"LA novela picaresca, que por su exclusividad española tanto ha llamado la atención de la crítica nacional y extranjera, está esperando todavía una interpretación convincente, o, siquiera, menos vulnerable que las hasta ahora incorporadas a la historia de la literatura.
No me atreveré a decir que el presente estudio vaya a dar al problema la esperada solución, pero sí diré que ofrece una solución nueva y, para mí desde luego, completamente satisfactoria.
Este trabajo ha de tener tres partes. En primer lugar, hay que aplicar la génesis de la novela picaresca; en segundo lugar, demos exponer la materia épica, o contenido novelístico; por último, habrá que valorar estéticamente esta forma de arte literario.
1. GÉNESIS DE LA PICARESCA
Las causas de cualquier forma artística hay que explorarlas en el medio ambiente en que aparecen, como las de todo fenómeno histórico. De aquí la necesidad sentida por los críticos literarios de entroncar la Novela Picaresca en alguna de las grandes corrientes vitales que surcaban a España en el siglo XVI. Hay quien enlaza estas novelas con el movimiento místico, y ve en los picaros una faceta distinta, pero del mismo tipo de renunciamiento, de ascetismo, de alegre conformidad con la pobreza y el sufrimiento que se daba en las Teresas, Alcántaras, Ávilas y Villanuevas de la época.
Hay quien explica la aparición de esta manera de novelar, por la fiebre de inquietud emigratoria, de vagabundaje cosmopolita y aventurero que experimentó España en este siglo, y que produjo tipos reales, como Duque de Estrada, Cristóbal de Villalón y Ordóñez de Ceballos, cuyas correrías y aventuras sobrepasan a las de todos los picaros fantaseados por los novelistas.
Hay quien ve en la lectura picaresca un reflejo de la visión pesimista de la vida, propia de un pueblo penetrado de la doctrina que llama al mundo valle de lágrimas.
Ninguna de estas teorías es convincente. No saben siquiera qué es mística los que osan colocar en un mismo plano las excelsitudes del renunciamiento cristiano y las torpes ambicioncillas que tejen la trama picaresca. La semejanza entre el que renuncia por heroísmo a todo, y el que aspira por impotencia a poco, no puede impresionar más que a los entendimientos incapaces de superar la sorpresa de una paradoja.
El prurito aventurero de los españoles seiscentistas, rico en situaciones y episodios novelables, explicará en parte el contenido épico de la Picaresca; pero nunca la intención ideal, ni los otros elementos esenciales, que contribuyen a la compleja originalidad del género literario.
La teoría del pesimismo cristiano es falsa en sí, y falsa en su aplicación. Ni España era un pueblo triste, ni los picaros fueron héroes de tragedia. La vida picaresca era la más alegre, divertida y dulce vida del mundo.
La génesis de este género novelesco creo que hay que buscarla en el movimiento de reforma que sacudió a España después del Concilio de Trento. Es el renacimiento cristiano, que busca el desquite del renacimiento neo-pagano. Si se quiere, es el renacimiento propiamente español, contra el renacimiento italiano. Desenvolvamos estas ideas.
La amplia convulsión humana, que se sintetiza en la palabra Renacimiento, es una ruptura con el cristianismo medieval, un retorno al paganismo, a la naturaleza animal, liberada de las limitaciones coactivas de la moral evangélica. El arte renacentista es en literatura el bucolismo, donde los hombres sueltan las riendas al ansia de vivir, y entregan sus almas a la agitación de las pasiones amorosas, en pleno teatro de la naturaleza, al contacto de la cabra lasciva y del enebro narcotizante, sin ley ni freno social, en la plácida anarquía de una edad de oro, donde todo es lícito, menos el dolor tolerado con resignación, y el control racional, sancionado por la organización de la sociedad. Esta era la novela y la poesía que daba pasto a las generaciones del Renacimiento, que guiaba sus mentes, que moldeaba sus pasiones, que dictaba pauta a sus costumbres.
