"LA novela picaresca, que por su exclusividad española tanto ha llamado la atención de la crítica nacional y extranjera, está esperando todavía una interpretación convincente, o, siquiera, menos vulnerable que las hasta ahora incorporadas a la historia de la literatura.
No me atreveré a decir que el presente estudio vaya a dar al problema la esperada solución, pero sí diré que ofrece una solución nueva y, para mí desde luego, completamente satisfactoria.
Este trabajo ha de tener tres partes. En primer lugar, hay que aplicar la génesis de la novela picaresca; en segundo lugar, demos exponer la materia épica, o contenido novelístico; por último, habrá que valorar estéticamente esta forma de arte literario.
1. GÉNESIS DE LA PICARESCA
Las causas de cualquier forma artística hay que explorarlas en el medio ambiente en que aparecen, como las de todo fenómeno histórico. De aquí la necesidad sentida por los críticos literarios de entroncar la Novela Picaresca en alguna de las grandes corrientes vitales que surcaban a España en el siglo XVI. Hay quien enlaza estas novelas con el movimiento místico, y ve en los picaros una faceta distinta, pero del mismo tipo de renunciamiento, de ascetismo, de alegre conformidad con la pobreza y el sufrimiento que se daba en las Teresas, Alcántaras, Ávilas y Villanuevas de la época.
Hay quien explica la aparición de esta manera de novelar, por la fiebre de inquietud emigratoria, de vagabundaje cosmopolita y aventurero que experimentó España en este siglo, y que produjo tipos reales, como Duque de Estrada, Cristóbal de Villalón y Ordóñez de Ceballos, cuyas correrías y aventuras sobrepasan a las de todos los picaros fantaseados por los novelistas.
Hay quien ve en la lectura picaresca un reflejo de la visión pesimista de la vida, propia de un pueblo penetrado de la doctrina que llama al mundo valle de lágrimas.
Ninguna de estas teorías es convincente. No saben siquiera qué es mística los que osan colocar en un mismo plano las excelsitudes del renunciamiento cristiano y las torpes ambicioncillas que tejen la trama picaresca. La semejanza entre el que renuncia por heroísmo a todo, y el que aspira por impotencia a poco, no puede impresionar más que a los entendimientos incapaces de superar la sorpresa de una paradoja.
El prurito aventurero de los españoles seiscentistas, rico en situaciones y episodios novelables, explicará en parte el contenido épico de la Picaresca; pero nunca la intención ideal, ni los otros elementos esenciales, que contribuyen a la compleja originalidad del género literario.
La teoría del pesimismo cristiano es falsa en sí, y falsa en su aplicación. Ni España era un pueblo triste, ni los picaros fueron héroes de tragedia. La vida picaresca era la más alegre, divertida y dulce vida del mundo.
La génesis de este género novelesco creo que hay que buscarla en el movimiento de reforma que sacudió a España después del Concilio de Trento. Es el renacimiento cristiano, que busca el desquite del renacimiento neo-pagano. Si se quiere, es el renacimiento propiamente español, contra el renacimiento italiano. Desenvolvamos estas ideas.
La amplia convulsión humana, que se sintetiza en la palabra Renacimiento, es una ruptura con el cristianismo medieval, un retorno al paganismo, a la naturaleza animal, liberada de las limitaciones coactivas de la moral evangélica. El arte renacentista es en literatura el bucolismo, donde los hombres sueltan las riendas al ansia de vivir, y entregan sus almas a la agitación de las pasiones amorosas, en pleno teatro de la naturaleza, al contacto de la cabra lasciva y del enebro narcotizante, sin ley ni freno social, en la plácida anarquía de una edad de oro, donde todo es lícito, menos el dolor tolerado con resignación, y el control racional, sancionado por la organización de la sociedad. Esta era la novela y la poesía que daba pasto a las generaciones del Renacimiento, que guiaba sus mentes, que moldeaba sus pasiones, que dictaba pauta a sus costumbres.
Es indudable que durante un período de tiempo no corto, la Iglesia Católica contemporizó con el movimiento renacentista. Italia era la tierra natal del mundo puesto en exhumación; Roma era el corazón de ese mundo; eclesiásticos eran los afanosos exploradores de la antigüedad clásica; cristianos y religiosos eran muchos de los monumentos literarios que salían beneficiados y robustecidos del cultivo científico de la cultura pare-cristiana. Todo contribuyó a conquistar las simpatías de la Iglesia hacia el nuevo movimiento; y sobre todo, contribuyó esa ley fatal que hace sentir inexplicable atracción hacia las revoluciones a los mismos que luego han de ser sus primeras víctimas. La Iglesia se inclinó «esnobisticamente» al lado del Renacimiento, como hoy los duques y las condesas sienten debilidad por la democracia.
