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Tema: Males hereditarios de la Revolución francesa: la monarquía constitucional

  1. #1
    Avatar de Hyeronimus
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    Males hereditarios de la Revolución francesa: la monarquía constitucional



    Males hereditarios de la Revolución francesa: la monarquía constitucional (I)




    Seguramente alguno se sorprenderá de que incluya a la monarquía constitucional en esta serie de entradas. ¿Es realmente una herencia de la Revolución francesa? ¿Y además, un mal? ¿No sirvió de freno al republicanismo revolucionario, de "justo medio" entre el absolutismo y el jacobinismo?


    En cuanto a lo primero, es verdad que no es una herencia sólo de la Revolución francesa. La monarquía en Gran Bretaña, desde la revolución de 1688, puede considerarse constitucional en el sentido moderno. Sin embargo, fue una monarquía constitucional para Gran Bretaña, sin ánimo de tener repercusión fuera de esta particular isla. Además, en lo tocante a la formación de la monarquía constitucional (o más precisamente a la idea de la soberanía parlamentaria, nacional o popular, que es lo que la distingue de otras monarquías, como en seguida se verá), existe una continuidad sustancial entre las revoluciones inglesa y francesa, que en lo fundamental están unidas por el vínculo del liberalismo y forman aquello que llamamos Revolución con mayúscula. Así pues, sin menospreciar la contribución inglesa, podemos afirmar con seguridad que las monarquías constitucionales que hoy existen son herederas de la Revolución francesa en pie de igualdad con las repúblicas (e incluso más en su calidad de primogénitas, pues antes produjo el Reino de los Franceses que la República).


    Pero, ¿por qué es un mal? En una palabra, porque no es monarquía. Monarquía y constitución son por definición incompatibles, a pesar de las apariencias de convivencia y pese a las machaconas prédicas de los adláteres del "justo medio" (extraño concepto que se presenta como juicio de valor pero no suele ser más que un cálculo matemático de posición relativa entre dos extremos; es decir, una observación formal, sin contenido, que aproxima artificialmente dos cosas completamente dispares y que anuncia haber sintetizado a la perfección: hace sirenas conceptuales, mitad mujer y mitad pez, y las llama el equilibrio perfecto entre tierra y mar; pero las sirenas son imaginarias, o sea, no son nada). Cuando los dos términos se juntan en un mismo sistema político, lo constitucional deja a lo monárquico siempre en poco y casi siempre en nada, vaciándolo de significado como la hormiga devora el interior del insecto, dejando intacta la carcasa.


    ¿Qué es una constitución?


    La Novísima Recopilación de 1805
    recogía textos legales vigentes en la
    Monarquía española, entre ellos normas
    del Fuero Juzgo, adaptación medieval
    del Liber Iudiciorum visigodo del año 654 d.C. Todo régimen político, de alguna manera, tiene una constitución. Es decir, tiene un funcionamiento habitual más o menos reflejado en normas escritas o consuetudinarias, y una serie de órganos e instituciones que constituyen el sistema. La España con la que se encontró aquella asamblea ilegal conocida como las "Cortes" de Cádiz tenía una constitución histórica altamente sofisticada, con algunas normas más que milenarias. Esta acepción amplia de la palabra, que es la más rigurosa al recoger su significado literal, ha sido eclipsada en el lenguaje corriente por aquella utilizada desde la Revolución francesa. Es decir, un documento escrito, redactado por una asamblea elegida por las urnas en virtud de la soberanía que detenta (ya se llame nacional, parlamentaria o popular), y que en su contenido se adecúe a algunos postulados ideológicos considerados imprescindibles: "Toda Sociedad en la que la garantía de los Derechos [los nombrados por la misma Declaración, se entiende] no esté asegurada, ni la separación de Poderes determinada, no tiene Constitución", dice la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. En una arbitraria degeneración del lenguaje, se niega la condición de constitución a todo lo demás, queriendo el género convertirse en la especie. Hecha esta imprescindible aclaración, en el resto de la entrada se entenderá por constitución su acepción moderna. Asimismo, se entiende por monarquía constitucional -o mejor, constitución monárquica- aquella que reconociendo la soberanía popular tiene un parlamento y una constitución escrita, emanada de esa soberanía, que incluye en su estructura a un órgano llamado rey, habitualmente en calidad de Jefe de Estado. Aunque sería más exacto referirse a ello como monarquía parlamentaria, en esta entrada ambos términos se usan como sinónimos.


