaladas de modo que formen oración; ya en el mismo libro, y en el hueco del lomo, meterán cuidadosamente un papel; ya, si el galán es el poeta Lope de Vega, pedirá limosna disfrazado de mendigo, a la puerta de su adorada, y daránle un pan en que vaya oculta la tan suspirada misiva… Sirven también las flores de amorosa correspondencia. Toda flor representa la letra inicial de su nombre. La A, es el azahar, la azucena, el alelí, el amaranto; la B, la bonina; la C, el clavel, el cinamomo, la citronela, el caracolillo; la D, la damasquina y la flor de dondiego; la E, la escobilla de ámbar y la espuela de caballero; la F, la filopéndola; la G, la gemela; la H, el hisopillo; la I, el jacinto; la J, el jazmín; la L, el lirio; la M, la maravilla, la mosqueta, el mosco greco; la N, el narciso y el nardo; la O, el ojo de Cristo; la P, el pensel; la R, la rosa; la S, el sándalo; la T, el tulipán; la V, la violeta; la X y la Z se suplen con la C; y de Q hará cualquier yerba olorosa.

    Hasta ocho o nueve renglones
    se pueden enviar impresos
    en un ramo a cualquier dama. (…)

    Las entrevistas nocturnas continúan. Mientras el galán atiende a su dama, charla el escudero con la criada, y entre los dos remedan los amores de sus dueños, dándose mutuas y duraderas pruebas de cariño.

    Pero he aquí que cuando más gustosas son aquellas pláticas y más persuasivos los argumentos con que los galanes tratan de demostrar su pasión a las damas, un rumor de pasos, que pone espanto en todos ellos, se percibe en la pieza inmediata; y veréis como ellas, sumamente azoradas, no aciertan a esconder a sus amantes; cómo la criada mata la luz; cómo hacen ruido corriendo de un lado para otro, y como por fin, el galán y su escudero enciérranse en una alhacena que por acaso allí se encuentra. Cómo entra el furibundo padre de la dama o su hermano, y pregunta a la hija o hermana la causa del estrépito que allí ha oído; y cómo ella, al cabo de breve tiempo en que ha concertado diestramente la respuesta, dícele que es un bufetillo que sin duda ha venido a tierra por descuido de la criada. Tranquilízase el padre, y creen las cuitadas ya pasada la tormenta sin daño, cuando acaece que el escudero quiebra algunos vidrios que hay en el escondite, oye el padre el ruido, y arrójase a la alhacena espada en mano a vengar su honor; pero antes de que llegue, ya ha salido de ella el caballero, que con bizarría sin igual se apresta a la lucha. Oiréis a aquél, todo colérico, cómo dice a éste que se prepare a morir, pues sólo con su sangre podrá lavarse la deshonra de su casa; cómo éste le contesta que ya tiene dispuesto su acero; cómo durante la riña desmayase la dama; cesa la lucha, acuden a socorrerla, y entonces solicita el galán del padre que les dé su bendición, pues ellos se han dado ya palabra de casamiento; conformase de buen grado el padre, y los dos amantes, juntamente con los criados, que asimismo tocan a himeneo, danse la mano de esposos.

    Suele suceder también que una noche halla el galán rondador a un rival en la calle de su dama, y es entonces segura la pendencia. Trábanse de palabras; crujen las espadas; cae muerto o mal herido un embozado… Y el matador, temeroso de la justicia, acógese a una iglesia o monasterio, y de allí a pocos días, toma la vuelta de Aragón, tal vez disfrazado de religioso, para pasar a Flandes; o bien, si no hay amparamiento sagrado, echa a campo traviesa y se encamina a la Peña de Francia o a donde Dios fuere servido, «hasta ver en qué para el caso».

    No habría espacio en breves páginas como estas para estudiar prolijamente toda la sutil máquina y varios arbitrios del amor. No, no es la metafísica amorosa invención de estos tiempos; razonaban y sutilizaban los antiguos hidalgos estas materias como pudiera razonarlas y sutilizarlas el más acuchillado y experto amador de los tiempos presentes. Hay reglas para hacer la corte y rondar la calle —y en La Pícara Justina se lee una graciosa reseña de varios novios, valentones unos, otros melifluos, cuál elegante y pulcro—; las hay para rendir corazones a fuerza de importunidades o imponerse con repetidos halagos:

    ¿Qué es menos desdicha para un caballero que ama a una señora: que la señora le olvide o que le haga un desprecio en público? Pregunta Antonio Luis Ribero Barros en su interesante Jornada de Madrid.

    ¿Qué es más favor: que hable la señora desde el balcón, a vista de los vecinos, o que le escriba en pliego cerrado?

    «¿Puede un caballero que asiste a una señora dama, con la veneración de sus atenciones, sin declararse su galán, ni haberle su señoría hablado de vos, como a galán, declararse a otra señora dama sin ofenderla?».

    Penoso es el deber del cronista, porque no siempre los conciertos amorosos son tan desinteresados como el dios ciego quisiera. «Nunca los enamorados han de decir que son pobres —escribe Cervantes— porque a los principios, a mi parecer, la pobreza es muy enemiga del amor». Madres hay tan desaprensivas, dice Francisco Santos, que casan a sus hijas con «un hombre tan lleno el cuerpo de bubas como la bolsa de oro». Los padres, dice otro novelista, «acomodándose a los tiempos», buscan maridos ricos para sus hijas, «que tanto puede hoy la codicia, que hay quien gusta más de ver a sus hijos villanos que necesitados». El autor cree recordar que también el grave agustino Fr. Cristóbal de Fonseca habla en su Tratado del amor de Dios de estas impuras pasiones…

    La boda está hecha: los amantes se han unido para siempre. Puede ser celoso el marido; puede ser despreocupado. Si es celoso, ¿quién dirá las ansias y tormentos de un hidalgo posesor de gentil dama? Ya dará en los estupendos caprichos de El curioso impertinente, ya en las peregrinas ficciones de tal otro caballero que, según se refiere en cierta otra interesante novela Las pruebas en la mujer, quiso experimentar si su esposa se mudaría con aparentar perder en el juego toda la hacienda y menaje de la casa.

    En efecto, el caballero don Gutierre comienza a venir a casa tarde a las horas de yantar, y a mostrarse mohíno, y a andar revolviendo bufetes para sacar dinero y mandarlo con el criado. Poco a poco los escudos van apurándose, las palabras van siendo más acedas, más breves y desapacibles las comidas. Tras los escudos salen de la casa las cadenas, tras las cadenas las joyas de la esposa, tras las joyas los vestidos. Las deudas aumentan; llueven requerimientos de pago; extiéndese por toda la ciudad la ignominia. La esposa sufre resignada el desamor, la afrenta, la ruina. Hace más; sacrifica el resto de la hacienda para que el honor de su marido se salve. «Esposo mío —le dice— lo poco que ha quedado en casa de joyas, vestidos y colgaduras, vendiéndose bien creo que bastará para pagar esas deudas; tomadlo todo y pagadlas». En vano la acosan seductores galanes con cartas y presentes: Casandra es honestísima esposa y verá hundirse todo y rematarse todo antes que doblegar su honra a la vileza.

    En tanto la miseria llega a su colmo, y a su paroxismo la locura de don Gutierre. Carga éste, por fin de rapiña, con los cubiertos de plata, con los saleros, con las camas, con las colgaduras de las salas. Los criados desfilan; Casandra misma se quedara muchos días sin comer si no la acudiera una hermana… ¿Puede darse mayor locura de celoso? Y, ¿quién sabe dónde hubiese llegado en sus desvaríos el puntilloso hidalgo a no interponerse gentes extrañas para acabar amigablemente la experiencia? Se dirá que esto sucede en las novelas y que en la vida no acaecen tan extremados casos.

    ¿Se quiere uno realísimo y auténtico de marido celoso? «Siendo ya de edad mayor —escribe Ordóñez de Cevallos en su Viaje del Mundo —, pues tenía los diez y siete años, como dicho tengo, pasando un día por una calle, en la esquina de una casa principal, estaba en un balcón una señora, a la cual se le cayó un ramillete, que tenía en la mano, y abajándome por él me dijo un tío mío, llamado Alonso Andrade de Avendaño, que conmigo iba: “Este ramillete ha de ser de tanta inquietud como el de Muza”. Y esto porque me vido su marido alzarle del suelo. Fué así, que con no haber culpa por parte de nadie, mandó aquel caballero que me matasen. Fui avisado de un criado suyo que era de mi patria y lo había librado de un gran trabajo, pagándome en esto lo que por él había hecho, que no fué de poca importancia, pues llevé siempre la barba sobre el hombro. Y no por esto me dejé de ver muchas veces en grandes peligros de muerte… Por causa de tan continua persecución, me fué forzoso el dejar mis estudios, ponerme espada, y aun irme de Sevilla».

    Pues, ¿qué será si el marido es de los remolones, como aquél de quien habla Santos, que, notando el ajetreo que en el piso de arriba traían su mujer y el amante, se estuvo tranquilamente acostado? «Y cuando la vio entrar en la cama, le preguntó qué era; y ella le respondió: Un gato hambrón que viene a buscar qué comer. Y así que esto oyó, volviéndose del otro lado, dijo: Mal año para el diablo, y el ruido que hacía ».

    Otros hay que pasan a mayores excesos. Entre las cinco clases de alcahuetes que menciona el rey Sabio, «la cuarta es cuando el ome es tan vil que él alcahueta a su mujer». No eran escasos los tales en la vieja España. El prudente Felipe II mandó castigar, en pragmática de 1566, a «los maridos que por precio consintieren que sus mujeres sean malas de su cuerpo».

    ¿Quién no conoce el caso del buscón don Pablos? Cuenta éste que yendo con unos cómicos camino de Toledo, aficionóse de una de las actrices. «Acertó a estar su marido a mi lado —dice— y yo, sin pensar a quien hablaba, llevado del deseo de amor y gozarla, díjele: Esta mujer, ¿por qué orden la podríamos hablar, para gastar con su merced veinte escudos, que me ha parecido hermosa? —No me está a mi bien el decirlo, que soy su marido (dijo el hombre), ni tratar de eso; pero sin pasión (que no me mueve ninguna) se puede gastar con ella cualquier dinero, porque tales carnes no tiene el suelo ni tal juguetoncita; y diciendo esto saltó del carro y fuese al otro, según pareció, para darme lugar a que la hablase».

    Quede aquí esta materia: harto delicada para oídos femeniles; demasiado sabida para contada a los varones.