En la primera etapa del Renacimiento, y mientras no presentó carácter que el de una nueva revolución literaria, ruido de eruditos y de humanistas, España respiró a pleno pulmón las auras de la nueva vida. Aquí podemos colocar la crítica antiescolástica de Luis Vives, las algaradas de los erasmistas en nuestra patria, el cultivo de las formas clásicas en la novela y en la poesía españolas.
En este momento histórico surge en la Europa del norte la Reforma, con el rostro severo y el ademán estoico, dispuesta a poner término a la orgía pagana de los pueblos meridionales. Aparte el aspecto dogmático, lamentablemente erróneo, el protestantismo fue en sus primeros tiempos austeridad antes que otra cosa. La protesta iba contra la depravación pagana, más que contra la doctrina católica, es decir, iba contra el Renacimiento.
La literatura de la Reforma fué propiamente la sátira social. Erasmo se erigió en jefe de esta cruzada depuradora, y el crujido de su látigo se oyó en todos los rincones de Europa. Sátira demasiado parcial, puesto que tan necesitadas de cauterio como el clero, estaban las demás clases sociales, aunque tampoco éstas escaparon totalmente de la crujida.
Ejemplo palpable, El Lazarillo de Tormes. Este libro, fruto legítimo de la savia erasmista, es un azote que serpentea iracundo sobre las espaldas de la sociedad española del «quincuescento». Ataca la miseria espiritual de Castilla, engañada por un ciego ladino, que le basta para sus trapacerías ser algo más inmoral que sus víctimas. Ataca la miseria intelectual del clero, ruralizado, avillanado, entregado por hambre en manos de los enemigos del progreso, plebeyez y avezamiento. Ataca la monstruosa torre, no de marfil, sino de sordidez secular, en que vivían encastillados los hidalgos y aristócratas, incapacitados por natura para mejorar de suerte, puesto que la suerte dependía del nacimiento, y ellos ya habían nacido en la clase de los mejores. Ataca la indisciplina conventual en aquel fraile inquieto, que rompía él sólo más zapatos que el resto de la comunidad, y en aquel arcipreste de Toledo, regalón, aseglarado, mundano. Ataca, en fin, el abuso de la credulidad religiosa del pueblo, el comercio con las cosas santas, la explotación de la ignorancia por la superstición y el fanatismo.
Esto es el Lazarillo, y por eso decimos que es literatura reformista pura, sátira nacida del sentimiento de protesta que debía brotar ante la pobreza material y moral de Castilla, en los hombres de aquel grupo erasmista, que bullían alrededor de la Corte imperial, y habían visto la lujuriante prosperidad de Flandes y la anchura de conciencia de Alemania.
Pero, ¿pertenece el Lazarillo de Tormes a la novela picaresca? Manuales y manualistas responden de consuno que no sólo es libro picaresco, sino el primero de todos. Sin embargo, yo me atrevo a decir que si cuarenta y cinco años después del Lazarillo no se hubiese escrito el Guzmán de Alfarache, no sabríamos nada de la vida picaresca, de la vida que en el siglo XVII mereció el calificativo de picaresca. Si nos ponemos a definir ésta, tenemos que decir que es una vida alegre, un triunfo de la rebeldía individual contra las categorías y las leyes sociales; un triunfo de la depravación moral sobre las bases éticas y jurídicas de la sociedad. ¿Y es así el panorama que nos descubre Lazarillo? No. El es, por el contrario, una víctima de la sociedad, y su carrera es una especie de calle de la amargura, que va regando de continuo con lágrimas y con sangre.
Los picaros, desde Guzmán en adelante, son prototipos de holgazanería y trampistas al por mayor; pero Lázaro vive siempre en la servidumbre práctica, y toda su malicia consiste en comer tres uvas cuando el ciego comía dos, en beber a gotas el vino que su amo bebía a tragos, y en ratonar el pan a guisa de sabandija doméstica.
Los picaros del XVII navegan en aguas profundas; sirven a embajadores, cardenales, capitanes, magnates, y cuando caen de estos altos cielos, vienen a parar al infierno ancho y desahogado de las cárceles, los hospitales ricos, los cuerpos de guardia, los garitos de juego, las ventas y mesones. Siempre en charcos hondos, propios para sus manejos. En cambio, Lázaro sirve a pobretones y miserables, y todo su mundo son los villorrios castellanos, y todo lo más, la tripería del mercado de Toledo.
Los picaros recorren toda el área de la influencia española, desde América hasta Polonia; Lázaro se mueve desde Salamanca a Toledo o, mejor dicho, gira por la Sagra toledana.
Los pícaros, especialmente su adalid Guzmán, practican la mendicidad profesional, con todos sus engaños y arterías; el pobre de Lázaro pide cuando el hambre lo avienta de casa, y todavía trae de comer a su amo lo mismo que de limosna ha recogido.
Si nos fijamos en el Guzmán, echaremos de ver la distinción clara entre la vida lazarillesca y la vida picaresca. Releamos estos epígrafes de dos capítulos:
«Como Guzmán de Alfarache, dejando al ventero, se fué a Madrid y llegó hecho pícaro.»
