Esta palabra, que define el afecto a Madrid y sus expresiones en diversas formas literarias, aparece mucho después del escritor que deberá considerarse como el creador del madrileñismo moderno :don Ramón de Mesonero Romanos, madrileño él, y cuya vida abarca casi ochenta años (1803-1882) del siglo XIX. Coetáneo suyo fue Mariano José de Larra, «Fígaro», que también comentó en sus artículos las costumbres madrileñas de su época, pero con un espíritu crítico y a veces sarcástico, que se aparta del tono benévolo de Mesonero.
No era don Ramón un crítico, sino lo que se dice un costumbrista. La pluma de Larra, «Fígaro», era irónica. La de Mesonero, risueña. Los dos, el primero en su corta vida, y el segundo, en su existencia dilatada, hállanse frente a un Madrid muy diferente del que comenzara a crecer en población, a extender su casco urbano y a «europeizarse» a principios del siglo XX.
En consecuencia, los artículos de Larra, del «Pobrecito Hablador», y los cuadros de costumbres del «Curioso Parlante» sólo tienen, en nuestros días, un valor histórico, de la historia íntima y anecdótica, de la «pequeña historia», como aun se dice, del Madrid de los penúltimos Borbones.
Todavía Galdós alcanza ese Madrid, ya en período de transformación, y en sus admirables novelas contemporáneas lo refleja con cariño, pues era un madrileñista a carta cabal.
Hoy leemos los artículos de «Fígaro» y las páginas del «Semanario Pintoresco» y el «Panorama Matritense» estableciendo las diferencias entre aquel Madrid, que era también el del autor de «El sí de las niñas», y el actual, ya «europeizado» y «norteamericanizado». Y al propio Galdós, lo leemos como el retratista de un Madrid que «no se ha ido del todo, pero que va desapareciendo.
En Mesonero se resuelve en paciente esfuerzo por mejorar, en un terreno práctico —que no político—, lo que sabía que no estaba a la altura del tiempo ni de Europa.
Al revés que «Fígaro», su experiencia político-bélica no pasa de una anécdota veinteañera, cuando participó como miliciano en la marcha hacia Andalucía, en 1823. A partir de entonces se aparta de toda preocupación que no sea la literaria y filantrópica de corte carlotercerista.
Resalta su benévola ironía para tratar tipos y costumbres, matizada por una evocadora visión del pasado. De ahí que la figura de Fernando VII, por ejemplo, sea recordada en sus «Memorias de un setentón» con simpatía.
Sus proyectos de mejoras de Madrid, por muy interesantes que sean, no van más allá de unas preocupaciones urbanísticas. Práctico, interesado por lo inmediato, sin planteamientos trascendentes, se sitúa cómodamente en una dorada clase media que desdeña las clases populares y contemporiza con la España oficial, lejos de toda efervescencia revolucionaria.
Su espíritu conciliador se pone de manifiesto en el carácter abierto que infunde al «Semanario Pintoresco Español».
Su principal mérito, ser redescubridor de una realidad que se convirtió en materia prima para los novelistas que tuvieron su antecedente inmediato en el costumbrismo del «Curioso Parlante». Así lo reconocieron los escritores de la llamada Generación del 98, al frente de todos, Galdós, quien debe muchos datos de la segunda serie de los Episodios Nacionales a la memoria portentosa del maestro «setentón».
Con una sensibilidad más fina y más rico en recursos técnicos, Pérez Galdós se aproxima al pasado no con la intención evocadora de Mesonero, sino con voluntad de interpretación histórica. Toda su obra es una cantera de variadísimas figuras humanas acordes con el contexto socio-histórico en que las incluye el novelista.
Después de Mesonero y de Galdós, madrileñistas ejemplares, aparecerán otros que recogen su herencia. Son novelistas, poetas, articulistas y cronistas que nos ofrecen sus imágenes y opiniones personales de Madrid.
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