    ******

    Fuentes:
    Francisco Bances de Candamo. Cuál es el mayor aprecio del descuido de una dama. (Valencia, 1771).
    Condesa D’Aulnoy. Viaje por España en 1679 . (Madrid, 1892).
    Francisco Santos. Los gigantones en Madrid . (Madrid, 1666).
    Alonso del Castillo Solorzano. Las pruebas en la mujer . — En la «Colección de novelas escogidas»; tomo V. (Madrid, 1788).
    Ordóñez de Ceballos. Obra citada.
    Antonio Luiz Ribero de Barros. La jornada de Madrid . (Madrid, 1672).
    Última edición por ALACRAN; 21/04/2022 a las 14:58
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: “El alma castellana” (Azorín): espíritu y vida de la España del siglo XVII (Austr

    V
    La moda


    ...Son las diez. La señora va a levantarse. En ancha cama de bronce dorado, altísima la cabecera labrada de finas labores, reposa la gentil española. Reclina su cabeza en diminutas almohadas, guarnecidas de lazos de seda, orladas de anchos y sutilísimos encajes. Un rico corbertor bordado en oro y seda cubre la cama.
    La señora se levanta. Sus largos y negros cabellos están partidos en bandas y atados atrás con una cinta; cubre su adorable cuerpo amplia y suave camisa, cuyas mangas se abrochan en la muñeca con botones de brillantes; son los puños y el cuello de seda con caprichosas flores bordadas.

    Sus criadas vánle ministrando los afeites. Una la perfuma con pastillas olorosas; rocíala otra cogiendo agua de azahar en la boca y lanzándola a través de los dientes en menuda lluvia.

    En el tocador, como en todos los tocadores, hay mil chismes y variados efectos. Hay en éste, si te place, lector —y tomo la relación de un poeta de la época—, un emballenado (corsé) nuevo; treinta y seis peines, entre pequeños y grandes, diez de hueso, catorce de marfil, los demás de boj; trece cascos y medio de búcaro de la Maya; seis pares de perendengues; seis papeles de alfileres; dos pares de guantes; treinta papeles de color, a más de las salsillas y librillos para el afeite de la tez; un espejo de media luna; un papel de solimán; tres moldes y tres agujas para el pelo; seis perantones; tres abanicos pequeños «descubretalle»; una memoria para la cara y cabello; tres sortijas de azabache; seis de vidrio; unos lazos nuevos de azul claro; bocadillos, bobos, cintas. (…)

    Viene después el peinado: se llevan del almirante, del trenzado, de la arandela … Los hay en graciosas bandas que cubren las orejas y sólo dejan ver las gruesas perlas de las arracadas, como en la divina Marquesa de Leganés, de Van Dyck; los hay lamidos y aplastados, como en los retratos de Sánchez Coello; los hay en grandes trenzas a uno y otro lado de la cabeza, como en la rubia y melancólica doña Mariana de Austria, retratada por Mazo. (...)

    La moda, dice Flores, es muy varia a principios del siglo XVII. «Reinaba un humor extravagante en torcidos, entorchados, gandujados, franjas, cordones, bolillos, randas, cadenillas, pasadillos, abollados, y otros géneros de guarniciones de oro, plata fina y falsa, abalorio y acero, que tan costosos hacían los trajes, pues era muy común gastar doscientos, trescientos o más ducados en un vestido, cosa que en aquella época causaba la mayor admiración y daba lugar a la pluma para publicar la exhorbitancia.

    No era inferior el brillo en las gorras y sombreros que se guarnecían de cadenas y cintillos de oro, camafeos y perlas. Los talabartes, petrinas y escárceles se gastaban con pasamanos y caireles de plata y oro. Los zapatos y chapines con varillas de oro claveteadas con diamantes. Las capas, ferreruelos y bohemios, de seda y valonas con deshilados y encajes.

    En el año de 1623 se vieron las primeras golillas en España, y noticioso de la novedad el Consejo Real, mandó emplazar al artífice, y examinado, reconocidos los instrumentos de que usaba y vistas dos golillas, que allí también se llevaron, se mandaron quemar públicamente y fué desterrado el golillero. Después se contemplaron de menos gastos y más duración que los cuellos, lechuguillas y valonas, por cuyas razones se permitió continuar la moda. También lo eran los mostachos o bigotes y las perillas en la barba (a imitación de los lacedemonios), las guedejas, tufos, bufos y copetes. Últimamente se dejaron el pelo esparcido y tendido, sin que hubiese alteración hasta el año 1679 en que los españoles empezaron a vestirse a la francesa con motivo de regocijos públicos, cuyo uso fué por entonces limitado y temporal.

    Los trajes y adornos de las mujeres eran a proporción del entusiasmo que tuvieron los hombres; pero, por muy especiales, mencionaremos la moda de los guardainfantes, polleras, verdugos, escotados, jaulillas, pericos, almirantes, rascadores, fallas, duques, cariñanas, mongiles, mantos de humo y puntas de tramoya».

    El autor explica ligeramente estos diversos atavíos. «Talabarte, petrina y escarcel , son ceñidores o cinturones para colgar la espada. Virilla , lista o guarnición de plata. Ferreruelos y bohemios son capas algo más cortas de las que hoy se estilan. Valona es adorno para el cuello: por lo regular estaban unidas al cabezón de la camisa. Tufos son especie de rizos que cubren las orejas y por estar encrespados al aire se llamaban también bufos. Los usaron hombres y mujeres.

    Guardainfantes y verdugados, eran lo que hoy llamamos tontillo. Pollera , brial que se ponía encima del guardainfante. Jaulilla , adorno hecho para la cabeza, a modo de red. Perico , un adorno hecho de pelo postizo que servía para la parte delantera de la cabeza. ¿Será acaso lo que hoy llaman tiñón o erizón? Almirante , otro adorno para la misma parte, que tomó este nombre por haberlo introducido en España las hijas de un almirante, (anterior, añade el que transcribe, al Criticón , de Gracián, puesto que en este libro se nombra tal peinado). No he hallado cuál fuese su figura. Falla , cierta cobertura para la cabeza de que usaron las mujeres por gala y por abrigo al salir de noche de las visitas. Dejaba solamente descubierta la cara; cubría hasta los pechos por detrás y por delante: era comúnmente de tafetán de lustre negro, guarnecida de encajes, blondas, gasas o cintas: después se redujo a dos varas y media de tafetán negro, que se echaba por la cabeza y anudaba a la garganta. Duque era adorno que formaba una arruga en el manto para que cayese de la cabeza, prendiendo un alfiler por detrás de la cabeza en el nacimiento de las trenzas del pelo. Hoy se prenden del mismo modo sobre poco más o menos las mantillas de toda especie. Cariñana se llamó un tocado para mujeres ajustado al rostro al modo de que usan las religiosas. El monjil era traje de lana para luto con jubón de mangas formadas en muchos pliegues por la parte superior, y por la inferior, que estaba cortada en medio arco, se unen unas con otras por las puntas. Hoy se hacen de esta figura los hábitos que las mujeres ofrecen a Santa Rita».

    La moda cambia rápidamente. El lujo toma vuelos. Cuanto mayor y más tremenda va siendo la ruina de España, tanto más se explaya la corte en fiestas y aumenta la suntuosidad en el arreo de damas y caballeros. La más simplecilla doméstica se crece de fregatriz a señora y abandona la modesta basquiña por el guardapiés encarnado, por el franjón de oro y plata, por la anguarina de felpa, «¡Oh, tiempos floridos! —exclama un escritor de la época— cuando el pasamano de Santa Isabel, el botón de vidrio y las medias de cordellete privaban en el mundo» «Yo alcancé el tiempo —escribe otro— en que iban los ministros al consejo en mula, y era grandeza ir en ella; y muchos hoy viven en esta corte que la conocieron con menos de diez coches, y hoy no es hombre el que no le tiene».

    Los moralistas claman contra desórdenes y despilfarros semejantes. Truena Alonso de Carranza en su Discurso contra los malos trajes y adornos lascivos y condena la prolijidad de los apatuscos femeninos. No es sólo el coste de las enaguas, polleras y guardainfantes —dice;— es también el «sumo e intolerable» gasto de almidón que estas prendas requieren, de tal modo que se gasta ahora en una enagua tanto almidón como antes «se solía gastar en un lugar entero en los cuellos de lechuguilla», «pudiendo el trigo que en esto se pierde servir para el sustento de muchos necesitados».

    Son contra la moral las nuevas galas y son contra la higiene. Contra la moral, porque ahora se pone «gran parte de la gala y adorno lascivo en medias, ligas, zapatos y sus rosas»; contra la higiene porque «la pompa y anchura de este nuevo traje, (o sea los guardainfantes), es llano que admite mucho aire y frialdad, que envía al útero donde se fragua el cuerpo humano. Y aforismo es de Hipócrates, y consiguientemente definición o regla infalible en filosofía y medicina, que el útero de la mujer frío y con esto condenso y estipado es totalmente inepto para la generación».

    Además, hay otro gravísimo peligro, señalado ya también por autores maliciosos y es que el descomunal guardainfante oculta los resultados naturales de los amores ilícitos y hace perder a las doncellas el temor a estas elocuentes y notorias consecuencias. «Lo ancho y pomposo del traje, que comienza con gran desproporción desde la cintura —escribe Carranza— les presta comodidad para andar embarazadas nueve o diez meses, sin que desto puedan ser notadas».

    Pues, ¿qué decir de los hombres? Ha llegado el mal a tal punto —dice Fray Tomás Ramón en su Nueva premática de reformación —, «que vemos hombres por las calles con abanicos en las manos haciéndose viento»; y como si esto fuera poco, los hay también, «así eclesiásticos como seculares», que llevan «manguitillos de pieles en las manos» «¿Qué más hacen las delicadas mujerillas?», pregunta el buen religioso.

    Pero ni uno ni otro autor, ni acaso nadie, ha llegado en sus invectivas donde llegara el presentado Fray Francisco de León, prior del convento de Nuestra Señora de Guadalupe en Baena. Predicó este dominico en 1635, un sermón fúnebre de Gonzalo de Córdoba, y tales horrores dijo del afeminamiento de los militares, que digno es el pasaje de ser transcrito íntegro. Habla el predicador de los hombres de antaño y dice: «Y aborrecían en aquel tiempo todo lo que olía a regalo, teniéndolo por indigno y ajeno de hombres, y propio de mujeres. No dormían, no jugaban; los repiques de los tambores eran relojes que a todas horas de la noche los dispertaban. Ahora mirad con atención y veréis si podemos temer que vengan a azotarnos en las camas los más viles enemigos de Dios y de su ley. ¿Dónde están los capitanes? ¿Dónde los soldados? ¿Dónde las armas? ¿Dónde los militares ejercicios? ¿Dónde hay hombres en España? Lo que yo veo es mariones (sic), que hurtan los usos a las mujeres: de hombres los veo convertidos en mujeres, de esforzados en afeminados, llenos de tufos, melenas y copetes, y no sé si de mudas y badulaques, de los que las mujeres usan. Y siendo así que ayer blasfemavades de los extranjeros que entraban en España con melenas y os olían mal, ¿ahora traéis las mismas y queréis oler bien? A mí me oléis a lo que os olían los extranjeros cuando las traían. ¡Lindos soldados para un aprieto de importancia! Harto mejor os pareciera a algunos una rueca que una espada; a lo menos hariades más hacienda. Yo espero que habéis de venir a misa de dos en dos dadas las manos, porque sólo eso os falta por hacer».