    Pues bien, mientras se acepte la teoría de la soberanía popular no puede existir una monarquía. ¿Por qué? Porque al existir un órgano con poder por encima del rey, un poder que puede decidir en cualquier momento si la monarquía ha de existir o no, que puede determinar a su libre arbitrio qué poderes tiene el rey o incluso quién es el rey, se altera tan fundamentalmente el significado de lo que es una monarquía que pasa a ser algo completamente distinto.

    "El principio de toda Soberanía reside esencialmente en la Nación. Ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer autoridad que no emane de ella expresamente" (Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano)


    La soberanía se entiende como el poder de legislar sobre todo, sin constricción alguna. Sólo la puede ejercer un parlamento elegido por sus supuestamente verdaderos titulares: el pueblo o la nación. Este parlamento es elegido según la regla de la mayoría, que curiosamente no se reconoce en momentos posteriores a la elección, por ejemplo en un referéndum no aceptado por el parlamento: si la soberanía realmente pertenece a la mayoría, ¿no debería valer un referéndum lo mismo sea legal o ilegal? Con esta contradicción se hace evidente que la soberanía, ya se atribuya a la nación o al pueblo o a cualquier colectivo, siempre pertenece finalmente al parlamento y a nadie más. Este parlamento tiene la facultad de tomar decisiones acerca de cualquier cosa en cualquier momento, sin estar vinculado por decisiones previas. ¿Pero acaso la constitución no vincula al parlamento, no es la ley que lo gobierna? Sí, pero sólo mientras el parlamento quiera ser vinculado. La constitución, después de todo, es una creación del parlamento constituyente, un parlamento "a largo plazo" que orienta la actuación del que se reúne "a corto plazo". El que da su palabra puede cumplirla, si quiere, pero no está coaccionado extrínsecamente para hacerlo.


    Que la constitución establezca una monarquía no significa nada: mañana puede desaparecer, sin justificación alguna. Citando al Consejo de Estado de España, la monarquía es una "decisión del constituyente": "el poder de reforma constitucional es plenamente dueño de su contenido".



  2. #2
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    Re: Males hereditarios de la Revolución francesa: la monarquía constitucional



    Males hereditarios de la Revolución francesa: la monarquía constitucional (II)


    "Napoleón I", un monarca constitucional muy poco limitado
    Repitámoslo una y cien veces: monarquía constitucional NO ES SINÓNIMO de monarquía limitada. Son dos cosas distintas. Pueden existir monarquías constitucionales en las que el rey sea un autócrata con amplias atribuciones, y monarquías no constitucionales donde el rey vea limitado su poder de muchas maneras. La monarquía hispánica, aunque al principio de la Edad Moderna cobrara un carácter algo más autoritario que el que tuviera en su versión medieval, siempre fue severamente limitada: Felipe II, señor de dos mundos, pasó su vida viajando por las Cortes de sus muchos reinos para mendigar financiación para sus campañas, y no siempre con éxito. La eterna insistencia en presentar a la monarquía constitucional como una monarquía limitada, incluso como la única posible, responde, simple y llanamente, al viejo arte de dar gato por liebre. Propaganda política.




    Más bien, los adjetivos "limitada" y "constitucional" apuntan a dos rasgos o características distintas de la monarquía que pueden ser separadas conceptualmente, pero que juntamente la definen: 1) El poder del rey, y 2) La legitimidad de la que deriva su posición.


    Poder

    El gobierno efectivo, el mando de uno. En una entrada de hace unos meses mencionamos algunas consideraciones sobre la naturaleza de las sociedades humanas. Copiamos, de momento, las dos primeras:


    "1ª. El hombre, como ser social que es, tiende a asociarse con otros hombres para realizar fines que por sí sólo no puede conseguir. Este proceso empieza con la familia, y a partir de ahí las asociaciones crecen en tamaño y complejidad.
    2ª. Llegado a cierto punto la sociedad organizada necesita alguna autoridad que, proporcionalmente y en consecuencia con el fin de cada particular asociación (un juez de arbitraje no necesita poder de vida o muerte sobre las partes disputantes para cumplir su función), resuelva los conflictos que ocurren cuando el ser humano convive con alguien más que con sí mismo. Esta autoridad la ha venido a desempeñar, a medida que crece el proceso asociativo, desde el padre de familia hasta el Estado."