¿Pues, cómo? ¿No era pícaro cuando la asquerosa vieja le daba tortilla de huevos podridos, y cuando el mesonero de Cantillana le sirve mulo por ternera, y cuando le roban la capa y le rapan la bolsa y lo muelen a mojicones? Este tramo del libro es lazarillesco puro; aquí está la sociedad araña, con sus armadijos de arrieros, mesoneros, alguaciles, etcétera, que chupa la sangre de las incautas moscas como Guzmán. Hasta que éste no abre el ojo y se decide a ser él el que chupe la sangre de los demás, no hay pícaro. No ha habido más que Lazarillo.
Por el mal de sus pecados, entró Guzmán a servir a un cocinero de casa grande en donde vemos que lo que come lo trabaja y lo que roba lo paga con aun pescozón y un puntillón a un tiempo»- Y en seguida el autor pone este otro epígrafe:
«Cómo despedido Guzmán de Alfarache de su amo, volvió a ser pícaro, y de un hurto que hizo a un especiero»
Aquí está otra vez clara la idea de la vida picaresca, que no es servir ni trabajar ni sufrir amos ni restricciones, sino que, como acertó a decir aquel estúpido Luna, autor de Secunda Secundae, «la vida picaresca es vida, que las otras no merecen este nombre; si los ricos la gustasen, dejarían por ella sus haciendas, como hacían los antiguos filósofos, que, por alcanzarla, dejaban lo que poseían... La vida picaresca es más descansada que la de los Reyes, Emperadores y Papas»
Se dice embarulladamente que la novela picaresca nos descubre el aspecto trágico de la sociedad contemporánea. Esto es exacto tratándose del Lazarillo, pero carece de sentido respecto del resto de la literatura a partir del Guzmán. Lázaro, es verdad, arrastra la vida miserable que le imponen su nacimiento, su educación y su medio; pero los demás son muchachos acomodados, que, libérrimamente, dejan sus hogares y siguen el camino que les viene en gana, que no es precisamente estrecho ni áspero, sino ancho, risueño y gustoso.
El Lazarillo no es todavía novela picaresca. Es solamente un germen de novela picaresca que necesitará cincuenta años de fermentación para producir un fruto pleno y maduro. En esos cincuenta años, todo el reinado de Felipe II, va a verificarse en España una honda conmoción de conciencia. El flirteo con el Renacimiento va a terminar; las condescendencias con la revolución neopagana van a reputarse peligrosas; el espíritu de los Reformadores norteños va a triunfar en la tierra del Sol; y mientras de fronteras afuera la acción española se traducirá en una o varias guerras de contrarreforma, de fronteras adentro va a ser una campaña de reforma, aún más radical, más implacable que la que ha ganado en Inglaterra el nombre de «puritanismo». Un ejército de predicadores y tratadistas de ascética cristiana toman a su cargo levantar en las almas un ideal de vida contrario por sus esencias de austeridad y de mortificación al ideal humano proclamado por el Renacimiento.
La voz del Profeta convocando a penitencia a los de Nínive sonó con ecos de trueno en nuestra patria. En esta hora la literatura tuvo que sentir miedo a los temas propiamente renacentistas. De éstos, aun el más inocentón, el bucolismo de Garcilaso y de Montemayor, hubo de parecer demasiado pagano y no poco peligroso. Prueba de ello es que tuvimos una Clara Diana a lo divino, y un Christo Nuestro Señor hallado en los versos del príncipe de nuestro poeta Garcilaso, y aun una muerte trágica de Jorge de Montemayor, en la que alguien vio cumplidos «justísimos juicios de Dios».
¿Qué había de hacer, pues, la literatura española en una situación tal de espíritu? ¿Sería posible excluir todo cultivo profano y dejar el campo en absoluto a tratar el tema de la Diferencia entre lo temporal y lo eterno. En buena lógica, ni literatura debería existir en un tiempo de guerra declarada al pasatiempo, al placer, a la frivolidad. En mejor lógica todavía, la única literatura posible en semejante coyuntura era la oratoria sagrada, el sermón moral, la predicación correctiva de vicios y extirpadora de pecados. Esta literatura existió, en efecto, con una exuberancia asombrosa.
Y como una aliada más, como un soldado de fila que sigue las mismas banderas y pelea por la misma causa, apareció la novela de Mateo Alemán La Vida del Picaro Guzmán de AIfarache. No la tituló así su autor, que tal título hubiera desmentido su intención ascético-moral. El la llamó Atalaya de la vida humana, y cuidó meticulosamente que página por página el libro respondiera a la intención del título.