    La decadencia se acentúa. Degenera al finalizar el siglo XVII el noble idioma castellano en parla culterana, la braveza en fanfarronería, la honestidad en beatismo… Pues así la moda pierde sus antiguos toques de majestad y pasa de las severas ropillas a las casacas, de las recias tizonas a los entecos espadines, de la grave cortesía al remilgado cumplido. ¡Pasó el tiempo de las golillas!, se gritaba, y desaparece de las hombrunas caras la barba puntiaguda y engomada de los letrados, la perilla de los eclesiásticos, el airoso bigote de los hidalgos, del cual, dice Feijóo, «no pueden acordarse sin dar un gran gemido algunos ancianos de este tiempo». Los peinados mujeriles se complican; adquieren algunos proporciones colosales. El catálogo de los afeites se hincha, hácese más sabio y prolijo su manejo. Los hombres mismos dan en la flor de retocarse. «Oigo decir —escribe el sabio benedictino desde su rincón de Oviedo— que ya los cortesanos tienen tocador y pierden tanto tiempo en él como las damas».

    Hacían antes los caballeros sus visitas con noble gravedad y eran sobrios en las maneras y discretos en las palabras; éntranse ahora por casa, a la segunda visita, libres y desenvueltos los petimetres, y no paran hasta sentarse familiarmente junto a las damas. Se levantaban antes las señoras para recibir a los caballeros; permanecen ahora sentadas y hacen murmurar de su crianza a los ancianos. Se sentaban antes, aun para comer, en terreros almohadones; háse introducido ahora la «desenfadada costumbre» de acomodarse en alto. Hacía antes un caballero a una dama una reverencia inclinando majestuosamente el cuerpo; salúdanlas ahora abrazando el sombrero entre las dos manos, puesto delante del pecho, encogidos los hombros, arqueados los brazos, hacia fuera los codos, firme el pie izquierdo, arrastrando la punta del derecho hasta poner la hebilla de éste detrás del talón de aquél, inclinando finalmente el cuerpo de tal manera que forme un perfecto semicírculo…

    Eran antes duros en las fatigas de la guerra, sumisos con las damas, altivos con los fuertes; son ahora blandos en los peligros, tiranos con las mujeres, humildes con los déspotas. Triunfaban antes en toda la tierra nuestras armas, y exclamaba uno de aquellos famosos capitanes en el arranque más soberbio que tiene la lengua castellana:

    ¡el mundo me viene estrecho
    para ponerlo a mis pies!;


    pierden ahora desde las covachuelas el imperio americano, y vemos los ejércitos antes capitulados que vencidos…
    ¡Ah, grande y noble España! ¡Oh, Alonso Quijano el Bueno!

    ******

    Fuentes:

    D’Aulnoy, obra citada.
    Agustín Salazar y Torres. Elegir al enemigo . (Valencia, 1766).
    Calderón. Eco y Narciso .
    Sempere y Guarinos, obra citada; tomo III.
    Felipe Rojo de Flores. Invectiva contra el lujo . (Madrid, 1794).
    Alonso Carranza. Discurso contra malos trajes y adornos lascivos . (Madrid, 1636).
    Fray Tomás Ramón. Nueva premática de reformación contra los abusos de los afeites, calzado, guedejas, guardainfantes, lenguaje critico, moños, trajes y exceso en el uso del tabaco . (Zaragoza, 1635).
    Fray Francisco de León. Sermón predicado por… A las solemnes honras que la villa hizo a don Gonzalo Fernández de Córdoba, Cardona y Aragón, príncipe de Maratea . (Granada, 1635).
    Feijóo. Theatro critico ; tomo II. (Madrid, 1728).
    Última edición por ALACRAN; 24/04/2022 a las 14:04
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
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    Re: “El alma castellana” (Azorín): espíritu y vida de la España del siglo XVII (Austr

    VI
    La vida picaresca

    (...) Solapada entre los árboles está la famosa venta del Santo Cristo del Coloquio, pasado el puerto del Guadarrama y en los términos de la villa del Espinar, conforme vamos a Valladolid. Es la venta un grande y destartalado caserón; tiene delante un desmesurado patio, con sus cuadras de terrero tejadillo, su abovedado aljibe, sus rezumantes pilas; destácase en el fondo la anchurosa portalada de la vivienda. (...)

    Ardiente sol de agosto reverbera en las paredes y caldea las techumbres. A lo lejos, por el tortuoso camino, divísase un coche de camino que avanza lentamente al paso tardo de las mulas. El coche llega; para en la puerta; apéase de él un capitán, un doctor con su criado, un oidor, un estudiante, una viuda tocada de negro, chaperonada de ancho sombrero con barbuquejo de seda… Y toda la población de la venta se ha puesto en movimiento. Sale el mesonero, gordo, grasiento, entreverado de zaino, bravo oficial en hurtar; sale la ventera, desgreñada vieja, boquisumida y acartonada; salen sus dos pimpollos, gloria de Castilla, morena la una, larga de pestaña y colorados los labios; blanca y rubia la otra, de las paradas y zazositas, más gustosas en las obras que en las palabras. Los escuderos y mozos descargan las maletas; toman posesión de sus cuartos; disponen la comida. (...)

    Mozas lindas en mesón es dinero seguro en arca; por ellas viene la abundancia a casa; por sus artes se enriquece el mesonero. Tengan con los huéspedes muchas palabras y promesas y no den cabo a ninguna. Si mientras comen alaban el guisado, diga como inocente y vergonzosa: En verdad que compré por amor de sus mercedes un ochavo de especias y un maravedí de vinagre y ajos para que la cazuela sabiese bien a sus mercedes, y dejé en prendas la mi sortija de plata, que no tengo otra . Cuando al alzar los manteles le dieren algo, diga: Déjelo ahí, señor galán, en esa mesa, y presto, que me quiero ir a comer, y de camino lo daré a un pobre . Palabras tan eficaces, que muchos, por no parecer pobretes, dejan el pan entero, el pedazo de queso, tocino, conservas.

    Innumerables son los engaños del mesonero. Dispusieron los católicos monarcas, en 1480, que «no pueda ganar más del quinto»; ordenóse que sean tasados los precios de seis en seis meses; mandóse que pongan los aranceles en las puertas y partes públicas para que los vean los caminantes. Empeño inútil. «La palabra del ventero es una sentencia definitiva —escribe Mateo Alemán—; no hay a quien suplicar, sino a la bolsa; y no aprovechan bravatas, que son los más cuadrilleros, y (por un antojo) siguen a un hombre callando hasta poblado, y allí le probarán que quiso poner fuego a la venta, y les dio de palos, o le forzó la mujer o hija, sólo por hacer mal y vengarse».

    Se acerca el medio día; tintinea el almirez y chirrían las sartenes. El sol cae a plomo; cantan las cigarras en los vecinos árboles. En la venta entran y salen viandantes; los arrieros comen haciendo mesa de la albarda; retoza el estudiante con una de las mozuelas; habla el capitán de la toma de la Goleta ; platican gravemente el médico y el oidor.

    Para un coche a la puerta; apéase un familiar del Santo Oficio. Es un caballero de noble porte: alargada la cara, morena la tez, el mostacho escaso. Camina apoyado en un paje; impídele casi ver cruelísima enfermedad de los ojos. Al verlo, levántanse los presentes y quítanse respetuosamente el sombrero. ¡Deme mi señor don Luis los brazos! Exclama el médico. ¿No me conoce vuestra merced? Salúdanse; hablan; piden al recién llegado noticias de la corte.

    —Una y notable ocurre —dice el noble inquisidor—. Anteanoche mataron al conde de Villamediana.

    Escandalízanse los presentes; le instan a que cuente menudamente el suceso; y el caballero habla:
    —Fué a prima noche, viniendo de Palacio en su coche con el señor don Luis de Haro, hijo mayor del marqués del Carpió; y en la calle Mayor salió de los portales que están a la acera de San Ginés un hombre que se arrimó al lado izquierdo que llevaba el conde, y con arma terrible de cuchilla, según la herida, le pasó del costado izquierdo al molledo del brazo derecho, dejando tal vateria, que aún en un toro diera horror. El conde, al punto, sin abrir el estribo se echó por cima de él, y puso mano a la espada, mas viendo que no podía gobernarla, dijo: Esto es hecho; confesión, señores ; y calló. Llegó a este punto un clérigo que lo absolvió porque dio señas dos o tres veces de contricción, apretando la mano del clérigo que le pedía estas señas, y llevándole a su casa antes de que espirara, hubo lugar de dalle la unción y absolverlo otra vez por las señas que dio de bajar la cabeza dos veces.

    Suspiró el anciano y luego añadió:
    —Anteanoche mismo lo enterraron en un ataúd de ahorcados, que trajeron de San Ginés. ¡Miren vuestras mercedes en qué vienen a parar las pompas y vanidades de la vida!

    —Vuestra merced —dice el doctor— habrá recibido una grande pesadumbre.

    —Yo estoy —contesta el familiar— ya desengañado del mundo. Todos son dolores; en dando lugar el despacho del hábito, volveré a Córdoba, donde aguardaré sosegado que Dios disponga de mi ánima.

    La comida está a punto; puestas las mesas con blancos manteles. Y mientras los señores van yantando ricas perdices, conejos mechados, empanadas inglesas de venado, gordales aceitunas, dorado y albo pan, entonan las cigarras su incesante himno a la siesta…

    ***

    En el Lazarillo , de Luna, llega a Madrid un carro de Alcalá de Henares. «Saltaron a tierra —dice Lázaro— los que venían dentro, que todos eran putas, estudiantes y frailes».

    Nobilísima facultad es esta de las cotorreras. La Historia ha conservado preciosos documentos. Clásicas son las saturnales que anualmente celebran en las riberas del manso Tormes; en Valencia, dice Timoneda en su traducción de Los Menechmos de Plauto, (acto único, escena V.), que las había magnum quantitatem ; y lo confirma Giovanni Botero al estampar en sus Relationi universali que «no hay ciudad en Europa donde sean más estimadas las mujeres de mal vivir». En León las había extremadas frente al Rollo; lo certifica todo un reverendo Padre: Fray Andrés Pérez. «Enfrente de él —dice en La Pícara Justina — estaban unas mezquitas pequeñas, o casas de calabacero, donde estaban asomadas unas mujercitas relamiditas, alegritas y raiditas como pichones en saetera». Otro religioso, teólogo respetable afirma —y esta es justa doctrina— que no incurren en pecado los que sirvieren a las cantoneras.

    Decimos esto, por citar el pasaje, que es curioso. Pueden las mozas y mozos servir a las mujeres cantoneras y malas —escribe Rodríguez Lusitano en su Summa de casos de consciencia — «abriendo la puerta a sus galanes cuando ellos vienen a pecar con ellas; y cuando ellas van a casa de ellos a pecar, bien las pueden acompañar. También les pueden hacer la cama, donde saben que han de pecar; y llevar cartas a los galanes, en las cuales saben que les ruegan que vengan a verlas, sabiendo que viniendo han de pecar con ellas, y puédenlas también llevar recaudos, diciéndoles: Mi señora os espera para que cenéis esta noche con ella ; sabiendo que acabando de cenar harán lo que suelen».

