Males hereditarios de la Revolución francesa: la monarquía constitucional (II)
"Napoleón I", un monarca constitucional muy poco limitado
Repitámoslo una y cien veces: monarquía constitucional NO ES SINÓNIMO de monarquía limitada. Son dos cosas distintas. Pueden existir monarquías constitucionales en las que el rey sea un autócrata con amplias atribuciones, y monarquías no constitucionales donde el rey vea limitado su poder de muchas maneras. La monarquía hispánica, aunque al principio de la Edad Moderna cobrara un carácter algo más autoritario que el que tuviera en su versión medieval, siempre fue severamente limitada: Felipe II, señor de dos mundos, pasó su vida viajando por las Cortes de sus muchos reinos para mendigar financiación para sus campañas, y no siempre con éxito. La eterna insistencia en presentar a la monarquía constitucional como una monarquía limitada, incluso como la única posible, responde, simple y llanamente, al viejo arte de dar gato por liebre. Propaganda política.
Más bien, los adjetivos "limitada" y "constitucional" apuntan a dos rasgos o características distintas de la monarquía que pueden ser separadas conceptualmente, pero que juntamente la definen: 1) El poder del rey, y 2) La legitimidad de la que deriva su posición.
Poder
El gobierno efectivo, el mando de uno. En una entrada de hace unos meses mencionamos algunas consideraciones sobre la naturaleza de las sociedades humanas. Copiamos, de momento, las dos primeras:
"1ª. El hombre, como ser social que es, tiende a asociarse con otros hombres para realizar fines que por sí sólo no puede conseguir. Este proceso empieza con la familia, y a partir de ahí las asociaciones crecen en tamaño y complejidad.
2ª. Llegado a cierto punto la sociedad organizada necesita alguna autoridad que, proporcionalmente y en consecuencia con el fin de cada particular asociación (un juez de arbitraje no necesita poder de vida o muerte sobre las partes disputantes para cumplir su función), resuelva los conflictos que ocurren cuando el ser humano convive con alguien más que con sí mismo. Esta autoridad la ha venido a desempeñar, a medida que crece el proceso asociativo, desde el padre de familia hasta el Estado."
El rey ocupa esta posición de autoridad para la asociación "comunidad política", como el cabeza de familia la ocupa para la asociación "familia". Si ha de cumplir con su función de jefatura de la comunidad, evidentemente ha de tener el poder necesario para conseguir ese fin. Si de verdad bastara con una figura simbólica para actos ceremoniales, como a menudo se justifica la monarquía constitucional, ¿por qué no erigir un tótem y colocarlo detrás de una vitrina? Ahora bien, este poder no tiene por qué ser tiránico. De hecho, si alguna vez llega a serlo frustra su razón de ser. Aquí entra en juego el principio de subsidiariedad, dado por sentado en el Antiguo régimen y negado en el Nuevo: si el proceso de asociación humano construye asociaciones mayores a partir de las menores, éstas existirán por derecho propio, no por delegación del poder central. El rey, por tanto, no tiene derecho para inmiscuirse en esferas que no son la suya. Por contrapartida, en aquella esfera que le corresponde, su poder tiene que ser absoluto. ¿Significa esto que es ilimitado? Claramente no: el principio de subsidiariedad, encarnado en diversísimas manifestaciones según el lugar y el momento (por ejemplo, los fueros), es un férreo límite extrínseco (y "Los límites [del poder] son externos, como lo son todos los límites; allí donde empieza una independencia, terminarán los límites de una cosa" según Vázquez de Mella). Pero dentro de sus límites debe mantenerse íntegro, no particionado artificialmente en tres "poderes". El rey ha de serlo absolutamente. Este es el sentido que la palabra tuvo en el Antiguo régimen, y que la Revolución quiso equiparar con tiranía (1). Los primeros reyes constitucionales del siglo XIX, puestos al frente del "poder ejecutivo", ya degeneraban doblemente la función regia: primero, abandonando su función legislativa, triturando aquello que debía mantenerse íntegro; segundo, cooperando en cuanto "ejecutivo" en la destrucción de los cuerpos intermedios que los parlamentos liberales llevaron a cabo en virtud de su auto-condedida soberanía, invadiendo aquello que debía manterse separado.