La novela picaresca que ahora nace, es un sermón al revés. Si estudiamos la extensa producción de la oratoria sagrada en España, veremos que la exposición del texto sagrado, la disertación moral, la disección psicológica de vicios y virtudes, el análisis de los movimientos pasionales del alma humana, la ejemplaridad de la vida de Cristo y de los Santos, todo, en fin, cuanto constituye el fondo del sermón, va salpicado de atisbos picarescos, de observaciones maliciosas sobre la vida contemporánea, de ironías amargas acerca de la variada fauna social, cuyos tipos pasan asiluetados, como en apunte entre la pompa de los conceptos sagrados. La novela picaresca es un procedimiento inverso de desarrollar los mismos e idénticos elementos. Todas aquellas semillas novelescas están en plena efervescencia, aquellas siluetas han adquirido cuerpo, aquellos rasgos se han acentuado hasta convertirse en facciones concretas, aquellos asomos de ironía están sacados al primer plano. En cambio, los genuinos del sermón se han encogido, han retrotraído su importancia a un plano muy secundario, pero no han desaparecido, allí están haciendo acto continuo de presencia.
Hemos hallado la familia literaria de que forma parte la Novela Picaresca. Es un tronco que tiene dos ramas : los sermones y las autobiografías o confesiones de pecadores escarmentados, los pícaros. En los sermones, la exposición moral alterna con la descripción de los pecadores, las anécdotas, ejemplos y escarmientos, la pintura horrenda o burlesca de los vicios, las observaciones naturalistas de la comedia humana, y multitud de elementos narrativos, realísimos e imaginados, con que el predicador da plasticidad y viveza a su lección moral. En la novela picaresca alternan los mismos e idénticos elementos, y la función de la parte novelesca es la misma e idéntica que la que ejerce la parte pintoresca en los sermones. Hay predicador que a veces pinta con tal donosura y humorismo un tipo de avaro, de jugador, de glotón o de pendenciero, que parece estamos leyendo un trozo de novela picaresca.
Pululan en los sermonarios bocetos satíricos de tipos sociales, como el juez prevaricador, el soldado insolente, el hidalgo tramposo, el gobernante desmandado, o la mujer depravada, que en nada desmerecen de la pluma de un novelista al estilo de Alemán, Espinel y Quevedo. Y a la recíproca, en las novelas más representativas del género picaresco se encuentran verdaderos trozos de sermones, páginas que parecen sacadas de un tratado de ascética cristiana.
Se preguntaba uno de nuestros críticos literarios cómo podía explicarse que al lado de una frase de la Sagrada Escritura, a renglón seguido de una cita patrística, o de una severa disertación teológico-moral, se hallasen escenas pecaminosas, situaciones de escándalo y cuadros lúbricos o escatológicos. Realmente la convivencia de tan extraños elementos es desconcertante, y en ninguna de las teorías expuestas sobre la Picaresca ha encontrado explicación. La explicación está en la paridad de medios que emplean los sermones morales y las novelas de picaros, y en la comunidad de fines que los autores de uno y otro género persiguen.
Semejante paridad de medios y de fines llega a veces al plagio mismo. En otro lugar tuve ocasión de notar que un largo párrafo de la segunda parte de Guzmán de Alfarache, en el que se reprenden los vicios de los españoles, es copia literal del tratado de Alejo de Venegas sobre la Agonía del tránsito de la muerte.
Este entronque común de dos cosas tan distintas como la ascética y la picaresca, tiene, a más de la prueba intencional fácil de advertir a cualquier espíritu crítico, otras pruebas materiales y palmarias. Empecemos por recordar que el verdadero creador de la novela picaresca, Mateo Alemán, escribió una Vida de San Antonio de Padua ; el autor de El Gran Tacaño (Quevedo), publicó Providencia de Dios y Gobierno de Cristo; el autor de Alonso, mozo de muchos amos, es también autor de Ejercicios cristianos para la otra vida; el autor de La Niña de los embustes es el mismo que dio a la estampa El Sagrario de Valencia ; el autor de Marcos de Obregón es un cura, y el de La Pícara Justina es un fraile. Todos, todos, con la misma pluma que trataban temas religiosos, escribían novelas picarescas. Unos mismos procedimientos, un misino ideal de vida, un mismo propósito ético-social les movían al escribir.
No pretende borrar, con todo, esta teoría las maneras personales de cada escritor. Hemos de reconocer que a partir de Mateo Alemán, si la intención moralizadora permanece intacta, la técnica de los elementos doctrinarios varía, a tenor de la personalidad del que los maneja. Ya Espinel acorta las digresiones morales, les resta independencia y diluye el sermoneo entre el tejido de los episodios. Quevedo embebe en los mismos episodios la intención de la obra, bien que afilando terriblemente la punta de la consecuencia moral que se escapa de la acción novelesca. El autor de La Picara Justina retrocede visiblemente a la técnica de los novelistas medievales, y coloca la moraleja al principio de cada capítulo. Solórzano y Barbadillo apenas demuestran que llevan brújula en su navegación. Lo pintoresco de la fábula les distrae a menudo de preocupaciones trascendentes. Hace falta un talento de primer orden para devolver a la novela picaresca su prístico valor correctivo, y viene Cervantes, en quien la crítica de Menéndez Pelayo descubre el temperamento satírico y la intención aleccionadora de Luciano de Samosata. Hablar de objetividad, de realismo, de observación pura de la vida, sin preocupaciones ajenas al arte, es pura incomprensión de las novelas picarescas, e incapacidad para ver la complejidad particular de este arte. (...)