Es indudable que durante un período de tiempo no corto, la Iglesia Católica contemporizó con el movimiento renacentista. Italia era la tierra natal del mundo puesto en exhumación; Roma era el corazón de ese mundo; eclesiásticos eran los afanosos exploradores de la antigüedad clásica; cristianos y religiosos eran muchos de los monumentos literarios que salían beneficiados y robustecidos del cultivo científico de la cultura pare-cristiana. Todo contribuyó a conquistar las simpatías de la Iglesia hacia el nuevo movimiento; y sobre todo, contribuyó esa ley fatal que hace sentir inexplicable atracción hacia las revoluciones a los mismos que luego han de ser sus primeras víctimas. La Iglesia se inclinó «esnobisticamente» al lado del Renacimiento, como hoy los duques y las condesas sienten debilidad por la democracia.
En la primera etapa del Renacimiento, y mientras no presentó carácter que el de una nueva revolución literaria, ruido de eruditos y de humanistas, España respiró a pleno pulmón las auras de la nueva vida. Aquí podemos colocar la crítica antiescolástica de Luis Vives, las algaradas de los erasmistas en nuestra patria, el cultivo de las formas clásicas en la novela y en la poesía españolas.
En este momento histórico surge en la Europa del norte la Reforma, con el rostro severo y el ademán estoico, dispuesta a poner término a la orgía pagana de los pueblos meridionales. Aparte el aspecto dogmático, lamentablemente erróneo, el protestantismo fue en sus primeros tiempos austeridad antes que otra cosa. La protesta iba contra la depravación pagana, más que contra la doctrina católica, es decir, iba contra el Renacimiento.
La literatura de la Reforma fué propiamente la sátira social. Erasmo se erigió en jefe de esta cruzada depuradora, y el crujido de su látigo se oyó en todos los rincones de Europa. Sátira demasiado parcial, puesto que tan necesitadas de cauterio como el clero, estaban las demás clases sociales, aunque tampoco éstas escaparon totalmente de la crujida.
Ejemplo palpable, El Lazarillo de Tormes. Este libro, fruto legítimo de la savia erasmista, es un azote que serpentea iracundo sobre las espaldas de la sociedad española del «quincuescento». Ataca la miseria espiritual de Castilla, engañada por un ciego ladino, que le basta para sus trapacerías ser algo más inmoral que sus víctimas. Ataca la miseria intelectual del clero, ruralizado, avillanado, entregado por hambre en manos de los enemigos del progreso, plebeyez y avezamiento. Ataca la monstruosa torre, no de marfil, sino de sordidez secular, en que vivían encastillados los hidalgos y aristócratas, incapacitados por natura para mejorar de suerte, puesto que la suerte dependía del nacimiento, y ellos ya habían nacido en la clase de los mejores. Ataca la indisciplina conventual en aquel fraile inquieto, que rompía él sólo más zapatos que el resto de la comunidad, y en aquel arcipreste de Toledo, regalón, aseglarado, mundano. Ataca, en fin, el abuso de la credulidad religiosa del pueblo, el comercio con las cosas santas, la explotación de la ignorancia por la superstición y el fanatismo.
Esto es el Lazarillo, y por eso decimos que es literatura reformista pura, sátira nacida del sentimiento de protesta que debía brotar ante la pobreza material y moral de Castilla, en los hombres de aquel grupo erasmista, que bullían alrededor de la Corte imperial, y habían visto la lujuriante prosperidad de Flandes y la anchura de conciencia de Alemania.
Pero, ¿pertenece el Lazarillo de Tormes a la novela picaresca? Manuales y manualistas responden de consuno que no sólo es libro picaresco, sino el primero de todos. Sin embargo, yo me atrevo a decir que si cuarenta y cinco años después del Lazarillo no se hubiese escrito el Guzmán de Alfarache, no sabríamos nada de la vida picaresca, de la vida que en el siglo XVII mereció el calificativo de picaresca. Si nos ponemos a definir ésta, tenemos que decir que es una vida alegre, un triunfo de la rebeldía individual contra las categorías y las leyes sociales; un triunfo de la depravación moral sobre las bases éticas y jurídicas de la sociedad. ¿Y es así el panorama que nos descubre Lazarillo? No. El es, por el contrario, una víctima de la sociedad, y su carrera es una especie de calle de la amargura, que va regando de continuo con lágrimas y con sangre.