    El rey ocupa esta posición de autoridad para la asociación "comunidad política", como el cabeza de familia la ocupa para la asociación "familia". Si ha de cumplir con su función de jefatura de la comunidad, evidentemente ha de tener el poder necesario para conseguir ese fin. Si de verdad bastara con una figura simbólica para actos ceremoniales, como a menudo se justifica la monarquía constitucional, ¿por qué no erigir un tótem y colocarlo detrás de una vitrina? Ahora bien, este poder no tiene por qué ser tiránico. De hecho, si alguna vez llega a serlo frustra su razón de ser. Aquí entra en juego el principio de subsidiariedad, dado por sentado en el Antiguo régimen y negado en el Nuevo: si el proceso de asociación humano construye asociaciones mayores a partir de las menores, éstas existirán por derecho propio, no por delegación del poder central. El rey, por tanto, no tiene derecho para inmiscuirse en esferas que no son la suya. Por contrapartida, en aquella esfera que le corresponde, su poder tiene que ser absoluto. ¿Significa esto que es ilimitado? Claramente no: el principio de subsidiariedad, encarnado en diversísimas manifestaciones según el lugar y el momento (por ejemplo, los fueros), es un férreo límite extrínseco (y "Los límites [del poder] son externos, como lo son todos los límites; allí donde empieza una independencia, terminarán los límites de una cosa" según Vázquez de Mella). Pero dentro de sus límites debe mantenerse íntegro, no particionado artificialmente en tres "poderes". El rey ha de serlo absolutamente. Este es el sentido que la palabra tuvo en el Antiguo régimen, y que la Revolución quiso equiparar con tiranía (1). Los primeros reyes constitucionales del siglo XIX, puestos al frente del "poder ejecutivo", ya degeneraban doblemente la función regia: primero, abandonando su función legislativa, triturando aquello que debía mantenerse íntegro; segundo, cooperando en cuanto "ejecutivo" en la destrucción de los cuerpos intermedios que los parlamentos liberales llevaron a cabo en virtud de su auto-condedida soberanía, invadiendo aquello que debía manterse separado.

    Siglo XIX español: las desamortizaciones de los bienes de la Iglesia enriquecen a la nueva burguesía, el señorío jurisdiccional se convierte en propiedad privada y el agricultor en proletario.


    Quizá alguien crea que se está dando por sentado sin justificación que el sistema de separación de los "tres poderes" sea artificial, y crea que en nuestros días ha demostrado ser una alternativa válida a esta concepción del poder absoluto. Puede que sea así en los manuales de derecho constitucional: los sistemas partitocráticos que abundan demuestran que la realidad es diferente. Lo cierto es que allí donde haya un sistema efectivo, las tres ramas romperán su estricta separación detrás del telón. Siempre hay alguien que manda, que dirige, allí donde no hay anarquía. La monarquía tiene la ventaja de poder identificar la cabeza sobre la que se sienta la corona.


    Legitimación


    ¿Qué posición exactamente ocupa el rey, y en virtud de qué o de quién está legitimado para hacerlo? Estas preguntas han encontrado distintas respuestas a lo largo de la historia, pero tienen un interés más allá de lo histórico. Detrás de ella subyace un dilema constante de tremenda importancia práctica: ¿tiene el rey derecho a reinar, o depende de la voluntad de otros? Pese a la variedad de la experiencia histórica, esta pregunta ha recibido una respuesta sorprendentemente uniforme.


