Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 312, 20 Diciembre 1969, página 2.
El sentir, el consentir y la patoplastia de un político católico que se suicida
Por Manuel de Santa Cruz
Los hechos que inspiran estas líneas han sido comunicados por la Prensa diaria, por esta revista –6-XII-69– y por alguna Prensa extranjera. Son los siguientes: Francisco Herranz, falangista de brillante y dilatada hoja de servicios, se ha suicidado disparándose dos tiros en la plaza de París, de Madrid; estaba delicado de salud y, además, mostraba hace meses síntomas leves, pero inequívocos, de perturbación mental. Oyó Misa en las Salesas, comulgó en ella y después explicó a los transeúntes los motivos de su decisión, que también parece ser consignó en una carta, y que ha sido la grave situación de la Iglesia y –siempre según él– de España. Su entierro y varios funerales organizados por sus amigos han estado concurridísimos.
Recordemos ante todo que hay muchas clases de suicidios y que la Iglesia los condena objetivamente a todos, salvando la conciencia, que puede estar mal formada en algunas religiones y filosofías falsas, o ser víctima de un trastorno mental, transitorio o permanente. Nuestra moral católica, a lo más que llega es a legitimar el suicidio indirecto, es decir, aquel en el que la muerte no es ni querida ni buscada, sino consecuencia indirecta de una acción legítima, de la que al mismo tiempo se deriva un bien superior al de la muerte del protagonista. Por ejemplo, el caso de Eleazar, que murió aplastado por un elefante enemigo que se desplomó sobre él porque le cortó una pata en el curso de la batalla.
Consideremos el suicidio en hombres mentalmente sanos, que es como decir libres y responsables de su decisión. En este supuesto hay variedad de casos, desde los despreciables hasta los heroicos. ¿Heroicos? Sí; en personas que han seguido toda su vida determinados sistemas religiosos o filosóficos que al llegar a un cierto punto consecuente y lógicamente les exige ese acto que les repugna, y lo ejecutan con espíritu de sacrificio. Es el caso del hara kiri de los japoneses y el del tiro en la sien del comandante del acorazado ligero alemán «Graff Spee», en la Segunda Guerra Mundial. Nos interesa especialmente la psicología de estos suicidios lúcidos de hombres selectos.
Una progresiva entrega a los demás, a la Patria, a una causa ideológica, les ha llevado a vivir apasionada, total y exclusivamente su deber; han llegado a identificar su vida con él. Deber que es como el funcionamiento de una pieza en una máquina; cuando esta máquina ha terminado su trabajo o se estropea irreparablemente, sus piezas carecen de razón de ser. Una persona firmemente insertada, ajustada con precisión en unos engranajes militares o políticos, puede considerar que su misión y su vida, tremendamente identificada con ella, han terminado con la batalla, con la guerra o con un ciclo político. Es el caso de la vieja tradición de las Marinas de Guerra, en las que el comandante de un buque se deja hundir con él o se suicida para morir con él, porque formaban los dos casi una unidad de destino en lo universal. El católico lúcido supera esta concepción y la rebasa porque espera al menos otro ciclo, el de la vida eterna, y porque cree que la interpretación de su misión, y sobre todo de su terminación, no le corresponde a él, sino a Dios, que le quitará la vida en el momento exacto en que la haya llenado. Lo cual no quiere decir que no haga sus conjeturas ni deje de tener sus sospechas más o menos firmes de que ese momento ha llegado. Esta aceptación de superiores decisiones, las de Dios, es la única diferencia con el almirante japonés o el comandante alemán; el católico sabe esperar en actitud de humilde y curioso espectador pasivo, sin «ayudar» a Dios a cerrar el asunto.
En toda la literatura cristiana está presente el sentimiento de que la propia vida puede o debe terminar con el ciclo histórico en que se ha insertado con una firmeza que es función de la libre generosidad. Al empezar el «Nuevo Testamento» vemos al anciano Simeón en el atrio del templo; había dedicado su vida a la oración, en la cual iba mezclado, como en la de todo aquel pueblo, el anhelo vehemente de la llegada del Mesías; el Espíritu Santo le había revelado que no moriría antes de ver su llegada; le impulsó ese día a ir al templo, y cuando sus padres introducían al Niño Jesús para cumplir las prescripciones de la Ley, Simeón le cogió en brazos y dijo: «Nunc dimittis servum tuum, Domine, in pace quia viderunt oculi mei salutare tuum.» «Ahora deja ir a tu siervo, Señor, según tu palabra, en paz, pues ya vieron mis ojos tu salvación», etcétera. (Lc. 2, 25-30.)
A partir de entonces, y hasta hoy, la expresión «nunc dimittis» se hace tópico y la usan los autores cristianos como indicador de misión cumplida, asunto terminado, en biografía redonda y cerrada. Cada vez que la mencionan así atestiguan que también los cristianos sienten legítimamente el anhelo de morir cuando su biografía recibe la piedra clave que la sostendrá y dará sentido antes de entrar en otras circunstancias sin sentido o interpretación inteligibles. Recuerdo a un viejo pariente mío, incansable luchador tradicionalista, que en una gran comida familiar que tuvimos para celebrar la victoria de la Cruzada no hacía más que repetir obsesivamente: «Yo ya me puedo morir tranquilo.» Este calificativo de «tranquilo» refleja la armonía que tiene un ciclo acabado de manera coherente y comprensible; belleza a la cual los cristianos no somos insensibles.
Los suicidios de los que aquejan un trastorno mental transitorio o crónico son también de muy distintas clases. Por de pronto, advirtamos que las enfermedades mentales crean un determinado irresponsable para unas cosas, sí; pero para otras, no. Cuando determinan el suicidio pueden hacerlo por alucinaciones u otros mecanismos indescifrables para el observador, o por errores cuantitativos, pero no cualitativos, que exageran de manera agobiante la conveniencia de morir, a la vez que debilitan la voluntad de no consentir en ese sentimiento. Ya hemos visto cómo un católico puede, como Simeón, anhelar la muerte; un pequeño desequilibrio mental puede ser suficiente para determinarle a consentir en ese sentimiento. En este último caso, el suicida nos habla como un caricaturista: poniendo en evidencia unos rasgos o hechos ciertos que estaban pasando desapercibidos; su enfermedad mental le ha dotado de un como sexto sentido, que le ha permitido percibir la incubación de unos hechos que, de seguir adelante, los cuerdos aún tardarían mucho tiempo en percibir; ha sido un centinela alarmista; alarmista, pero centinela. Los locos, como los niños, dicen a veces verdades que los demás o no vemos en absoluto o sólo débilmente, o que nos empeñamos en no querer ver. No se puede, pues, despreciar a priori cuanto nos manifiestan; antes bien, es prudente examinarlo con minuciosidad. A esta misma conclusión conduce el estudio de la patoplastia. El enfermo utiliza para la expresión de su trastorno materiales tomados de su ambiente; éste modela así la forma de presentarse exteriormente las enfermedades (pato-plastia), de manera que la misma alteración cerebral no se manifiesta exteriormente, a los ojos de observadores profanos y superficiales, igual en una monja de Burgos que en un banquero de Nueva York. Así, el enfermo mental da, al sacarlos a la palestra de lo sensacional, relieve y expresividad a elementos que silenciosamente nos rodean, como si fuera una lupa puesta entre ellos y nosotros.
Ojalá sirvan estas consideraciones para hacer fecunda la trágica muerte de Francisco Herranz. Que Dios le acoja en su seno.
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