Los picaros, desde Guzmán en adelante, son prototipos de holgazanería y trampistas al por mayor; pero Lázaro vive siempre en la servidumbre práctica, y toda su malicia consiste en comer tres uvas cuando el ciego comía dos, en beber a gotas el vino que su amo bebía a tragos, y en ratonar el pan a guisa de sabandija doméstica.
Los picaros del XVII navegan en aguas profundas; sirven a embajadores, cardenales, capitanes, magnates, y cuando caen de estos altos cielos, vienen a parar al infierno ancho y desahogado de las cárceles, los hospitales ricos, los cuerpos de guardia, los garitos de juego, las ventas y mesones. Siempre en charcos hondos, propios para sus manejos. En cambio, Lázaro sirve a pobretones y miserables, y todo su mundo son los villorrios castellanos, y todo lo más, la tripería del mercado de Toledo.
Los picaros recorren toda el área de la influencia española, desde América hasta Polonia; Lázaro se mueve desde Salamanca a Toledo o, mejor dicho, gira por la Sagra toledana.
Los pícaros, especialmente su adalid Guzmán, practican la mendicidad profesional, con todos sus engaños y arterías; el pobre de Lázaro pide cuando el hambre lo avienta de casa, y todavía trae de comer a su amo lo mismo que de limosna ha recogido.
Si nos fijamos en el Guzmán, echaremos de ver la distinción clara entre la vida lazarillesca y la vida picaresca. Releamos estos epígrafes de dos capítulos:
«Como Guzmán de Alfarache, dejando al ventero, se fué a Madrid y llegó hecho pícaro.»
¿Pues, cómo? ¿No era pícaro cuando la asquerosa vieja le daba tortilla de huevos podridos, y cuando el mesonero de Cantillana le sirve mulo por ternera, y cuando le roban la capa y le rapan la bolsa y lo muelen a mojicones? Este tramo del libro es lazarillesco puro; aquí está la sociedad araña, con sus armadijos de arrieros, mesoneros, alguaciles, etcétera, que chupa la sangre de las incautas moscas como Guzmán. Hasta que éste no abre el ojo y se decide a ser él el que chupe la sangre de los demás, no hay pícaro. No ha habido más que Lazarillo.
Por el mal de sus pecados, entró Guzmán a servir a un cocinero de casa grande en donde vemos que lo que come lo trabaja y lo que roba lo paga con aun pescozón y un puntillón a un tiempo»- Y en seguida el autor pone este otro epígrafe:
«Cómo despedido Guzmán de Alfarache de su amo, volvió a ser pícaro, y de un hurto que hizo a un especiero»
Aquí está otra vez clara la idea de la vida picaresca, que no es servir ni trabajar ni sufrir amos ni restricciones, sino que, como acertó a decir aquel estúpido Luna, autor de Secunda Secundae, «la vida picaresca es vida, que las otras no merecen este nombre; si los ricos la gustasen, dejarían por ella sus haciendas, como hacían los antiguos filósofos, que, por alcanzarla, dejaban lo que poseían... La vida picaresca es más descansada que la de los Reyes, Emperadores y Papas»
Se dice embarulladamente que la novela picaresca nos descubre el aspecto trágico de la sociedad contemporánea. Esto es exacto tratándose del Lazarillo, pero carece de sentido respecto del resto de la literatura a partir del Guzmán. Lázaro, es verdad, arrastra la vida miserable que le imponen su nacimiento, su educación y su medio; pero los demás son muchachos acomodados, que, libérrimamente, dejan sus hogares y siguen el camino que les viene en gana, que no es precisamente estrecho ni áspero, sino ancho, risueño y gustoso.
