Males hereditarios de la Revolución francesa: la monarquía constitucional (y IV)



España no es una monarquía. Dejó de serlo en 1837 cuando adoptó la Constitución, y en los anteriores períodos en que la de 1812 había estado vigente. Pocos años antes, cuando la Regencia de María Cristina de Borbón se negó a reconocer a Don Carlos V como Rey, ocasionando la primera Guerra Carlista, se había abandonado la legitimidad como criterio de sucesión. Con la Constitución se abandonó la monarquía misma. Quizá fue casualidad, o quizá un guiño de la Providencia hacia aquella Monarquía Católica que había sido el primer baluarte de la Cristiandad en dos mundos, que no fueran sus príncipes legítimos los que perpetraran su destrucción.


La posición del llamado "monarca" se convirtió en una decisión del constituyente, una elección. Algunos ejemplos de la historia acentúan este carácter electivo: la accesión de Amadeo de Saboya (previo juramento de la Constitución de 1869), la de don Juan Carlos dos años antes de que su padre renunciara en 1977, e incluso la fantasía de "Baldomero I" (Espartero), al que Prim ofreció formalmente la corona antes que al excomulgado príncipe italiano. Pero aún en períodos de sucesión normalizada, aquella línea que va desde Isabel "II" hasta Juan Carlos "I", pasando por Alfonso "XII", "XIII", y don Juan de Borbón y Battenberg, no puede considerarse una dinastía, pues nunca existió el principio monárquico de sucesión hereditaria en los regímenes que presidieron: esto, quizá más que la falta de legitimidad de su origen, justifica escribir sus números ordinales entre comillas. El hecho de que el hijo sucediera al padre o a la madre no tiene más explicación que el apego del pueblo español a su antigua Monarquía, de la que se quería presentar como sucesora aquella monarquía liberal "por la gracia de Dios y la Constitución", guardando sus apariencias pero perdiendo su sustancia.


Isabel "II" corona a Manuel Quintana como poeta laureado. Su reinado "coronó" al pueblo, destruyendo la Monarquía que la primera Isabel había exaltado.



Conclusiones


Esta entrada no se puede quedar en la cavilación histórica o legal. Concluyo con una invitación a la reflexión para monárquicos y no monárquicos. El que no se considere monárquico debe saber que estas realidades que hoy se llaman constituciones monárquicas no tienen absolutamente nada que ver con la auténtica monarquía, salvo en las pompas y ceremonias que subsisten para engañar al que se deje. La monarquía no es sólo una forma de gobierno que se impone por sus inmensas ventajas prácticas, sino que también va unida inseparablemente a nuestra civilización cristiana, hoy lamentablemente conocida como "occidental" para oscurecer su proyección universal. Lo está de manera especial en España, pues fue la unión dinástica la que dio forma política a una hermandad cultural y religiosa ya existente, fueron los buques reales los que llevaron a Cristo a un Nuevo Mundo, y fueron las leyes de la Monarquía las que abrieron los brazos para incluir a sus habitantes en esa hermandad que se ha dado por llamar Hispanidad, que -citando a Miguel Ayuso- no es sino un concepto creado posteriormente en sustitución de la Monarquía hispánica.




Muchos que sí se consideran monárquicos creen ver en su defensa de la monarquía constitucional el último obstáculo contra el republicanismo. Pero yo me pregunto: ¿realmente son las monarquías constitucionales actuales tan diferentes de las repúblicas? ¿O acaso lo que importa es que el Jefe de Estado se llame "Rey" en vez de "Presidente"? ¿En esto consiste ser monárquico?


Es verdad que las monarquías constitucionales que hoy subsisten pueden tener cierta utilidad de cara a una futura restauración, al mantener a la institución monárquica -aunque sólo sea un fantasma de ella- en el ámbito de lo cotidiano, de lo familiar, de forma que no se desvanezca en el imaginario colectivo como un lejano recuerdo de tiempos medievales. Incluso puede reconocerse como útil la labor que desempeñan sus titulares como Jefes de Estado, en cuanto agentes de relaciones internacionales y promotores de inversión extranjera. No son, sin embargo, las funciones de un monarca, o al menos no las únicas. Y precisamente por esto los defensores de las monarquías constitucionales se encuentran con que están empuñando un arma de doble filo: porque cuando éstas caigan, habiendo borrado de la memoria la imagen tradicional del monarca y habiéndola sustituido por su versión residual moderna mediante la experiencia constitucional, no saldrán voces que clamen por una restauración:¿para qué resucitar algo que perdió su significado hace tiempo, algo que ha llegado a nuestros días sólo por inercia histórica?


Algunos monárquicos verán poco menos que traición en la crítica que he hecho con esta serie de entradas. ¿No debemos dejar a un lado nuestras diferencias para cerrar filas en torno a las monarquías que quedan? ¿No favorecemos si no a los republicanos? Yo creo que no. Más bien todo lo contrario: creo que sólo una defensa integral de la monarquía, sin hacer compromisos con sus degeneraciones constitucionales, puede combatir eficazmente las posturas republicanas. Posturas republicanas, insisto, tan consumadas en las repúblicas coronadas como en las que no lo están.

Concluyo, pues, preguntando: ¿merece la pena renunciar a un legado de dos mil años a cambio de una apariencia? ¿Merece la pena defender a toda costa unas monarquías nominales, aun pagando el precio de sepultar para siempre aquello que una vez significaron? Yo creo que no. Y por eso soy monárquico.




FIN

Firmus et Rusticus