MIGUEL HERRERO-GARCÍA, "Acción española", 1933
(continúa)
Última edición por ALACRAN; 10/08/2022 a las 14:26
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
"Ascética y Picaresca"
II Y ÚLTIMO
II. MATERIA NOVELÍSTICA.
Las novelas picarescas forman un ciclo épico, que abarca diversos sectores sociales, cuyos estados, tipos y caracteres someten a ruda crítica. Los escritores contribuyeron deliberadamente a la corrección del ciclo novelístico, escogiendo su materia con clara conciencia de lo que estaba hecho y de lo que restaba por hacer. O continúan o desarrollan la tarea de su predecesor.
¿Hay enlace entre El Lazarillo y Guzmán de AIfarache? Creemos que no.
Mateo Alemán se inspiró verosímilmente en las novelas didácticas de Raimundo Lulio, relación que no se le fué por alto a Menéndez Pelayo, aunque concediendo a la obra del novelista sevillano intención moral infinitamente inferior a la del beato mallorquín. El punto de enlace entre uno y otro resulta ahora más estrecho y evidente, considerando el Guzmán de Alfarache enrolado en la campaña reformadora de la España seiscentista. La novela de Alemán es de una amplitud casi enciclopédica. La sociedad de su tiempo se abre como un abanico desde el ojo avizor del Pícaro. La vida corruptora de los opulentos mercaderes extranjeros injertos en el vecindario sevillano; las raterías de ventas y mesones, y las sisas de los cocineros de casa grande; el pillaje de la gente de tropa, los ardides y trucos de la mendicidad parasitaria, el regodeo dé los palacios de Cardenales y Embajadores, las estratagemas de jugadores y estafadores trashumantes, los vicios y corruptelas de la grey universitaria, los horrores de cárceles y galeras, y como leit motiv, la falsía de las mujeres, los engaños del matrimonio y la mentira del amor.
Por este mar de escollos y bajíos conduce su barco Mateo Alemán, y desde la gavia del vigía va atalayando peligros y advirtiendo escarmientos. ¿Qué había quedado fuera de su órbita para que otro novelista pudiera aprovecharlo? Algo había quedado: la vida del caballero pobre, que tiene que aceptar un puesto en la servidumbre de alguna persona pudiente. Este fué el tema que se propuso desarrollar Vicente Espinel.
Marcos de Obregón desciende de conquistadores, pero de su padre no recibe más herencia que la bendición y una espada. El escuderaje le abre sus tristes puertas, y el novelista se dispone a desplegar la paciente carrera de un hombre bien nacido y caballeroso, a través de vicisitudes y colocaciones enojosas.
Y, efectivamente, en el primer o primeros capítulos de su obra, Obregón aparece como un viejo honrado, que entra al servicio de un médico de buena clientela en Madrid, y lleno de doctrina moral y de experiencias humanas, se empeña en estorbar y estorba el adulterio de su señora, doña Mergelina.
Es evidente que Obregón nos hubiera sido un magnífico guía en la vida de la clase media de la Corte, si cuando el médico y su mujer levantan el campo de Madrid se hubiera acomodado en su oficio escuderil con otros amos del mismo rango. El libro hubiera sido una galería de cuadros de costumbres enhilados por el personaje central, no pícaro, pero sí descubridor y víctima de picardías. Pero malhadadamente Obregón tropieza con un ermitaño y empieza a contarle su vida juvenil; la vida que no podía ser de un escudero, sino la de un estudiante, un soldado y un viajero, etc. El escudero quedó completamente olvidado.
Busquemos ahora lo picaresco en este relato incidental, que se ha convertido en lo principal del libro. La vida estudiantil de Salamanca está vista históricamente. Vierte sus recuerdos personales. Hasta el Dr. Medina, cuya terapéutica desobedece tan sórdidamente, es un ser real; yo lo he identificado en investigaciones del archivo universitario. Real es también el pupilaje de Galves, y real es todo lo que allí se cuenta, sin pizca de inspiración novelesca. Los estudiantes sufren su hambre y su sarna como buenos muchachos. La picaresca no se ve por ninguna parte.
La vida del soldado es de lo más ñoño que darse puede. Obregón se coloca de un golpe en alférez, y ni robó gallinas, ni jugó en garitos, ni saqueó mesones, ni capeó en esquinas, ni hizo nada picaresco.