El Lazarillo no es todavía novela picaresca. Es solamente un germen de novela picaresca que necesitará cincuenta años de fermentación para producir un fruto pleno y maduro. En esos cincuenta años, todo el reinado de Felipe II, va a verificarse en España una honda conmoción de conciencia. El flirteo con el Renacimiento va a terminar; las condescendencias con la revolución neopagana van a reputarse peligrosas; el espíritu de los Reformadores norteños va a triunfar en la tierra del Sol; y mientras de fronteras afuera la acción española se traducirá en una o varias guerras de contrarreforma, de fronteras adentro va a ser una campaña de reforma, aún más radical, más implacable que la que ha ganado en Inglaterra el nombre de «puritanismo». Un ejército de predicadores y tratadistas de ascética cristiana toman a su cargo levantar en las almas un ideal de vida contrario por sus esencias de austeridad y de mortificación al ideal humano proclamado por el Renacimiento.
La voz del Profeta convocando a penitencia a los de Nínive sonó con ecos de trueno en nuestra patria. En esta hora la literatura tuvo que sentir miedo a los temas propiamente renacentistas. De éstos, aun el más inocentón, el bucolismo de Garcilaso y de Montemayor, hubo de parecer demasiado pagano y no poco peligroso. Prueba de ello es que tuvimos una Clara Diana a lo divino, y un Christo Nuestro Señor hallado en los versos del príncipe de nuestro poeta Garcilaso, y aun una muerte trágica de Jorge de Montemayor, en la que alguien vio cumplidos «justísimos juicios de Dios».
¿Qué había de hacer, pues, la literatura española en una situación tal de espíritu? ¿Sería posible excluir todo cultivo profano y dejar el campo en absoluto a tratar el tema de la Diferencia entre lo temporal y lo eterno. En buena lógica, ni literatura debería existir en un tiempo de guerra declarada al pasatiempo, al placer, a la frivolidad. En mejor lógica todavía, la única literatura posible en semejante coyuntura era la oratoria sagrada, el sermón moral, la predicación correctiva de vicios y extirpadora de pecados. Esta literatura existió, en efecto, con una exuberancia asombrosa.
Y como una aliada más, como un soldado de fila que sigue las mismas banderas y pelea por la misma causa, apareció la novela de Mateo Alemán La Vida del Picaro Guzmán de AIfarache. No la tituló así su autor, que tal título hubiera desmentido su intención ascético-moral. El la llamó Atalaya de la vida humana, y cuidó meticulosamente que página por página el libro respondiera a la intención del título.
La novela picaresca que ahora nace, es un sermón al revés. Si estudiamos la extensa producción de la oratoria sagrada en España, veremos que la exposición del texto sagrado, la disertación moral, la disección psicológica de vicios y virtudes, el análisis de los movimientos pasionales del alma humana, la ejemplaridad de la vida de Cristo y de los Santos, todo, en fin, cuanto constituye el fondo del sermón, va salpicado de atisbos picarescos, de observaciones maliciosas sobre la vida contemporánea, de ironías amargas acerca de la variada fauna social, cuyos tipos pasan asiluetados, como en apunte entre la pompa de los conceptos sagrados. La novela picaresca es un procedimiento inverso de desarrollar los mismos e idénticos elementos. Todas aquellas semillas novelescas están en plena efervescencia, aquellas siluetas han adquirido cuerpo, aquellos rasgos se han acentuado hasta convertirse en facciones concretas, aquellos asomos de ironía están sacados al primer plano. En cambio, los genuinos del sermón se han encogido, han retrotraído su importancia a un plano muy secundario, pero no han desaparecido, allí están haciendo acto continuo de presencia.
Hemos hallado la familia literaria de que forma parte la Novela Picaresca. Es un tronco que tiene dos ramas : los sermones y las autobiografías o confesiones de pecadores escarmentados, los pícaros. En los sermones, la exposición moral alterna con la descripción de los pecadores, las anécdotas, ejemplos y escarmientos, la pintura horrenda o burlesca de los vicios, las observaciones naturalistas de la comedia humana, y multitud de elementos narrativos, realísimos e imaginados, con que el predicador da plasticidad y viveza a su lección moral. En la novela picaresca alternan los mismos e idénticos elementos, y la función de la parte novelesca es la misma e idéntica que la que ejerce la parte pintoresca en los sermones. Hay predicador que a veces pinta con tal donosura y humorismo un tipo de avaro, de jugador, de glotón o de pendenciero, que parece estamos leyendo un trozo de novela picaresca.