    Nobilísima institución. ¿Cómo pudiera sustentarse sin ella tanto número de bravos? Rufián, según las crónicas, vale tanto como amparador de damas que si no honra, dan provecho. Acontece venir un honrado hidalgo a pobreza; o hallarse un ingenio en apretado trance; o verse desnudo de protección un valeroso soldado; y entonces encuéntrase en la casa llana lo que la injusticia de los hombres negó al valor a la doctrina. Discuten los teólogos si el voto de no casarse hecho por mujer mala, de miedo a su rufián, es válido; y dase con esto a entender que los tales caballeros no eran muy amorosos con sus damas. Cuestión delicada es esta, que a falta de mayores luces dejaremos quieta por ahora…

    No siempre se encuentra una dama compasiva, y entonces el honrado hidalgo arrójase con harta pesadumbre a posesionarse de lo ajeno. En La romera de Santiago , de Velez de Guevara, roban unos cuantos caballeros en pleno campo y dice uno de los personajes:

    estos son algunos hombres
    de obligaciones, que pasan
    necesidad, y procuran
    de esta suerte remediarla
    saliéndose a los caminos.


    Otras veces suple el ingenio la fuerza de las espadas. El hidalgo, de acuerdo con alguna noble anciana, mete en una bolsa tres doblones de oro, cincuenta reales en plata, un dedal y cuatro sortijas; carga con estos apatuscos y se va derecho a la celda de un famoso predicador. «Padre mío —le dice— yo soy un pobre forastero muy necesitado. Vine a esta ciudad con ánimo de acomodarme. Salí esta mañana y me hallé aquesta bolsa en medio de la calle; quise ver qué tenía dentro, y cuando sentí ser dineros la torné a cerrar. ¡No permita el Señor que bienes ajenos me saquen de trabajos corporales!» Maravíllase del caso el sencillo religioso; publícalo en el próximo sermón; viene la vieja a reclamar la bolsa como suya, y llueve un diluvio de limosnas sobre el escrupuloso encontrador.

    Con las cuales limosnas, el honrado hidalgo aderézase lindamente y presume salir por siempre de su estrechez. Se casa. Una hermosa cara es fecundo juro. Hállase siempre puesta la mesa a medio día; hállase a la noche prevenida la cena. El resto del día pásalo el caballero en el juego de trucos o en honestos e higiénicos paseos. Y cuando vuelve a casa, mira si la celosía está corrida, o si hay en la ventana jarro o chapín, que es la seña convenida de que hay huéspedes en la posada.

    Muchos hombres se pasean por Madrid —dice Guzmán de Alfarache— que no comen de otro trato ni tienen otra hacienda; de tal modo, que «sin darse por entendidos de palabra, sabían ya lo que había cada uno de poner por obra. Y estos tales eran respetados de sus mujeres y de las visitas, a diferencia de otros que, sin máscaras ni rodeo, pasaban por ello, y aún los solicitaban, llamando y trayendo consigo a los convidados, comiendo en una mesa y durmiendo en una cama juntos. Yo conocí uno, que, porque un galán de su mujer se amancebó con otra, se fué a él, y diciéndole que por qué faltas que le hubiese hallado había dejádola, le dio dos puñaladas, aunque no murió de ellas. Estos tales van al bodegón por la comida, por el vino a la taberna y a la plaza con la espuerta». Pero «los más honrados —añade el buen Guzmán— dejan la casa libre y no se meten en bullas». «No hiciera yo por ningún caso lo que algunos, que, cuando en presencia de sus mujeres alaban otros algunas buenas prendas de damas cortesanas, les hacían ellos que descubriesen allí las suyas, loándoselas por mejores».

    Azares tiene la vida de que no se puede librar ningún mortal. ¿Quién dirá que una u otra noche no ha de dar una cuchillada, o cometer cualquier otro notable disparate? Pues acontécele tal lance a este honrado hidalgo que vivía en paz en su casa comiendo con el dulce trabajo de su esposa…

    Viene la justicia; métenlo en la cárcel; dánle tormento; confiesa de plano. En la cárcel, como en una justa, puede manifestar un caballero su valor y buenas partes. Hácese valentón; cobra los derechos de los presos nuevos; presta sobre prendas a cuarto diario por real; estafa a los que entran; dales culebras, pesadillas y libramientos. Curare etiam debet cusios carceris —dice Suárez de Paz en su Praxis eclesiástica et secularis—ne alimenta et religua necessaria deficiant incarceratis, nec permitiere debet, quo aliqua molestia, vel injuria eis irrogetur . Contéstenle al docto varón Quevedo, Espinel, Mateo Alemán…

    El juez dicta la sentencia. Condenan a unos a galeras; mandan ahorcar a otros. Si los ahorcan, procuran conservar hasta lo último, como buenos caballeros, su arrogancia y gallardía. «Hubo en mi tiempo un rufián —cuenta Guzmanillo— que teniéndole sentenciado a muerte y puesto en la enfermería para sacarlo el día siguiente a justiciar, viendo jugar en tercio a los que le guardaban, se levantó del banco y se fué para ellos, como pudo, con sus dos pares de grillos y una cadena, y preguntándole donde iba, dijo: Acá me vengo a pasar el tiempo un rato . Las guardas le dijeron que se ocupase rezando y encomendándose a Dios, y respondióles. Ya tengo rezado cuanto sé, y no tengo más que hacer; barajen y echen por todos, tráigase vino con que se ahogue esta pesadumbre . Dijéronle ser muy tarde, que ya estaba cerrada la taberna, y dijo: Díganle a ese hombre que es para mí; basta, no digan más, y juguemos, que juro a Cristo que no entiendo en lo que ha de parar este negocio ».

    Si los echan a galeras, salen una mañanica en muy gentil cadena amarrados de dos en dos, camino de Sevilla o Cartagena, lacias las bravuconas caras, caídos los sombreros sobre los ojos, penitentes a la fuerza y arrepentidos forzosos. En Sevilla los recogen los esclavos moros con sus lanzones; llévanlos a las galeras; repártenlos en los bancos; pasa el barbero; les rapa las barbas y la cabeza y puesto el remo en las pecadoras manos, vuela rápida la galera por los anchurosos mares. Las horas de ocio, en los puertos, mientras las naves se proveen a remiendos, o el mar anda soliviantado, pásanlas los pobretes entretenidos en algunas curiosas niñerías, tales como labrar botones de seda o de cerdas de caballo, pulidos palillos de dientes, medias de punto y aprestos para fulleros, quiero decir, dados con pintas y señales apropiadas a esta honrosa facultad. Ventiséis onzas diarias de bizcocho empedernido y ración de infame potaje es su alimento; remar continuamente es su faena. Y si por acaso el infeliz se insubordina o murmura, veréis cómo viene el alguacil con su escandallo y a vista del comitre, que es el amo, como el capitán es el amo del comitre, le endilga cincuenta palos, ya en la espalda, o ya, caso feroz, en la barriga; y si el delito es mayor, se dará por bien librado si no lo ahorcan de una entena o lo despedazan entre cuatro galeras.

    Pero suele acontecer que llega gracia del rey para que sean remitidos de la pena tantos o cuantos galeotes y entonces perdonan a los más humildes y mansos y los ponen quitos del banco en la tierra.

    ¿Qué hará en este trance el desdichado galeote, olvidado de sus deudos, huido de sus amigos, abominado de todas las criaturas? Ancha es Castilla; menos amparo tienen los pajaricos del campo y viven y cantan. El desdichado galeote se gradúa de poltrón; pónese un coleto de cordobán viejo, un jubonazo de estopa, gabán largo y remendado; aprende a pedir con voces doloridas y conmovedores lamentos. «Dadle, buen cristiano, siervo del Señor, al pobre lisiado y llagado, que me veo y me deseo», clama unas veces. «Fieles cristianos y devotos del Señor», grita otras, «por tan alta Princesa como la Reina de los Ángeles, madre de Dios, dadle limosna al pobre tullido y lastimado de la mano del Señor»; y parando un poco —cosa de gran importancia según los entendidos— añade: «Un aire corruto en hora menguada, trabajando en una viña, me trabó mis miembros, que me vi sano y bueno, como se ven y se vean: loado sea Dios».

    Sabe y recita numerosas oraciones para toda suerte de males y contingencias: la acreditada del Justo Juez, la de San Gregorio, la del apartamiento del cuerpo y el alma ; las sabe para mujeres parturientas, para las que no paren, para las mal casadas; sabe de raíces salutíferas y remedios misteriosos y hasta se alarga a procurar bebedizos para bien lograr amores, o tal vez proporciona la famosa yerba que abre las cerraduras, herba pici —dice el padre Victoria en su tratado De arte mágica-Hispane —, el pico, seras etiam férreas aperit .

    Su continente es tranquilo y humildoso; gran rosario entero de quince dieces al cuello; sonora y reposada el habla. Y en resolución, tal es su arte, que coge sin fatigas ni malandanzas abundantísima pecunia.

    ¿He dicho arte? Arte es en efecto el de la poltronería. Es preciso saber los puntos que ha de subir la voz para pedir; a qué horas hay que pedir; cómo se ha de besar y guardar el pan de la limosna; en qué casas hay que entrar hasta la cama y en qué otras no pasar de la puerta. Hay que saber fingir lepra, hacer llagas, hinchar una pierna, teñir el color del rostro, alterar todo el cuerpo; hay que llevar la cuenta de las funciones religiosas para ocupar el primero el puesto del agua bendita o la capilla de la estación. Si se atisba a lo lejos un caballero, es toque eficacísimo pedirle de muchos pasos atrás para que tenga espacio de aperdigar la limosna, porque suele suceder no darla muchos por no detenerse. En llamando a una puerta dos veces, huelga llamar más, pues no están o no quieren estar. No se abra puerta cerrada, porque acontece salir un perro que se llevará media nalga de un bocado. Cuando pida, no se ría ni mude de tono; procure hacer la voz quejumbrosa y de enfermo, aunque rebose salud. Responda con humildad a las malas palabras; diga con devoción dónde le dieron limosna: «Loado sea Dios; él se lo dé a vuesas mercedes con mucha salud, paz y contento de esta casa, para que lo den a los pobres».

    Sea afable, sea agradecido, sea lisonjero…

    Y un día, en un pajar de tal venta de Sierra Morena o mesón de la Mancha, entrega su alma a Dios el buen ex galeote…

    ***

    Fuentes:

    Francisco López de Ubeda (o sea Fray André Pérez). La Picara Justina .
    Góngota. Cartas y poesias inéditas . (Granada, 1892).
    Luna. Obra citada.
    Manuel Rodríguez Lusitano. Summa de casos de consciencia . (Salamanca, 1569).
    Mateo Alemán. El picaro Guzmán de Alfarache .
    Quevedo. El buscón don Pablos .
    Francisco Victoria. De arte mágico, en Relectiones theológicae . (Lyon, 1586).
    Última edición por ALACRAN; 24/04/2022 a las 14:09
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: “El alma castellana” (Azorín): espíritu y vida de la España del siglo XVII (Austr

    VII
    La Inquisición (...)