    Justiniano I A lo largo de la Edad Media, mientras se fragua el tipo de monarquía que habrá de subsistir hasta el fin del llamado Antiguo régimen, van apareciendo distintas concepciones acerca de la posición que ocupa el rey. Por un lado las más cesaristas, que adquirieron popularidad cuando el derecho romano justinianeo se difundió en Occidente, tan atractivas para aquellos reyes que querían convertir una jefatura de estilo tribal en heredera de la autocracia y fuerza bruta de los emperadores romanos. Por otro lado, aquellas que otorgan más importancia al reino, a sus leyes e instituciones. La doctrina cristiana siempre ha entendido que todo poder proviene de Dios (2), pero ¿juega el reino algún papel en esta traslación? El padre Francisco Suárez, teólogo español del siglo XVI, consideraba a la comunidad política como intermediario necesario entre Dios y el rey para la cesión del derecho de reinar, ya que el rey llega a serlo mediante las leyes de los hombres. Lo cierto es que en la práctica siempre han convivido cierto aspecto patrimonialista y cierta presencia institucional del reino que lo atenúa, en una mezcla que varía en proporciones según el lugar y el tiempo. Realmente es difícil imaginar que pudiera suceder de otra forma, pues las constituciones antiguas no eran, a diferencia de las modernas, construcciones ideales de unos pocos legisladores, sino el producto de la experiencia de siglos. En constante evolución, que no revolución, permitían que ambos aspectos (la independencia del rey y la labor moderadora del reino), ambos imprescindibles para un buen gobierno, se cristalizaran en la proporción adecuada para cada momento. Las leyes sucesorias de la Monarquía española, por ejemplo, sólo podían ser modificadas si el rey y las Cortes estaban de acuerdo para ello, como ocurrió en 1713. El rey no podría caprichosamente elegir como sucesor a su cortesano favorito, ni las Cortes negar la sucesión a su hijo para conseguir del rey concesiones políticas.


    Con la mayor o menor presencia que el reino ha tenido en los diversos sistemas monárquicos históricos, el aspecto patrimonialista de la posición del rey siempre se ha creído inseparable del significado de la monarquía. Incluso en las monarquías electivas, una vez elegido, el rey era el rey. Tenía derecho a reinar. Ciertas causas objetivas como la tiranía podían justificar su deposición, sin duda, pero no existía un órgano superior que pudiera libremente destronarlo, ni cambiar retroactivamente las leyes de sucesión o la elección que lo llevó al trono. ¿Puede esto ser de otra forma sin contradecir el significado de la monarquía? Continuemos con las dos siguientes consideraciones sobre la naturaleza de las sociedades:


    "3ª. La autoridad está ordenada al bien de la sociedad que dirige, de tal forma que la sociedad no existe para beneficio de la autoridad, sino la autoridad para beneficio de la sociedad.
    4ª. Si bien la autoridad (en abstracto) está finalísticamente subordinada a la sociedad (en abstracto), los que desempeñan la autoridad (en un momento concreto) han de ser independientes de los que forman la sociedad (en un momento concreto). De lo contrario, bastaría que la autoridad tomara una decisión legítima pero desfavorable para una parte de la sociedad para que ésta, aduciendo la consideración anterior (3ª), no acatase la resolución, haciendo inútil la existencia misma de la autoridad."


    La monarquía no puede depender de otras instituciones superiores si ha de llevar a cabo su función de autoridad sobre la comunidad política. Su posición debe ser de supremacía, de superioridad jerárquica sobre todas las instituciones políticas de su reino. Es la piedra clave del arco: sólo ella lo puede completar pero no puede pretender ocupar el lugar de las jambas, que lo preceden lógica y cronológicamente. Consecuentemente, ninguna otra institución puede existir por encima de la monarquía, ni esta obedecer a otra autoridad temporal. De lo contrario, ¿cómo se puede esperar que desempeñe su función de coordinación y dirección, de gobierno efectivo, de una manera imparcial y justa?

    Fernando VII jura en 1820 la Constitución de Cádiz, cuando el ejército que iba a sofocar las rebeliones de América se rebela antes de partir en Cabezas de San Juan.
    Las constituciones, con su aceptación del principio de la soberanía popular, subvierten esta segunda vertiente de la monarquía haciendo que la legitimidad del rey dependa del parlamento, convirtiéndolo en el verdadero "rey". Este nuevo monarca de muchas cabezas, manteniendo a un rey nominal como "figura simbólica", convierte la antigua supremacía real en la moderna soberanía parlamentaria: un poder ilimitado en la teoría, tiránico en la práctica. Además, al acabar con la supremacía del rey, legitimando su existencia en la "decisión constituyente", terminan también destruyendo su poder de gobierno: ¿por qué iban a delegarlo en otro si está en sus manos? Las antiguas monarquías que aceptaron la soberanía popular en el siglo XIX o XX, inicialmente conservando amplios poderes, rindieron su autonomía y por tanto han acabado degenerando en figuras vacías de poder y de significado. Podemos con toda precisión llamarlas repúblicas coronadas.