Entre su vida de soldado en Bilbao y su segunda campaña de Italia hay dos períodos interesantes. Uno escuderil, o, propiamente, de gentilhombre; Obregón sirve en Valladolid al conde de Lemus; no al mecenas de Cervantes, como se ha dicho, sino al padre del que después fué mecenas. Algo vemos allí de la vida de la casa condal: algo de lo que pasaba de escaleras abajo. Todo pueril, anecdótico y sin intención. La estancia de Obregón en Sevilla cae de lleno en la picaresca. Rinconete y Cortadillo habían salido a luz en 1613; el libro de Espinel, en 1618. La visión cervantesca de Sevilla influyó en Espinel. Por esta sola vez en su vida Obregón va a vivir días de intensa dinámica entre matones profesionales, vagabundos, mujerzuelas, corchetes y todas las figuras de la brivia sevillana del siglo XVIL
Y paremos de contar. Lo picaresco no sale más, si no es que miremos con buenos ojos el episodio de la cárcel de Génova; y lo escuderil tampoco. Desde que Obregón se embarca para Italia, su vida es un mosaico de lugares comunes de la literatura contemporánea, extraños a la novela picaresca. El naufragio y cautiverio en Argel es una sombra del cuento del cautivo del Quijote. Los encuentros y lances con gitanos ya eran paso hecho, como diría un gracioso de comedia calderoniana. El tropiezo con los bandoleros y su posterior secuestro por los salteadores de la Sauceda tienen idénticos antecedentes. Hasta el nombre del jefezuelo, Roque Amador, es homónimo del Roque Guinart, de Cervantes. No sé por qué el señor Amezúa lo ha tomado tan en serio. Pellicer no creo que dio en el hito cuando dijo que Espinel se había propuesto competir con el Príncipe de los Ingenios ; pero no anduvo descaminado en notar relaciones de hecho entre ambos novelistas.
Los episodios de Obregón en Italia son aburguesados o sombríamente melodramáticos, como el caso del camino de Venecia: unos y otros ajenos a la índole de la picaresca.
El cuentecito de la toma de Mastrique es una facecia de alguna floresta de chistes, traída por los cabellos, pues Obregón no había pensado en salir de España cuando Mastrique fué tomada por última vez.
Todos los viajes maravillosos del Dr. Sagredo por el Sur de América son la instantánea del ambiente popular al tiempo que Espinel escribía su libro, entre 1616 y 1618. No hay que buscarles la fuente en Pigafetta y demás primitivos cronistas del viaje de Magallanes, sino en las relaciones de la expedición realizada por orden de Felipe III, que dio por resultado el descubrimiento del estrecho de San Vicente.
Este es Marcos de Obregón: un libro truncado, puesto en desacuerdo con su mismo título.
Desgraciadamente Espinel sufrió una desviación en su camino, embarulló el plan que se había formado, y desde que el escudero empieza a contar su vida juvenil al ermitaño, el relato se convierte en una serie de repeticiones del libro de Alemán; otra vez los estudiantes, los soldados, los maleantes, las ventas y los palacios, con algún añadido de tópicos novelescos, por toda novedad, como el cautiverio en Argel y la liberación mediante la doncellita moza enamorada del cautivo. La obra de Espinel carece de unidad, y en gran parte, de novedad también. Es una obra lamentablemente malograda.
Quedaba casi virgen el campo de la pobreza vergonzante, de los arribismos nobiliarios, de las ejecutorias heredadas, sin dinero. Este campo vino a cultivarlo Quevedo con su Vida del gran Tacaño. «Tacaño», en la acepción arcaica de tracista o de trapisondista, para arbitrarse medios de vivir en plan de caballero, sin serlo.
Quevedo acudió a recoger el tema que Espinel había desflorado, del caballero pobre; pero Quevedo no podía ver el asunto, sino como él veía todas las cosas: en deformación caricaturesca. Don Pablos ya no es caballero alto ni bajo; es un pobre diablo metido a caballero, que tiene que mentir, garbear y cometer toda clase de bajezas, para mantener su falsa posición.
La novela picaresca ha cambiado completamente de plano en manos de Quevedo. Aquel hidalgo miserable del Lazarillo era muy miserable, pero muy hidalgo. Antes moriría que picarear. Aquí en Quevedo las cosas pasan muy de otro modo. Son pícaros desvergonzados, que han dejado la esportilla, para meterse a caballeros.
Tipos sociales condenados al trabajo forzado del fingimiento, lo mismo que el buscón Don Pablos, son el Bachiller Trapaza, de Castillo Solórzano, y El Caballero Puntual, de Salas Barbadillo, en el que la caricatura caballeresca penetra en los dominios de la comedia de figurón. Las invenciones para seguir viviendo en el equívoco se agudizan, se alambican más cada vez y agotan el tema hasta lo inverosímil.