    - Ya escribí que Azorín como noventayochista era anticlerical, sobre todo lo fue en su juventud.

    Dado el contexto de esta obra, es tendencioso en extremo que silencie totalmente, de un siglo eminentemente religioso como el de nuestro siglo XVII, la educación (totalmente religiosa), la vida religiosa en general, las procesiones, la asistencia a los templos, predicaciones, fe popular, cofradías, rogativas, entierros etc, para centrarse en el lado negativo : "La Inquisición", con el fin de atacarla y denunciarla.

    Por tanto omito el capítulo VII.
    Última edición por ALACRAN; 28/04/2022 a las 15:07
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: “El alma castellana” (Azorín): espíritu y vida de la España del siglo XVII (Austr

    VIII
    El teatro

    Después de comer, ¿dónde mejor ha de ir el hidalgo que al teatro? La función principia a las dos de la tarde.

    Echan una comedia en tres jornadas; en los entreactos, un sainete; al final, un baile. Es la comedia de Lope o de Montalbán, de Moreto o de Calderón.

    Es el baile una frenética zarabanda o una arriscada chacona. Titúlase la comedia La bella mal maridada o el Mariscal de Birón ; El postrer duelo de España o El desden con el desdén . Titúlase el bailecete Déjame deseo que me bamboleo, o Carricoche quiero; La boticaria mía o Guarda el palilo, Minguillo , Grandes aplausos alcanzan los versos del maestro Lope de Vega; «moverán a un muerto», según piadosos autores, los meneos de la danzante.

    El teatro está lleno: es un gran corral entoldado. Las ventanas de las casas medianeras son los palcos; al pie de las paredes, las gradas; delante, el patio, donde la gente bullanguera presencia de pie el espectáculo; en el fondo, el escenario, desprovisto de telón.

    La orquesta toca en las mismas tablas del escenario. La representación comienza; salen reyes, príncipes, valerosos capitanes, nobles caballeros, princesas, damas enamoradas, pastores, graciosos, estudiantes. De una isla desierta salta la fábula a un palacio, de un palacio a un monte, de un monte a una calle, de una calle a una playa. Un gallardísimo caballero, erguida la figura, vehemente el habla, declama ahora:

    Ese ejército que ves,
    vago al cielo y al calor,
    la república mejor
    y más política es
    del mundo, a que nadie espere,
    que ser preferido pueda,
    por la nobleza que hereda,
    sino por la que él adquiere.
    Porque aquí a la sangre excede
    el lugar que uno se hace,
    y sin mirar cómo nace,
    se mira cómo procede;
    aquí la necesidad
    no es infamia, y si es honrado,
    pobre y desnudo un soldado,
    tiene mayor calidad
    que el más galán y lucido;
    porque aquí, a lo que sospecho,
    no adorna el vestido al pecho,
    que al pecho adorna el vestido;
    y así, de modestia llenos,
    a los más viejos verás
    tratando de serlo más
    y de parecerlo menos;
    aquí la más principal
    hazaña es obedecer,
    y el modo como ha de ser,
    es ni pedir ni rehusar;
    aquí, en fin, la cortesía,
    el buen trato, la verdad,
    la fineza, la lealtad,
    el honor, la bizarría,
    el crédito, la opinión,
    la constancia, la paciencia,
    la humildad y la obediencia,
    fama, honor y vida son
    caudal de pobres soldados,
    que en buena o mala fortuna,
    la milicia no es más que una
    religión de hombres honrados.

    Y el buen pueblo de soldados vencedores en cien batallas, entusiasmado, delirante, frenético, aplaude.

    Otro galán habla:

    Mira cómo el breve nácar
    de su boca, al viento manso,
    cuanto en alientos le bebe,
    respira en ámbares castos.
    Y contesta el gracioso:
    Eso llamo yo roncar,
    aunque mejor explicado.

    Y el público ríe; y entre aplausos y risas continúa la comedia y llega el baile.

    Mas no siempre la mosquetería está de buenas; no todos son triunfos para el poeta y los cómicos. Murmura el público a veces de la pobreza de los conceptos; de la ñoñez de un actor; de la fealdad de una actriz. Los mosqueteros vocean; las llaves silban; llueven verduras sobre la escena; andan azoradas de un lado para otro las justicias.

    Otras veces, malas artes de rivales o despechados hacen que fracase la obra. «La comedia —escribe Góngora en una de sus cartas— digo, El Antecristo, de don Juan de Alarcón, se estrenó el miércoles pasado; echáronselo a perder aquel día con cierta redomilla que enterraron en medio el patio, de olor tan infernal, que desmayó a muchos de los que no pudieron salir tan aprisa. Don Miguel de Cárdenas hizo diligencias, y a voces envió un recado al vicario, para que prendiese a Lope de Vega y a Mira de Amescua»…

    Los estrenos se suceden rápidamente; Lope, Montalbán, Tirso, Alarcón, acaparan el cartel y dan abasto a las más famosas compañías. ¡Pobres poetas jóvenes! «Era este autor —dice Castillo Solórzano, hablando de un director en su Garduña de Sevilla — era este autor diferente que otros, que en llegándoles cualquier poeta a dar una comedia, huyen del tal (si no es de los clásicos) y aun no quieren oírla, como si Dios, que dio ingenios a aquellos que están acreditados con ellos, limitara su poder y no le diera a otros muchos con mucha más claridad».

    ***
    Errantes de pueblo en pueblo, de lugar en lugar, van los cómicos, unos en copiosas compañías, otros en número de dos, de tres, de cuatro. El viaje entretenido, de Agustín de Rojas, es la historia más pintoresca de estas peregrinaciones artísticas. Ríos y Solano —dos de los amigos de Rojas— recorren España entera representando farsas en ventas y mesones; Solano, «en cuerpo y sin ropilla (que la había dejado empeñada en una venta)»; Ríos, «en piernas y sin camisa, con un sombrero grande de paja, con mucha ventanería, y vuelta la copa a la falda; unos calzones sucios de lienzo y un coletillo muy roto y acuchillado». Caminan descalzos, «no por lodos, sino por no tener zapatos»; ayudan a cargar a los arrieros; dan agua a los mulos; se alimentan de los hongos que cogen por el camino; pasan acaso «más de cuatro días con nabos».

    Pero viven la vida intensa del arte y de la naturaleza, ocúrrenles extraordinarias aventuras, gozan de la voluptuosidad de los grandes azares, se mueven, se agitan, respiran en pleno campo, tratan a cada momento gentes nuevas, reposan en pueblos extraños; conocen, en fin, todas las formas del sufrimiento y del placer. «Yo —dice Rojas— fui cuatro años estudiante, fui paje, fui soldado, fui pícaro estuve cautivo, tiré la jábega, anduve al remo, fui mercader, fui caballero, fui escribiente y vine a ser representante»…

    En las compañias numerosas, la vida es más alegre. Van en ellas mujeres del partido, delincuentes fugitivos, frailes y clérigos apóstatas, picaros, estudiantes, soldados, ¡toda la bohemia! Llegan a un pueblo; simpatizan con la gente moza; toléranlos las justicias a cambio de favores de las damas. La comedia se anuncia; en un anchuroso corral todo el pueblo está reunido. No falta el alcalde; no falta tampoco el cura, gran teólogo, amigo de las comedias de santos. Los actores declaman ardientemente; las actrices entusiasman a los mozos…

    ¿Quién contará los desmanes y averías de estos Ínclitos artistas, sus apuros, sus ocurrencias?

    Representaba un día Panarra a Sansón en una danza de filisteos —cuenta Jerónimo de Alcalá—; traía en la mano la quijada con que hería a los danzantes y después de la batalla la alzaba y de una fuente que tenía dentro bebía, no agua, sino vino tinto. Escandalizóse el cura, que estaba presente, meritísimo escriturario, y dijo: «Parece que es herética la danza, porque de la quijada del animal no salió vino, sino agua; que el vino no lo bebió Sansón nunca». Sonrióse Panarra y mirando al cura respondió: «No se meta en eso, pues sabe poco y no echa de ver la providencia del Señor que da a cada Sansón lo que ha menester: a mí el vino y al otro el agua».

    A otro día los carros en que van los comediantes se alejan del pueblo. A lo largo de los caminos, en las fragosidades de las sierras o en las tristes llanuras manchegas, resuenan las carcajadas y algazara de los sempiternos bohemios…

    ****

    Fuentes:

    Schack. Historia de la literatura y del arte dramático en España . (Madrid, 1885-87).
    Calderón. Para vencer amor, querer vencerle.
    Góngora. Obra citada .
    Castillo Solórzano. La garduña de Sevilla.
    Alcalá. Obra citada.
    Agustín de Rojas. El viaje entretenido . (Madrid, 1603).

    .
    Última edición por ALACRAN; 28/04/2022 a las 15:06
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    Re: “El alma castellana” (Azorín): espíritu y vida de la España del siglo XVII (Austr

    IX
    Los conventos


    Las almas más enérgicas, más grandes, más españolas de los siglos pasados están en los conventos. Lecciones provechosas, fecundas lecciones de fe y entusiasmo puede tomar el artista en las vidas de Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Juan de Avila, Alvaro de Córdoba, Luis de Granada.

    Todo el genio de la raza está aquí. No es inactivo, silencioso y absorto en los grandes claustros solitarios el misticismo español; es religión batalladora, inquieta, andariega, proselitista; peregrinea en largos viajes, predica en campos y ciudades, funda monasterios, reforma Ordenes, combate la herejía, mantiene perpetua batalla contra las pompas y lacerías del mundo.

    ¿Hay espíritu español más enérgico e indomable que el de la mujer de Avila? Admira la obra por ella realizada. Pobre, achacosa, desamparada de todos, combatida por el dolor, recorre España entera, de Salamanca a Toledo, de Toledo a Sevilla, de Sevilla a Valladolid. Cierto, más caridad había entonces, más viva fe ardía en los pechos; pero, ¡cuan más ruda y feroz la vida, qué de peligros en los caminos, y desapacibilidad en las posadas, y lentitud en el comercio social!
    Estableció Teresa de Jesús, personalmente, diez y seis monasterios; tal era su ansia que, apenas llegada a un pueblo, fundaba en cualquier mezquina casa, y se apresuraba, para dar por definitiva la fundación, a manifestar el Santísimo, trastocando el zaguán en iglesia. Ni ella ni sus compañeras contaban con medios de fortuna ni tenían valiosas influencias.