    Continuará.

    --------

    (1) Es verdad que los abusos del regalismo se escondieron detrás de la palabra "absolutismo", pero así como el regalismo es una desviación de la monarquía original, también el "absolutismo" así entendido lo es de su significado auténtico.

    (2) Ver por ejemplo Juan 19:11 ("No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba") y Romanos 13:1 y siguientes ("Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas"). Ahora bien, la teoría protestante del derecho divino de los reyes, tal como entendida por Jacobo I de Inglaterra, no forma parte de este patrimonio medieval: "And as ye see it manifest that the King is overlord of the whole land, so is he master over every person that inhabiteth the same, having power over the life and death of every one of them (comparar esta "tolerante" doctrina anglicana con el "fanatismo" de la Inquisición española). For although a just prince will not take the life of any of his subjects without a clear law, yet the same laws whereby he taketh them are made by himself or his predecessors, and so the power flows always from himself". En estilo típicamente protestante, algo que es verdad (que el poder de los reyes proviene de Dios) se desarrolla de una manera exagerada y con una simplicidad fanática que neutraliza la complejidad y delicadeza que hay detrás de toda verdad, degenerando en algo grotesco (que el rey es soberano: es decir, que tiene poder directo e ilimitado sobre todo, incluso la autoridad pontificia y la misma ley natural).

    Firmus et Rusticus

  3. #3
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    Re: Males hereditarios de la Revolución francesa: la monarquía constitucional

    Males hereditarios de la Revolución francesa: la monarquía constitucional (III)



    Desde que el Imperio romano deja de ser gobernado por su degenerada constitución republicana, se irá fraguando una concepción única de la monarquía que demostrará ser inseparable de aquello que hoy llamamos asépticamente Occidente, que no es otra cosa que el Imperio de Roma continuado y perfeccionado en la Cristiandad medieval. Se distinguirá de las demás monarquías que han existido en otros lugares y tiempos por una característica absolutamente singular, desconocida para el hombre y jamás puesta en práctica hasta que la instituyera Nuestro Señor Jesucristo: "Lo del César, devolvédselo al César, y lo de Dios, a Dios" (Marcos 12: 17).


    La sucesión hereditaria que también habrá de ser característica de esta monarquía, ya avanzada su evolución, es casi igual de original e importante. ¿Qué quiere decir hereditaria? No sólo significa que la corona pueda pasar de padres a hijos, que siempre ha sido una forma habitual de transmitir el poder en muchas culturas, sino que no puede sino pasar de padres a hijos. Es decir, que siempre existe una sola persona que en un momento determinado es el sucesor legítimo. De esta forma la monarquía, magistratura suprema, el premio más codiciado por el ambicioso, se hace inaccesible. Con una sucesión hereditaria que no abra lugar a dudas sobre quién es el rey y quién puede serlo, el rey puede gobernar justa y desinteresadamente, con la seguridad de no tener aspirantes rivales que amenacen su posición. Aún más importante, el reino se librará de la plaga de la guerra civil, siempre acechante cuando existen rivalidades para la sucesión. La historia demuestra esto sobradamente.



    Los detractores de la monarquía suelen acentuar que la sucesión hereditaria deja demasiado al azar, que no asegura que el rey tenga los rasgos del buen gobernante, olvidando que otras maneras de accesión al poder -como la elección popular y el golpe de estado- casi con seguridad garantizan que no los poseerá. Estos detractores fallan en comprender que lo más valioso para el buen gobierno no es que tal o cual persona sea rey, sino que nadie más que él pueda serlo. Que la corona sea inalcanzable. Un rey destacará si es un genio o un villano: lo más probable es que no sea ninguno de los dos, y que la institución eclipse al hombre: "Un Monarca, es una persona física y una persona moral e histórica. La persona física puede valer muy poco, puede ser inferior a la mayoría de sus súbditos, pero la moral y la histórica valen mucho; ésa es de tal naturaleza, que suple lo que a la otra la falta, y lo suple muchas veces con exceso” (Juan Vázquez de Mella).


