Durante siglos se llegó a decir que la mujer no tenía alma. Curiosa, peculiar, injusta e injustificada manera de entender la Fé y el mundo. Pero yo he vivido una experiencia que me dió que pensar y, en cualquier caso, me hizo inclinarme hacia la posibilidad de que, en efecto, lo que dijo Juan Pablo II sea cierto.
Por entonces yo era soltero y vivía con mis padres. En casa teníamos un perro que era, como en muchos casos, un "miembro más de la familia". LLegó el día en el que el animal empezó a dar muestras de enfermedad, pues ya había entrado en lo que es su periodo de vejez (unos 8 años). Lo llevamos a un veterinario y se le detectó un cáncer. Estaba condenado y lo que muchos hubiesen realizado, no quisimos nosotros hacerlo: el sacrificio con la famosa inyección. Aquello nos sonaba, y seguimos pensando igual, a eutanasia activa.
El perro, aparte de esta gravísima enfermedad para él, seguía dando muestras de su habitual alegría y vitalidad, algo disminuidas ya por el peso de sus años. Así que preguntamos si se podía aplicar algún tratamiento que retardase el proceso o que al menos no lo hiciese tan doloroso. Se nos dijo que sí, y yo tuve que aprender a poner inyecciones a un perro.
De este modo vivió unos diez meses más, y ya habiendo entrado bien en sus nueve años de edad, la enfermedad lo fue consumiendo. Pero llegó el instante fatídico en el que no quedaba otro remedio que acudir al sacrificio, y ahorro los detalles del porqué. Como no había modo de que ninguno lo llevase al veterinario para "ejecutarlo", se convocó reunión familiar. Acudieron hasta los casados. Y ese día ya se produjo algo fuera de lo común. Mi padre, (q.e.p.d) se encontraba en cama con una gripe. Estábamos todos hablando de a quien le iba a tocar el trago más amargo, cuando nuestro peludo miembro familiar, que ya apenas podía andar, empezó a ir de uno en uno buscando una caricia para, finalmente, ir a los pies de la cama de mi padre buscando sus caricias. Allí murió y evidentemente se había ido despidiendo de todos.
Una amistad de uno de nosotros que vivía en un chalet, permitió que pudiesemos enterrarlo en un rincón de su jardín. Pasados dos días mi padre aún seguía en cama con su gripe. En casa, además de él sólo nos encontrábamos mi madre y yo; y a eso de las diez, o diez y pico de la noche, estábamos viendo la televisión. De pronto nos miramos con cara de asombro: el sonido habitual de las patitas del perro sonaba perfectamente audible sobre el suelo de tarima de la sala. Es más, pudimos seguir dicho sonido en dirección hacia la habitación de mi padre, y donde había alfombra cesaba para volver a oírse a continuación donde la tarima estaba al aire.
Desde entonces ya no volvimos a tener duda alguna de que "algo" tienen. ¿Qué? no lo puedo afirmar. Desde luego, esta historia habrá a quien le suene a "cuento chino", pero tanto a mi madre como a mí, ya nos puede venir un congreso mundial de psiquiatras, psicólogos y físicos reunidos a decirnos que no, que seguirá siendo que sí. Porque la vivencia fue nuestra, porque estábamos completamente distraídos mirando la caja tonta, y porque oímos exactamente lo mismo.
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