    Hubo, por el contrario, que vencer formidables obstáculos y desvanecer pertinaces persecuciones, como la de las monjas de la Encarnación en Avila. Veíanse también a cada paso obligadas a disipar las suspicacias que sus míseras personas inspiraban a los dueños de las casas que trataban de alquilar. Vuelcos, nieves, aguaceros, penalidades de todo género sufrieron en sus peregrinaciones. Una madrugada, en Medina del Campo, estuvieron a punto de ser topadas de unos toros que entraban para correr: «Fué harta misericordia del Señor —escribe Teresa— que aquella hora encerraban toros, para correr otro día, no nos topase alguno. Con el embebecimiento que llevábamos, no había acuerdo de nada». A pique estuvieron de anegarse en un río, cerca de Burgos, al vadearlo; delicioso es el relato de un grande espanto que tuvieron posando una noche (noche de Animas) en un destartalado caserón de Salamanca. Parece que el continuo batallar acrece el subido temple de este portentoso espíritu. Acaso a sus mismas hermanas inspira su energía algo más que respeto. Abundan los pasajes que autorizan la certeza. Escribiendo a la priora de Sevilla, le dice que sentía que, amándola como hija, no gustase mucho de estar siempre con su madre. Manifiesta claramente, en otra carta al P. Gracián, que hanla comenzado a tomar miedo.

    Tan admirable como en vida fué en muerte. Extenuada de inanición y de cansancio, llega un día a Alba de Tormes. Pónese en cama; pero a la mañana siguiente, a pesar de todo, se levanta y comulga, y practica todos los actos de comunidad durante nueve días. Por fin no puede más y cae abatida. A las cinco de la tarde, víspera de San Francisco —dice una de sus compañeras—, pidió el Santísimo Sacramento. Estaba tan postrada que no se podía mover; dos religiosas la ayudaban, y mientras llegaba el Viático les dijo a todas: «Hijas mías y señoras mías: por amor a Dios las pido tengan gran cuenta con la guarda de la regla y constituciones, que, si las guardan con la puntualidad que deben, no es menester otro milagro para canonizarlas; ni miren el mal ejemplo que esta mala monja las dio y ha dado, y perdónenme». El Viático llega; Teresa de Jesús, «con estar tan rendida», arrodíllase en la cama y aun intenta arrojarse de ella, «y poniéndosele el rostro con grande hermosura y resplandor, e inflamada en el divino amor, con gran demostración de espíritu y alegría, dijo al Señor cosas tan altas y divinas, que a todas ponía gran devoción». Al otro día expira. Fué a gozar de Dios como una paloma, dice la venerable Ana de San Bartolomé…

    ¿Cómo pintar en breves páginas cuánto de admirable presenta en este sentido el alma española? Esforzado espíritu es también el de Fray Luis de Granada. No es sólo Granada un místico; es un gran orador y un gran prosista. El llamado abate José Marchena, sujeto nada lerdo en cuestiones de estilo, siquiera en otras cosas desbarrase de firme, decía de los libros de Granada que su meditación y lectura «son acaso el estudio más provechoso para los que quisieran escribir dignamente el castellano». Maestro de Fray Luis fué Juan de Avila. «Más debo yo a vuesa merced y a sus consejos que a muchos años de estudio», decíale en cierta ocasión el autor de la Guía de pecadores. «El verdadero maestro es Dios, a quien se debe toda honra y gloria», contestó humildemente el santo varón. Pero mientras Avila era fogoso, desarreglado, improvisador en sus discursos; Granada era ordenado, metódico, fiel observante de las reglas de la retórica. Cuenta Martin Ruíz de Mesa, biógrafo de Juan de Avila, que, comiendo los dos religiosos juntos un día que Avila predicó un elocuentísimo sermón, díjole Fray Luis: «Cierto, Padre maestro, que no ha dejado hoy vuestra Reverencia piedra en la retórica que no haya movido». Y respondió Fray Juan: «No me cuido de eso en verdad». Y pidiéndole el P. Fray Luis el sermón para copiarle, sacó del seno una dobladura de una carta, donde en pocos renglones estaban los puntos reducidos.

    No enturbió la fama la modestia de Fray Luis. Tan grandes como su virtud y doctrina eran sus penitencias. Renunció modestamente los honores con que intentaban distinguirle reyes y magnates; renunció, con verdadero tesón, el arzobispado de Braga. Levantábase ordiarinamente a las cuatro; ocupábase en su ministerio hasta las ocho; de las ocho hasta el mediodía, trabajaba, bien escribiendo de su mano, bien dictando a un escribiente, «con tanta prontitud como si delante de los ojos tuviera escrito lo que iba diciendo»; dedicaba la tarde, parte a obras de caridad y oración, parte al trabajo literario. Su comida era fragilísima; dura su cama; la camisa de estameña gruesa y áspera; raidísimos y desabrigados sus hábitos aun en lo más recio del invierno. «El desabrigo de un hombre anciano y tolerancia porfiada de los fríos y otras inclemencias —dice su biógrafo Luis Muñoz— es una mortificación muy molesta, de poco ruido, pero de gran mérito». Murió a los ochenta y cuatro años. Perseveró en sus trabajos literarios hasta su última enfermedad. «La muerte le quitó la pluma de la mano».

    Esta fortaleza de ánimo e impasibilidad a los rigores del sufrimiento no es sólo patrimonio de estos grandes varones; es, por el contrario, generalísima en todas las órdenes religiosas. Un día, por ejemplo, el prior de un monasterio de Granada llama a uno de los religiosos y le ordena que se ponga de rodillas (actitud en que los religiosos reciben la imposición de obediencia), y ya en esta forma le manda que vaya a Tierra Santa, a la casa que allí posee la Orden. El religioso sale de Granada el 11 de Julio de 1626; marcha a pie a Alicante; no encuentra allí las galeras en que ha de embarcarse y pasa a Valencia; no halla tampoco proporción aquí, y pasa a Vinaroz, y de Vinaroz vése también obligado a salir para Barcelona, a donde llega el 23 de Agosto. Sus arreos de viaje no pueden ser más sencillos. «No llevaba —dice— más que un hábito, túnica y manto y una alforjilla en que llevaba unos paños menores, dos pañuelos, hilo, pedernal, eslabón y yesca y otras cosillas necesarias para el camino». ¿Creerá el lector que esto es una fantasía? Pues tal es el viaje (uno de tantos viajes) que realizó el franciscano Fray Antonio del Castillo, según lo cuenta en su libro El devoto peregrino, una de las obras más leídas en el siglo XVII.

    A pie y descalza viajó también de Granada a Roma la venerable María de Jesús cuando fué a pedir licencia al Papa para reformar la Orden del Carmen, antes de que en ello pensase la mística de Avila…

    ***

    Afables, sonrientes, con la apacibilidad de la virtud sincera, los buenos religiosos batallan en los claustros, o corren a la ventura, predicando la Fe, el mundo…

    ***
    Fuentes:

    Teresa de Jesús. Libro de las fundaciones, Vida, Cartas .
    Luis Muñoz. Vida y virtudes del venerable varón el Padre Maestro Fr. Luis de Granada . (Madrid, 1782).
    Última edición por ALACRAN; 06/05/2022 a las 14:14
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: “El alma castellana” (Azorín): espíritu y vida de la España del siglo XVII (Austr

    X
    El misticismo


    De regreso de Italia, apenas llegado a Madrid galardonado y victorioso el noble caballero, murió en sus brazos su adorada. Y el golpe fué aterrador; todo su ser se conmovió. Por ella había marchado a la campaña; por ella había peleado; por ella volvía satisfecho. ¡Ah, el tremendo desconsuelo! ¿Para qué quería vivir más el valiente soldado? ¿Para qué sus galardones de valor, de discreción, de prudencia, de serenidad en los trances más apretados de la guerra? ¡Toda su vida truncada, todas sus ilusiones marchitas, todo su porvenir deshecho! Y en sus horas de profunda amargura, el buen hidalgo paseábase apartado de las gentes, permanecía embriagado en su dolor en cualquier solitaria iglesia… Su alma ansiaba consuelo, sosiego su espíritu, agitado, paleado y zarandeado por aquella impensada catástrofe. Y, ¿dónde encontrar mejor descanso que en una Orden religiosa?

    Pero, ¿estaba preparada a tan grave paso su alma? ¿Estaba dispuesto a ser todo, enteramente todo, de Dios? En ese caso, su propósito de abrazar la vida monástica, en busca de consuelo y descanso, era un grandísimo yerro. A Dios hemos de buscarlo y amarlo con entero desinterés, sin el señuelo del premio, sin el miedo del castigo. «A Dios —dice gallardamente Fray Antonio Arbiol en sus Desengaños místicos — se ha de amar con todo el entendimiento, sin engaño; con toda la voluntad, sin dolo; con toda la mente, sin olvido; con todas las fuerzas, sin remisión, sin tibieza, sin negligencia».

    ¿Llegaría el noble caballero a este punto? ¿Llegaríase a inflamar su alma de este amor, que por lo raro y purísimo ha sido comparado por el maestro Fonseca, en su Tratado del amor de Dios, a un «cuervo blanco»?

    El hidalgo entró en Religión; su hábito fué el de los amados hijos de San Francisco, los humildes capuchinos. Y, asi como entró, acometióle un vehementísimo deseo de abrasar el mundo en puro amor divino. Sentia fervientes ansias de convertir a los pecadores; desvelábanle las ajenas abominaciones.

    Es tentación de gente nueva en la virtud —dice Teresa de Jesús— querer aprovechar a otros antes de ser ellos aprovechados, y juzgar fácilmente de las faltas ajenas antes de haber quitado ni aun conocido las suyas. Pues estas tentaciones acosaban y mortificaban al novicio; y a estos atropellados deseos, que le hacían extenuarse en penitencias, sucedían, enfriado el ardor místico, hondísimos desconsuelos y grandes desconfianzas de sí mismo. ¿Cómo era posible que él, un miserable pecador, aspirase a convertir el mundo? ¿Cómo era posible compararse a los santos varones que habían pasado por toda una vida de dolor y penitencias? No; él era el más insignificante y ruin de los mortales; él no llegaría nunca a la perfección a que los grandes santos habían llegado. Y en su desconsuelo, acontecíale olvidar sus oraciones y desoír las advertencias de su prelado. ¿Para qué orar, ni para qué obedecer, si el esfuerzo era inútil? «Estas almas —dice el P. Arbiol— se han de curar como los enfermos, que se les hace comer, aunque ellos digan que no les ha de aprovechar». (…)

    Pasan los días, los meses, los años; el tiempo lamina y pulimenta poco a poco el alma pecadora. Desaparecen las escorias de la impureza, la ambición, la envidia, la soberbia, el egoísmo. ¿Llegará el alma del hidalgo a la perfecta unión con Dios? Estrecho y peligroso es el camino de la perfección; el más estrecho y peligroso de todos. «Apenas ven a una persona que tiene un rato de oración mental —escribe el P. Arbiol— luego comienzan a recelar y temer si perderá el juicio o parará en la Santa Inquisición, y afrentará a su linaje». Innumerables son las imposturas de los engañados del demonio, y justas y naturales las prevenciones del mundo. Infestada está España de falsas devociones.