    La monarquía constitucional jamás podrá gozar de esta ventaja, pues no es monarquía, ni es hereditaria. No es monarquía porque la existencia misma de la corona, la identidad de su titular y sus atributos dependen de las decisiones de un órgano superior: el parlamento. El rey, sometido a la soberanía popular, deja de tener la posición de supremacía necesaria para asegurar el ejercicio independiente de su función de gobierno, convirtiéndose en un órgano más del Estado, una especie de notario público de leyes y embajador. Pasa a ocupar un puesto electivo, no necesariamente vitalicio (puede ser legalmente depuesto en cualquier momento), y su existencia depende de la popularidad electoral tanto como el político de turno. Su posición se prostituye a la opinión pública de tal forma que cualquier valor como árbitro de la política pasa a ser absolutamente nulo. Por supuesto, tampoco es hereditaria. Pueden existir leyes de sucesión, pero están tan sometidas al poder constituyente como cualquier otra. Pueden cambiar de un día a otro, sometidas a la voluntad unilateral -soberana- del parlamento, sin gozar ya de la protección distinguida de una ley fundamental, aseguradas en España por el equilibrio entre Cortes y rey.


    «El "derecho a la sucesión al trono" [...] no ha de ser entendido como un derecho absoluto frente a una eventual reforma constitucional. Antes al contrario, se trata de una situación jurídica relativa y expectante [...] Es la Constitución la que otorga esos derechos y la que puede modificarlos o suprimirlos, sin que quepa a sus titulares ocasionales oponer a la reforma derecho adquirido alguno, si es que la modificación o la supresión tienen lugar.» (De nuevo el Consejo de Estado)




    La única ley de sucesión es la voluntad del parlamento en su próxima sesión.


    El valor real de una constitución


    Pero, ¿realmente la posición del rey constitucional es tan frágil? ¿No puede estar protegida por un proceso especial de reforma constitucional? Desde luego. Incluso la forma monárquica puede estar blindada de modificación, si el texto de la constitución así lo dispone. ¡Incluso algunas constituciones monárquicas del siglo XIX (por ejemplo las españolas de 1845 y 1876, y la francesa de 1830, de Luis Felipe de Orléans) ni siquiera mencionan la palabra soberanía, ni nacional ni popular! ¿Cómo se puede decir que el rey está amenazado por una soberanía que la constitución no reconoce?


    Aquí observamos uno de los grandes espejismos del constitucionalismo, quizá su mayor paradoja. Las constituciones escritas pretenden codificar las más altas leyes del sistema político, presuntamente para otorgar seguridad jurídica en respuesta a la arbitrariedad de las monarquías. Y sin embargo, lo más relevante de la constitución no es lo que está escrito en ella, sino lo que no. Lo que se sobreentiende, lo que se da por supuesto. ¿Y esto qué es? No es otra cosa que los postulados del liberalismo, ideología que subyace en todas las constituciones modernas. Entre ellos la soberanía popular, que aunque no se consagre en el articulado, es el presupuesto detrás de toda constitución. Se entiende que existe con independencia y anterioridad a ella, que la puede reconocer o no. La historia lo demuestra:


    Revoluciones de 1848 A lo largo de los siglos XIX y XX se han sucedido regímenes y constituciones a menudo violentamente, mediante revoluciones y guerras. Es de esperar que las primeras constituciones que rompen con el Antiguo régimen lo hagan de forma violenta o forzada, saliéndose de la legalidad anterior. Pero, ¿y las siguientes? Las primeras establecieron un procedimiento de reforma constitucional que casi nunca fue observado. Si se tienen por legales, si se consideran expresión de la soberanía popular, ¿cómo pueden considerarse legales las constituciones posteriores, si nacieron a raíz de una revolución y no respetaron las prescripciones de reforma de las anteriores?