Siglo XIX español: las desamortizaciones de los bienes de la Iglesia enriquecen a la nueva burguesía, el señorío jurisdiccional se convierte en propiedad privada y el agricultor en proletario.
Quizá alguien crea que se está dando por sentado sin justificación que el sistema de separación de los "tres poderes" sea artificial, y crea que en nuestros días ha demostrado ser una alternativa válida a esta concepción del poder absoluto. Puede que sea así en los manuales de derecho constitucional: los sistemas partitocráticos que abundan demuestran que la realidad es diferente. Lo cierto es que allí donde haya un sistema efectivo, las tres ramas romperán su estricta separación detrás del telón. Siempre hay alguien que manda, que dirige, allí donde no hay anarquía. La monarquía tiene la ventaja de poder identificar la cabeza sobre la que se sienta la corona.
Legitimación
¿Qué posición exactamente ocupa el rey, y en virtud de qué o de quién está legitimado para hacerlo? Estas preguntas han encontrado distintas respuestas a lo largo de la historia, pero tienen un interés más allá de lo histórico. Detrás de ella subyace un dilema constante de tremenda importancia práctica: ¿tiene el rey derecho a reinar, o depende de la voluntad de otros? Pese a la variedad de la experiencia histórica, esta pregunta ha recibido una respuesta sorprendentemente uniforme.
Justiniano I A lo largo de la Edad Media, mientras se fragua el tipo de monarquía que habrá de subsistir hasta el fin del llamado Antiguo régimen, van apareciendo distintas concepciones acerca de la posición que ocupa el rey. Por un lado las más cesaristas, que adquirieron popularidad cuando el derecho romano justinianeo se difundió en Occidente, tan atractivas para aquellos reyes que querían convertir una jefatura de estilo tribal en heredera de la autocracia y fuerza bruta de los emperadores romanos. Por otro lado, aquellas que otorgan más importancia al reino, a sus leyes e instituciones. La doctrina cristiana siempre ha entendido que todo poder proviene de Dios (2), pero ¿juega el reino algún papel en esta traslación? El padre Francisco Suárez, teólogo español del siglo XVI, consideraba a la comunidad política como intermediario necesario entre Dios y el rey para la cesión del derecho de reinar, ya que el rey llega a serlo mediante las leyes de los hombres. Lo cierto es que en la práctica siempre han convivido cierto aspecto patrimonialista y cierta presencia institucional del reino que lo atenúa, en una mezcla que varía en proporciones según el lugar y el tiempo. Realmente es difícil imaginar que pudiera suceder de otra forma, pues las constituciones antiguas no eran, a diferencia de las modernas, construcciones ideales de unos pocos legisladores, sino el producto de la experiencia de siglos. En constante evolución, que no revolución, permitían que ambos aspectos (la independencia del rey y la labor moderadora del reino), ambos imprescindibles para un buen gobierno, se cristalizaran en la proporción adecuada para cada momento. Las leyes sucesorias de la Monarquía española, por ejemplo, sólo podían ser modificadas si el rey y las Cortes estaban de acuerdo para ello, como ocurrió en 1713. El rey no podría caprichosamente elegir como sucesor a su cortesano favorito, ni las Cortes negar la sucesión a su hijo para conseguir del rey concesiones políticas.
Con la mayor o menor presencia que el reino ha tenido en los diversos sistemas monárquicos históricos, el aspecto patrimonialista de la posición del rey siempre se ha creído inseparable del significado de la monarquía. Incluso en las monarquías electivas, una vez elegido, el rey era el rey. Tenía derecho a reinar. Ciertas causas objetivas como la tiranía podían justificar su deposición, sin duda, pero no existía un órgano superior que pudiera libremente destronarlo, ni cambiar retroactivamente las leyes de sucesión o la elección que lo llevó al trono. ¿Puede esto ser de otra forma sin contradecir el significado de la monarquía? Continuemos con las dos siguientes consideraciones sobre la naturaleza de las sociedades:
"3ª. La autoridad está ordenada al bien de la sociedad que dirige, de tal forma que la sociedad no existe para beneficio de la autoridad, sino la autoridad para beneficio de la sociedad.