    El inquisidor general don Andrés Pacheco, en edicto dirigido a sus subordinados de Sevilla, en 9 de Mayo de 1623, advierte y descubre todas las malas artes de quietistas y alumbrados. Dicen unos que «los tocamientos y movimientos deshonestos, que tienen con las mujeres, los obra Dios»; otros, «que, abrazando a las mujeres, les comunican el espíritu, y con sólo esto se les queda pegado por aquella participación»; hay confesores «que, después de haber comulgado, a las hijas de confesión, las vahean con la boca en la suya dellas, diciéndoles que reciban el amor de Dios»; reúnense, finalmente, hombres y mujeres en casas particulares y allí comen y cenan, y en acabando se juntan carnalmente, y dicen que en ello no pecan, porque no lo buscan ellos. La audacia y temeridad de estos desalmados es tan grande, que, según el inquisidor Pacheco, se visten en hábito de beatas de diversas Ordenes y Religiones y «se juntan y hacen conventículos de día y de noche».

    El alma del hidalgo está purificada: ni aun siente el rescoldo de sus arrestos pasados, de su entereza y energía de soldado. El trabajo de su espíritu ha sido colosal. No se disculpa siquiera, si por acaso le corrigen; no se justifica, si es condenado injustamente. El sabio dice que más preciosa es la pequeña estulticia que la sabiduría y gloria. «Más vale —escribe el P. Arbiol— que alguna vez nos tengan por simples viendo que no nos defendemos, que por soberbios viendo que con inmortificación nos disculpamos. La caridad verdadera —añade— es benigna, paciente, afable, sin emulación ni desprecio de nadie; todo lo sufre; todo lo disimula; no busca su interés propio, y en todo atiende a la edificación y provecho del prójimo».

    Y a este estado de candor infantil, de ingenuo contento, de fortaleza y apacibilidad en el sufrimiento —características del misticismo— ha llegado ya plenamente el capitán de antaño, el santo religioso de ahora. La comunidad le venera; el pueblo le reverencia y le sigue…

    ***
    ¿Cómo exponer la interesante psicología de los conventos, de los conventos femeninos sobre todo, tal como la expone el estupendo psicólogo Fray Antonio Arbiol en La religiosa instruida , maravilla de análisis sutilísimo y penetrante? ¿Quién será capaz de describir punto por punto en un libro frivolo y ligero como éste toda la refinada, sabia y complicada técnica del misticismo? Hácelo don Pedro Zapata y Coronel en su inestimable Manual místico , obra sin precio para los devotos y curiosos. Habla de la oración mental, la contemplación, la oración de quietud, la oración de unión no consumada, la oración de unión perfecta, la herida de amor, el arrobamiento o éxtasis, el arrebatamiento, el vuelo del espíritu, el ímpetu del espíritu, las palabras y locuciones interiores sobrenaturales (que se dividen en sucesivas, formales y substanciales), las revelaciones, los sueños, las visiones… La herida de amor «es una manera de herida que parece verdaderamente al alma como si la metieran una saeta por el corazón»; la unión se diferencia del arrobamiento en que en éste «goza el alma más de Dios»; el arrebatamiento del arrobamiento en que «en él va poco a poco muñéndose a estas cosas exteriores, perdiendo los sentidos y viviendo a Dios»; el vuelo es algo indefinible, «que sube de lo más íntimo del alma» y que sólo a una gran llamarada de fuego puede ser comparado; el ímpetu es un sentimiento análogo al que se experimenta «cuando a uno le dicen de repente alguna cosa de pesar que no sabía, que le causa sobresalto y le quita el discurso al pensamiento para consolarse, quedándose como absorto»… Tres son las vías espirituales porque el alma ha de caminar a su perfección: purgativa, iluminativa y unitiva ; y las tres corresponden a otros tantos estados de personas: principiantes, proficientes y aprovechados . La purgativa purifica el alma con cilicios y penitencias; la iluminativa la ilustra con la frecuente consideración de los beneficios divinos; llégase por la unitiva al más supremo estado, a la unión perfecta con Dios.

    Menester sería un grueso volumen para exponer en forma emocional y artística este aspecto trascendentalísimo y fecundo del alma española; para analizar por menudo la intensa y sólida mística de España, «mística de piedra de sillería», según la pintoresca frase de uno de los aprobantes de la obra de Zapata.

    ***
    Sobre las duras tablas de la cama, yace, extenuado, exangüe, marfíleo el semblante, larga la blanca barba, grandes y luminosos los ojos, el santo religioso. Se muere: acábase aquella hermosa vida como lámpara sin aceite, como llama que parpadea en sus estertores. Toda la comunidad le rodea; el pueblo, enfervorizado, entusiasta de su bienhechor, acude en inmensa muchedumbre al convento. Imposible contener aquel poderoso lurte de carne humana que se agolpa a las puertas, invade los claustros, se pierde en las espaciosas cuadras, llena la diminuta celda.

    El santo religioso expira dulcemente: grandes de España, damas ilustres, soldados, obreros, hacen astillas los muebles del pobrísimo menaje, arrebatan los libros y papeles, arrancan los clavos de las paredes, desgarran retazos de la túnica del enfermo, le sangran y empapan lienzos con su sangre, determínase alguno en su avasalladora pasión hasta cortarle un dedo. Y el santo, tranquilo, sosegado, los ojos muy abiertos, abstraído, parece entrar en cuerpo mortal en la gloria que, ultratumba, le espera.

    Imposible contener la muchedumbre. ¡Grande y hermosa fe! La comunidad reza: Proficiscere anima christiana de hoc mundo …; la ola humana fluye y refluye en la minúscula celda; claman los impacientes; se atropellan los retardados; se ahogan, se amontonan, resoplan y carlean, se yerguen y estiran los cuellos, se alargan y amoratan las caras…

    Un momento reina un aterrador silencio; callan los que rodean el lecho, callan luego en los largos claustros, calla toda la multitud. El santo ha cerrado dulcemente los ojos y tras un suavísimo suspiro, ha entregado su alma al Hacedor. Y entonces, como un inmenso alarido, como válvula a las enormes energías comprimidas en esos breves momentos de silencio, la muchedumbre estalla en un largo clamoreo, en un estruendoso grito de dolor, en un formidable sollozo, que repercute en las bóvedas de los claustros, y en los patios, y en las anchurosas salas; y sale a la calle y se extiende por las plazas, por los arrabales, por los monasterios, por los palacios, por los tugurios, por toda la ciudad creyente y fervorosa.

    Ha muerto el varón justo. Ha muerto. Las campanas doblan. La comunidad, triste, cabizbaja, se reúne en la sacristía; y de la sacristía, las apagadas velas en las manos, la cruz delante entre dos ceroferarios, detrás el oficiante con alba y estola negra, acompañado de los acólitos con el caldero y el hisopo, con el incensario y la naveta, sale, por su antigüedad, de dos en dos, cantando el Miserere, camino de la celda.

    Las campanas doblan. Los religiosos encienden los cirios; el oficiante asperja el muerto y reza:

    ¿Si iniquitates observaveris, Domine: Domine, quis sustinebit?

    El coro clama:

    De profundís clamavi ad te, Domine: Domine, exaudi vocem meam .

    Los salmos continúan; cantan los de un lado, contestan los del otro, y al final, en instancia larga y plañidera, que entra en los huesos y da frío, salmodian todos: ¿Si iniquitates observaveris, Domine: Domine, quis sustinebit ?

    Cuatro religiosos cargan con el difunto. Va el difunto tendido en la pobre cama, sobre las tablas, la cabeza reposante en un madero, las manos juntas. La comunidad entona otra vez el Miserere; las voces chillonas, finas y quebradizas de los acólitos saltan y rebotan por encima de las graves, sonorosas y bombardantes de los frailes. Todo el convento se atruena de los cánticos, del rastreo de los pies, del ruido y moscardoneo de la muchedumbre, que precede, sigue, rodea el féretro, y se agolpa en las puertas de las celdas, en las escaleras, en las encrucijadas de los claustros.

    El cadáver es colocado en medio de la ancha nave de la iglesia: la cabeza hacia el altar mayor; a los pies, la cruz de las procesiones, en las esquinas, cuatro cirios. Y mientras la comunidad reza el Responsorio y los Nocturnos y los Laudes, revístese en la sacristía el oficiante y se dispone a celebrar la misa de difuntos. (…)

    ***
    Fuentes:

    Fr. Antonio Arbiol. Desengaños místicos a las almas detenidas o engañadas en el camino de la perfección . (Sexta edición; Zaragoza, 1729).
    El mismo. La religiosa instruida con doctrina de la Sagrada, Escritura y Santos Padres de la Iglesia Católica, para todas las operaciones de su vida regular, desde que recibe el hábito santo hasta la hora de su muerte . (Madrid, 1791).
    Fr. Diego Murillo. Instrucción para enseñar la virtud a los principiantes y escala espiritual para la perfección evangélica . (Tomo I; Zaragoza, 1598).
    Don Andrés Pacheco… Papel suelto con el edicto de 9 de Mayo de 1623.
    Pedro Zapata y Coronel. Manual místico para confesores . (Madrid, 1747).
    Andrés de Mendoza. Memorial de la prodigiosa vida y muerte del P. M. Fr. Simón de Rojas , confesor de la Reina nuestra señora… (Sin data).
    Fr. Hortensio Félix Paravicino. Oración fúnebre que a la memoria del muy venerable Padre y reverendísimo Maestro Fr. Simón Rojas hizo… (Madrid, 1624).
    Collectanea sacra, celebriorum actuum, ac rituum quos S. Romana ecclesia egregia celebrat religione. Destinata usui fratrum minorum S. P. N. Francisci Capuccinorum, almae Provinciae Incarnationis utriusque Castellae. (Madrid, 1658).
    Última edición por ALACRAN; 06/05/2022 a las 14:16
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: “El alma castellana” (Azorín): espíritu y vida de la España del siglo XVII (Austr

    XI
    Vida y miseria de los literatos

    …Una preciosa y avispada gitanica entra, en Madrid, en casa de un señor teniente de la villa, y canta, y bailotea, y ejercita sus adivinatorios artificios. La dueña de la casa echa mano a su faltriquera para obsequiarla, y con ser señora de un alcalde, halla que no tiene blanca. Pídele un cuarto a sus criadas; sus criadas no tienen un cuarto. Pídeselo a la vecina; no lo tiene la vecina tampoco. «Vos, señor Contreras —pregunta por fin apurada a su escudero— vos, señor Contreras, ¿no tendréis ningún real de a cuatro?» Y el escudero tiene efectivamente el ansiado y suspirado real… pero tiénelo «empeñado» —dice— en veintidós maravedís que cené anoche. Llega después el señor teniente, y tras de sacudir, rascar y espulgar sus bolsillos, confiesa que está igualmente horro de metales.

    Pues lo que en esta casa sucedía, sucedía en casi todas las casas españolas del siglo XVII. Nadie tenía dinero. Y si ni los alcaldes lo alcanzaban, ¿cómo lo habían de alcanzar los literatos? Poeta vale tanto como pobre; Santos habla de poetas que «empeñan una jornada de una comedia por un panecillo y dos cuartos de queso en una tienda de aceite y vinagre»; y dice de un ingenio de los más lucidos de la corte, según lo pregonan sus obras, que «para traer ayer una libra de vaca, vendió dos libros que valían treinta reales por precio de diez».