    Se tienen por legales porque, ellas también, dicen ser expresión de la soberanía popular. Si una constitución es derrocada por un golpe de estado, y los golpistas convocan elecciones de un nuevo parlamento constituyente que aprueba una nueva constitución, la teoría constitucional está forzada a aceptar que allí ha operado la soberanía popular. Para que esto sea así se ha de asumir que esta soberanía existe siempre, esté reconocida por una constitución o no. Se ha de asumir que no puede estar constreñida por las disposiciones que establece una constitución, ya sea sobre reforma constitucional o sobre cualquier otra cosa, pues siempre puede actuar espontáneamente a sus espaldas. Siempre puede, con violencia o sin ella, desdecirse de la palabra dada, quitarse el corsé de las decisiones anteriores. Es decir, siempre puede ser soberana.

    Como se ve, detrás de toda constitución hay un contenido ideológico latente. Y por ideológico, también parcial, distorsionador, engañoso, y falso: no pretende ajustar unas ideas a la realidad, sino la realidad a unas ideas. Por mucho que sus aduladores quieran presentarla como tal, una constitución no puede ser ese marco de convivencia que recoge nuestros valores compartidos, aceptable y aceptada por todos. No debería ser aceptada por nadie.






    Firmus et Rusticus

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    Re: Males hereditarios de la Revolución francesa: la monarquía constitucional

    Males hereditarios de la Revolución francesa: la monarquía constitucional (y IV)



    España no es una monarquía. Dejó de serlo en 1837 cuando adoptó la Constitución, y en los anteriores períodos en que la de 1812 había estado vigente. Pocos años antes, cuando la Regencia de María Cristina de Borbón se negó a reconocer a Don Carlos V como Rey, ocasionando la primera Guerra Carlista, se había abandonado la legitimidad como criterio de sucesión. Con la Constitución se abandonó la monarquía misma. Quizá fue casualidad, o quizá un guiño de la Providencia hacia aquella Monarquía Católica que había sido el primer baluarte de la Cristiandad en dos mundos, que no fueran sus príncipes legítimos los que perpetraran su destrucción.


    La posición del llamado "monarca" se convirtió en una decisión del constituyente, una elección. Algunos ejemplos de la historia acentúan este carácter electivo: la accesión de Amadeo de Saboya (previo juramento de la Constitución de 1869), la de don Juan Carlos dos años antes de que su padre renunciara en 1977, e incluso la fantasía de "Baldomero I" (Espartero), al que Prim ofreció formalmente la corona antes que al excomulgado príncipe italiano. Pero aún en períodos de sucesión normalizada, aquella línea que va desde Isabel "II" hasta Juan Carlos "I", pasando por Alfonso "XII", "XIII", y don Juan de Borbón y Battenberg, no puede considerarse una dinastía, pues nunca existió el principio monárquico de sucesión hereditaria en los regímenes que presidieron: esto, quizá más que la falta de legitimidad de su origen, justifica escribir sus números ordinales entre comillas. El hecho de que el hijo sucediera al padre o a la madre no tiene más explicación que el apego del pueblo español a su antigua Monarquía, de la que se quería presentar como sucesora aquella monarquía liberal "por la gracia de Dios y la Constitución", guardando sus apariencias pero perdiendo su sustancia.


    Isabel "II" corona a Manuel Quintana como poeta laureado. Su reinado "coronó" al pueblo, destruyendo la Monarquía que la primera Isabel había exaltado.



    Conclusiones


    Esta entrada no se puede quedar en la cavilación histórica o legal. Concluyo con una invitación a la reflexión para monárquicos y no monárquicos. El que no se considere monárquico debe saber que estas realidades que hoy se llaman constituciones monárquicas no tienen absolutamente nada que ver con la auténtica monarquía, salvo en las pompas y ceremonias que subsisten para engañar al que se deje. La monarquía no es sólo una forma de gobierno que se impone por sus inmensas ventajas prácticas, sino que también va unida inseparablemente a nuestra civilización cristiana, hoy lamentablemente conocida como "occidental" para oscurecer su proyección universal. Lo está de manera especial en España, pues fue la unión dinástica la que dio forma política a una hermandad cultural y religiosa ya existente, fueron los buques reales los que llevaron a Cristo a un Nuevo Mundo, y fueron las leyes de la Monarquía las que abrieron los brazos para incluir a sus habitantes en esa hermandad que se ha dado por llamar Hispanidad, que -citando a Miguel Ayuso- no es sino un concepto creado posteriormente en sustitución de la Monarquía hispánica.