Para renovar la materia picaresca hubo que recurrir a dos procedimientos. Uno, retintar con más vigor algunos trozos de la línea dibujada por Mateo Alemán. Esto hizo Cervantes en Rinconete y Cortadillo. Reduce su radio de observación a una sola ciudad, Sevilla, y concentra su atención en un punto, la organización del hampa. El Estado de Monipodio, funcionando dentro del Estado de Felipe II es una de las adquisiciones más preciosas que enriquecieron la materia novelística del mundo picaresco.
Surge aquí una dificultad puesta por Américo Castro, quien mega a este libro de Cervantes el carácter de novela picaresca. Lo esencial de este género, viene a decir, no consiste en tratar de picaros, sino en la visión de la vida y del mundo, obtenida por los ojos de los picaros, y en la consecuencia emotiva de pesimismo o de sarcasmo que de tal visión se desprende. No estamos de acuerdo.
Tratar de pícaros y tener una visión del mundo de los pícaros creo que es lo mismo. El tipo «pícaro» es un bacilo que hay que cultivarlo en su caldo apropiado. No hay medio viable de presentar en escena un pícaro, y hacerle seguir la trayectoria lógica de su psicología, de sus hábitos, de sus necesidades, sin hundirse «ipso facto» en la vida del pícaro y estar viendo el mundo por sus ojos. ¿Qué clase de novela, o más bien, qué monstruosidad sería aquélla que nos presentara entes y tipos, sin darnos simultáneamente la visión de su mundo, o lo que es lo mismo, sin hacernos ver la imagen de la vida, tal como se proyecta en la retina característica de tal clase de gente?
Avancemos otro paso. Una cosa es ver y otra cosa es aprobar. Dice Castro, hablando de Cervantes: «¿Cómo pensar ni un momento que él pudiera instalarse en la pupila de uno de aquellos seres, dispuesto a suscribir sus pobres juicios y a plegarse al rastrero caminar de su espíritu?»
Y pregunto yo: ¿Dónde está la novela picaresca, en la que su autor se ha instalado en la pupila del protagonista para suscribir sus pobres juicios? En ninguna parte. La ideología de los pícaros está en abierta oposición con su práctica. Para sanear esta contradicción, tan dañina al efecto estético de la obra, sus autores se han agarrado de común acuerdo a un resorte salvador. Los pícaros escriben sus biografías cuando llegan a viejos, cuando los años les han mostrado los engaños del vicio y hasta les han hecho experimentar sus tristes consecuencias: así Guzmán, así Obregón, los dos que emiten más juicios. Alonso, mozo de muchos amos, habla ya hecho ermitaño. El gran Tacaño escribe cuando los muchos pasos por el mundo han labrado en su ánimo esta sentencia con que cierra su libro: «Nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres.»
En este punto podemos llegar a esta conclusión, contraria a la de Castro. Tanto más un libro picaresco implica un sentido aprobativo de la vida que presenta, cuanto el autor se cuida menos de ir sembrando conceptos doctrinales entre los actos reales de sus protagonistas. Se me podrá reargüir que sin expresar su pensamiento el autor puede manejar sus criaturas de modo que la reprobación de sus actos surja espontánea. Claro que sí; pero Rinconete y Cortadillo no es precisamente un drama de tesis. Cervantes toma los datos de la realidad, y los respeta con un exagerado naturalismo. Después los baña en la emoción plácida y regocijante que en su espíritu producía el espectáculo de la comedia humana. Por último, los sometía a una fórmula de composición, a una combinación de planos y volúmenes que constituye el último secreto de su arte. Este es el proceso de la técnica cervantina.
El otro procedimiento de los novelistas picarescos fué entregar los papeles de protagonistas en manos de mujeres. Justina, la Niña de los embustes, La Garduña de Sevilla, Elena, hija de Celestina, Las Arpias de Madrid y El casamiento engañoso, sustituyen a los Guzmanes, Obregones, Pablos y Trapazas. Pero en realidad este procedimiento se reducía al primero. Estas féminas no eran creaciones, sino epígonos desarrollados de aquellas damas que estafaron y burlaron a Alfarache en Toledo y en Milán, y en Venecia a Obregón.
Todas ellas son timadoras de oficio, y rinden culto a Mercurio, con absoluta despreocupación de Cupido y de su liviana madre. El amor no les sirve sino de careta para castrar las bolsas de sus incautos enamorados. Toda una casuística de estafas se encierra en estos libros, que muy bien pueden formar la biblia de Caco.
III. VALORACIÓN DEL GÉNERO PICARESCO
Hasta ahora, como no se había visto claro el concepto de novela picaresca, no se había encontrado la categoría estética en que habíamos de colocar esta producción literaria, ni, por consecuencia, sabíamos a qué misterioso impulso habían obedecido aquellos escritores, para juntar en una misma obra la predicación, el constante sermoneo de tono moralizador y el cuadro realista de gustos soeces y acaso pecaminosos. Una monstruosa amalgama de elementos inconexos se presentaban al examen crítico, sugiriendo las más fantásticas y desconcertantes impresiones.