Pululan en los sermonarios bocetos satíricos de tipos sociales, como el juez prevaricador, el soldado insolente, el hidalgo tramposo, el gobernante desmandado, o la mujer depravada, que en nada desmerecen de la pluma de un novelista al estilo de Alemán, Espinel y Quevedo. Y a la recíproca, en las novelas más representativas del género picaresco se encuentran verdaderos trozos de sermones, páginas que parecen sacadas de un tratado de ascética cristiana.
Se preguntaba uno de nuestros críticos literarios cómo podía explicarse que al lado de una frase de la Sagrada Escritura, a renglón seguido de una cita patrística, o de una severa disertación teológico-moral, se hallasen escenas pecaminosas, situaciones de escándalo y cuadros lúbricos o escatológicos. Realmente la convivencia de tan extraños elementos es desconcertante, y en ninguna de las teorías expuestas sobre la Picaresca ha encontrado explicación. La explicación está en la paridad de medios que emplean los sermones morales y las novelas de picaros, y en la comunidad de fines que los autores de uno y otro género persiguen.
Semejante paridad de medios y de fines llega a veces al plagio mismo. En otro lugar tuve ocasión de notar que un largo párrafo de la segunda parte de Guzmán de Alfarache, en el que se reprenden los vicios de los españoles, es copia literal del tratado de Alejo de Venegas sobre la Agonía del tránsito de la muerte.
Este entronque común de dos cosas tan distintas como la ascética y la picaresca, tiene, a más de la prueba intencional fácil de advertir a cualquier espíritu crítico, otras pruebas materiales y palmarias. Empecemos por recordar que el verdadero creador de la novela picaresca, Mateo Alemán, escribió una Vida de San Antonio de Padua ; el autor de El Gran Tacaño (Quevedo), publicó Providencia de Dios y Gobierno de Cristo; el autor de Alonso, mozo de muchos amos, es también autor de Ejercicios cristianos para la otra vida; el autor de La Niña de los embustes es el mismo que dio a la estampa El Sagrario de Valencia ; el autor de Marcos de Obregón es un cura, y el de La Pícara Justina es un fraile. Todos, todos, con la misma pluma que trataban temas religiosos, escribían novelas picarescas. Unos mismos procedimientos, un misino ideal de vida, un mismo propósito ético-social les movían al escribir.
No pretende borrar, con todo, esta teoría las maneras personales de cada escritor. Hemos de reconocer que a partir de Mateo Alemán, si la intención moralizadora permanece intacta, la técnica de los elementos doctrinarios varía, a tenor de la personalidad del que los maneja. Ya Espinel acorta las digresiones morales, les resta independencia y diluye el sermoneo entre el tejido de los episodios. Quevedo embebe en los mismos episodios la intención de la obra, bien que afilando terriblemente la punta de la consecuencia moral que se escapa de la acción novelesca. El autor de La Picara Justina retrocede visiblemente a la técnica de los novelistas medievales, y coloca la moraleja al principio de cada capítulo. Solórzano y Barbadillo apenas demuestran que llevan brújula en su navegación. Lo pintoresco de la fábula les distrae a menudo de preocupaciones trascendentes. Hace falta un talento de primer orden para devolver a la novela picaresca su prístico valor correctivo, y viene Cervantes, en quien la crítica de Menéndez Pelayo descubre el temperamento satírico y la intención aleccionadora de Luciano de Samosata. Hablar de objetividad, de realismo, de observación pura de la vida, sin preocupaciones ajenas al arte, es pura incomprensión de las novelas picarescas, e incapacidad para ver la complejidad particular de este arte. (...)
MIGUEL HERRERO-GARCÍA, "Acción española", 1933
(continúa)
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