    Muchos que sí se consideran monárquicos creen ver en su defensa de la monarquía constitucional el último obstáculo contra el republicanismo. Pero yo me pregunto: ¿realmente son las monarquías constitucionales actuales tan diferentes de las repúblicas? ¿O acaso lo que importa es que el Jefe de Estado se llame "Rey" en vez de "Presidente"? ¿En esto consiste ser monárquico?


    Es verdad que las monarquías constitucionales que hoy subsisten pueden tener cierta utilidad de cara a una futura restauración, al mantener a la institución monárquica -aunque sólo sea un fantasma de ella- en el ámbito de lo cotidiano, de lo familiar, de forma que no se desvanezca en el imaginario colectivo como un lejano recuerdo de tiempos medievales. Incluso puede reconocerse como útil la labor que desempeñan sus titulares como Jefes de Estado, en cuanto agentes de relaciones internacionales y promotores de inversión extranjera. No son, sin embargo, las funciones de un monarca, o al menos no las únicas. Y precisamente por esto los defensores de las monarquías constitucionales se encuentran con que están empuñando un arma de doble filo: porque cuando éstas caigan, habiendo borrado de la memoria la imagen tradicional del monarca y habiéndola sustituido por su versión residual moderna mediante la experiencia constitucional, no saldrán voces que clamen por una restauración:¿para qué resucitar algo que perdió su significado hace tiempo, algo que ha llegado a nuestros días sólo por inercia histórica?


    Algunos monárquicos verán poco menos que traición en la crítica que he hecho con esta serie de entradas. ¿No debemos dejar a un lado nuestras diferencias para cerrar filas en torno a las monarquías que quedan? ¿No favorecemos si no a los republicanos? Yo creo que no. Más bien todo lo contrario: creo que sólo una defensa integral de la monarquía, sin hacer compromisos con sus degeneraciones constitucionales, puede combatir eficazmente las posturas republicanas. Posturas republicanas, insisto, tan consumadas en las repúblicas coronadas como en las que no lo están.

    Concluyo, pues, preguntando: ¿merece la pena renunciar a un legado de dos mil años a cambio de una apariencia? ¿Merece la pena defender a toda costa unas monarquías nominales, aun pagando el precio de sepultar para siempre aquello que una vez significaron? Yo creo que no. Y por eso soy monárquico.




    FIN

    Firmus et Rusticus

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    Re: Males hereditarios de la Revolución francesa: la monarquía constitucional

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Si por una mujer.....

    Me parece verdaderamente extraordinaria la serie que con el título "Males hereditarios de la Revolución francesa: la monarquía constitucional" se está publicando en la bitácora "Firmus et rusticus". Pinchando en los siguientes enlaces se puede acceder a la primera parte, segunda, tercera y cuarta.

    Lo recomiendo encarecidamente porque son entradas no muy largas, escritas magníficamente, o sea, entendibles por cualquiera y a la vez muy enjundiosas, y que son un derroche de sentido común.

    De todo lo bueno que hay escrito me quedo con esto:

    "(...)aquella línea que va desde Isabel "II" hasta Juan Carlos "I", pasando por Alfonso "XII", "XIII", y don Juan de Borbón y Battenberg, no puede considerarse una dinastía, pues nunca existió el principio monárquico de sucesión hereditaria en los regímenes que presidieron: esto, quizá más que la falta de legitimidad de su origen, justifica escribir sus números ordinales entre comillas. El hecho de que el hijo sucediera al padre o a la madre no tiene más explicación que el apego del pueblo español a su antigua Monarquía, de la que se quería presentar como sucesora aquella monarquía liberal "por la gracia de Dios y la Constitución", guardando sus apariencias pero perdiendo su sustancia".
    Y me quedo con eso simplemente porque me ha dado a pensar como se parece la historia de España a la de la Salvación, pero al revés. A riesgo de sonar algo blasfemo digo que si por una mujer (Isabel I, la Católica) se consolidó España y la llevó a sus más altas cotas de grandeza, por otra, (Isabel "II") se confirmó la destrucción de todo lo alcanzado y el camino del declive secular. Y las dos se llamaban igual.

    Embajador en el Infierno

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