Ahora creo que se ve clara y patente cuál es la medula de la novela picaresca; buscar la moralización interior del hombre, con absoluto menosprecio de las formas externas. Se ha dicho que «el arte trágico francés es el arte de no abandonarse, antes bien, de buscar siempre para el gesto y el verbo la norma mejor que deba regularlos». El arte picaresco español opone a este ideal ético social el ideal ascético cristiano. Y la ascética tiene mucho monacal, mucho de absentismo social. Los procedimientos de este arte tienden a provocar una reacción de reforma interna, sin preocuparse poco ni mucho del decoro del gesto; porque el gesto no tiene más sentido que el de cubrir nuestro decoro ante la sociedad, y ya la Picaresca ha empezado por hacernos despreciable la sociedad.
No quiero ocultar que hay en el genio español una tendencia al naturalismo; pero antes de aparecer el arte de la picaresca, este naturalismo se ofreció juntamente con otros materiales renacentistas, a labrar el pedestal para la exaltación del goce humano y de la alegría del vivir. Todo lo contrario en la novela picaresca, el naturalismo sirve a un ideal español también. Este ideal era precisamente el renunciamiento de la vida, posición contraria a la del mundo poseído por el demonio del Renacimiento; posición ascética, que ha de ver el mundo por su lado más feo y aborrecible, y ha de convertir la sociedad humana en un hospital de deformidades morales, siempre provocantes a la corrección del espectador.
Conforme a esta doctrina, hay que demoler aquel otro tópico literario de que el Lazarillo es objetivista y los otros libros moralizantes. Así es, visto por encima y superficialmente. Guzmán y Obregón sermonean; pero sus sermones son semilla totalmente distinta de su narración. Esta, en cambio, es por completo desinteresada, fiel y hasta inocentona. Pero Lazarillo es uno de los libros más intencionados del siglo XVI. Aquello no es pintura, es sátira corrosiva. A Lázaro no le hace falta predicar, porque su estilo oratorio es el mismo de San Francisco, cuando salía en silencio por la ciudad y después de unas vueltecitas aquel continente hombre de Dios, decía al fraile que le acompañaba: «Ya hemos predicado.» Los otros autores, muy de otro modo pintan una vida escandalosamente regocijada y anárquica, y como quienes sienten remordimientos interiores o miedos exteriores, yuxtaponen la inmoralidad y la moralización, tan pegadiza ésta y mal ensamblada que casi está convidando al lector a que salte los párrafos. No creo que es otro el canon a que se atuvo Mateo Alemán para la introducción de sus sermones.
Todos los libros picarescos son claros en su intención, en su técnica y en sus autores (a excepción de Justina, que es un ejercicio retórico de un fraile). Pero Lazarillo es un problema de punta a cabo. Obra de ariete religioso-político-social, fué debida a un erasmista de los que vinieron a España con Carlos V ; obra nutrida del mismo espíritu que las del llamado Villalón; sátira de la austeridad castellana, por alguien que echaba mucho de menos las ollas de Egipto: la abundancia burguesa y la conciencia ancha de Flandes y de Alemania.
Y, según todo esto, ¿cómo resolver el problema de mayor o menor objetividad de este género literario?
¿Es realista esta forma de arte, o es idealista? Lo uno y lo otro. Realismo e idealismo, ambas cosas en grado eminente, y ambas en yuxtaposición inmediata, al mismo tiempo que refractaria. La norma ética y la infracción moral en constante alternancia, sin un momento de transacción ni de armisticio.
La sociedad española que se descubre en la literatura picaresca es una sociedad de perversión moral; pero se descubre, bien entendido, por la pupila del moralista. La sociedad española del seiscientos no era peor que la de hoy, porque la humanidad, en general, nunca es mejor ni peor; permanece la misma. La civilización es un progreso de formas, una ganancia en modales. El fondo de aberraciones, de flaquezas y de maldades no sufre disminución. La humanidad no gana en virtud, gana solamente en hipocresía. Pero existe una norma de vida, traída al mundo por el cristianismo, que no se satisface de exterioridades, sino que penetra en el corazón del hombre, y examina hasta sus riñones, en frase bíblica, e impone a las más recónditas fibras de su ser la ley de la justificación y del perfeccionamiento. Con esta norma por escalpelo se disecciona la vida española en la literatura picaresca, y claro es, el resultado es un contraste explosivo. Y en esta valiente detonación de claro-obscuro, consiste el mérito de la novela que estudiamos. El negro lo emplean todos los pintores; la luz es el alma de todos los cuadros; pero entonces el negro pone en juego todo su valor cromático, cuando el pincel de Rembrandt coloca en inmediata transición la luz y las tinieblas, la sombra y el rompiente luminoso que parece dar paso a otro mundo más bello y mejor.
Miguel HERRERO-GARCIA
Última edición por ALACRAN; 20/09/2022 a las 14:21
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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