    «Esto del hambre —escribe Cervantes con cierto dejo de amargura, como de quien pasó por tan apretados trances—; esto del hambre tal vez hace arrojar los ingenios a cosas que no están en el mapa». Los grandes poetas sirven a los señores de pajes o capellanes; los medianos trafican con los ciegos rezadores vendiéndoles a ocho reales el romance. Pasan unos a Flandes; vegetan otros en los claustros; sufren todos rigurosa estrechez y embates de la fortuna. A Lope de Vega, con ser fénix y monstruo del Parnaso, no le produjeron sus numerosas obras, junto con los regalos de los grandes, más allá de 250 000 pesetas, según cuentas que se tienen por galanas. Cervantes fué recaudador de contribuciones. Agustín de Rojas, creador del más admirable libro picaresco que tenemos, vivió algún tiempo de limosna: y faltándome ésta —dice— no sé si quité capas, destruía las viñas y asolaba las huertas. «Yo, amigo —dice don Antonio de Solís, en una carta— estoy en estado de salir en coche, porque tengo muchos acreedores que harán reparo en mí si me ven con zapatos nuevos». Don Luis de Góngora escribía en pleno agosto: «Yo ando que es vergüenza de vestido, con la misma ropa que el invierno, que diera calor a no estar rota»; y en otra parte: «Estoy para echarme a un pozo según me fatigan acreedores»; y en otra: «Ha sido menester vender un contador de ébano para comer estas dos semanas…»

    Pasan trabajos; se ven acosados de la miseria, rotos, hambrientos; andan despeados por los caminos; sufren calamidades en la guerra pero dan cima y remate a colosales obras con facilidad estupenda. Pasma su energía cerebral. Lope, Montalbán, Calderón, escriben una comedia de tres jornadas en dos días o acaso en menos. Hablando de una de Lope dice festivamente Moratín: «Es una de aquellas comedias que escribía Lope después de decir misa, mientras le calentaban el almuerzo».

    Aventureros, soldados, navegantes, hombres de acción, en suma, llevan a la literatura la acción, y eso explica el florecimiento extraordinario del teatro. No ven la poesía íntima de la Naturaleza, ni perciben las misteriosas relaciones de las cosas. La vida es acción, y tanto más admirable será la obra de arte cuanto más rápida complicada y peregrina sea la acción. En vano buscaremos en el teatro sencillez y verdad. Hay comedia que acaece en Lisboa, Santa Fe, Granada, Barcelona, Guanahani, en medio del mar y en el aire; en otras, dura la fábula doscientos años; en otras una damisela disfrazada de escudero sirve a su galán desleal, sin ser conocida de él, o un vasallo parecidísimo a su rey le sucede en sus funciones, sin que lo noten los cortesanos. Lo que importa es que los personajes se muevan, que ocurran acontecimientos maravillosos, que las aventuras sucedan a las aventuras. Aún en las églogas de Garcilaso, cuando parece que el autor va a mostrarnos la profunda majestad del campo, asistimos a los debates de dos pastores que lamentan pertinazmente sus desdichas amorosas. Es más; nótase que el único poeta que verdaderamente siente el misterio de la Naturaleza y la infinita tristeza de la vida vive en completo alejamiento del mundo, en el siglo XVI como pudiera en la XIX centuria, a solas con sus ideas en su callado huerto, atormentado por perpetuas ansias de conocer lo que es y lo que ha sido, y su principio propio y escondido

    El mismo impulso de la acción lleva a nuestros antiguos poetas al culteranismo. Causa aparente del culteranismo es el afán exagerado de elegancia en el estilo; causa interna y verdadera es la necesidad de movimiento. Aguzar el ingenio es vencer obstáculos; desenvolver inacabable serie de imágenes y conceptos, ejercitar la fuerza y la destreza. El culteranismo es la más alta expresión del movimiento en el lenguaje.

    No apelemos al viejo recurso de la coacción religiosa para explicar el carácter y evolución de nuestra literatura: una cosa es la técnica literaria y otra cosa es el condimento filosófico. Con toda la libertad del mundo, las unidades hubieran igualmente perecido a los golpes de Lope; con toda la libertad del mundo, quizás no hubieran sido más subidas las licencias que Naharro y Rojas y Boscán y Tirso se permiten. Preciso es que la vida se haga más consciente y tranquila, para que la literatura se haga más exacta y profunda. A fines del siglo XVIII la evolución se ha realizado. La idea domina a la acción irreflexiva. Se escribe menos. El artista es más incapaz del esfuerzo: la voluntad es paralizada por el espíritu de análisis. Estudian las ciencias naturales el Universo: aprendemos que el hombre no es el «centro» de lo creado: cede el individuo ante la sociedad.

    La era de las aventuras se acaba; España pierde su hegemonía en Europa; se hace más difícil la explotación de América, son más fáciles y frecuentes las relaciones de pueblo a pueblo; mejóranse los caminos; es más escrupulosa la Justicia. La gran bohemia muere. La energía de hazañas y fechorías, heroicidades y apreturas —propio pasto de novelas y comedias— se transforma en investigación laboriosa en archivos y bibliotecas, en clínicas y laboratorios. Al poeta y al aventurero reemplaza el erudito; se trata sencillamente de una transformación de fuerzas, motivada por las nuevas condiciones sociales en que se vive. Florecen la medicina, las matemáticas, la historia, la arqueología. He ahí los esforzados investigadores: Feijóo, Mayans, Rodríguez, Solano, Velázquez, Hervás. He ahí el gran Sarmiento…

    ***

    Fuentes:

    Cervantes. La Gitanilla .
    Santos. Obra citada.
    Góngora. Obra citada.
    Última edición por ALACRAN; 10/05/2022 a las 14:13
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    Re: “El alma castellana” (Azorín): espíritu y vida de la España del siglo XVII (Austr

    XII
    La prosa castellana

    Para formar idea aproximada de un escritor, había que hacer un largo, prolijo, minucioso examen de su personalidad literaria. Afirmar no es criticar. La afirmación será el resultado de la crítica; no es la crítica misma. Sería necesario, ante todo, descomponer su estilo, como descomponemos la luz a través del prisma, desmenuzarlo, compararlo con otros análogos; estudiar sus orígenes; qué antecesores o contemporáneos han ejercido más influencia en el criticado; su léxico peculiar; sus recursos peculiares para vencer una dificultad: su manera de pasar de uno a otro tema en una misma página; hasta qué punto, en fin, permanece idéntico a la tradición y en qué consisten sus innovaciones.

    He dicho antes «idea aproximada», y tratándose de literaturas antiguas, es cierto. Hay siempre en una obra literaria algo de actual y contingente, de efectista y pasajero, que escapa a toda otra generación que aquella para quien fué escrita. ¿Quién puede decir las sensaciones que el estilo de nuestro Castelar despertará dentro de doscientos años? Pues, ¿acaso el estilo de la Guía de Pecadores despierta en nosotros el mismo mundo de imágenes, de sentimientos, de reflexiones que en los días de Fray Luis de Granada, cuando las palabras eran nuevas, audaces los giros, brillantes las metáforas, no gastado el léxico ni enmohecido por el tiempo?

    Los antiguos son grandes artistas, porque son grandes escritores, y son grandes escritores, porque son grandes retóricos. Los hay claros y sencillos, como Mariana; retorcidos y alambicados, como Mendoza; elocuentes y pictóricos, como Granada. Son todos originales en la frase, exactos en el epíteto, osados en la importación de la voz que necesitan. La pureza de los antiguos es un tópico. Fueron propios, sí; no fueron nunca puros. Del latín, del francés, del italiano hacen arsenales para su léxico. «Se han introducido muchos, de poco tiempo a esta parte, y se van introduciendo», decía en 1596 López Pinciano, hablando de los vocablos forasteros.

    Vicente Espinel marca la perfección en la prosa castellana. Maestro de la juventud, querido de los bisoños y respetado por los viejos, sería fecundamente instructivo que la crítica mostrase cómo la indiscutible autoridad del gran prosista ha influido en las ideas de sus contemporáneos y sucesores. En Quevedo hay notables reminiscencias de Espinel; las hay también en el más amado discípulo del maestro: Lope de Vega.

    Toda la prudencia de aquellos viejos caballeros, mostrados a las fatigas y experimentados en los trabajos, está compendiada en el Escudero Marcos. Espinel es grave y sentencioso; predomina en él el aplomo, la cautela, la discreción. «Verdades que pueden escandalizar y alborotar los pechos —escribe— cuando no es necesario, no se han de decir.» Enseña a los coléricos la paciencia, a los ambiciosos el sosiego, la caridad al maldiciente. Es un moralista que toma las mudanzas de la fortuna como pretexto a sus lecciones. Los hechos sólo tienen valor a sus ojos como símbolos de moralidad y sabiduría; no valen por lo que son en sí, valen por la doctrina que podemos sacar de ellos. Hombre reflexivo, traspasa la superficie de las cosas. No le supera en lo que dice del honor uno de los más penetrantes filósofos alemanes de estos tiempos. «La honra o infamia de los hombres —escribe Espinel— no consiste en lo que ellos saben de sí propios, sino en lo que el vulgo sabe y dice...»

    Quevedo, en cambio, es el tipo más cabal de lo que hoy llamamos un dilettante. Ingenio de vastísima cultura, versado en varias lenguas, cambia de personalidad psicológica con facilidad estupenda: enérgico, poderoso, vibrante de pasión en Marco Bruto; ingenuo, delicado, tierno en sus escritos místicos; cáustico, agresivo, burlón en sus Sueños. (…) «Pueblo romano —dice Bruto, hablando por su pluma— Julio César es el muerto; yo soy el matador; la vida que le quité es la propia que él había quitado a vuestra libertad; si en él fue delito tiranizar la república, en mí ha de ser hazaña el restituirla. En el Senado le di muerte, porque no diese muerte al Senado. A manos de los senadores acabó; las leyes armadas le hirieron; sentencia fué, no conjuración»...

    Quevedo es el espíritu menos metafísico de su tiempo. Espinel, Saavedra Fajardo, Cervantes, acaso lleguen en ocasiones a los términos de la abstracción; Quevedo necesita siempre una figura, una imagen, algo de bulto y relieve con que expresar su pensamiento. Asocia las ideas prodigiosamente; ve los más opuestos y violentos contrastes; se expresa continuamente por antítesis. Hablando de las mujeres, dice en Marco Bruto: «Si las tratan bien, algunas son malas. Si las tratan mal, muchas son peores.» «El hombre en la dicha no se conoce; en la desdicha ninguno le conoce», escribe en la Providencia de Dios.

    La prosa castellana languidece. Consagradas las energías intelectuales durante el siglo XVIII a los trabajos de erudición, pierde su energía y brillantez el lenguaje literario. No las recobra hasta que una gran revolución se realiza en la centuria siguiente. (…)
    Última edición por ALACRAN; 10/05/2022 a las 14:18
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    Re: “El alma castellana” (Azorín): espíritu y vida de la España del siglo XVII (Austr

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