4ª. Si bien la autoridad (en abstracto) está finalísticamente subordinada a la sociedad (en abstracto), los que desempeñan la autoridad (en un momento concreto) han de ser independientes de los que forman la sociedad (en un momento concreto). De lo contrario, bastaría que la autoridad tomara una decisión legítima pero desfavorable para una parte de la sociedad para que ésta, aduciendo la consideración anterior (3ª), no acatase la resolución, haciendo inútil la existencia misma de la autoridad."
La monarquía no puede depender de otras instituciones superiores si ha de llevar a cabo su función de autoridad sobre la comunidad política. Su posición debe ser de supremacía, de superioridad jerárquica sobre todas las instituciones políticas de su reino. Es la piedra clave del arco: sólo ella lo puede completar pero no puede pretender ocupar el lugar de las jambas, que lo preceden lógica y cronológicamente. Consecuentemente, ninguna otra institución puede existir por encima de la monarquía, ni esta obedecer a otra autoridad temporal. De lo contrario, ¿cómo se puede esperar que desempeñe su función de coordinación y dirección, de gobierno efectivo, de una manera imparcial y justa?
Fernando VII jura en 1820 la Constitución de Cádiz, cuando el ejército que iba a sofocar las rebeliones de América se rebela antes de partir en Cabezas de San Juan.
Las constituciones, con su aceptación del principio de la soberanía popular, subvierten esta segunda vertiente de la monarquía haciendo que la legitimidad del rey dependa del parlamento, convirtiéndolo en el verdadero "rey". Este nuevo monarca de muchas cabezas, manteniendo a un rey nominal como "figura simbólica", convierte la antigua supremacía real en la moderna soberanía parlamentaria: un poder ilimitado en la teoría, tiránico en la práctica. Además, al acabar con la supremacía del rey, legitimando su existencia en la "decisión constituyente", terminan también destruyendo su poder de gobierno: ¿por qué iban a delegarlo en otro si está en sus manos? Las antiguas monarquías que aceptaron la soberanía popular en el siglo XIX o XX, inicialmente conservando amplios poderes, rindieron su autonomía y por tanto han acabado degenerando en figuras vacías de poder y de significado. Podemos con toda precisión llamarlas repúblicas coronadas.
Continuará.
--------
(1) Es verdad que los abusos del regalismo se escondieron detrás de la palabra "absolutismo", pero así como el regalismo es una desviación de la monarquía original, también el "absolutismo" así entendido lo es de su significado auténtico.
(2) Ver por ejemplo Juan 19:11 ("No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba") y Romanos 13:1 y siguientes ("Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas"). Ahora bien, la teoría protestante del derecho divino de los reyes, tal como entendida por Jacobo I de Inglaterra, no forma parte de este patrimonio medieval: "And as ye see it manifest that the King is overlord of the whole land, so is he master over every person that inhabiteth the same, having power over the life and death of every one of them (comparar esta "tolerante" doctrina anglicana con el "fanatismo" de la Inquisición española). For although a just prince will not take the life of any of his subjects without a clear law, yet the same laws whereby he taketh them are made by himself or his predecessors, and so the power flows always from himself". En estilo típicamente protestante, algo que es verdad (que el poder de los reyes proviene de Dios) se desarrolla de una manera exagerada y con una simplicidad fanática que neutraliza la complejidad y delicadeza que hay detrás de toda verdad, degenerando en algo grotesco (que el rey es soberano: es decir, que tiene poder directo e ilimitado sobre todo, incluso la autoridad pontificia y la misma ley natural).
Firmus et Rusticus
Marcadores